Introducción, por Emiliano Fernández:
En los años en que el western clásico y todas sus pavadas fascistoides de cartón pintado ya tenían su certificado de defunción, en consonancia con la execrable ideología de racistas como John Ford, Howard Hawks, John Wayne y mucha ralea semejante, Clint Eastwood se transformó de a poco en un paradigma del siguiente paso evolutivo del género tanto en materia de su vertiente de izquierda, condensada en los spaghetti westerns o westerns europeos, como en su faceta de la “nueva derecha”, una sin duda mucho más tolerante y respetuosa que su homóloga de antaño en materia de colectivos eternamente demonizados como los indígenas, ninguneados como los mexicanos y directamente transformados en bobos e insufribles varios como las mujeres o las otras dos castas -por fuera de la británica- que anduvieron haciendo de las suyas en materia de la nauseabunda aventura colonialista en Norteamérica, hablamos por supuesto de las huestes militares españolas y francesas. El estadounidense no sólo fue una figura clave en el cambio operado a nivel histórico/ social/ industrial, estrictamente vinculado al ascenso de la contracultura en todo el globo durante las décadas de los 60 y 70, ya que también constituyó una rara avis en esto de comenzar su trayectoria en la televisión yanqui para luego hacerse muy pero muy conocido de la mano de sus trabajos en Europa y ahí sí desembarcar en Hollywood para ir modificando los latiguillos vetustos de la masculinidad en pantalla y adaptarla a un tiempo en el que las otrora minorías resultaban mil veces más dignas que los “sultanes” chauvinistas, militares y/ o institucionales que supieron hegemonizar hasta entonces las películas del mainstream, todo vía la moral hipócrita de ese pasado inmediato que hacía todo lo posible para no ser enterrado de una buena vez. Otro ingrediente extraño de la carrera del señor, ya no tanto contextual azaroso sino más bien empardado a sus decisiones profesionales, tuvo que ver con el insólito giro -insólito para su tiempo, en donde los actores a lo sumo podían fundar una productora propia y no mucho más- de volcarse a la dirección de largometrajes y encarar desde la ya legendaria Malpaso Productions los proyectos que le resultasen interesantes sin la necesidad de depender de terceros más allá de su sociedad con Warner Brothers, un estudio conocido por su carácter voraz y metiche aunque justo en este caso consagrado a respetar la voluntad de un artista taquillero y con fama de nunca pasarse de presupuesto y terminar el rodaje de turno mucho antes de los días pautados a priori, algo así como el “sueño húmedo” de los ejecutivos del aparato capitalista cultural (el señor aprendió todos los truquillos del rubro trabajando para Sergio Leone y Don Siegel, dos expertos consumados en la antigua y querida disciplina de exprimir al máximo los pocos recursos disponibles de una Clase B que no dejaba demasiado margen para el despilfarro prototípico de tantos colegas realizadores del ámbito hollywoodense). La reinterpretación del western por parte del Eastwood director y actor fue tan fascinante y decisiva en cada época como cabía esperar: de una de las piedras fundacionales del weird west como La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, 1973) pasó a uno de los clásicos del western coral hiper nihilista, El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), y de éste saltó a los comentarios metadiscursivos del “western moderno” Bronco Billy (1980), toda una rareza que aquí incluimos para sopesar su sustrato autorreflexivo, y a ese singular ejemplo de lo que podríamos denominar como western ético o quizás espiritual, El Jinete Pálido (Pale Rider, 1985), periplo que finaliza con la mítica Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), obra maestra indiscutible del western revisionista más furioso y desacralizador para con aquellas sonseras patrioteras vinculadas a los primeros colonos norteamericanos o el mismo proceso de construcción de la “historia oficial” de la nación. El talento, la inteligencia y la humanidad del imponderable Clint, factores/ dimensiones que recuperaremos en este repaso analítico por sus westerns como director, quedan una y otra vez de manifiesto en estos cinco films y su influyente desmitificación del Lejano Oeste, un esquema retórico en el que el clasicismo narrativo todavía está presente pero pasa a ser condimentado por aquel humor mordaz y sexual de los spaghetti westerns y por aquella melancolía -tan salvaje e indómita como veraz- correspondiente al cine de Sam Peckinpah, Robert Aldrich y Samuel Fuller, entre otros genios que supieron adelantarse por mucho a la jugada de dinamitar ya de lleno el fariseísmo palurdo del pasado para encumbrar a la paradoja del antihéroe solitario o en grupo como nuevo estandarte de relatos mucho más próximos a la mundanidad prosaica de cualquier mortal, por cierto sin ese cinismo oportunista tan frecuente en el nuevo milenio.
Índice:
La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, 1973), por Emiliano Fernández:
Curiosa segunda película como director encaró Clint Eastwood luego de su recordado debut, el thriller de acoso Obsesión Mortal (Play Misty for Me, 1971), porque el film que nos ocupa es uno de los primeros exponentes mainstream del weird west y el acid western, dos subgéneros del western en el que se combinan a pura pompa los motivos clásicos del formato con elementos diversos del horror, la fantasía, la ciencia ficción o el más explícito surrealismo y/ o nihilismo, una tradición que en su vertiente moderna va desde El Tiroteo (The Shooting, 1966), A Través del Huracán (Ride in the Whirlwind, 1966) y El Topo (1970), pasa por El Búfalo Blanco (The White Buffalo, 1977), Cuando Cae la Oscuridad (Near Dark, 1987), Duelo de Malditos (Grim Prairie Tales, 1990), Demonio del Polvo (Dust Devil, 1992), Hombre Muerto (Dead Man, 1995), Del Crepúsculo al Amanecer (From Dusk Till Dawn, 1996), Vampiros (Vampires, 1998) y Voraz (Ravenous, 1999), para finalmente terminar en las más recientes Excavadores Infernales (The Burrowers, 2008), Frontera Caníbal (Bone Tomahawk, 2015) y Bacurau (2019), entre otras. La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, 1973) responde a una serie concreta de fuentes de inspiración: en primera instancia retoma a nivel conceptual el asesinato en 1964 de Kitty Genovese, una chica que fue atacada cerca de su departamento en Nueva York por Winston Moseley, quien la apuñaló repetidamente, la violó estando moribunda y le robó el dinero que tenía encima frente a la patética impasibilidad de la enorme mayoría de los vecinos de la zona que presenciaron distintos momentos de la arremetida, en segundo lugar funciona como una remake no reconocida -y mucho más freak que la original- de La Marca de la Horca (Hang ‘Em High, 1968), dirigida por Ted Post y también protagonizada por Eastwood, y en última instancia la película sin duda recupera aquella premisa de A la Hora Señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann y con un mítico guión de Carl Foreman, aunque pervirtiéndola sutilmente y trastocando el asunto hacia un pesimismo muy setentoso, basta con tener presente el hecho de que aquel alguacil, Will Kane (Gary Cooper), al que los pueblerinos dejaban solo ante la llegada del temible Frank Miller (Ian MacDonald), un hombre al que había encarcelado en el pasado y hoy pretendía venganza, aquí se transforma en un extraño (Eastwood) que es la reencarnación de otro alguacil que estuvo en unas circunstancias muy parecidas, Jim Duncan (en la piel de Buddy Van Horn, doble histórico del realizador y protagonista), quien regresa de entre los finados en plan de cobrarse todas y cada una de las atenciones recibidas por parte no sólo de la pandilla de malhechores de turno, encabezada por el salvajón Stacey Bridges (Geoffrey Lewis) y compuesta además por los hermanos Dan (Dan Vadis) y Cole Carlin (Anthony James), sino también de todo el pueblo que se quedó apático ante la horrenda muerte nocturna del señor, nada menos que a latigazos y en plena calle principal de la mini ciudad en cuestión de California, llamada Lago porque se encuentra a la orilla de un gigantesco espejo de agua. Contradiciendo el “final feliz” del opus de Zinnemann, y hasta en cierto punto imaginando lo que podría ser una secuela sobrenatural en la que el adalid no sobrevive y lleva por ello su odio como bandera en pos de desquite y humillación sobre los que lo mancillaron y aquellos otros que no hicieron nada para impedirlo, la trama en sí arranca con el arribo del forastero y el asesinato en defensa propia de tres matones que trabajaban de supuesta “seguridad” para la Compañía Minera Lago, la principal fuente de riquezas del pueblito, quienes en esencia estaban destinados a salvaguardar a los locales de la pronta revancha de Bridges y los Carlin, los cuales están pagando una sentencia de un año de prisión luego de ser incriminados en un robo ficticio de un lingote de oro por los habitantes de Lago, quienes a su vez se los querían sacar de encima porque se estaban comportando como unos tiranos y por el simple hecho de que les recordaban que tuvieron que contratarlos de sicarios para asesinar a un Duncan que descubrió que la mentada mina se ubica en tierras fiscales y que en realidad todo lo extraído en oro le corresponde al gobierno estadounidense y no a esta colección de capitalistas privados mafiosos. La gente de Lago cae en la desesperación por saberse sin auxilio alguno ante la amenaza de venganza y por ello optan por ofrecerle lo que quiera al extraño para que los proteja a través de los dos principales “intermediarios” del lugar, el alguacil regordete Sam Shaw (Walter Barnes) y el alcalde y dueño de un almacén Jason Hobart (Stefan Gierasch), los cuales deben quedarse calladitos cuando el personaje de Eastwood traslada sus títulos a Mordecai (Billy Curtis), un enano avejentado y empleado de una barbería que celebra alegremente la escalada de ofensas e indignidades que el muy eficaz pistolero les embadurna en la cara a los cobardes e ineptos habitantes del pueblo. El excelente guión de Ernest Tidyman, quien venía de entregar nada menos que las historias de Shaft (1971) y Contacto en Francia (The French Connection, 1971), explica lo sucedido a Duncan mediante dos flashbacks cruciales, el primero tomando la forma de un sueño/ recuerdo del forastero cuando duerme en una habitación del hotel autóctono y el segundo de una remembranza de un Mordecai que debe esconderse ante el maltrato y el ninguneo de los locales, sin embargo no generaliza al cien por ciento el carácter maquiavélico y pérfido de las huestes de Lago porque señala que el que lloró por lo ocurrido fue precisamente el enano y que la única que intentó detener el castigo a latigazos fue Sarah Belding (Verna Bloom), la esposa del dueño del albergue Lewis Belding (Ted Hartley). En este sentido, Eastwood se hace un festín sistematizando las diferencias entre los dos modelos de féminas que dominan en Lago, por un lado la arpía ninfómana de Callie Travers (la siempre gloriosa Marianna Hill), una ridícula que quiere acostarse con el extraño pero se hace la difícil, lo ataca y hasta lo insulta, provocando que el señor tenga que violarla para que se le quite lo histérica y lo puta, y por el otro lado esa misma Sarah que funciona más como una mujer normal que desprecia la pusilanimidad de su marido y su abulia cuando el protagonista decide que ahora es momento de encamarse con ella, frente a lo cual tampoco impone mucha resistencia que digamos. El director crea un ambiente maravilloso de envilecimiento moral/ ético en el que se subraya la complicidad popular plutocrática en pos de mantener funcionando la mina bajo el ala de los locales, típico planteo de la burguesía comercial sustentada en un flujo de dinero alrededor de uno o -cuanto mucho- dos ejes fetichizados, todo matizado con geniales chispazos surrealistas como por ejemplo la música elegíaca de Dee Barton, el cual le copia todos los latiguillos a Ennio Morricone, el trasfondo misterioso del protagonista símil aquel de Shane (Alan Ladd) de El Desconocido (Shane, 1953), aunque hoy por hoy arrimado hacia la más deliciosa maldad revanchista, y el detalle final de hacer pintar de rojo todas las construcciones de Lago, armar una generosa mesa de picnic con bebida y un buey asado, colgar un sardónico cartel de “Bienvenidos a casa, muchachos” y renombrar al pueblo como “Infierno”, de hecho adonde los mandó Duncan a todos los habitantes cuando lo condenaron a encontrarse de improviso con la parca (los repetidos intentos de asesinato contra el hombre por parte de determinadas facciones del lugar, todos fallidos por cierto, y las hermosas muertes del desenlace -cual proto slasher de la época- también responden a esta concepción de ironía hiper burlona que atraviesa el metraje de principio a fin, pensemos en Cole siendo asesinado a latigazos, en Dan colgado cual ahorcamiento judicial y en Stacey muriendo acribillado sin más por el enigmático pistolero). Minucias como llevarse cigarros, botas, monturas y mucho alcohol, vaciar el hotel para ser su único ocupante y entregarle golosinas a unos niños indígenas y frazadas a un veterano que segundos atrás habían sido discriminados por Hobart constituyen en suma otros ingredientes estupendos del siempre complejo planteo retórico de Eastwood, en esta oportunidad más que nunca jugando con el costado justiciero abstracto de su persona en pantalla y extrayendo placer del dolor infligido a quienes se lo merecen, unos tontitos que pensaban que la estructura de poder es eterna e invariante y que la cosa no se les puede dar vuelta en cualquier momento, como en esta revolución cortesía del fantasma de un solo hombre que parece inspirarse en el humor negro y el poderío ideológico minimalista de los dos principales mentores del Eastwood cineasta, hablamos por supuesto de Sergio Leone y Don Siegel. De todas formas, y en una relación de complementariedad para con el desquite nihilista de máxima, la búsqueda de cierre existencial asimismo forma parte del horizonte narrativo, algo que queda de manifiesto cuando en los últimos segundos vemos a Mordecai ponerle el nombre de Duncan a una tumba hasta ese momento anónima, permitiéndole descansar en paz justo como afirmó Sarah en ese lecho romántico compartido por ambos.
La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, Estados Unidos, 1973)
Dirección: Clint Eastwood. Guión: Ernest Tidyman. Elenco: Clint Eastwood, Billy Curtis, Geoffrey Lewis, Stefan Gierasch, Verna Bloom, Marianna Hill, Walter Barnes, Anthony James, Dan Vadis, Buddy Van Horn. Producción: Robert Daley. Duración: 105 minutos.
El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), por Ernesto Gerez:
En el plano que inaugura El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), la luz del sol entra por la derecha del cuadro como bendición divina. En esta primera escena Josey Wales (Clint Eastwood) sonríe casi por única vez en toda la película; sonrisa no de carcajada sino de felicidad mientras labura la tierra con su hijito. La madre llama al niño y saluda a la distancia, como anticipando una despedida y las llamas que arderán en cuestión de segundos como contraposición a esos rayitos de sol y como punto de partida de la desesperanza de Josey y de la película toda. Ese plano inicial con la iluminación divina es la manera de filmar a la familia como panacea en un western que podría ser incluso más tradicionalista, en varios sentidos, que su western anterior, La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, 1973), que podríamos decir cuenta con mayor peso mítico y por lo tanto está menos anclada en la tierra -labrada o no- y en la hemoglobina… acá, entrada la diégesis, incluso habrá un pacto de sangre entre Josey y un líder indio. En este cuento eastwoodiano los inquisidores que prenden fuego a chicos y mujeres son los unionistas, no el ejército del norte en sí sino un grupo de vándalos que labura para ellos conocidos como los Botas Rojas. La historia está tomada -parece que fielmente- de la novela Gone to Texas (1972) de Forrest Carter. Este Forrest, que vendió muchísimo con ese libro que primero se tituló The Rebel Outlaw: Josey Wales, en realidad fue Asa Earl Carter, un supremacista blanco miembro del Ku Klux Klan que le escribía los discursos al segregacionista gobernador de Alabama George Wallace. En el momento en que publicó la novela con su seudónimo, Carter ya estaba afuera del KKK y se había exiliado a otro Estado y cambiado el nombre de pila. Más allá de la ideología del autor la novela lejos está de ser segregacionista e incluso le pega tanto a los unionistas como a los rebeldes del sur (uno de los capos de la guerrilla sureña es nada menos que un traidor). Todo el rollo de que en realidad Forrest era el racista Asa Earl se dio a conocer mediáticamente al poco tiempo del estreno de la película y, parece, enfureció al viejo Clint que en ese momento aún no era viejo pero ya era, parece, cascarrabias. Josey Wales, a partir de la tragedia familiar que inaugura el relato, se transforma en el héroe lacónico y desesperanzado de la película, el que no tiene miedo porque no tiene nada (más) que perder. Pero este personaje, aunque comparta las pocas palabras y las pocas pulgas del protagonista de su primer western como director, la mencionada La Venganza del Muerto, ya no es un pistolero solitario sin nombre ni pasado sino que, a su pesar o no, es un tipo de familia destinado a eso que cuando la pierde pasa a ser el líder de otro grupo, conformado por el indígena Lone Watie (el Jefe Dan George), la india Little Moonlight (Geraldine Keams) y luego por Laura Lee, la chica para el romance heterosexual (nada menos que su flamante pareja Sondra Locke). Que el Jefe Dan George, además de actor un militante de la causa indígena, haya laburado seguramente no fue casualidad o al menos aportó para que la película fuera bien recibida por diferentes grupos de pueblos originarios que se sintieron representados de una manera menos estereotipada, paradójicamente de un modo similar a como sucede en la novela escrita por el racista Asa Earl. Este grupo que forma Josey en su viaje de venganza aleja al personaje de arquetipos anteriores y lo acerca no a un grupo hawksiano que espera en comunidad (aunque haya algo de esto cuando Josey llegue al pueblo de Laura Lee), sino más bien al espíritu gitano, en movimiento, cercano a John Ford pero también a Sam Peckinpah y a otros exponentes del western postfordiano. Porque “el último de los clásicos”, como llaman algunos al viejo, no era del todo clásico en sus westerns, esto puede verse en algunas decisiones formales de El Fugitivo Josey Wales y en cierta desesperanza y sequedad de sus personajes, y se veía también en algunas puestas de cámara y en la estilización de la violencia de La Venganza del Muerto, por momentos más cercana al spaghetti western y al western crepuscular posterior a Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de Ford. Más allá de que El Fugitivo Josey Wales sea efectivamente más clasicista que su western anterior, hay determinados momentos, como por ejemplo la escena de los créditos iniciales donde una secuencia de batallas se torna cada vez más azul hasta llegar al límite del blanco y negro para luego volver a los colores, y la utilización en otras escenas de algunos zooms, algunas tomas subjetivas y otras mínimas transgresiones al audiovisual institucional, que la corren del clasicismo -digamos- más duro y libre del esteticismo que revela el artificio. En contraste con su primer western hay acá menos espacio para los aspectos míticos más allá de que al final se imprima en parte la leyenda, como también hay menos espacio para el humor machista que seguramente engranaba -entre otras- a la enemiga crítica de Eastwood, Pauline Kael. El ritmo también es más sereno, todo es más solemne que en La Venganza del Muerto, sin embargo, y a pesar de no haber sido recibido del todo bien en su momento, al film lo legitimó un genio del cinematógrafo y de la cinefilia, Orson Welles, que según el periodista David Denby del New Yorker dijo: “cuando la vi por cuarta vez, supe que pertenecía a los grandes westerns como los de Ford o Hawks”. Se imprime (la leyenda).
El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, Estados Unidos, 1976)
Dirección: Clint Eastwood. Guión: Philip Kaufman y Sonia Chernus. Elenco: Clint Eastwood, Dan George, Sondra Locke, Bill McKinney, John Vernon, Paula Trueman, Sam Bottoms, Geraldine Keams, Woodrow Parfrey, Joyce Jameson. Producción: Robert Daley. Duración: 135 minutos.
Bronco Billy (1980), por Emiliano Fernández:
Sin llegar a la autoparodia y el marcado cinismo de William “Buffalo Bill” Cody (Paul Newman) de Buffalo Bill y los Indios (Buffalo Bill and the Indians or Sitting Bull’s History Lesson, 1976), de Robert Altman, ni tampoco alcanzar aquella irrefrenable melancolía y sutil desesperación de Junior Bonner (Steve McQueen) de Hijo del Torbellino (Junior Bonner, 1972), de Sam Peckinpah, aunque definitivamente tomando rasgos particulares de ambos, el protagonista de Bronco Billy (1980) es también en esencia un profesional del espectáculo que se sirve de los mitos y prácticas del Viejo Oeste para sobrevivir en el contexto de una época en la que todo ese acervo de antaño no sólo resulta anacrónico sino que muchas veces hasta es acusado -en materia del imaginario colectivo y cultural de los norteamericanos modernos- de infantil, ridículo o simplemente vetusto e inútil, por ello siempre se lo suele dejar de lado en pos de seguir enalteciendo la farsa del progreso técnico/ tecnológico que transformó en arcaicas muchas formaciones simbólicas otrora cruciales en las comunidades del pasado. Por supuesto que Clint Eastwood ofrece una versión del asunto mucho más humanista y honesta que la del implacable Altman, un señor que hacía de la sátira contracultural más aguerrida su bandera, y mucho menos nostálgica e impiadosa que su homóloga de Peckinpah, quien en aquella película desarmaba con mano maestra el carácter voraz del nuevo capitalismo -ya presente a comienzos de los 70- basado en la especulación a gran escala, movida retórica que nos deja con un Bronco Billy McCoy (el propio Eastwood) que encabeza en aquel 1980 un show ruinoso de temática western que incluye la colorida verborragia de un maestro de ceremonias, Doc Lynch (el querido Scatman Crothers), un acto de encantamiento de víboras, léase el Baile de la Serpiente de Cascabel a cargo del Jefe Gran Águila (Dan Vadis), a su vez asistido por su pareja Lorraine “Agua que corre” (Sierra Pecheur), una demostración con lazos circulares a cargo del joven Leonard James (Sam Bottoms) y por supuesto la colección de destrezas del amigo McCoy, las cuales van desde acrobacias arriba de un caballo en movimiento, pasan por dispararle a platos arrojados al aire por una bella asistente que nunca dura demasiado -por el sustrato quisquilloso femenino- y terminan con la clásica prueba de la señorita eventual atada a una enorme rueda de la fortuna que gira sin cesar mientras el hombre le dispara a unos globos de colores y deja el último para un simpático cuchillo, el cual es lanzado a toda velocidad y desde una generosa distancia por Billy. Este circo itinerante muy precario, que recorre el país con un camión, dos camionetas, una casa rodante y un auto, en suma sobrevive con la escasa venta de tickets y por ello ya van seis meses sin que la variopinta troupe de artistas y montadores de la carpa de turno cobre un mísero dólar, a quienes el líder de la función conoció estando preso por dispararle a su esposa -sin matarla- luego de encontrarla en la cama con su mejor amigo, por lo que le cayó una sentencia de siete años de prisión por intento de homicidio: el Jefe Gran Águila estaba encerrado por robo a mano armada, Doc Lynch por practicar la medicina sin licencia y otro de los trabajadores del show, el Zurdo LeBow (Bill McKinney), llamado así debido a que se voló la mano derecha en un número ignoto, por robar dinero mientras trabajaba de cajero en un banco para pagar los onerosos hábitos de su mujer. El apenas correcto guión de Dennis Hackin, sólo conocido por la presente faena y por haber realizado algo de reescritura en ocasión de El Guerrero Solitario (Heartbreak Ridge, 1986), asimismo dirigida por Eastwood, combina un claro sustrato dickensiano de condena a la avaricia y el individualismo burgués, representados en una rica heredera de Nueva York que debe casarse antes de cumplir los 30 años para recibir una fortuna por parte de su ya difunto padre, Antoinette Lily (Sondra Locke), y una retahíla de diversos acontecimientos hermanados a la dinámica de una road movie tragicómica, como por ejemplo la fuga con el auto, la ropa y la cartera del “esposo de adorno” de Lily, John Arlington (Geoffrey Lewis), lo que la lleva a trabajar como asistente de Bronco Billy para eventualmente conseguir regresar a la Gran Manzana, la intervención heroica del hombre en un atraco en un banco y cómo utiliza la oportunidad frente a las cámaras televisivas para publicitar su espectáculo, la mala relación entre la petulante y muy confrontativa Antoinette con un McCoy que no ve con buenos ojos que le cambie el guión de sus actuaciones, la parada en algún que otro orfanato católico con el objetivo de dar un show benéfico para los niños, un intento de violación de dos hombres contra Lily y cómo el “pistolero más rápido del Oeste” la rescata, el arresto de James por pegarle estando borracho a unos oficiales y el descubrimiento de que es un desertor del ejército de Estados Unidos que es buscado por rehusarse a luchar en la Guerra de Vietnam, la necesidad subsiguiente del mandamás de tener que utilizar sus ahorros para sobornar al execrable sheriff en cuestión, Dix (Walter Barnes), con la meta de que libere al muchacho aunque no sin antes humillar a Billy, el incendio de la carpa cuando un adolescente del público arroja un petardo sobre el piso de paja, la delirante idea de robar un tren en movimiento persiguiéndolo como en el Viejo Oeste, a caballo y a los tiros en paralelo a las vías férreas, el “manotazo de ahogado” de recurrir al director de una institución mental, el Doctor Canterbury (Woodrow Parfrey), para que los internos les cosan a los artistas una nueva carpa con las banderas que fabrican para la milicia yanqui, y finalmente el reglamentario alejamiento del desenlace y posterior reencuentro con el interés romántico del protagonista, una Antoinette que sabía que su desaparición había generado una acusación de asesinato contra Arlington, el cual se robó sus posesiones en esencia para llevarse unas pulseras de diamantes de la mujer, con quien se topa en el neuropsiquiátrico cumpliendo una sentencia de cadena perpetua cortesía de un acuerdo de autoincriminación que le propuso Edgar Lipton (William Prince), el abogado corrupto de la madrastra de Lily, Irene (Beverlee McKinsey), a través del cual el tarado de Arlington recibía medio millón de dólares a su salida de prisión si reconocía un homicidio inexistente para que Irene se lleve toda la herencia de su ex marido, el padre amoroso -y millonario- que Antoinette perdió a la edad de nueve años. La trama en sí es demasiado dispersa para que resulte en verdad interesante y es mérito exclusivo del Eastwood actor y director el logro mayúsculo de hacer al film tan entretenido y tierno, aquí compensando la previsibilidad de la faena en su conjunto con personajes multidimensionales y de una gran humanidad a flor de piel, muy conscientes de la máscaras que utilizan en su devenir cotidiano: más allá de la excelente colección de secundarios, como ese Zurdo LeBow que considera que la nueva asistente del patrón les trae mala suerte, un Doc Lynch al que los empleados siempre mandan al muere para hablar con el colérico jefe, un Leonard que ya lleva nueve años de fuga de los esbirros institucionales de la mano del “Bronco Billy’s Wild West Show”, y la dupla del Jefe Gran Águila y Lorraine “Agua que corre”, quienes pronto serán padres, en realidad el núcleo del relato son las decisiones de vida de Antoinette y Bronco Billy, no sólo unos enamorados hollywoodenses paradigmáticos sino también personas de carne y hueso, ella escudándose en un coraza de insensibilidad e ironías porque durante su infancia y su vida adulta casi todos trataron de aprovecharse para sacarle dinero y él un nativo de Nueva Jersey y vendedor de zapatos hasta los 31 años que jamás vio un vaquero de pequeño ni una mínima llanura salvo las de los westerns del cine, un hombre que también utiliza a la fantasía -aunque en este caso la del mundo del espectáculo, no la burguesa basureadora y soberbia- para defenderse de un entorno al que en gran parte ya no le importan ni los cowboys ni los indios ni las destrezas que ofrece su circo ambulante. Fiel a su estilo, Eastwood evita de lleno la “solución cantada” dentro del marco mainstream para la trama, el hipotético desembolso de dinero de Antoinette para salvar a los menesterosos artistas, y se juega por simplemente seguir ad infinitum con el show porque allí se ubican el alma, la alegría y la pasión de McCoy y los suyos, haya o no mucho público de por medio y con una carpa hecha con una infinidad de banderas norteamericanas por los enajenados del manicomio del Doctor Canterbury, por cierto una metáfora hermosa de la concepción que tiene de sí mismo el buenazo de Clint en tanto artífice máximo de una serie de ilusiones que están destinadas a llevarles a los espectadores mucha verdad y mucho corazón, lo cual sin duda constituye la paradoja del séptimo arte de por sí, basta con considerar cómo algo tan falso y planeado al dedillo puede transmitir tamaña humanidad y complejidad anímica. Hoy el realizador recupera a varios de sus socios de sus dos primeros y legendarios westerns, La Venganza del Muerto (High Plains Drifter, 1973) y El Fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), actores como Bill McKinney, Sam Bottoms, Dan Vadis, Walter Barnes, Woodrow Parfrey y la tremenda Sondra Locke, pareja de entonces del señor y con quien colaboraría además en El Fugitivo Josey Wales, Ruta Suicida (The Gauntlet, 1977), Pendenciero Rebelde (Every Which Way but Loose, 1978), La Pelea del Siglo (Any Which Way You Can, 1980), Impacto Fulminante (Sudden Impact, 1983) y en un genial capítulo de Cuentos Asombrosos (Amazing Stories) que dirigió Eastwood, Vanesa en el Jardín (Vanessa in the Garden, 1985). Resulta evidente que Bronco Billy no llega al nivel ni de las citadas exploraciones metadiscursivas de Altman y Peckinpah ni de los otros trabajos de Clint en esto de arrimar hacia el realismo sucio crepuscular los motivos del western clásico, no obstante el film funciona como una atractiva autodestrucción/ reconstrucción del mito que el señor supo erigir alrededor de su persona en pantalla, aquí determinado por una masculinidad sensible y algo ciclotímica que no tiene problemas en ofrecernos un adorable sincericidio vinculado a poner de manifiesto que siempre hablamos de sujetos reales que mueven hilos tras bambalinas e interpretan a distintos personajes en función de lo que hubiesen querido ser -o por el contrario, de lo que odian- con vistas a repensar el andamiaje típico de la ficción, la dura e inconstante vida de los artistas, el marco de los autorretratos, la sobrevida de las culturas moribundas que se resisten a desfallecer del todo, la fraternidad y comunidades creativas semi improvisadas, la libertad de lo marginal, los sacrificios detrás del devenir rutero, el dejo ultra burlón del destino y desde ya los misteriosos ribetes de una identidad individual que siempre debería estar orientada a la felicidad y la propia vocación.
Bronco Billy (Estados Unidos, 1980)
Dirección: Clint Eastwood. Guión: Dennis Hackin. Elenco: Clint Eastwood, Sondra Locke, Geoffrey Lewis, Scatman Crothers, Bill McKinney, Sam Bottoms, Dan Vadis, Sierra Pecheur, Walter Barnes, Woodrow Parfrey. Producción: Dennis Hackin y Neal H. Dobrofsky. Duración: 116 minutos.
El Jinete Pálido (Pale Rider, 1985), por Martín Chiavarino:
El particular sentido de la moral y el deber de Clint Eastwood tiene una de sus apoteosis en El Jinete Pálido (Pale Rider, 1985), film de mitad de la década del ochenta, etapa de consolidación de las ideas consumistas en base a la recuperación económica, el mito neoliberal del buen manejo de lo privado por sobre lo público y los últimos años de la Guerra Fría. Después del fracaso comercial de La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, 1980), el gran film de Michael Cimino que se derrumbó en taquilla, Hollywood le había dado la espalda al western, un género que en su versión moderna en lugar de realzar los valores del sueño americano, lo retrotraía a la verdadera pesadilla donde la única ley era la de la fuerza, un pasado que contradecía a la justicia que casi siempre prevalecía en el western clásico. Aquí Eastwood recupera algunas cuestiones de aquel western clásico, del western revisionista, del esperpéntico spaghetti western y de la mirada más crítica para componer a un hombre duro pero justo, en este caso un predicador que viaja solo con su turbulento pasado de bandolero, sin duda un prólogo para Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), su último western pero también una metáfora del ocaso del Viejo Oeste en su conjunto. El nombre del film remite a los Jinetes del Apocalipsis, el jinete pálido de la muerte, la culminación de La Biblia, un capítulo que discurre terroríficamente sobre el final de los tiempos. Ante el desgaste del género Eastwood combina magistralmente el desgobierno de la falta de normas con el avance y la consolidación de la empresa capitalista, que se aprovecha de los agujeros legales, compra a la ley cuando puede y ejerce su poder con toda la violencia posible para obtener su propósito de acumular más ganancias. En este film escrito por Michael Butler y Dennis Shryack, Eastwood crea una historia sobre un precario campamento de mineros que buscan oro en un paraje perdido de las montañas de California, en una zona controlada por un prepotente capitalista, Coy LaHood (Richard Dysart), que ha obtenido su dinero y poder gracias a un sistema hidráulico que le permite encontrar mayores cantidades de oro pero a costa de dañar la naturaleza, los paisajes y a las personas que se interponen en su camino. Junto a su hijo, Josh (Chris Penn), componen a los villanos de esta película que también tiene a un anciano John Russell en el papel de un comisario mercenario que recorre el Oeste con su corrupta tropa en busca de una buena paga, Stockburn. Al llegar a una pequeña ciudad controlada por LaHood y que además tiene su nombre, el pistolero reverendo ayuda a uno de los mineros, Hull Barret (Michael Moriarty), ante la paliza que le propinaban los lacayos del oligarca y lo acompaña al poblado, donde insufla los corazones de los cansados y desesperanzados trabajadores, hartos de resistir los embates de los violentos mercenarios de LaHood. En el poblado la mujer que vive con Barret, Sarah Wheeler (Carrie Snodgress), se enamora perdidamente del predicador al igual que su hija Megan (Sydney Penny), una adolescente cansada de sufrir. El predicador se presenta así como un hombre ideal, capaz de proteger a las mujeres en un ambiente hostil que las sitúa de por sí en un lugar social relegado. Con la resistencia en marcha y la desesperación ante el agotamiento de las reservas de oro en sus dominios, LaHood intentará avanzar sobre los derechos de los mineros por las buenas y por las malas para impedir que su empresa sea disminuida por los políticos progresistas que buscan proteger la naturaleza del devastador sistema hidráulico. El Jinete Pálido presenta todas las características del espíritu de Clint Eastwood en el género western, como por ejemplo su condición dual de héroe y antihéroe a la vez, su semblante seductor y solitario que casi siempre abandona a las mujeres que se enamoran de él, y en este caso, también su doble condición contradictoria de predicador y pistolero que protege a los débiles. El film es simple en su trama sobre la llegada de un outsider carismático que se impone con su propuesta ante la cobardía de los mineros atormentados, acostumbrados a perder, los cuales ven en el predicador la figura de un salvador que los conduzca a la victoria. La ley al servicio del poder, un duelo atípico que busca romper con las reglas del género para sacarlo de su aburrida comodidad -y llevarlo al fango de la cruda realidad, las balaceras y los enfrentamientos- y mucha astucia narrativa de fondo son factores cruciales de una película donde Clint Eastwood disfruta de su doble condición de director y protagonista. Como en muchos de sus otros clásicos, aquí el realizador de Obsesión Mortal (Play Misty for Me, 1971) combina su ego con el del compositor Lennie Niehaus, recientemente fallecido, y del director de fotografía Bruce Surtees, dos artesanos maravillosos que acompañaron a Eastwood aportando profundidad y textura al opus del director de Impacto Fulminante (Sudden Impact, 1983). El Jinete Pálido consigue actualizar el western respetando su típica trama aunque agregando pequeños toques cómicos en una realización que no renuncia al romanticismo del héroe pero tampoco lo entroniza en una época de plenas posibilidades de obtenerlo todo y perderlo en un segundo, tan sólo en un movimiento mortal de muñeca. Eastwood consigue excelentes actuaciones acordes con la ampulosa y muy compacta propuesta de un film que incluye una crítica feroz al capitalismo rapaz, una defensa ecológica de la belleza de la naturaleza, un elogio del duro trabajo manual y un protagonista tan misterioso como cautivador que opaca al resto de los personajes por su carisma y arrojo.
El Jinete Pálido (Pale Rider, Estados Unidos, 1985)
Dirección: Clint Eastwood. Guión: Michael Butler y Dennis Shryack. Elenco: Clint Eastwood, Michael Moriarty, Carrie Snodgress, Chris Penn, Richard Dysart, Sydney Penny, Richard Kiel, Doug McGrath, John Russell, Charles Hallahan. Producción: Clint Eastwood. Duración: 115 minutos.
Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), por Emiliano Fernández:
La madurez artística de Clint Eastwood ya asomaba con todo en su homenaje al gran Charlie Parker, Bird (1988), y en su interpretación del rodaje de La Reina Africana (The African Queen, 1951) y de la figura del eterno John Huston, Cazador Blanco, Corazón Negro (White Hunter, Black Heart, 1990), cuando encara su película más meditabunda y nostálgica a la fecha, Los Imperdonables (Unforgiven, 1992), una suerte de remake lejana y/ o conceptual de En Nombre de la Ley (Lawman, 1971), aquel también magnífico western de Michael Winner protagonizado por Burt Lancaster, Robert Ryan y Lee J. Cobb. La obra maestra que nos ocupa no sólo sería el último western explícito del realizador y le traería el reconocimiento que se le había estado negando en Hollywood -sólo en materia de premios y distinciones varias, ya que siempre fue un actor muy taquillero si consideramos la faceta económica de su carrera- sino que desencadenaría a posteriori una serie de films en los que dejaría en buena medida de lado las epopeyas de acción y las comedias inocentonas que habían caracterizado a su producción como director y actor durante las décadas del 60 y 70 en favor de propuestas más serias y adultas, sin embargo retomaría algo del cine popular de antaño pero sustituyendo la dinámica de los westerns por su homóloga de los thrillers de suspenso en ocasión de Poder Absoluto (Absolute Power, 1997), Crímenes Verdaderos (True Crime, 1999) y Deuda de Sangre (Blood Work, 2002), amén de la movida adicional del señor de regresar en parte al armazón retórico del western crepuscular/ revisionista para opus de la talla de Million Dollar Baby (2004), Gran Torino (2008) y La Mula (The Mule, 2018), sin duda coletazos implícitos de lo que puede verse en Los Imperdonables en lo que atañe a la deconstrucción de la mitología de ese western clásico en el que las fronteras entre buenos y malos resultaban muy claras y la violencia y la muerte estaban empardadas con la gloria más facilista, tontuela e irreal; todos elementos que por supuesto estallan por los aires porque aquí Eastwood retoma el verosímil más crudo y honesto de sus dos mentores de siempre, Sergio Leone y Don Siegel, a quienes de hecho les dedica la película, y aquel proceso discursivo de desacralización de la figura del pistolero/ forajido/ cowboy que puso de manifiesto el también gigante Sam Peckinpah, en especial demostrando en pantalla que la contradicción identitaria es común a toda la humanidad y que la benevolencia y el envilecimiento conviven desde el vamos en cada uno de nosotros en nuestra psiquis. El extraordinario guión de David Webb Peoples, responsable además de Blade Runner (1982), Ladyhawke: El Hechizo de Aquila (Ladyhawke, 1985), Sangre de Héroes (The Blood of Heroes, 1989), Héroe Accidental (Hero, 1992), Doce Monos (Twelve Monkeys, 1995) y Soldado (Soldier, 1998), abre en 1880, en el pueblo de Big Whiskey, Wyoming, donde un vaquero del rancho Bar T, Quick Mike (David Mucci), comienza a cortar con un cuchillo a una meretriz del prostíbulo local, Delilah Fitzgerald (Anna Thomson), por haberse reído del pequeño tamaño de su pene, consiguiendo herirla y desfigurarla seriamente a pesar de que su compañero de correrías, el más joven Davey Bunting (Rob Campbell), trató de detenerlo como pudo. Luego de que el proxeneta de turno, Skinny Dubois (Anthony James), le apuntase con un arma a Quick Mike y lo atase junto a Bunting, se aparece en el lugar el cruento sheriff de Big Whiskey, “Pequeño Bill” Daggett (Gene Hackman), quien en un primer momento pretendía castigar con latigazos a los hombres y luego cambia de opinión cuando Dubois habla de “propiedad dañada” que ahora ya no podrá amortizar, por ello la sanción final termina siendo meramente económica/ capitalista e incluye que Quick Mike le traiga para el otoño al proxeneta cinco caballos de compensación y Bunting dos. Las putas en conjunto y sobre todo su líder, la veterana Strawberry Alice (Frances Fisher, pareja por entonces de Eastwood y con quien concebiría a la bella Francesca Eastwood), consideran al asunto indignante y por ello ensayan su propia justicia ofreciendo como recompensa mil dólares a cualquiera que mate a los dos vaqueros responsables del ataque contra Delilah, corriendo pronto la voz entre los clientes del lupanar. Con este simple catalizador narrativo la historia edifica una reflexión acerca de la contemplación de la vejez frente a la existencia vivida en contraposición a la algarabía ciclotímica y bastante demencial de la juventud, dos estados del devenir prosaico condensados en diversos personajes del relato pero sobre todo en el gran protagonista, William “Will” Munny (Eastwood), hoy padre de dos nenes pequeños y propietario de una granja de cerdos en el Condado Hodgeman, Kansas, y ayer un pistolero despiadado y un borracho todo terreno que fue cruel con todo ser viviente de la Tierra hasta que se casó con una chica llamada Claudia que eventualmente fallecería en 1878 a los 29 años por viruela, madre de los purretes en cuestión y quien lo llevó a dejar de beber y a abandonar una vida de forajido basada en muchos robos, en la que mató a mujeres y niños -por ejemplo- volando con dinamita un tren de Missouri en ocasión de un atraco de 1869. El que se aparece en la humilde casa del hombre con la idea de asesinar por el dinero de las prostitutas a los bobos del rancho Bar T es un tal “Schofield Kid” (Jaimz Woolvett), un muchacho banal y jactancioso que dice haber matado a cinco sujetos y ser un experto tirador aunque resulta evidente que jamás le disparó a nadie y que encima sufre de una miopía severa que le impide ver a lo lejos. Munny en un principio se niega pero después reconsidera el asunto porque varios cerdos están enfermos y de seguro no podrá mantener a sus vástagos si continúa en el chiquero, por ello recluta a un viejo amigo/ malhechor de antaño, el afroamericano Ned Logan (Morgan Freeman), a su vez casado con la indígena Sally “Dos Árboles” (Cherrilene Cardinal), y juntos se unen a Schofield Kid en una curiosa odisea de sicarios. Mientras tanto Dubois le informa a Daggett sobre la recompensa y éste pretende dar un ejemplo -para que no se aparezcan más matones por Big Whiskey- con el recién llegado Bob “El Inglés” (Richard Harris), otro asesino a sueldo legendario que pretendía cargarse a los rancheros que desfiguraron a la meretriz aunque termina siendo obligado a entregar sus armas y recibiendo una paliza brutal de un Pequeño Bill que hasta le roba a un burguesito que lo acompañaba en calidad de “biógrafo”, W.W. Beauchamp (Saul Rubinek), el cual escribió un relato, El Duque de la Muerte, acerca de un supuesto acto heroico de Bob en la cantina Botella Azul en Wichita, Kansas, donde vengó el honor de una señorita matando a un sujeto llamado Corcoran, lo que resultan ser todas patrañas del británico porque Daggett le aclara a Beauchamp que fue testigo de lo sucedido, en suma un enfrentamiento bien patético entre Bob y el futuro finado por una francesita que era pareja del primero y que se había acostado con el segundo, con El Inglés gatillando dos veces y errando de lo borracho que estaba y con Corcoran primero disparándose a sí mismo en un pie y luego perdiendo una mano cuando el revólver le explotó de repente, situación que fue aprovechada cobardemente por Bob para fusilarlo de un tiro. La destrucción de los mitos del Viejo Oeste continúa con motivo de la muerte de los dos vaqueros, primero un Bunting al que se le rompe la pierna cuando Logan le dispara a su caballo y el animal se le cae encima, con Munny debiendo rematarlo en el estómago -también a la distancia y con un rifle- ya que Ned se paraliza sin poder disparar, y segundo un Quick Mike que es baleado tres veces por Schofield Kid mientras cagaba en una letrina exterior de la casucha donde estaban los ayudantes armados de Daggett, supuestos encargados de protegerlo contra la pandilla de cazarrecompensas. El último acto de la película involucra otra nueva paliza del pusilánime de Pequeño Bill, quien tiene por costumbre hacer desarmar a todos los que entran a Big Whiskey para después molerlos a trompadas sin demasiada capacidad de defensa ante una infinidad de armas apuntándoles, aunque en esta oportunidad contra el propio Munny, el cual para colmo se encontraba muy enfermo por el largo viaje desde Kansas a Wyoming bajo lluvias torrenciales, luego de lo cual encara los asesinatos de turno y eventualmente debe volver al pueblito de las putas cuando cobra la recompensa y se entera que el sheriff torturó hasta la muerte a un pobre Logan que había desistido de seguir participando de la faena y se encontraba en camino a su casa, periplo durante el cual fue apresado por la gente del rancho Bar T y llevado hasta el sádico Daggett, frente al que confesó la identidad de sus dos acompañantes antes de caer rendido por la andanada de latigazos en su espalda y golpes a discreción. A diferencia de la gratuidad de la violencia infantil e irresponsable promedio del mainstream, en la trama de Los Imperdonables las muertes son catástrofes personales que marcan al homicida para siempre porque el susodicho le quita a la víctima “todo lo que tiene y todo lo que podría tener”, un planteo muy poderoso que se condice con nuestra realidad cotidiana. Ahora bien, resulta de lo más paradójico que el elemento que inicie el entramado retórico tenga que ver con la enorme influencia en el orgullo masculino de la visión femenina, la “ofensa” burlona de la cándida Fitzgerald, debido al hecho de que el resto del relato está centrado mayormente en un análisis de la masculinidad a secas sin que importen nada las mujeres: aquí tenemos dos perfiles principales de varones, por un lado está aquel simbolizado en la soberbia de la juventud, ese Schofield Kid que inventa más experiencia de la que tiene para lucirse ante otros machos, y de la vejez, ese Bob El Inglés que modifica a gusto su historia individual con el objetivo de erigir una leyenda de sí mismo que poco y nada tiene que ver con la verdad, y por el otro lado se ubican los representantes más violentos de una virilidad que en muchas ocasiones se transforma en psicopatía, pensemos para el caso en el Pequeño Bill, siempre desdeñoso para con todos -precisamente- porque cree que su extenso derrotero le da derecho a hacer lo que quiera después de tantos años de impunidad institucional/ estatal/ proto policial, y en el mismísimo William Munny, un adalid de la vehemencia que arranca el relato todavía “amansado” por aquella celestial esposa fallecida y que lo termina ya completamente transformado en el forajido virulento e imparable de antaño, cuando recupera su sangre fría, vuelve a tomar alcohol, no tiene más problemas para montar a esa yegua inquieta de su pacífico hogar y entra por última vez a Big Whiskey para vengar a su amigo, un Ned que es exhibido en la puerta del prostíbulo del pueblo en tanto ejemplo para los forasteros al punto de provocar que el protagonista mate a Dubois, al sheriff y a varios de sus ineptos ayudantes (se podría decir que Logan funciona como un estrato intermedio entre las presunciones y la cólera, los dos extremos, algo así como un ex energúmeno convertido en burgués temeroso en la tradición de Beauchamp, no obstante en el caso del escritor hablamos de un representante de la burguesía profesional más parasitaria, siempre preocupado por saltar de una fuente de relatos a otra -ironía intra gremio creativo de por medio- con vistas a conseguir material del que nutrirse/ enriquecerse, primero pasando de Bob al Pequeño Bill y a posteriori pretendiendo transformarse en una sanguijuela de la memoria de Munny, quien en los últimos minutos del metraje se lo saca de encima con una simpática amenaza de muerte). Como si se tratase de una encarnación veterana y ya “jubilada” de los protagonistas intercambiables que supo componer Eastwood en la Trilogía del Dólar de Leone, léase Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965) y El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), Munny experimenta una retro metamorfosis que lo lleva a estadios previos de su vida indicando que casi siempre la crueldad reparadora es la única respuesta frente a la crueldad del poder central, cuyo emblema narrativo por antonomasia, el personaje del genial Hackman, demuestra ser tan enviciado o mucho más que la versión pueril de William, todo asimismo en función de una jugada general desmitificadora que no renuncia en un cien por ciento a los engranajes clásicos del género ya que -como hizo el spaghetti western con anterioridad, el “manantial” del que bebieron todos los westerns revisionistas futuros como Los Imperdonables– algo de la figura del paladín impoluto de otras épocas se traslada a estos antihéroes mucho más humanos y contradictorios, capaces de destilar sensibilidad (recordemos la adorable charla entre Will y Delilah) y después de reventar a quien haya que reventar (la deliciosa masacre del desenlace, el carácter desnudo de la muerte de Daggett y las amenazas del sicario contra los pusilánimes del pueblo, para que entierren a su cofrade como es debido, pintan muy bien dicho esquema). La hermosa canción de apertura y cierre, Claudia’s Song, compuesta por Lennie Niehaus y Eastwood, toma la forma del complemento perfecto del estupendo texto que desfila por la pantalla, ese que explicita el sustrato de culpabilidad primigenia y esta dicotomía esencial de todos los mortales, maldad/ bondad, mediante la absoluta perplejidad de la madre de la esposa del protagonista, la Señora Ansonia Feathers, quien jamás entendió cómo su bella hija pudo casarse con “un conocido ladrón y asesino, un hombre notablemente despiadado y de temperamento desmedido”, ese mismo enigma que desapareció sin dejar rastros con sus dos vástagos cuando la suegra por fin se decide a visitar la otrora casa familiar y la tumba de su hija, Claudia, detalle elegíaco inconmensurable que de paso establece una alegoría en torno a la distancia anímica/ procedimental entre mujeres y hombres, con las primeras meditando con detallismo y esmero casi todas sus acciones en la vida y con los segundos simplemente haciendo lo que quieren cuando quieren y donde quieren, sin nunca pedir permiso o perdón.
Los Imperdonables (Unforgiven, Estados Unidos, 1992)
Dirección: Clint Eastwood. Guión: David Webb Peoples. Elenco: Clint Eastwood, Gene Hackman, Morgan Freeman, Richard Harris, Jaimz Woolvett, Saul Rubinek, Frances Fisher, Anna Thomson, David Mucci, Anthony James. Producción: Clint Eastwood. Duración: 130 minutos.