A Paul Thomas Anderson, uno de los pocos cineastas del nuevo milenio con un background intelectual más que atendible, le lleva su tiempo cada película y en este sentido Una Batalla tras Otra (One Battle After Another, 2025), su maravilloso regreso al ruedo luego de cuatro años de silencio, constituye un acontecimiento porque si bien no se aparta de su formato favorito, las épicas, sin duda alguna está más cerca de la tragicomedia esperpéntica modelo Juegos de Placer (Boogie Nights, 1997) y Magnolia (1999), enclave casi olvidado, que de la seriedad de su díptico kubrickiano, aquel estupendo de Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y El Maestro (The Master, 2012). El guión del propio Anderson se basa en la cuarta novela de Thomas Pynchon, Vineland (1990), uno de los popes de la literatura posmoderna estadounidense con un rango de influencias lo suficientemente grande para abarcar desde Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges y Umberto Eco hasta James Joyce, William S. Burroughs y John Kennedy Toole, a lo que además se suma el detalle de que el señor -hoy supuestamente de 88 años de edad- es el equivalente de nuestro tiempo de J.D. Salinger, el célebre autor de El Guardián entre el Centeno (The Catcher in the Rye, 1951), porque ambos se granjearon una reputación de reclusos acérrimos con el transcurso de las décadas, siempre alejados del ojo público a pesar de un buen nivel de ventas y el prestigio obtenido en los mundillos interconectados de la literatura y el saber académico. Pynchon específicamente, conocido por su trilogía previa a Vineland, V. (1963), La Subasta del Lote 49 (The Crying of Lot 49, 1966) y El Arco Iris de Gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973), pertenece a la misma generación de Don DeLillo, Cormac McCarthy y Philip Roth, todos estadounidenses como él, y se caracteriza por una prosa intrincada y satírica homologada tanto a la cultura de masas como al arte elevado, a raíz de lo cual el cine no lo había tenido presente hasta la aparición de Vicio Propio (Inherent Vice, 2014), trabajo fallido de un Anderson que “dejó hacer” al casi siempre estrafalario Joaquin Phoenix y que se mantuvo demasiado fiel a la novela homónima de 2009, la número siete de Pynchon, al punto de autosabotearse olímpicamente por no comprender que la literatura y el séptimo arte son lenguajes diferentes que necesitan sí o sí de algún tipo de recalibración retórica debido a la certeza de que lo que funciona en las páginas puede no hacerlo en la pantalla y viceversa.
El realizador en esta oportunidad parece haber aprendido la lección porque Una Batalla tras Otra conserva poco y nada de la novela original más allá del motivo de una muchacha con dos padres, la gresca entre la derecha y la izquierda en yanquilandia y aquel leitmotiv discursivo favorito de Pynchon en materia de la tensión entre el azar y las conspiraciones de toda índole, revoltijo que Anderson también lee en clave semi paródica para incorporar un marco de gesta política, algunas pinceladas de comedia negra y por supuesto un remate de neo western peckinpahniano a toda pompa que pierde un poco de potencia porque llega después de Eddington (2025) y Americana (2025), obras espiritualmente similares de Ari Aster y Tony Tost, respectivamente, que sostienen lo que se está dando en llamar entre la prensa del norte “thriller de acción elevado”, con ambición y/ o amplio pedigrí artístico e ideológico, y que asimismo trabajaron de modo furioso la polarización de nuestro presente entre los partidarios del neoliberalismo salvaje y los militantes de izquierda que defienden la justicia social y atacan la especulación financiera, el conservadurismo, la apropiación cultural, la desregulación, la apatía cómplice y la concentración de la riqueza de un nuevo capitalismo que necesita de un régimen permanente de terror, mentiras, oscurantismo y confusión para imponerse en la sociedad digital del Siglo XXI. La historia elude el presente de la novela, 1984, y nunca ofrece precisiones sobre las fechas pero se deduce que arranca en los comienzos del Siglo XXI con George W. Bush o Barack Obama al mando, cuando uno de los líderes de la organización de extrema izquierda French 75, la narcisista Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), encabeza un golpe comando en un centro de detención de inmigrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, operación en la que es asistida por su pareja, el especialista en artillería y bombas Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio), y en la que libera a los detenidos y humilla al jefazo de los militares a cargo del campo de concentración, el Coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), de hecho haciendo que tenga una erección y obligándolo a desfilar a la vista de todos. Luego de una seguidilla de explosiones en edificios gubernamentales, el racista Lockjaw logra dar con la célula y en vez de arrestar a Perfidia, una negra, le hace saber lo mucho que lo excita y aparentemente protagonizan una sesión de sexo sadomasoquista en un nido de amor a espaldas del despistado Ferguson.
La criatura de DiCaprio se transforma en padre cuando su pareja queda embarazada y pare a una nena que provoca celos y sentimientos encontrados en la progenitora, optando por eventualmente abandonarla para seguir la cruzada anticapitalista porque forma parte de un largo linaje de revolucionarios. Durante un asalto bancario para el financiamiento del grupo la mujer mata a uno de los guardias de seguridad y eventualmente es arrestada y puesta a disposición del mismo Lockjaw, quien le promete ingresarla en el programa de protección a testigos a cambio de que delate a todos sus compañeros militantes, lo que no tarda en hacer para evadir la cárcel. La contraofensiva de parte del coronel, un hijo pródigo del Estado autoritario estadounidense, abarca fusilamientos y un puñado de arrestos para dar imagen de piedad, no obstante sus esperanzas de empezar una relación con Perfidia se desvanecen cuando la soplona de repente se fuga de la “casa segura” donde la encerraron para evitar represalias de sus colegas de antaño. Tres lustros y pico después, la beba se transformó en una adolescente algo rebelde, Willa Ferguson (Chase Infiniti), y Bob en un drogón y cuasi alcohólico que vive con ella y con el miedo de que los esbirros de la ley toquen la puerta en cualquier momento de su hogar en Baktan Cross, pueblo que es un santuario de inmigrantes latinos, todo además condimentado con la patraña que le transmitió a su hija acerca de la condición de “heroína” de su madre en lo que atañe a este combate contracultural de neto corte setentoso. La frágil tranquilidad no tarda en entrar en crisis porque a Lockjaw, todavía reprimiendo cobardemente a inmigrantes ilegales de un México y una América Central que padecen el imperialismo yanqui, le ofrecen formar parte de una cuasi secta de oligarcas de extrema derecha controlada -entre otros más- por Virgil Throckmorton (Tony Goldwyn) y Sandy Irvine (James Downey), el denominado Club de Aventureros de Navidad, en esencia una logia vinculada al gran capital, la milicia y las diversas mafias políticas y judiciales de Washington D.C. que aboga por la eliminación de toda disidencia de izquierda y por el avance de un discurso de supremacía racial con ribetes antisemitas y homofóbicos, para Steven un club soñado que entra en colisión con su gusto por las hembras afroamericanas y sus viejas sospechas de paternidad en lo referido a Willa, de la que desconoce el paradero ya que la campaña represiva no pudo cubrir toda la clandestinidad guerrillera en cuestión.
Decidido a encontrar a su hipotética hija y a suprimirla para ganarse la membresía/ entrada al cónclave de las elites fascistas del país, el coronel utiliza su independencia o generoso margen de maniobra dentro del Estado para rastrear a Willa a través de antiguos integrantes de French 75 que se reconvirtieron hacia tantas otras ramas de la militancia de izquierda del nuevo milenio, plan que llega a oídos de una otrora compañera de Bob y Perfidia, Deandra (Regina Hall), que consigue rescatar a la púber antes de que caiga en manos de un Lockjaw que a su vez muta en objetivo de un sicario, Tim Smith (John Hoogenakker), que envía su grupete parapolicial adorado, mafia que descubre la verdad de casualidad y no se toma muy bien que el militar y candidato a cofrade les haya mentido diciendo que jamás intimó con una morocha. Separado de Willa cuando la muchacha concurre a un baile escolar con unos amigos para luego empezar la fuga -gracias a Deandra- hacia un convento de religiosas paradójicamente amantes del marxismo y la marihuana, nuestro especialista en explosivos también se ve obligado a escapar y recibe ayuda de un sensei que impartía lecciones de karate a la chica, Sergio St. Carlos (Benicio Del Toro), un militante de izquierda que brinda alojamiento en yanquilandia a inmigrantes que deben esconderse de las autoridades, todo un panorama en el que las distintas fuerzas en pugna coinciden para un encontronazo final en ese desierto alrededor del monasterio. Anderson, quien por cierto superó el mal trago de Vicio Propio con las excelentes El Hilo Fantasma (Phantom Thread, 2017) y Licorice Pizza (2021), se sirve del meollo melodramático del relato, léase una Willa abandonada por su figura materna y tironeada por esos dos extremos del espectro ideológico representados en Ferguson y Lockjaw, para construir una alegoría primero acerca de la insensibilidad de los Estados posmodernos del Siglo XXI, aquí obsesionados con reprimir a los desplazados y autoreproducirse mediante logias endogámicas/ incestuosas a mitad de camino entre la masonería, el Ku Klux Klan y los republicanos descerebrados que siguen a Donald Trump, y segundo sobre las flaquezas de cada bando en lucha, por ello hoy tenemos una derecha hipócrita y naif que ladra feliz como un perro frente a su amo, simbolizada en el coronel, y un poder oligárquico fascista que mueve los hilos del gran capital especulativo y controla al lumpenproletariado de la coerción, el culto secreto de Throckmorton, Irvine y compañía.
En lo que respecta a la izquierda variopinta contemporánea la película le pega con cariño aunque igual firmeza señalando que estamos ante, por un lado, una vieja guardia un tanto mucho atrapada en criterios nostálgicos y/ o dogmáticos, la vertiente hippona de Ferguson a lo Jeffrey “The Dude” Lebowski (Jeff Bridges) de El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), opus de los hermanos Joel y Ethan Coen, y por el otro lado, una nueva generación de militantes inofensivos o payasescos que han perdido la virulencia de antaño o defienden intereses sectoriales en detrimento de una mejora comunal/ económica/ política para las mayorías populares, en la trama los amigos ridículos de Willa -seres abúlicos y un adefesio andrógino de por medio- y un telefonista de los herederos de French 75 que se niega a darle a Bob el destino hacia donde se dirigen Deandra y la adolescente porque le falta una parte de los floridos códigos de comprobación de identidad, el Camarada Josh (Dan Chariton). Como decíamos con anterioridad, Una Batalla tras Otra va constantemente de lo macro, subrayando por ejemplo que la vigilancia policial es uno de los pilares del capitalismo y de las democracias/ administraciones públicas farsescas del nuevo milenio porque la paranoia de los poderosos constituye una de sus mayores debilidades, hacia lo micro, en este caso denunciando en una secuencia de disturbios en Baktan Cross una de las tácticas preferidas de la lacra represiva para “desalentar” las protestas o manifestaciones encabezadas por los caudillos de izquierda, eso de utilizar infiltrados castrenses o policiales o de los servicios de inteligencia que inician la violencia para pretender justificar los gases y palazos posteriores, sin olvidarnos del Estado dentro del Estado, o la autonomía demencial de ciertos jerarcas que parecen no rendir cuentas a nadie como si se tratase de dictadores de pacotilla, y la separación de las familias como uno de los mecanismos más crueles del poder absolutista para suprimir la solidaridad y toda voz alternativa que busque el progreso colectivo en el corto plazo, hablamos por supuesto de los inmigrantes y los miembros de French 75 más sus descendientes de diversas organizaciones como aquella Antifa de Eddington o los aborígenes socialistas de Americana o la red de asistencia montada por el sensei en esta misma Una Batalla tras Otra, pruebas de lo equivocado que estaba Francis Fukuyama cuando a principios de los 90 decretó la muerte de las ideologías frente al neoliberalismo.
DiCaprio está muy bien porque logra balancear el humanismo y el componente autosatírico de su personaje sin jamás derrapar en la caricatura ni el golpe bajo, sin embargo termina bastante opacado en primera instancia por Del Toro, cuyo St. Carlos es algo así como una versión superadora del personaje del anterior debido a que no sucumbió ante la melancolía y el hedonismo burgués y siguió ofreciendo su ayuda en las regiones en las que el Estado capitalista no sólo no socorre sino que fustiga desde el sadismo a todas sus víctimas, y en segundo lugar por Penn, este último francamente perfecto como el típico idiota fascistoide de las Fuerzas Armadas, la policía, el FBI, la DEA o la CIA -y un largo etcétera- que se debate entre el profesionalismo homicida y la corrupción más mundana o patética, algo en pantalla encarnado en su fetiche con las mujeres negras y su evidente participación en cárteles de frontera relacionados con el tráfico de personas/ trata de blancas, amén del breve pero meritorio aporte de Taylor en el rol de Perfidia, femme fatale claramente inspirada en el blaxploitation que sólo aparece en la introducción y de hecho representa -con semejante nombre Anderson no estuvo muy sutil al respecto, en el libro el personaje se llama Frenesí Gates- la traición de los ideales primigenios cuando la complejidad y las responsabilidades de la praxis reclaman ensuciarse de sangre tanto las manos como la conciencia, transición de French 75 que va desde la hidalguía del inicio a la desesperación y eventual destrucción del grupo a partir de la deslealtad egoísta de la negra a instancias del tercero en discordia, Steven, cual pacto fáustico estatal. Una vez más la música del guitarrista y tecladista de Radiohead, Jonny Greenwood, colaborador ininterrumpido de Anderson desde Petróleo Sangriento, vuelve a brillar de manera majestuosa en los instantes de tensión o nerviosismo cuasi histérico, siempre apelando a ingredientes disonantes que son complementados con canciones externas de la talla de Dirty Work (1972), de Steely Dan, Ready or Not Here I Come (Can’t Hide from Love) (1970), de The Jackson 5, Perfidia (1947), de Los Panchos, American Girl (1976), de Tom Petty and the Heartbreakers, y The Revolution Will Not Be Televised (1971), joya satírica de Gil Scott-Heron que aporta el latiguillo del film junto con consignas suplementarias o gritos de guerra, sobre todo ese “¡viva la revolución!”, mantra resignificado en una época como el presente donde los cambios son siempre vertiginosos.
Con un mínimo cameo de Alana Haim, cantante y guitarrista de Haim y protagonista junto a Cooper Hoffman de Licorice Pizza, hoy interpretando a una activista de French 75 de nombre de guerra Mae West, y con citas explícitas a influencias varias como Hasta el Final (Set It Off, 1996), film femenino de atracos o heist rosa de F. Gary Gray, y la archiconocida La Batalla de Argelia (La Battaglia di Algeri, 1966), obra maestra documentalista de Gillo Pontecorvo sobre el movimiento independentista del Frente de Liberación Nacional que Ferguson ve en televisión, la propuesta adhiere a la filosofía naturalista de siempre del realizador, aquella del Nuevo Hollywood de la década del 70, y en parte se asemeja al cine testimonial antiestablishment de Costa-Gavras, John Frankenheimer, Sidney Lumet, Alan J. Pakula, Spike Lee, Paul Greengrass, Michael Winterbottom y el citado Pontecorvo, no obstante la faceta política mordaz por momentos recuerda a lo lejos a su homóloga de gente de lo más heterogénea como Peter Watkins, Adam McKay, Luis García Berlanga, Lizzie Borden, Terry Gilliam y Glauber Rocha en lo que atañe al gustito por “pinchar” sobre una guerra civil tácita símil dictadura capitalista, amiga de una plusvalía que genera exclusión, miseria y alienación, versus un socialismo con rostro humano, tendiente a suprimir la lucha de clases y la expropiación de la riqueza social por parte de los ricos. Mientras nos regala una fotografía espectacular de Michael Bauman en VistaVision, formato de 35 milímetros hasta hace poco desaparecido que está experimentando un revival gracias a El Brutalista (The Brutalist, 2024), la odisea de Brady Corbet, y mientras respeta la racha de finales felices de Vicio Propio, El Hilo Fantasma y Licorice Pizza, una estrategia que descarta la resolución equívoca o abierta de Vineland, el film en última instancia niega el heroísmo en soledad y el cinismo aburrido del mainstream, ese que todo lo banaliza desde la sorna o la estupidez, y funciona como una apología de la libertad que nos exorciza del miedo y como un elogio de toda militancia revolucionaria ya que en las postrimerías del metraje se pone el acento en la redención implícita de Perfidia, compensando la maternidad ausente mediante una carta dirigida a su hija, y en una alternativa superadora con respecto a los sinsabores de esta misma militancia que chocó contra la manipulación -y el berretín para con el control del vulgo- del poder capitalista, nos referimos a la propia Willa, quien sigue los pasos de su progenitora en esa retahíla de batallas a la que alude el título, antes orientadas a reventar a cuanto cerdo imperialista se cruce en el camino y ahora combatiendo junto con otros las redadas antiinmigrantes y antimenesterosos allí donde se llevan a cabo, en los márgenes invisibilizados de lo colectivo. En gran medida se puede aseverar que Una Batalla tras Otra es la faena más accesible y dinámica de un Anderson que esquivó a conciencia el circuito de festivales internacionales, para que no existan demasiadas críticas previas al estreno que puedan condicionar un tanque que el público ignorante y la crítica imbécil malinterpretarán como una epopeya estándar de acción. El cineasta aprovechó astutamente un presupuesto abultado y el magnetismo de DiCaprio en términos escénicos y de taquilla, aquí incluso jugando de modo socarrón con su estampa de galán veterano devenido en pantalla en un militante de otro tiempo que debe salir del retiro para reencontrarse con la criatura de Infiniti, una actriz que debuta en el séptimo arte después de su intervención en Se Presume Inocente (Presumed Innocent, 2024), la serie de David E. Kelley para Apple TV+, y que descuella como la personificación de la sociedad actual, hija del pragmatismo de la lacra reaccionaria y de la efusividad ideológica marxista sin fecha de vencimiento…
Una Batalla tras Otra (One Battle After Another, Estados Unidos, 2025)
Dirección y Guión: Paul Thomas Anderson. Elenco: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio Del Toro, Teyana Taylor, Chase Infiniti, Regina Hall, Tony Goldwyn, Jim Downey, Alana Haim, John Hoogenakker. Producción: Paul Thomas Anderson, Adam Somner y Sara Murphy. Duración: 161 minutos.