Cuento

Espacio Común

Por Mariana Isabel Ludueña

“Corre, conejo, corre”, cantaba para sí el soldado Espinoza, “excava tu agujero, olvida el sol”. Afilaba en la piedra su cuchilla, vuelta y vuelta, brillaba, brillaba más cada vez. Tenía las manos engrasadas por su tarea de limpiar, con esa suave sustancia transparente,  los fusiles de reserva. Las uñas resplandecían bajo la luz pobre de la ventana y también relumbraban sus dientes anchos, cuando abría la boca para bostezar por su monótona misión.

La sala de armas, de la que él había sido designado ayudante, estaba construida en el antiguo galpón de herramientas del cuidador de la escuela, antes de que fuera transformada en un cuartel: un rancho venido a menos, donde las únicas jefas eran las pulgas, arañas y los cascarudos. Junto al tablón con garfios, de donde colgaban palas, rastrillos y machetes, los soldados, al  mando de los suboficiales, habían montado el posa-fusiles: un mamotreto enclenque de madera que apenas servía para sostener los pesados cañones que ahora dormían en fila, idénticos, con su solo ojo negro bien abierto, alertas al silencio de la selva, mientras empezaba a caer la llovizna diurna.

Las gotitas finas sobre el techo de chapa adormecieron al soldado, que había dejado de cantar y se rascaba el cuero cabelludo a modo de caricia. La cabeza le pesaba, como pesa, aún siendo pequeño, un proyectil de siete milímetros y medio en la palma de la mano. Estaba allí, frío, pequeño y pesado, pequeño y pesado flotando en su mano, el proyectil del fusil belga, pesado… ¡Pum! El soldado se dio la cabeza contra la mesa en su ensueño. Frotándose el chichón que empezaba a formársele, salió en dirección a las letrinas; la lluvia apenas alcanzaba a humedecer su garibaldina mientras Espinoza caminaba despacio, adentrándose en el monte hasta el manchón pelado y rojo de la selva, donde estaban los agujeros hediondos. “Ninguno de los jefes caga acá”, pensaba,  “¡¿pero por qué mierda no cagan acá?!”. Y se rió de su pregunta que era, a la vez, la respuesta evidente. “¿Qué hago acá?”, insistió en preguntar, quizás a un tordo que lo espiaba desde un lapacho o quizás le preguntaba a su amigo, al que extrañaba con total ternura y al que solía dirigirse en confidenciales e imaginarios encuentros.

Podía aprovechar que no había nadie en la base en ese momento más que el perezoso capitán Domínguez, que había quedado como Jefe de Cuartel hasta que regresara el Coronel Pauls. Podía ir y ensuciar sus limpios inodoros de la dirección de la escuela o utilizar los que habían sido de los alumnos y que ahora usaban los suboficiales. Pero en el pizarrón que daba al patio de la escuela, frente al mástil, colgaba con serenidad la “ORDEN DEL DÍA NRO. 52” en letras grandes: “POR LA PRESENTE, SE DETALLAN LOS ESPACIOS COMUNES QUE PUEDEN SER UTILIZADOS POR EL PERSONAL DE LA COMPAÑÍA DE SELVA NRO. 3, SEGÚN LOS SIGUIENTES DETALLES, ORDENADOS POR JERARQUÍA…” y proseguía, formalmente y con el más mínimo nivel de detalle, la orden que determinaba que Espinoza y los demás soldados, que eran diez, debían “UTILIZAR, PARA SUS NECESIDADES FISIOLÓGICAS, EL ESPACIO COMÚN NRO. 8, SEGÚN EL PLANO ADJUNTO A LA PRESENTE ORDEN DEL DÍA”.

La lluvia lo despabiló un poco y también esa bronca por la impotencia de no poder hacer más que hablar solo y quejarse para adentro por esas ridículas órdenes. Todos los días salían con una nueva. Él no podía hacer nada, más que soportar esos atropellos porque si le daban la baja… ¡Una orquídea! El soldado encontró una orquídea que colgaba entre los musgos parásitos que abrazaban un verdísimo nogal. Pensó en su tía Silvia, en lo que daría por poder llamarla y contarle que ese día lluvioso y de “mierda” había encontrado una orquídea cerca de su cuartel. Pero bueno, la tía Silvia estaba bastante lejos y lo de llamarla era algo imposible. Entonces eligió quedarse ahí lo más quieto que pudo, observando la erótica belleza de la flor. Tan en silencio permaneció que no le fue difícil distinguir, de entre los sonidos de los pájaros rozándose con el follaje, los chorros de agua que inundaban las hojas grandes y caían por su peso… y los pasos de otro hombre que se acercaba. Espinoza se cubrió detrás de la orquídea, detrás de los musgos, detrás del nogal. No había llevado su fusil hasta las letrinas, a pesar de que lo habían castigado muchas veces por dejarlo por allí a la hora de comer o higienizarse. Tenía solamente su cuchilla, recién afilada, guardada en su bota derecha. Se quedó quieto intentando distinguir la dirección desde donde se escuchaban los pasos, que cada vez eran más sigilosos. Sus compañeros no regresarían de esa forma al campamento y además apenas hacía un par de horas que habían salido a sus prácticas de supervivencia, selva adentro. No, no podía ser ninguno de ellos. Quizás el capitán Domínguez andaba por ahí buscándolo y hasta era posible que llevara en sus manos el fusil que el distraído muchacho había olvidado en la sala de armas. Pero no, no era el capitán ni ninguno de los demás de la compañía.

Lo primero que vio de su enemigo acechante fue su cabello mojado, sin casquete, que  permanecía erizado como el de un puercoespín; crespo, castaño. Tenía las orejas grandes y largas. Los ojos negros, asustados, sus cejas tupidas retenían gotas de sudor, la nariz le bajaba recta en un perfil similar al de un noble del Renacimiento. Su uniforme: el del enemigo.

Lo vio allí, al otro. Era un chico blanco, muy blanco y flaco. Lo siguió hasta la escuela. El chico caminaba despacio pero intranquilo, tenía su fusil listo, sin brillo. Con las cachas embarradas. Armamento y persona tenían rasgos similares, el muchacho parecía no pertenecer -tampoco- a esa guerra y estaba solo, como Espinoza, y era soldado, como él. ¿Dónde estaban las tropas de sus ejércitos? Armamento y persona se parecían, sin brillo, de dudoso funcionamiento, angostos y oscuros.

El soldado enemigo llegó al mástil de la escuela -una bandera mojada agachaba la cabeza, colgada como un crucificado- subió un escalón y fue hacia el pizarrón. Leyó la ORDEN DEL DÍA NRO. 52. Espinoza esperó ver su reacción, se identificaría con cualquier gesto que hiciera el otro soldado, pero en su cara no apareció ni una mueca, había tanto miedo en sus gestos y ese miedo le daba tanta tensión a sus facciones, a sus músculos faciales, que nada podría conmover ese rostro. Espinoza lo vio asomarse a la sala de la dirección, allí estaría durmiendo el capitán Domínguez, tirado en el antiguo sillón de cuero de la última maestra que lo usó con ese cargo.  El soldado enemigo apuntó al capitán de inmediato. El jefe dormía de espaldas a la puerta, profundamente. A Espinoza se le paró el corazón y el tiempo: nunca, nunca había visto a alguien asesinar a una persona. ¿Qué hago, por Dios, qué hago? Pero algo le dijo que el chico no gatillaría y así fue: apuntó pero no disparó y bajó el fusil muy despacio para seguir caminando. Recorrió las aulas una por una, siempre bajo la vigilancia de Espinoza que era tan invisible como inaudible. El chico adquiría confianza a cada paso que daba porque cada paso lo alejaba de la escuela, del cuartel. Será un observador adelantado, se dijo Espinoza. Y lo vio alejarse de a poco de él y su cuartel destartalado. Pero justo cuando Espinoza entraba a recuperar su fusil a la sala de armas, vio que el chico se volvía e iba directo hacia su galpón. “¡No te acerques, no te acerques, no hay nada acá, son fusiles del año cincuenta, tienen setenta años, hermano!” le decía Espinoza al soldado que nunca lo escucharía. “No valen nada. Por Dios, los tengo a todos cargados. No te acerques”, Espinoza tomó su fusil y apuntó hacia la puerta por donde entraría el chico, cuando llegara, en unos pocos pasos. Espinoza se apoyó  contra el estante de los fusiles y entonces pasó lo que tenía que pasar: en dominó comenzaron a desplomarse todos los fusiles y el barullo alertó al otro soldado que pegó la vuelta rápido y comenzó a correr hacia lo profundo del monte. Espinoza salió detrás del él cuando todavía caían los cacharros, las palas, las armas y vaya saber qué cachivaches, unos contra otros. El capitán Domínguez se despertó justo cuando Espinoza, parado en el mástil, intentaba ver la dirección que había tomado el espía.

-¡Espinoza, me cago en la mierda…! ¡¿Qué hace?!- gritaba el capitán mientras caminaba hacia la sala de armas…-¡Venga para acá, recluta inútil!

Espinoza dio un saltito hacia al suelo, miró al capitán y miró las ramas que todavía se sacudían fuerte por donde se había ido el chico. Capitán, ramas, capitán, ramas… Ramas y salió corriendo hacia el monte, detrás del movimiento de las hojas verdes y las sombras agitadas de la selva que comenzaba a cubrirse de niebla.

-¡Jo puta! ¡Desertor, desertor! – escuchó gritar al capitán mientras Espinoza ya  corría agitado entre las ramas que le arañaban las mejillas y las manos que sostenían el fusil húmedo y patinoso.

¿Qué debo hacer? ¿Qué tengo que hacer?, se preguntaba y le costaba respirar la blancura espesa que formaban las livianas partículas de agua de la nuboselva. Estaba persiguiendo a otro hombre armado, por entre las lianas, el follaje que le  resultaba una gran planta carnívora que cerraría sus fauces muy, muy despacio y se lo comería en silencio. En silencio, como todo lo que pasaba en ese enigmático verdor sofocante.

No se veía mucho, se cerraba el camino más y más. Pero justo antes de perder de vista las últimas ramas que empezaban a inmovilizarse, el perseguido volteó, volteó y se vieron, espectrales ambos, increíbles el uno para el otro. Espinoza le apuntó con el fusil, el enemigo lo miró. Espinoza es tan delgado como él, ambos tienen rulos, de los malos, de los impeinables, gruesos y duros. Espinoza tiene los ojos saltones, no son grandes ni claros pero tan saltones que llaman la atención, son ojos con los que uno no puede esconder mucho. Se ve todo. Y como se ve todo, el chico pudo ver que el soldado Espinoza no iba a dispararle. Pero todavía no bajaba el fusil y los ojos del enemigo quedaron hipnotizados mirando el agujero del cañón: ese mudo y oscuro hueco que podía iluminarse y escupirle la muerte en su entrecejo. Espinoza sostenía el arma. Apuntó. El chico y sus labios rojos ya estaban a dos metros de él, el chico no dejaba de mirar el agujero negro. Entonces se escuchó un disparo y le siguieron nueve, en ráfagas de tres. No; no eran del fusil de Espinoza y no eran del fusil del enemigo. Los disparos los hizo el capitán Domínguez, que disparaba con locura a cada sombra de los monos y de los pájaros, mientras gritaba ¡desertor! ¡Traición, nos atacan! Otra ráfaga de tres.

Espinoza se tira cuerpo a tierra, abandona su amenaza con el fusil. En el piso, se miran, con miedo todavía, pero se incorporan con movimientos en espejo y se echan a correr juntos, sin dudar más. Hacia lo profundo. La selva se oscurece más a cada paso, cada árbol. Uno detrás del otro corren y corren, como la lluvia fuerte que empezó a caer. Los fusiles pesan. Lo tira primero el chico, lo arroja Espinoza después. Se cierra el camino, no hay lugar por donde avanzar. Miran hacia el cielo, que se presiente encima de las copas del follaje salvaje y las nubes bajas. Las gotas violentas les golpean los ojos. Se cierra la selva.  “Ha comenzado”, se dice Espinoza. Pero hay una grieta que se abre entre el follaje, oscura como un útero. Ambos la miran y se miran, entran sin romper una sola rama, sin aplastar una sola flor u hongo. Entran, con la suavidad y el silencio de la orquídea al nacer entre los árboles de la selva negra. El agujero es infinito y sin luz, pero es su refugio y ya no saldrán.