Reto a Muerte (Duel)

El volante mitologizado

Por Emiliano Fernández

Casi todos los países del planeta con una extensión territorial importante han desarrollado distintos niveles de fetichismo para con los automóviles y vehículos en general, de hecho una especie de amalgama en el inconsciente colectivo de cada nación entre por un lado la libertad individual, homologada a la capacidad de desplazarse sin las limitaciones de la anatomía y la resistencia humanas, y por el otro lado una velocidad que “conquista” a nivel simbólico las franjas de tierra al condenarlas al olvido automático del camino, una amnesia que se impone de manera incesante porque el terreno que dejamos atrás es rápidamente reemplazado por otra superficie que asimismo será sobrepasada con celeridad. El cine ha interpretado esta doble fascinación, en primera instancia con los coches y en segundo lugar con las rutas, desde múltiples perspectivas desde que todo comenzase con la inocencia de Cupido Motorizado (The Love Bug, 1968), de Robert Stevenson, y La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965), de Blake Edwards, así el terror pronto se hizo un festín con la variante de los vehículos antropomorfizados del averno símil Reto a Muerte (Duel, 1971), de Steven Spielberg, El Auto (The Car, 1977), de Elliot Silverstein, Christine (1983), de John Carpenter, y Ocho Días de Terror (Maximum Overdrive, 1986), única aventura de Stephen King como director, aquella colección de psicópatas del camino que protagonizó Juegos de Carretera (Roadgames, 1981), de Richard Franklin, Carretera al Infierno (The Hitcher, 1986), de Robert Harmon, y Frecuencia Mortal (Joy Ride, 2001), de John Dahl, los dolorosos secuestros de La Desaparición (Spoorloos, 1988), opus de George Sluizer, La Ambulancia (The Ambulance, 1990), de Larry Cohen, y Sin Rastro (Breakdown, 1997), de Jonathan Mostow, y por supuesto aquellos delirios de variada envergadura de propuestas entrañables en línea con Los Coches que Devoraron París (The Cars that Ate Paris, 1974), de Peter Weir, Mad Max (1979), de George Miller, y Crash (1996), odisea psicosexual de David Cronenberg, sin olvidarnos de otros exponentes híbridos como Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975), de Paul Bartel, Cannonball (1976), también de Bartel, y Autos Asesinos (Killing Cars, 1986), gesta hoy completamente olvidada de Michael Verhoeven.

 

Reto a Muerte, en su forma original un film para la ABC de apenas 74 minutos que al año siguiente fue ampliado a 90 para su estreno en salas comerciales tradicionales, resulta muy interesante no sólo porque forma parte de los clásicos de terror de lo que podríamos definir como la edad de oro de las películas realizadas especialmente para TV, léase esos gloriosos años 70 e inicios de los 80 que parieron joyas del rubro de turno como Granja Crowhaven (Crowhaven Farm, 1970), de Walter Grauman, En Casa para las Fiestas (Home for the Holidays, 1972), de John Llewellyn Moxey, Gárgolas (Gargoyles, 1972), de Bill Norton, No Tengas Miedo a la Oscuridad (Don’t Be Afraid of the Dark, 1973), de John Newland, ¿Dónde Está mi Esposo? (Dying Room Only, 1973), de Philip Leacock, Ronald Malo (Bad Ronald, 1974), de Buzz Kulik, Matanza de Invierno (Winter Kill, 1974), de Jud Taylor, La Noche Oscura del Espantapájaros (Dark Night of the Scarecrow, 1981), convite de Frank De Felitta, y el querido díptico de Darren McGavin como el periodista e investigador sagaz Carl Kolchak, hablamos de El Acosador Nocturno (The Night Stalker, 1972), otra faena de Moxey, y su continuación El Estrangulador Nocturno (The Night Strangler, 1973), de Dan Curtis, sino también porque la epopeya que nos ocupa, cúspide inexpugnable de los gritos y los sustos en formato “bajo presupuesto” junto con No Tengas Miedo a la Oscuridad y Ronald Malo, tranquilamente puede leerse como un ensayo general por parte de Spielberg para la revolucionaria Tiburón (Jaws, 1975), en este sentido conviene recordar que Reto a Muerte fue su primera película, luego de colaborar en series como Galería Nocturna (Night Gallery, 1969-1973) y Columbo (1971-2003), y es parte constituyente del grupo de cuatro largometrajes que el amigo Steven completó antes de debutar en la pantalla grande con la propuesta inmediatamente previa a Tiburón, Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), otro clásico de las road movies aunque más light que fue precedido por la presente, Luz de Fuego (Firelight, 1964), una obra adolescente que se considera perdida, La Fuerza del Mal (Something Evil, 1972), otro trabajo para TV aunque gótico fantasmal, y Salvaje (Savage, 1973), ese piloto para una serie de la NBC que eventualmente fue rechazado por la cadena.

 

Siempre con el corazoncito en el horror pero con pinceladas complementarias de géneros como el suspenso hitchcockiano, la acción nihilista setentosa, el drama existencial de base más bien abstracta e incluso el western crepuscular modelo Sam Peckinpah, la película cuenta con un guión del por entonces ya legendario Richard Matheson, a su vez basado en un cuento suyo publicado en Playboy en este mismo 1971 e inspirado por una disputa de 1963 entre Matheson y un camionero en una autopista de California, y se centra en aquellas postrimerías del fetichismo estadounidense para con los automóviles enormes, el consumo irrestricto de gasolina y la mística de las rutas contraculturales eternas de los años 60, un esquema identitario que pronto se caería a pedazos a raíz de la Crisis del Petróleo de 1973, cuando la Organización de Países Exportadores de Petróleo decidió no enviar más crudo a yanquilandia y otras naciones que apoyaron a Israel durante la Guerra de Yom Kipur (del 6 al 25 de octubre de 1973), decisión que generó medidas urgentes de racionamiento y a largo plazo provocó el “achicamiento” progresivo de los coches, el aumento cíclico del precio del combustible y el vuelco masivo de todos los fabricantes hacia la tracción delantera, amén de factores adicionales como la salida del patrón oro decretada por Richard Nixon en 1971, el empuje inflacionario occidental, el gigantesco gasto en defensa del Primer Mundo y el reemplazo del trabajo por la especulación como usina capitalista de riqueza. David Mann (Dennis Weaver), un vendedor viajante de mediana edad que está casado y tiene dos hijos y conduce un Plymouth Valiant rojo por el Desierto de Mojave para ver a un cliente llamado Forbes, entra en un conflicto cada vez más lúgubre con el conductor ignoto y demente de un camión cisterna Peterbilt 281 (Carey Loftin), el cual lo pasa en la carretera, lo arrincona, lo persigue a pura vehemencia, lo choca de atrás, lo lleva a despistarse, lo empuja contra un tren en una barrera, lo pretende atropellar en una gasolinera con un serpentario, le cierra el camino sistemáticamente, le boicotea cualquier intento de pedir ayuda y en el desenlace, en consonancia con el título, lo insta a subirse al Valiant para una confrontación definitiva a toda velocidad, con problemas de radiador, rutas de tierra y mucha angustia de por medio.

 

El encanto minimalista de Reto a Muerte, con un Matheson célebre por su participación en La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), por adaptar a Edgar Allan Poe para Roger Corman, por la novela Soy Leyenda (I Am Legend, 1954), más sus traslaciones cinematográficas de 1964 y 1971, y por haber escrito El Increíble Hombre Menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957), de Jack Arnold, Arde, Bruja, Arde (Night of the Eagle, 1962), de Sidney Hayers, y El Diablo Cabalga (The Devil Rides Out, 1968), maravilla de Terence Fisher, pasa primero por la amenaza misteriosa de fondo, ya que sólo vemos las botas y brazos del acosador pero jamás su rostro y por cierto la película comienza con una toma secuencia subjetiva desde el punto de vista del Plymouth que ayuda a antropomorfizar a los vehículos como si se tratase de criaturas autónomas, y segundo por este combate para nada sutil entre la burguesía del vendedor viajante y el lumpenproletariado del transporte pesado del camionero, en este sentido por un lado pensemos que Mann calza perfectamente en el molde social del empleaducho o cuentapropista mediocre que hace siempre lo que se le dice y ni siquiera defiende a su esposa, detalle que queda de manifiesto vía una llamada telefónica en torno a una pelea de la pareja debido al hostigamiento de un tercero hacia la mujer, y por el otro lado la historia enfatiza determinados rasgos del obrero y su camión como la mugre, el smog, la impetuosidad, su insistencia y la intercambiabilidad/ solidaridad entre el Peterbilt y los trenes, ambos con una bocina atronadora y una presencia siempre descomunal. Jugando también con las noticas y el contenido basura de los mass media, aquí una radio con programas interminables que giran alrededor de un sujeto que hace música con la carne roja y otro homologado a una ama de casa masculina, Reto a Muerte apabulla gracias al excelente desempeño de Weaver, un actor televisivo que incluso apareció en Sed de Mal (Touch of Evil, 1958), joya de Orson Welles, y las estupendas fotografía de Jack A. Marta, edición de Frank Morriss y música incidental de Billy Goldenberg, pivotes para una mixtura asfixiante de competencia rutera, miedo a lo desconocido y volantes mitologizados pero venidos a menos porque esta mecanización de la vida nos deja alienados y violentos…

 

Reto a Muerte (Duel, Estados Unidos, 1971)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Richard Matheson. Elenco: Dennis Weaver, Carey Loftin, Jacqueline Scott, Eddie Firestone, Lou Frizzell, Gene Dynarski, Lucille Benson, Tim Herbert, Charles Seel, Shirley O’Hara. Producción: George Eckstein. Duración: 90 minutos.

Puntaje: 10