Vi los más sanos estómagos de mi familia destruidos por la gula, hambrientos de Mac Combos, balanceándose por las calles de la costanera entre los puestos de choripanes y bondiola, al amanecer en búsqueda de un sádico mordiscón, ballenatos con cabezas de boteros ardiendo por la antigua conexión de gas de la garrafa que frita y perfuma, que gordos y harapientos y grasosos y borrachos pasaron la noche morfando en la luminosidad natural de los bares de la calle Lavalle, rodando sobre las baldosas flojas que vomitan su agua podrida, escuchando a Matioli; que desnudaron su panzota ante el cielo bajo, desprendiéndose el botón, desabrochándose el cinto que los censuraba y vieron ángeles veganos retorciéndose sobre techos iluminados, que pasaron por las escuelas nocturnas con sus radiantes mondongos insaciables esperando el recreo para arrasar la cantina, que fueron expulsados de las academias por grotescos y por pintar en los muros salchichas obscenas sin el pan del pancho ni la lluvia de papas, que se acurrucaron en ropa interior porque, ya otra no les entraba, en habitaciones sin afeitar, quemando su plata en pizzerías y mirando el Bailando por un Sueño, en un TV colgado contra la pared, que fueron arrestados por sus barbas púbicas regresando por Corrientes con una bolsa de huesos, sobras de las parrillas, hacia Mataderos; que comieron chinchulines en baños de tenedor libre o bebieron colas baratas en Once, muerte, o sometieron sus entrepiernas a un purgatorio día tras día, paspadas, coloradas, con sueños maratónicos de los huevos fritos, con pesadillas donde hacen infernales dietas.