La historia de Big Star, agrupación encabezada por los guitarristas y cantantes Alex Chilton y Chris Bell y completada por el bajista Andy Hummel y el baterista Jody Stephens, rankea en punta como una de las más tristes y frustrantes del derrotero del rock anglosajón porque más allá del hecho de que siempre estuvieron un poco inflados en materia de la apreciación melómana general y su estatus como “banda de culto” entre los periodistas y admiradores más dedicados, algo vinculado a la relativa ausencia de siempre en Estados Unidos de un grupo perfeccionista que siga los pasos más literales de The Beatles, lo verdad es que los señores con apenas tres discos, léase #1 Record (1972), Radio City (1974) y Third/ Sister Lovers (1978), lograron colarse retrospectivamente en el exclusivo grupito de “colectivos influyentes en diferido porque en el momento del fluir escénico/ de estudio no los escuchó casi nadie”, en la tradición de The Velvet Underground y The Modern Lovers. Nacidos en 1971 en Memphis, en el Estado de Tennessee, Big Star siempre estuvo caracterizada por grandes ambiciones y un manejo magistral de la composición que le debía todo, sin duda, a las agrupaciones insignia de la Invasión Británica de mediados de la década del 60 como por ejemplo The Animals, The Who, The Kinks, The Rolling Stones y los ya mencionados y omnipresentes The Beatles, aunque sólo Chilton tenía un bagaje de “músico profesional” porque venía de tener un gran hit con la canción The Letter vía un ensamble de soul blanco llamado The Box Tops, al que abandona para sumarse a Icewater, banda liderada por Bell y con la base rítmica de Stephens y Hummel. Los dos primeros álbumes fueron grabados en los míticos Estudios Ardent y gozaron de un más que entusiasta recibimiento por parte de la crítica de rock de la primera mitad de los 70, sin embargo las ventas fueron magras primero por la incompetencia -o indiferencia, corrupción empresaria o abierto sabotaje- de las dos compañías encargadas de la distribución y promoción del material, en un principio Stax Records en soledad y luego con la gigantesca Columbia Records, y segundo debido a cierto desfasaje entre lo que ofrecían los muchachos y lo que reclamaba el público de la época, en esencia el rock de estadios, el heavy metal y esos floreos de la fauna progresiva/ sinfónica.
El raudo fracaso comercial no sólo sorprendió al grupo, más considerando un repertorio de power pop muy amigable que se dividía entre temas acústicos y un rock luminoso aunque potente de guitarras inmaculadas y quirúrgicas, con Radio City siendo un poco más crudo que #1 Record, sino que pegó muy fuerte en la sensibilidad de los dos líderes en cuestión, pensemos que Bell cayó rápidamente en la depresión, en las drogas y en comportamientos violentos que generaron constantes peleas con Hummel y con el productor de las dos placas originales, John Fry, por ello abandonó la banda durante la grabación de Radio City, al igual que Hummel momentos antes de la salida del álbum pero en este caso para privilegiar sus estudios universitarios. Transformados en un dúo, Chilton y Stephens se unieron a un nuevo productor, Jim Dickinson, y cranearon con muchos sesionistas lo que eventualmente se conocería como Third/ Sister Lovers, trabajo que se completó en 1975 aunque el grupo ya había desaparecido el año previo, cuando cansados de Stax encararon un recorrido por distintas compañías discográficas de yanquilandia buscando a alguien que les edite el disco, cosilla que efectivamente no sucedió y derivó en un extenso parate de cuatro años hasta el convulsionado 1978, cuando se editaron en el Reino Unido #1 Record y Radio City como un único vinilo doble, génesis del clamor melómano europeo -y por consiguiente, mundial- alrededor del grupo, lo que a su vez llevó a la aparición tardía del tercer álbum en ambas orillas del Océano Atlántico y la enorme sorpresa en materia de la impronta artística, ahora más experimental y oscura y partiendo el asunto en dos mitades simbólicas que aglutinaban temas minimalistas hiper introspectivos y cataclísmicos y canciones irónicas más rockeras clásicas pero también cercanas al pop barroco de la angustia y a la esperable elegía por ese éxito masivo que nunca llegó para empardar al respeto. Es asimismo en aquel 1978 cuando Bell muere en un accidente después de chocar su coche contra un poste de luz, todo luego de haber alcanzado la sobriedad, abrazado el cristianismo e incluso grabado un puñado de canciones solistas exquisitas que en su mayoría verían la luz de manera póstuma a través del álbum I Am the Cosmos (1992), editado en su momento por la discográfica Rykodisc.
Se podría decir que en algún punto la maldición de Big Star constituye el “estado de cosas” y la fugacidad/ inconsistencia habitual del grueso de los mortales que se dedican en algún punto de sus vidas a la música, pensemos que después de la implosión del colectivo Bell en esencia se dedicó a trabajar en el restaurant de su padre y Chilton a principios de los 80 se hartó de la música y mutó en lavaplatos, conserje e incluso jardinero, a lo que se suma una suerte de interna entre los fans subsiguientes de los señores entre por un lado aquellos que defienden los dos primeros discos, sobre todo aseverando que son joyas del rock popeado de guitarras con un nivel de sofisticación digno de las bandas británicas de su tiempo, y por el otro lado los que se aburren con el díptico inaugural por estas mismas razones y prefieren en cambio Third/ Sister Lovers, un trabajo único para su época que incluye las primeras aproximaciones al noise, el shoegaze, el minimalismo iconoclasta y esa escena alternativa que recién explotaría a finales de los 80 y comienzos de los 90, cuando de hecho Chilton es redescubierto por toda una flamante generación de músicos a posteriori de deambular sin pena ni gloria como sesionista, productor y artista solista en múltiples proyectos, desde su participación en The Cramps y Tav Falco’s Panther Burns, pasando por la experimentación y el lo-fi de autosabotaje de su disco debut, Like Flies on Sherbert (1979), sinceramente el opuesto exacto con respecto a lo hecho en Big Star, hasta llegar a las diferentes etapas de su carrera en solitario, una que coqueteó con el psychobilly y el punk a secas setentoso y luego se volcó a lo que sería su “marca registrada” desde los años 80, léase álbumes plagados de covers de grupos ignotos con algunos clásicos ajenos y canciones de su autoría que en su conjunto combinaban ingredientes del jazz, el blues, el pop, el soul, el country, el góspel, el rhythm and blues y el rockabilly más primitivo. La infaltable etapa de regreso, encarada por Alex, Jody y dos fans e integrantes de The Posies, el guitarrista Jon Auer y el bajista Ken Stringfellow, incluye un nuevo opus de estudio para Rykodisc, el digno aunque olvidable In Space (2005), y va desde 1993 hasta 2010, este último el año en el que fallecen Chilton, de un ataque cardíaco, y Hummel, de cáncer, el cual había optado por no sumarse al retorno.
El documental Big Star: Nothing Can Hurt Me (2012), única película como realizadores del editor Drew DeNicola y la diseñadora de vestuario Olivia Mori, explora precisamente todo este accidentado devenir haciendo foco en el poco material visual y sonoro que existe de los miembros de Big Star durante la primera mitad de los 70, amén de muchas entrevistas a amigos, familiares, colegas, conocidos y periodistas que tuvieron algún contacto con los protagonistas a lo largo del tiempo. Hasta cierta medida resulta gracioso que el film sea tan caótico y frustrante como la trayectoria de la banda que nos ocupa porque el ritmo narrativo esquizofrénico, plagado de saltos que pasan de una temática o faceta histórica a la siguiente sin profundizar demasiado en ninguna, y la pluralidad de testimonios, la enorme mayoría de ellos descriptivos de segunda mano o a lo sumo coyunturales e interesantes, maquillan el doble hecho de que tres de las cuatro patas fundamentales fallecieron y de que nadie posee del todo la respuesta definitiva en lo que atañe a primero la voluminosa mala suerte de los señores, segundo su incapacidad -palabras más, palabras menos- de desarrollar una carrera atractiva a futuro y tercero la fascinación o magia que despiertan en los oídos de muchos melómanos del Siglo XXI, muy en la tradición de la escasez que hace que un recurso eleve su valor o del simple misterio que resulta imposible de desentrañar porque la colección de factores involucrados, los buenos y los malos, parecen nimios por separado pero adquieren su verdadera importancia al considerarlos como una bola de nieve. Como era de esperar, los testimonios más importantes son apenas dos, ese del miembro sobreviviente, el baterista Stephens, y el del productor no sólo de Third/ Sister Lovers sino también de Like Flies on Sherbert, aquel Dickinson que efectivamente sacó a Chilton del terreno de la prolijidad del jangle pop cristalino de #1 Record y Radio City y lo llevó a la comarca de la distorsión y el inconformismo rockero antipreciosista amigo del masoquismo indie y del desprecio hacia el tótem comercial o vasija de oro al final del arcoíris, en este caso haciendo trampa porque Jim murió en 2009 y el material está tomado de otra fuente innegable por la diferencia en la imagen, más cercana a un VHS ochentoso o noventoso que al eje digital del nuevo milenio.
A pesar de que la película sobredimensiona algunos acontecimientos, especialmente uno de los pocos recitales que dio el grupo en la fase inicial de su historia, ese de la primavera de 1973 en un hotel de Memphis para la insólita Primera Convención Anual de Periodistas de Rock del Mundo (First Annual Rock Writers of the World Convention), y al mismo tiempo deja pasar la chance de profundizar en algunos tópicos que reciben o apenas una mención al paso, como es el caso de la supuesta homosexualidad reprimida de Bell, lo que explicaría sus diversos viajes por el mundo después de abandonar Big Star, sus desvaríos cristianos repentinos y sobre todo su óbito con aire de suicidio a los 27 años, o quizás un tratamiento un poco más extenso, en este sentido sobresalen las sucesivas intentonas -esporádicas y breves, pero intentonas al fin- por comprender el enigma detrás del carácter y la carrera de Chilton, en un inicio obsesionado con las guitarras diáfanas, luego rebelándose contra sus sueños rotos mediante la mugre del punk y finalmente aceptando a Big Star como sustento económico nostálgico y entregándose en suma a una retahíla de álbumes bizarros en los 80 y 90 que lejos estaban de las dos vertientes centrales de su periplo, la cristalina y la trash, y optaban por una ciclotimia anárquica y desconcertante que no dejaba contento a nadie, Big Star: Nothing Can Hurt Me funciona muy bien como un resumen de las tribulaciones del colectivo, peldaños en una eterna escalera hacia el desastre, y como una ilustración tácita del viejo adagio de que “nadie es profeta en su tierra” y muchísimo más en el campo ultra competitivo, rencoroso y caníbal de la industria cultural, por ello mismo hasta que no llegó la confirmación del exterior sobre la calidad de los tres discos -sobre todo, por supuesto, desde el Reino Unido porque a fines de los 70 y principios de los 80 el resto de Europa estaba poco interesado en el rock- el culto a la agrupación no comenzó a crecer en su tierra natal, unos Estados Unidos casi siempre preocupados por la inmediatez y sin la paciencia que reclaman las canciones en apariencia simples de Big Star. Como la distancia que separa a Kanga Roo y Holocaust de Nightime, Thank You Friends y Jesus Christ, entre muchas otras joyas, la banda en sí logró amalgamar la visceralidad y la independencia socarrona…
Big Star: Nothing Can Hurt Me (Estados Unidos, 2012)
Dirección: Drew DeNicola y Olivia Mori. Guión: Drew DeNicola. Elenco: Alex Chilton, Chris Bell, Andy Hummel, Jody Stephens, Jim Dickinson, Tav Falco, Jon Auer, Ken Stringfellow, John Fry, Michael Stipe. Producción: Olivia Mori y Danielle McCarthy. Duración: 112 minutos.