Al día de hoy todavía se extiende la injusticia del desconocimiento o el simple hecho de que muchos melómanos de base rockera jamás escucharon hablar de Sparks, dúo compuesto por los infatigables hermanos Ron y Russell Mael, ambos de Los Ángeles, California, y encargándose respectivamente de los teclados y esas voces casi siempre en falsete, núcleo invariante al que se sumó una infinidad de sesionistas y/ o colaboradores fugaces a lo largo del tiempo. Anglófilos de vieja cepa o más precisamente volcados a The Beatles, Pink Floyd, The Move, Herman’s Hermits, The Who, Traffic, The Kinks y Small Faces, entre otras bandas de aquel período seminal exquisito, los señores fueron descubiertos en 1971 por el gran Todd Rundgren y pasaron de llamarse Halfnelson, denominación de una llave de lucha libre, a Sparks, nombre supuestamente inspirado en los Hermanos Marx y sugerido por la compañía discográfica de entonces de los susodichos, Bearsville Records. Si bien su mejor período está vinculado al glam rock de los inicios profesionales, aquel de la camada de David Bowie, Queen, New York Dolls, Mud, Kiss, Roxy Music, Elton John, Aerosmith, Sweet, Mott the Hoople, Alice Cooper, Slade, T. Rex y Jobriath, lo cierto es que con el correr de los años abrirían muchísimo su abanico estilístico y terminarían empardados tanto a los arreglos imprevisibles de sus canciones como a las letras cerebrales, satíricas, incisivas, absurdas y definitivamente muy graciosas de Ron, versos que no tienen nada que envidiarle al sarcasmo siempre astuto de Frank Zappa, Ray Davies de The Kinks, Paul Weller de The Jam, Morrissey de The Smiths, Jarvis Cocker de Pulp o los mismos Pet Shop Boys en general, léase Neil Tennant y Chris Lowe, sus discípulos en el mundillo del electropop.
Los discos de Sparks a veces fueron editados en Estados Unidos y en otras oportunidades no, lo que habla de una dolorosa incomprensión vernácula, además del doble detalle de haber firmado con múltiples discográficas y de concentrarse intermitentemente en los mercados europeo y norteamericano según los caprichos del público de cada momento, el cual prefería determinado single por sobre otro sin lógica visible alguna y sin alcanzar nunca una verdadera masividad ni mucho menos. La relación con la cultura popular siempre fue muy fluida y especialmente con el séptimo arte, en este sentido recordemos que los Mael tuvieron un cameo en Rollercoaster (1977), epopeya de desastre de James Goldstone, fueron responsables de los soundtracks de Bad Manners aka Growing Pains (1984), film hoy olvidado de Bobby Houston, y Annette (2021), propuesta errática de Leos Carax, y constituyeron el eje de un excelente documental de Edgar Wright, The Sparks Brothers (2021), amén de aquellos seis largos años dedicados a una adaptación que no llegó a realizarse de Mai, the Psychic Girl (1985-1986), manga de Kazuya Kudō y Ryoichi Ikegami que en algún momento de los 80 y 90 pudo haber sido filmado por Tim Burton hasta que el proyecto se cayó a pedazos. En materia del entramado discográfico, el prólogo propiamente dicho fue Halfnelson aka Sparks (1972), ejemplo de un art pop extraterrestre para su época, con cierto sonido de demo a veces muy marcado, y una placa que de inmediato dejó paso a la fase de oro glam vía una tetralogía sublime, A Woofer in Tweeter’s Clothing (1973), nuevo ensayo general -muy digno, por cierto, y cercano al rock progresivo y el pop más teatral, circense u operístico- para lo que vendría a continuación, Kimono My House (1974), obra maestra de la agrupación y “grado cero” en lo que atañe al estilo pirotécnico/ ciclotímico/ demencial de aquí en adelante o la ausencia absoluta de sutilezas dentro del bubblegum pop de idiosincrasia kitsch, Propaganda (1974), secuela igualmente maravillosa aunque más volcada al power pop y los floreos barrocos dentro de la misma cosmovisión artística donde la exacerbación rockera lunática constituye la bandera, e Indiscreet (1975), simpática cruza entre vodevil, el art pop del debut de 1972, aquel glam del período y las primeras verdaderas pinceladas de avant-garde en teclados/ sintetizadores de parte de un Ron que aquí termina de dominar el instrumento y definitivamente aprende mucho del productor de turno, Tony Visconti, colaborador histórico de Bowie y T. Rex.
El período de transición está compuesto por Big Beat (1976), insólito salto a un rock pesado de marco bluesero que “americaniza” el sonido del dúo símil Kiss o Alice Cooper y adelanta la llegada del glam metal berreta de los 80 modelo Guns N’ Roses, Van Halen, Poison, Twisted Sister, Ratt, Def Leppard, Bon Jovi, Hanoi Rocks, Mötley Crüe, Warrant, Quiet Riot y Skid Row, e Introducing Sparks (1977), nueva y delirante metamorfosis hacia el terreno de la surf music en sintonía con The Beach Boys, The Rivieras y The Trashmen pero sin descuidar cierto dejo psicodélico amigable que a su vez recuerda a The Byrds, Jefferson Airplane y The Beatles, entre otros colectivos sesentosos. A posteriori tendríamos un díptico synth-pop de antología, aquel de Nº 1 in Heaven (1979), sin duda el último gran opus del dúo y una verdadera joya de la música disco, el dance embrionario y la proto electrónica que se beneficia muchísimo de la intervención de Giorgio Moroder en producción, y Terminal Jive (1980), estupenda secuela que sigue pegada a las pistas de baile e inaugura el influjo new wave que dominaría la carrera de los señores a futuro al equilibrar el peso de los sintetizadores con el soft rock y el pop de guitarras. La etapa de decadencia nos dejaría con alguna que otra joyita perdida entre mucho material intercambiable que salta del synth-pop y la new wave al power pop y un glam rockero un tanto nostálgico, lote profuso que incluye los álbumes Whomp That Sucker (1981), Angst in My Pants (1982), In Outer Space (1983), Pulling Rabbits Out of a Hat (1984), Music That You Can Dance To (1986) e Interior Design (1988). Nadie lo esperaba pero luego surge una suerte de impasse techno, nu-disco y eurodance que rejuvenece en parte el sonido esquizofrénico de siempre de unos músicos ya veteranos, hablamos de Gratuitous Sax & Senseless Violins (1994) y Balls (2000) más Plagiarism (1997), trabajo de autocovers/ nuevas versiones heterodoxas de clásicos de los años 70 y 80.
Justo en el momento propicio, cuando urgía un volantazo artístico, los Mael ofrecen una experiencia relativamente atractiva en el terreno del neoclasicismo y el pop barroco/ orquestal, jugada que en términos de la banda suele homologarse a una relectura minimalista y repetitiva del art pop, el rock progresivo y el glam de los comienzos profesionales como puede chequearse en Lil’ Beethoven (2002), Hello Young Lovers (2006) y Exotic Creatures of the Deep (2008), amén de un par de trabajos complementarios que no pasan de su condición de curiosidades, The Seduction of Ingmar Bergman (2009), musical de impronta operística sobre el célebre realizador cinematográfico encargado por la radio pública de Suecia, Sveriges Radio, y FFS (2015), álbum a dúo con Franz Ferdinand que no termina de funcionar ni como amalgama de estilos ni como dos placas individuales ensambladas por puro capricho. Ya en los últimos años fuimos testigos de un regreso al pop laberíntico y el rock de marco tradicional aunque incorporando mucho del acervo freak e híbrido que los ha acompañado desde Lil’ Beethoven, en este caso debemos pensar en Hippopotamus (2017), A Steady Drip, Drip, Drip (2020) y The Girl Is Crying in Her Latte (2023), por cierto dejando fuera a Annette (2021), la deslucida banda sonora oficial del film de Carax. Mad! (2025), flamante aventura discográfica autoproducida, es un trabajo maravilloso que confirma por un lado el renacimiento de la banda, algo arrastrado desde Hippopotamus, y por el otro lado su sana costumbre de nunca dormirse en los laureles para continuar reinventando ese art pop bizarro que tanto adoran y constituye el horizonte de todo su derrotero en la música, aquí recuperando en especial el glam de los 70 y el trasfondo hipnótico de Lil’ Beethoven y Hello Young Lovers mientras los hermanos nos pasean por el electropop, el krautrock, el avant-pop, el rock clasicista, el post punk y el dream pop, sin tampoco olvidar los chispazos barrocos, orquestales e incluso baladísticos y cierto dejo entre cinematográfico y propio de un show de Broadway.
La apertura del álbum, Do Things My Own Way, es un synth-pop deforme que aprovecha muy bien las guitarras de Eli Pearl y Evan Weiss, los sesionistas de turno, y recupera la repetición sardónica de Lil’ Beethoven y su secuela del 2006 para celebrar y al mismo tiempo parodiar la autoconfianza de nuestros días, época en la que todos parecen sentirse dueños de la razón y por ello se lo comunican insistentemente al mundo por más que este último no acuse recibo, en sí una dinámica absurda que en los versos de Ron -y en la mundanidad de muchos mortales de pocas luces- en vez de llevar a la frustración tiende a retroalimentar el individualismo enceguecido en cuestión. JanSport Backpack sigue la misma estela del tema anterior aunque ahora combinando el electropop y el collage indie de sintetizadores desde un marco de avant-pop, deliciosa excusa para una de esas odiseas fetichistas de Sparks que juegan con el delirio porque la letra nos presenta una ruptura romántica en la que la señorita le da la espalda al narrador y con este gesto motiva que el susodicho se obsesione con su mochila, precisamente una JanSport, al extremo de que el morral muta en una metáfora del desamor y la relación en su conjunto ya que lo que oculta en su interior resulta un misterio, un arcano, por cierto tan inaccesible como las razones que en última instancia motivaron la separación. Tan cerca del sustrato hardrockero de Big Beat como de la tetralogía glam primigenia, aquella de A Woofer in Tweeter’s Clothing, Kimono My House, Propaganda e Indiscreet, la extraordinaria Hit Me, Baby eleva la potencia rockera del disco en ocasión de otro de esos retratos nihilistas de Ron de una situación caracterizada por la angustia, la exasperación y la ansiedad de un protagonista símil paria que de hecho parece haber sido marginado/ cancelado por causas desconocidas, por un lado lamentando las “alarmas” que dejó pasar, en términos prácticos una avalancha de indicios premonitorios, y por el otro lado solicitándole a su novia que lo golpee para despertar de lo que se asemeja a una pesadilla, no sin también pedirle una caricia al paso que resulta igual de inútil o contraproducente.
Running Up a Tab at the Hotel for the Fab unifica en un solo e hilarante cocoliche todas las vertientes trabajadas por las canciones anteriores, nos referimos al synth-pop, la repetición neoclasicista y la impronta rockera, en este último caso amparada también en el bajo de Max Whipple y la batería de Stevie Nistor, lo que genera una composición hipnótica sobre un encuentro amatorio en un hotel de cinco estrellas, entre una ninfa ignota y un aparente oligarca de alto perfil social, durante los momentos previos a la detención del hombre y su traslado a una prisión de máxima seguridad en la Isla Rikers, pegada a la ciudad de Nueva York, panorama grotesco que incluye champagne, queso camembert, salmón grillé e insólitas referencias a The Beatles y la beatlemanía en general mediante aquel apodo cariñoso de los muchachos, The Fab Four. Con una letra digna de Ray Davies o Paul Weller, la graciosa y al mismo tiempo entrañable My Devotion juega con el electropop minimalista y los coritos a lo The Beach Boys o los cuatro de Liverpool con el objetivo de pintar a una pareja humilde, de clase baja, caracterizada por muchos años juntos, la devoción mutua del título y la conciencia de que el destino más azaroso los unió y que el amor es lo único que debemos salvar en medio de un contexto de banalidades, desde el alquiler atrasado, visitas a la peluquería y la posibilidad de un tatuaje hasta la idiotez de poner nuestra fe en el país, Dios, la bandera, un hobby, la milicia, el aparato judicial, el trabajo o el equipo del deporte que sea, todos signos de frustraciones que es mejor evitar. Don’t Dog It, una mixtura hiper chiflada de art pop, trasfondo krautrock y beats hiphoperos, es otra joyita de lo más adictiva que se mete con una de las obsesiones de siempre de Ron, la sensación de estar perdido a nivel existencial y su correlato, léase la necesidad de buscarle sentido a la vida o a unos infortunios que en mayor o menor medida carecen de explicación concluyente, por ello mismo los versos se burlan de la desesperación del narrador a la hora de postrarse frente a figuras de autoridad, como un cura o un profesor de filosofía, para tratar de obtener alguna respuesta valiosa cual “epistemología a cualquier precio”, esquema que lo deja con consejos indescifrables vinculados a la luz, el camino dorado, el apocalipsis y la obligación de no perseguir más conocimiento que el presente y de “agitar” vaya uno a saber qué, quizás nuestra cabeza o al prójimo más cercano.
Se podría aseverar que In Daylight es el equivalente a un tema dream pop dentro del universo artístico tan peculiar de los hermanos, aquí tomando la forma de un track que parece formar parte de una obra cinematográfica o teatral y corresponderse a un instante de cortejo por parte de un varón con baja autoestima que se la pasa enfatizando que la oscuridad oculta la fealdad y la luz diurna pone en evidencia la belleza de corte natural o no artificial, en este sentido el protagonista pretende acercarse a la señorita de turno en medio de las penumbras para aumentar sus chances de conquistarla sin poner de manifiesto lo que percibe como defectos físicos o sucedáneos en sintonía con El Fantasma de la Ópera (Le Fantôme de l’Opéra, 1910), novela gótica de Gastón Leroux que funciona como el súmmum del desequilibrio estético. En I-405 Rules explota ese pop barroco y orquestal marca registrada de la faceta madura de los Mael, tan recargado como despampanante, en consonancia con la idea de ironizar tanto sobre la ira de los conductores en los embotellamientos de hora pico como acerca de la carretera por antonomasia de Los Ángeles y una de las más congestionadas y horrorosas del planeta, efectivamente la Interestatal 405 del título, en la composición que nos ocupa transformada en un organismo vivo que despierta elogios desproporcionados y muy hilarantes al punto de ser comparada con los caudales de agua de la naturaleza y concretamente los ríos Danubio, Sena, Volga, Támesis, Allegheny, Nilo, Rin, Yangtsé, Ganges y Congo, amén de despertar el orgullo de los angelinos a la par del Centro Getty, sede de la fundación y el museo homónimos, o Kareem Abdul-Jabbar, el célebre jugador de Los Ángeles Lakers.
El motivo automovilístico de I-405 Rules continúa en A Long Red Light, una especie de vuelta ya sin maquillaje alguno a los versos repetitivos de Lil’ Beethoven, Hello Young Lovers y en parte Exotic Creatures of the Deep, en esta oportunidad encarando el asunto desde cierta experimentación post punk y art pop que se lanza de cabeza en complejos arreglos instrumentales y corales y esa constante exacerbación en materia de la necesidad de detenerse cuando surge la “larga luz roja” del semáforo o la vida, todo a su vez recordando aquellas alarmas de Hit Me, Baby que se dejaron pasar y ahora pesan en la conciencia al punto de tener que convertir en un mantra la precaución fetichizada del título. Drowned in a Sea of Tears, nuevamente dentro de la cosmovisión alienígena de los hermanos y sobre todo Ron, oficia de power ballad ochentosa que pareciera ser sincera en su retrato del lamento de un enamorado frente a una separación o quizás el suicidio de su pareja, planteo que pone en evidencia el permanente choque en la producción musical de Sparks entre el andamiaje kitsch de los temas, por un lado, y unas letras siempre sesudas/ intelectuales que dejan abierta la interpretación tanto hacia el cinismo alegórico como hacia la honestidad de la dimensión más literal de las palabras, por el otro lado, aquí como decíamos con anterioridad analizando un probable remordimiento póstumo homologado a no indagar más en la intimidad de la mujer, sus miedos, su dolor y aquello que le molestaba o deprimía, en suma algo que ocultaba en público bajo una máscara de felicidad a través de fiestas, alcohol y un paseo en bicicleta por España.
A Little Bit of Light Banter, otra de las obras maestras del disco, puede leerse en simultáneo primero como una secuela conceptual de In Daylight, de hecho recuperando el latiguillo del refugio nocturno, segundo como una reformulación de When I Turn Out the Living Room Light, joya perteneciente a un recordado compilado de rarezas de The Kinks, The Great Lost Kinks Album (1973), y tercero como una vuelta al glam popero más clásico de Kimono My House y Propaganda, las dos colaboraciones del dúo con el productor Muff Winwood, en este sentido el narrador festeja a puro conservadurismo el instante previo a la hora de dormir porque la “charla ligera” o simulacro de armonía que mantiene con su esposa le permite evadirse de los problemas del día sin darse cuenta de que está acumulando, precisamente, toda la colección de traumas y padecimientos del resto de las canciones de Mad!, suerte de abulia, escapismo o ignorancia consciente posmoderna que explica de manera humorística y tácita el embrollo en el que estamos como sociedad, aquí visto desde el ámbito privado más pedestre que elige obviar la realidad del crimen, la miseria, el destino nefasto, las guerras, la injusticia y el capitalismo hambreador de libre mercado/ laissez faire, entre otros tópicos enumerados en la letra que suelen conducir al conflicto de opiniones. Lord Have Mercy, el punto final del álbum, es otra power ballad que en esta ocasión nos acerca a la new wave más rockera y retoma el trasfondo político de los últimos trabajos discográficos de Sparks, por cierto una novedad porque la denuncia en su carrera siempre se caracterizó por ser solapada o aparecer bajo el ropaje de las metáforas y el sarcasmo, por ello lo que parece ser una epopeya de fervor romántico y súplica al todopoderoso en pos de bienestar muta en una oda a la inspiración artística y en una embestida contra los “profetas del miedo y la fatalidad”, términos equiparados a la nueva derecha psicopática que pone al mundo en jaque con sus payasadas neoliberales y suele llegar al poder en momentos de crisis, amén del reconocimiento de la propia finitud de la cultura o el hecho artístico en esta coyuntura aciaga pero sin que ello nos lleve a la apatía ni mucho menos, más bien todo lo contrario porque cada contraataque musical -o cinematográfico o literario o teatral o periodístico o del gremio que sea- constituye un tesoro a valorar y a reproducir cual martillo que golpea sin cesar a los fascistas hasta que caigan.
Cuarto trabajo de estudio magnífico al hilo a posteriori de Hippopotamus, A Steady Drip, Drip, Drip y The Girl Is Crying in Her Latte, Mad! enfatiza el carácter absolutamente anómalo y por ello irremplazable de los Mael dentro de los ámbitos asociados del pop y el rock del Siglo XX y este nuevo milenio que nos cercena la libertad, un dúo que a lo largo de cinco décadas y pico se las ingenió para mantenerse vitales, construir una trayectoria fascinante y por sobre todas las cosas regalarnos una actitud profundamente inconformista como ya casi no existe en el mainstream y el indie de hoy en día, enclaves casi siempre saturados de productos redundantes e incapaces de reflexionar sobre el presente porque la enorme mayoría de los artistas contemporáneos viven en peceras/ burbujas de nostalgia, egoísmo y sonseras, sin olvidarnos de una gran industria que ya no apoya a las manifestaciones culturales independientes ni tampoco busca talento alguno desde el principal criterio del pasado, la heterogeneidad. Sparks, en cambio, no sólo siempre estuvieron obsesionados con el mandato de no anquilosarse, sinónimo de buscar un nuevo camino artístico que implique movimiento y en ocasiones vanguardia, sino que además apostaron a un barroquismo inusitado tratándose de una banda estadounidense que al mismo tiempo le esquiva a los antojos autoindulgentes efímeros de tanto colectivo musical europeo, de allí por supuesto se entiende que al día de hoy sigan siendo un grupo de culto y que muchos supuestos melómanos del rock nunca los hayan escuchado nombrar, como afirmábamos al comienzo. La identidad sui generis de los hermanos, o su idiosincrasia al mismo tiempo popera accesible en cuanto a su esencia e hiperbólica agresiva en lo que respecta a la arquitectura de sus composiciones, es quizás la paradoja fundamental del dúo y su mayor encanto al momento de seguir privándonos de alguna certeza entre tanto enigma burlón que hace del entusiasmo y lo prosaico terrorista su razón de ser.
Mad!, de Sparks (2025)
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