A Jack White se lo puede acusar de haber tenido un comienzo de carrera glorioso con The White Stripes y luego derrapar en el tedio en lo referido a casi todo su derrotero posterior, sin embargo su consistencia, ambición y abanico artístico resultan sorprendentes porque cada uno de sus proyectos intentó exacerbar alguno de los componentes de la fórmula primigenia del guitarrista de Detroit, quien desde sus comienzos profesionales bebió del garage de The Troggs, MC5 y The Stooges, el proto heavy metal de Led Zeppelin, Deep Purple y Black Sabbath, el acid rock de The Jimi Hendrix Experience, Grateful Dead y The Doors y aquel blues pasado por la Invasión Británica de The Rolling Stones, The Animals y The Yardbirds, amén de su evidente obsesión con Jimmy Page, algo así como el “faro” que guía su trayectoria. El señor, gran fanático del registro musical analógico, el sonido de los vinilos, la mística enigmática de los artistas de antaño y desde ya las guitarras vintage de diversa índole, conformó The White Stripes junto con su por entonces esposa, la baterista estadounidense Meg White, de la que se divorciaría en el 2000 luego de cuatro años de casados, dúo que por cierto fue precedido por otro, The Upholsterers, en este caso con el baterista Brian Muldoon de The Muldoons, grupo efímero que sólo editaría el single Makers of High Grade Suites (2000). Mientras que The White Stripes (1999), la placa debut, fue un muestrario de las posibilidades sonoras de la dupla dentro del garage, el hard rock, el blues, el folk, el power pop más retro y el punk, De Stijl (2000), segundo álbum cuyo título alude a la vanguardia holandesa homónima de principios del Siglo XX del campo del diseño y el arte, significó una apertura hacia la psicodelia y el pop sesentoso inglés de The Kinks y The Beatles aunque sin esquivar la versión estadounidense de The Byrds y The Beach Boys, dejando los floreos vocales de lado. La explosión comercial a escala planetaria llegaría de la mano de los excelentes White Blood Cells (2001), suerte de profesionalización en términos de composición y grabación por la mayor disponibilidad de dinero para esos menesteres, y Elephant (2003), confirmación del camino previo y suerte de blockbuster con destino masivo según la óptica siempre minimalista de la banda, a los que le siguieron Get Behind Me Satan (2005), clásico disco de repliegue por la enorme popularidad de los dos álbumes anteriores, ahora reemplazando a las guitarras con el piano y unas excentricidades varias deliciosas, e Icky Thump (2007), punto final que nos regresa al purismo hardrockero mugriento de los inicios y que en cierta medida cierra el círculo que abrió la placa de 1999, correspondiente a la mejor etapa de Jack.
En lo que respecta a The Raconteurs, banda con el guitarrista Brendan Benson y la dupla de Jack Lawrence y Patrick Keeler, respectivamente bajista y baterista de The Greenhornes, tuvimos que soportar Broken Boy Soldiers (2006), disco olvidable de power pop muy genérico que quiere parecerse en simultáneo a The Who, Badfinger y Big Star, Consolers of the Lonely (2008), intento bastante forzado en pos de redireccionarlo todo hacia el garage ecléctico modelo The White Stripes, y Help Us Stranger (2019), quizás el mejor trabajo de los señores -ahora más bluesero, sin dudas- pero todavía ubicándose muy lejos con respecto al dúo con Meg. Por el lado de The Dead Weather, ahora con una alineación que incluye al citado Lawrence, bajista en The Raconteurs, más Dean Fertita, tecladista y uno de los guitarristas de Queens of the Stone Age, y Alison Mosshart, asimismo vocalista en The Kills y Discount, la trilogía de turno abarcó Horehound (2009), obra rutinaria de blues, psicodelia y garage que aburre más allá de algún chispazo disruptivo y muy bienvenido de funk, Sea of Cowards (2010), otro opus intrascendente y bastante histérico que no se decide entre Captain Beefheart, Big Brother & the Holding Company, Led Zeppelin y Sly and the Family Stone, fórmula que asimismo incluye algo de rock gótico blueseado, y Dodge and Burn (2015), más de lo mismo de la mano de una redundancia que jamás le encontró la vuelta a ese discurso rockero entre tontuelo y pretendidamente siniestro del grupo, éste perdiéndose en el pelotón del rock alternativo de impronta retro del nuevo milenio. Ahora bien, Blunderbuss (2012) funcionó como un digno debut solista de parte de Jack en el que el country, el folk y los detalles jazzeros prácticamente se equiparan al blues y el rock primitivo a lo boogie-woogie y rockabilly en cuanto a presencia general. Si Lazaretto (2014) profundizaba en la americana kitsch de la placa anterior pero sin verdaderamente ofrecer novedades por fuera de algunas pinceladas de rock progresivo, Boarding House Reach (2018) representó una primera y tardía incursión en el mundo de los sintetizadores, aquí derivando en un collage art rock sumamente lelo y elemental que nos deja con el peor disco del señor por lejos. Luego llegaron Fear of the Dawn (2022), clara “vuelta a las raíces” -después del experimento fallido anterior- y un álbum que acentúa la faceta progresiva de la carrera de White e incluye un buen número de samples, y Entering Heaven Alive (2022), odisea de folk rock francamente innecesaria porque reincide en todo lo hecho en el rubro con The White Stripes sin otra innovación más que capas esporádicas de pop barroco símil Paul McCartney, Brian Wilson o Andy Partridge de XTC.
Para el flamante No Name (2024), su sexto disco solista, el guitarrista por fin deja de lado todos sus devaneos payasescos en terrenos que no domina y regresa a lo que hace bien, léase aquellas visceralidad y rudeza tracción a riffs poderosos deudores del dúo con Meg, en esta oportunidad como siempre girando alrededor del garage, el blues, el punk y el rock pesado y con Jack autoproduciendo en soledad el material y recurriendo a socios de vieja cepa como los bateristas Keeler, Daru Jones y Carla Azar y los bajistas Dominic Davis, Scarlett White -su hija, nada menos, con la modelo inglesa Karen Elson- y Dan Mancini, más su esposa actual, la norteamericana Olivia Jean, quien se encarga de la batería y el bajo en un par de temas. Ya la apertura, Old Scratch Blues, nos clara a todas luces que volvió el White estudioso de Page y que todas las piezas vuelven a estar en sus respectivos lugares, desde el trasfondo bluesero hardrockeado distorsionado y un típico episodio instrumental tranquilo hasta un puente de influjo bien punky y una letra enigmática que se divide entre las tropelías del narrador en primera persona, aparentemente un músico que se escapó en una motocicleta luego de robar buena parte de las ganancias de un show, y de un amigo del anterior, varón dominado por su novia al que pretende “despabilar” para que se saque la cadena de la hembra y recupere de inmediato la libertad. Bless Yourself sigue en el mismo esquema para devolvernos al Jack que recita/ casi rapea/ canta hablando como un veterano del blues que gusta de los sermones sacrílegos porque en esta ocasión nos invita a bendecirnos a nosotros mismos ya que Dios definitivamente está ocupado en otras cosas, recurso socarrón religioso que atravesó toda la trayectoria del cantante y que aquí equivale a una suerte de narcisismo positivo ya que los versos instan al oyente a tomar las riendas de su propia vida, aceptar sus culpas y equivocaciones, salir del soponcio esclavista interiorizado y en especial dejar de esperar salvadores o héroes etéreos que no existen o son directamente charlatanes y mitómanos, por ello la autoconfianza y el autoerotismo se imponen como el primer paso para la comunicación con el prójimo.
La también agitada That’s How I’m Feeling opta por volcar el asunto hacia ese power pop modelo new wave que va desde The Cars hasta The Strokes, aunque enfocado desde el caleidoscopio garage marca registrada de siempre y desde otra letra que juega con los sentimientos y “requisitos” opuestos de la vida sin tener que avergonzarse de ello, así el narrador subraya que a veces cuando está fuera de su hogar necesita mostrarse fuerte para sobrevivir pero cuando está en su casa necesita de la fuerza suficiente para estar solo consigo mismo, a su vez verla a ella de noche requiere de luz eléctrica y cuando la señorita lo llama por teléfono puede que él no atienda o incluso esté hablando con otra persona, demonios de por medio que luego lo llevan hacia el fulgor. It’s Rough on Rats (If You’re Asking) es prácticamente un cover espiritual de toda la carrera de Led Zeppelin porque White en un único movimiento le copia los tics vocales a Robert Plant y el costado más funky de los riffs del Page ya muy curtido de Houses of the Holy (1973) y Physical Graffiti (1975), amén de una letra que no se queda atrás y recupera uno de los grandes latiguillos de los ídolos y del rock británico inconformista de las décadas del 60 y 70 en general, la marginalidad de unas mayorías populares que ven con estupefacción cómo en el día a día su calidad de vida empeora por la inflación y las crisis económicas cíclicas, planteo en los versos enfatizado mediante la analogía poética entre la humanidad que se reproduce a pasos agigantados y las ratas, las cuales viven de nuestras sobras así como la alta burguesía vive a puro parasitismo del lumpenproletariado y de una pequeña burguesía que se da ínfulas de no ser lo que es, otros esclavos más de la pirámide plutocrática e inequitativa del capital. La hilarante y muy lúcida Archbishop Harold Holmes nos devuelve a un Jack jugando a ser un clérigo payasesco, específicamente el personaje del título, y cuasi rapeando a partir de un riff más setentoso hardrockero que cercano a sus homólogos bombásticos de las colaboraciones entre Aerosmith y Run-DMC y entre Anthrax y Public Enemy, Walk This Way (1986) y Bring the Noise (1991), respectivamente, en este sentido el tema puede interpretarse como una denuncia de los televangelistas y farsantes itinerantes de la fe, muy en sintonía con Jesus He Knows Me (1991), de aquel Genesis completamente bajo el control de Phil Collins, o como un dardo subrepticio a algún representante/ manager/ publicista fraudulento del montón que el guitarrista haya conocido en sus muchos años de carrera, en la letra prometiendo curar enfermedades, garantizar la riqueza, reconstruir relaciones rotas y liberar el ego atascado de cualquier feligrés, todo a cambio de un diezmo y la necesidad de traer a siete amigos símil estafa piramidal o Esquema Ponzi.
Luego de Bombing Out, una cruza curiosa de estrofas funky y estribillo ultra punk que define al “impacto cultural” como el arte de separar la verdad de los hechos en crudo, gran máxima en tiempos como los nuestros de patrañas por doquier en función de los billetes verdes, y que explora los últimos momentos de una pareja con problemas de comunicación, debido a una doble paradoja ya que cuando él llama por teléfono ella no está en casa y cuando ella lo llama se la pasa haciéndole un millón de preguntas de todo tipo que destilan desconfianza, llega el momento de What’s the Rumpus?, una de las mejores canciones del álbum y del periplo del guitarrista de las últimas décadas ya que funciona como una cruza del garage de The White Stripes, en concreto ese de riffs intoxicantes o sexys, y aquel power pop de The Raconteurs modelo Steady, As She Goes de Broken Boy Soldiers, definitivamente la mejor composición del grupo sustentado por Lawrence/ Benson/ Keeler, ahora con motivo de versos de reafirmación de amistad masculina a pesar de rumores y calumnias de terceros que le permiten a Jack retomar una de sus obsesiones en el contexto de No Name, la insoportable tendencia a mentir, negar la sabiduría y efectivamente creer los embustes a gran escala del Siglo XXI porque “en estos días la verdad se ha convertido en opinión”, otra sentencia muy inteligente de parte de un músico que además aprovecha para pegarle a las compañías discográficas actuales por etiquetar desde el marketing y la publicidad a los artistas y siempre echarlos cuando el desempeño comercial no es el esperado. A mitad de camino entre el Ritchie Blackmore de Deep Purple y Rainbow y el Marc Bolan de T. Rex circa la inmaculada trilogía glam de Electric Warrior (1971), The Slider (1972) y Tanx (1973), Tonight (Was a Long Time Ago) se centra en lo que parece ser un trauma de adolescencia que sigue haciendo mella en el intelecto del protagonista, quien experimenta un déjà vu pesadillesco en torno al hecho de haber sido descubierto, en algún punto de su pubertad o quizás niñez, “intimando” con una señorita por los padres de ella o tal vez de él, situación vergonzosa que generó el final del vínculo de turno y el puntapié inicial del recuerdo que regresa de noche para asustar.
Underground es un lindo rockito blueseado que incluye wah-wah, muchos ecos y un solo pirotécnico a lo Jimi Hendrix mientras recupera viejos latiguillos del rock, especialmente el miedo hacia aquello que no se entiende/ no se cree, la curiosidad para con la bohemia contracultural y la necesidad de un público activo y sagaz en la recepción artística para que no caigamos en el consumismo capitalista típicamente vacuo o descartable. Después de un prólogo bastante tranquilo que vuelve para la coda final, Number One with a Bullet dispara la energía de Black Sabbath o el stoner más inquieto de Kyuss, Fu Manchu, Los Natas y Queens of the Stone Age, todo en consonancia con unos versos cien por ciento metaleros y muy adeptos a un fatalismo marcado por un alma hecha pedazos, un pescador que se pesca a sí mismo, una reputación homologada a una manzana podrida, algunos zombies que necesitan ser asesinados -otra vez- y unos Adán y Eva tomando consciencia de su desnudez y ya no pasándola tan bien en el Jardín del Edén, pérdida de la inocencia mediante. A posteriori de lo más parecido a un tema de relleno de la placa, Morning at Midnight, canción powerpopera rutinaria sobre el deambular de un noctámbulo eterno que en realidad se destaca por unos pasajes de guitarra que simulan el sonido de un teclado, el cual sí aparece en otras composiciones de No Name y quedó a cargo de un Quincy McCrary completamente opacado por las cuerdas, Missionary nos va acercando al desenlace de la mano de una explosión de acid rock que le debe tanto a Cream como a Hawkwind y que gusta de fanfarronear desde las hilarantes destrezas amatorias del narrador, un “adicto al afecto” o misionero del sexo que reclama esa posición/ postura para que la contraparte femenina lo extrañe apenas momentos después del coito. Terminal Archenemy Endling, el cierre melancólico propiamente dicho, empieza y termina con sonidos de perros intranquilos y nos retrotrae al rock progresivo modelo Led Zeppelin con el objetivo de entronizar a la mujer amada porque por un lado su voz se siente hogareña y rejuvenece/ engrandece al hombre, lo que implica que la libertad en soledad no tiene sentido, y por el otro lado definitivamente es lo único que evita que el protagonista caiga en las clásicas apatía e indolencia de la posmodernidad, aquí ambas más empardadas al cansancio del veterano que a cualquier depresión estándar, siempre enfatizando que sentir mucho o ver mucho eventualmente nos deja insensibles o ciegos ante el otro que nos rodea y nosotros mismos al extremo de derrapar en la soberbia de quien se cree que todo lo sabe, nada más alejado de la realidad sesgada de la humanidad.
No Name no sólo nos devuelve al Jack inspirado de aquella sociedad con Meg y nos hace olvidar los otros coqueteos con la dinámica de “banda estable”, The Raconteurs y The Dead Weather, los primeros demasiado predecibles y los segundos demasiado intrascendentes, sino que supera por derecho propio todas las otras vertientes que ha tomado el derrotero de White, pensemos en el eclecticismo caótico de Blunderbuss, la americana caricaturesca de Lazaretto, las experimentaciones decididamente desastrosas de Boarding House Reach, el regreso fallido a las fuentes de Fear of the Dawn y aquel folk popero desabrido de Entering Heaven Alive, estos dos últimos un pretendido díptico que cubre el semblante bipartito autopercibido del guitarrista, las facetas vigorosa e introspectiva símil El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), la novela corta del británico Robert Louis Stevenson. El músico siempre ha estado unos cuantos kilómetros por delante en términos de calidad y astucia formal con respecto a otros puristas del nuevo milenio del blues y el rock pesado, recordemos por ejemplo ese abanico que va desde los amenos The Black Keys hasta los impresentables Greta Van Fleet, en este caso una banda no reconocida de covers de Plant y Page más John Paul Jones y John Bonham, a su vez unos ladrones monumentales del acervo de blueseros pioneros de distintas épocas como Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Robert Johnson, John Lee Hooker y Skip James, cadena de influencias que es típica de las idas y vueltas de la cultura y del rock como arte de alcance planetario. Un rasgo siempre curioso de Jack, si lo comparamos con el indie de guitarras del Siglo XXI y su propensión a volcarse a la neopsicodelia retro y sus derivados, pasa por el hecho de que durante buena parte de su carrera se mantuvo alejado de la tentación de caer en las locuras de nunca acabar de Jefferson Airplane y Traffic o en las zapadas/ jam sessions/ maratones de improvisación de gente como The Allman Brothers Band y Lynyrd Skynyrd, abrazando en cambio formatos más o menos tradicionales de canción que tampoco derivaron en el fundamentalismo a toda prueba de The Black Crowes o los citados The Black Keys. No Name, en última instancia, viene a ser el antídoto contra la evidente autonegación de poco menos de dos décadas de parte de White en relación a su destreza inmaculada a la hora de combinar el blues y el garage sin demasiados artificios ni floreos, hoy dando por resultado ese estallido anímico que tanto necesitábamos.
No Name, de Jack White (2024)
Tracks: