Durante la segunda jornada del BUE se corrigieron todos los errores de sonido que habían caracterizado al día anterior, en especial los correspondientes al Outdoor Stage. Ya desde el primer show del día en el escenario principal, el de Mi Amigo Invencible, pudimos comprobar que el volumen por fin había sido elevado a la altura que requiere un espectáculo de estas características, léase al aire libre y de alcance masivo. Los mendocinos estuvieron impecables ofreciendo su típica amalgama de Charly García, power pop y algún que otro detalle psicodélico, con un repertorio que se concentró sobre todo en sus últimos dos discos, los eficaces La Nostalgia Soundsystem (2013) y La Danza de los Principiantes (2015). Fue una decisión muy perspicaz por parte de los organizadores el concederles la posibilidad de abrir el escenario principal, considerando el talento involucrado y un futuro de seguro promisorio dentro del ámbito del rock argentino.
Luego llegó el turno de Juana Molina en el Arena, el escenario cubierto más grande del festival, el cual por cierto también vio mejorada su impronta sonora mediante una reverberación y una amplitud que hasta ese momento no había tenido. En lo que atañe a la artista, una verdadera abonada a este tipo de eventos con un pie en el mainstream y otro en el indie, se puede decir que a rasgos generales su actuación se alejó -para sorpresa de muchos- de su sonido “marca registrada”, ese que le ha ganado muchos elogios tanto en el campo local como en el internacional: en vez de un minimalismo de base acústica y despojada, Molina se presentó con una banda rockera con todas las letras y para colmo aprovechó los instantes de dilación de sus temas para elevar el volumen y enmarcar al recital dentro de una potencia inusitada, más firme que “bella” (para variar…). La metamorfosis le jugó muy a favor porque rejuveneció sumamente su estilo en vivo y además le permitió explotar en otro contexto uno de sus truquitos favoritos, el de grabarse a sí misma en el momento e incorporar lo registrado mediante un loop. Si bien continúa trabajando en función de capas sonoras símil música electrónica, nadie se esperaba que por unos instantes fuese a dejar la guitarra criolla de lado y a apuntalar su show en una banda tradicional de rock, circunstancia que significa -a fin de cuentas- que lo que podemos llegar a leer como “novedad” depende siempre del contexto y la perspectiva individual.
Casi a la par, en el Outdoor Stage, sonaban los Capital Cities, una banda que mejoró también su sonido en directo con respecto a la última vez que pudimos verlos en vivo, dentro de lo que fue la primera edición del Lollapalooza de Argentina, en 2014. El dúo, en esencia un combo de música disco, algo de funk, pop de sintetizadores y un marco soulero, sigue presentando las canciones de su único disco de estudio, el simpático In a Tidal Wave of Mystery (2013), y enarbolando a Kangaroo Court como el hit principal. El espectáculo continúa respondiendo a los coletazos retro que tanto reclama un sector del público contemporáneo, aunque sin superar la medianía en términos cualitativos (un punto a favor es que Ryan Merchant y Sebu Simonian suelen aprovechar al máximo la trompeta de Spencer Ludwig, un intérprete muy talentoso que elevó considerablemente los segmentos instrumentales).
Ahora bien, sin duda el show que se robó la jornada fue el de Wilco en el Arena, un espectáculo que nos arrancó una sonrisa de oreja a oreja y de principio a fin. La actuación de Jeff Tweedy y compañía fue impecable no sólo por lo ajustados que sonaron todos y por la entrega a nivel de la interpretación en general, sino también debido a que el grupo exprimió conscientemente cada minuto de todas las canciones para desparramar testimonios de un enorme poder escénico, siempre aprovechando con inteligencia y desparpajo las posibilidades que abrían las composiciones y su diversidad intrínseca. De hecho, el show fue una combinación constante -incluso dentro de una misma canción- de los elementos que hacen a la idiosincrasia de Wilco en estudio: tuvimos como leitmotiv ese rock indie con elementos vinculados a la “americana” más polimorfa (country, folk, blues, etc.) y hasta pasajes -más que importantes- de un “cuelgue” musical en el límite entre la psicodelia y el noise de rasgos fulminantes (ya sabemos que a la banda le encanta eso de introducir marcas disruptivas dentro de un formato de canción tradicional). Con casi dos horas de duración y 23 temas en total, la primera y esperadísima visita de Wilco a la Argentina fue una de las actuaciones del festival más extensas y cumplidoras tanto desde el punto de vista de las expectativas acumuladas como en lo referente al show en sí y ese gran interrogante en cuanto al setlist, hoy más que nunca vinculado a unificar a gran parte del catálogo de la agrupación. Las dos obras maestras del grupo, Being There (1996) y Yankee Hotel Foxtrot (2001), estuvieron representadas de manera generosa con cuatro canciones en cada caso: el primer disco con Misunderstood, Red-Eyed and Blue, I Got You (At the End of the Century) y Outta Mind (Outta Sight); y el segundo con I Am Trying to Break Your Heart, Jesus, Etc., Heavy Metal Drummer y I’m the Man Who Loves You. Aún así, el trabajo con más temas en la noche fue otro, el errático pero interesante A Ghost Is Born (2004), con Handshake Drugs, Hummingbird, Theologians, The Late Greats, Spiders (Kidsmoke) y I’m a Wheel (un “fan request” vía votación en la web). Dentro de lo que constituyó una selección con criterios cercanos a la antología respetuosa con vistas a satisfacer a un público que nunca los había visto en vivo (esto fue explicitado por un Tweedy con un sombrero símil cowboy a través de varias intervenciones lacónicas a lo largo del show), nos encontramos también con Box Full of Letters del debut A.M. (1995), Impossible Germany del excelente Sky Blue Sky (2007), Via Chicago y I’m Always in Love del Summerteeth (1999), aquella primera incursión en el indie pop, y una colección de canciones de sus últimos y desparejos álbumes de estudio compuesta por Random Name Generator, Art of Almost, Someone to Lose, Locator y Dawned on Me, todos temas que recibieron en vivo un tratamiento “tracción a esteroides” que los revitalizó hasta extremos insospechados. Hablamos en esencia de un show extraordinario que justificó de por sí, junto con sus homólogos de The Libertines e Iggy Pop del día anterior, la realización del festival en su conjunto y el precio de la entrada en particular (la amortización racional ante todo…). Como dijimos con motivo de los muchachos comandados por Doherty y Barât, esperemos que este sea el inicio de una serie de visitas a Argentina por parte de Wilco de ahora en más, lo que por supuesto debería ir en consonancia con un incremento de la base de fans que los siguen en nuestro país (recitales tan gloriosos como el presente suelen ser fundamentales en ese “boca a boca” que apuntala cualquier relación comercial/ cultural entre los artistas y el séquito de admiradores que acompañan los pormenores de su carrera).
Para todos aquellos que no habíamos visto a The Flaming Lips en su visita anterior a nuestro país, lo que podría ofrecer en vivo la agrupación de Wayne Coyne resultaba una verdadera incógnita, más allá de la fama de “volados” de los señores y esa pirotecnia visual que suelen presentar en cada show. Lamentablemente las expectativas no fueron colmadas y hasta se podría afirmar que el recital en cuestión rankea en punta como el más decepcionante y fallido de todo el festival… y eso que recurrieron a todos los estereotipos de su factoría para “complementar” las canciones desde un andamiaje estético/ escénico de índole kitsch y vinculado a la imaginería de aquel folk espacial de la década del 60 (tuvimos trajes aparatosos, un arcoíris, monstruos parecidos a Chewbacca, colores pasteles, flecos por todos lados, una lluvia de neón sobre el escenario, la típica burbuja de plástico del cantante, etc.). Si dejamos de lado el hecho innegable de que era un despropósito asignarle sólo una hora dentro del programa general a una banda que merecía más tiempo arriba del escenario, no sólo por lo insólito de la propuesta del grupo sino también porque otros artistas menos convocantes e interesantes tuvieron más tiempo para sus espectáculos (y mejor olvidar que en un primer momento, cuando apenas se anunció el cronograma del festival, los shows de Wilco y The Flaming Lips tenían horarios superpuestos…); sinceramente resultaron imperdonables los baches de varios minutos entre canción y canción, en los cuales Coyne se cambiaba de vestuario a la vista de todo el mundo, la banda parecía bastante perdida sobre qué hacer a continuación y los utileros desplegaban el siguiente ardid/ muñeco/ artefacto sin demasiada convicción o interés. Las versiones en vivo de los temas interpretados, si las comparamos con los originales de estudio, tampoco fueron una maravilla y se sentían desganadas, algo perezosas, tan ridículas como el mismo hecho de perder tanto tiempo en el cotillón visual cuando la duración prefijada del show era de por sí muy acotada. Es decir, podrían haber tocado más canciones con una propuesta estética más despojada y menos orientada a cumplimentar los requisitos del manual de estilo que ellos mismos se autoimpusieron para sus presentaciones. En lo referido al repertorio, se concentró en su totalidad en el período más festejado y popular de su carrera, el que abarca la trilogía compuesta por sus dos obras maestras, The Soft Bulletin (1999) y Yoshimi Battles the Pink Robots (2002), y el inferior At War with the Mystics (2006), aquella oda parcial al enorme Prince: de los primeros dos discos tuvimos Race for the Prize, Yoshimi Battles the Pink Robots, Pt. 1, What Is the Light?, The Observer, A Spoonful Weighs a Ton y Do You Realize??; y del tercero sonaron Pompeii am Götterdämmerung y The Gold In the Mountain of Our Madness (un bonus track de las ediciones japonesa y para iTunes del At War with the Mystics). El show de The Flaming Lips terminó igual de marchito como empezó, sin ningún instante destacable más allá de uno “tomado prestado” cortesía del eterno David Bowie: precisamente, el único momento sincero del recital fue cuando Coyne interpretó Space Oddity en plan homenaje y adentro de la consabida burbuja, esa que lo paseó apenas unos segundos entre el público para de inmediato volver a la seguridad del escenario. Si bien ya se sabe de sobra que el grupo no se toma muy en serio los espectáculos en vivo, la sensación que dejaron fue que la sátira ad infinitum hacia la propia agrupación y los grandes motivos de la psicodelia se transformó en un caldo de cultivo para el automatismo berreta, la desprolijidad y una apatía preocupante que en todo momento bordeó la falta de respeto hacia el público asistente. Quizás fue una reacción ante la franja horaria concedida al show, sin embargo es probable que la autoindulgencia y mediocridad de los últimos dos discos con canciones originales, Embryonic (2009) y The Terror (2013), no haya sido accidental y ambos representen esta nueva faceta de la banda, una muy poco inspirada por cierto.
Ya cerrando el festival, pudimos presenciar las presentaciones de Peaches en el Arena y de Pet Shop Boys en el Outdoor Stage, dos shows prolijos de artistas entrados en años de la escena electrónica que decidieron actualizar su sonido -con resultados desparejos- a partir de beats más “amigables” para con el oído contemporáneo y las últimas generaciones de consumidores musicales. La canadiense se presentó con dos bailarinas que iban mutando de vestuario con el correr de los temas y ella misma las acompañó atravesando una serie de transformaciones, aunque más minimalistas y orientadas a lo que sería un striptease tradicional (no tardó mucho en quedar prácticamente desnuda arriba del escenario). Como señalábamos anteriormente, su electroclash marca registrada mutó con suerte dispar hacia una cruza entre el house y el hip hop futurista del primer lustro de la década pasada, circunstancia que no generó nada particularmente memorable por la falta de imaginación de Peaches a la hora de diferenciar verdaderamente los temas y/ o combinarlos de manera eficaz con su actitud punk y su militancia polisexual y antimachista, dos rasgos omnipresentes en el recital que asimismo ayudaron a posicionarla como la protagonista absoluta de la faena (ni siquiera delegó el rol de DJ, ya que la propia artista se bajaba de manera intermitente de la tarima de turno para lanzar nuevas programaciones).
Dentro de lo que podemos definir como las paradojas de los festivales, o más bien las injusticias de los mismos y cierta desproporción que obedece tanto a la imprevisibilidad del arte como a los caprichos de un gusto popular melómano “tutelado” por un cúmulo de agentes del campo cultural; justo enfrente del Arena, en el Music Box, estaba tocando para mucho menos público El Estrellero, una banda de indie pop y garage rock de La Plata que con un sólo disco bajo el brazo, el interesante Drama (2016), ratificó que indudablemente es una de las jóvenes promesas del rock autóctono gracias al poderío de su recital y la solvencia de sus líderes y cantantes Lautaro Barceló y Juan Irio (asimismo guitarra y bajo de la agrupación, respectivamente).
A los Pet Shop Boys, por otro lado, el aggiornamiento de su acervo musical les salió un poco mejor que a Peaches principalmente porque a pesar de que mutaron gran parte de sus bases synthpop y tecno dance hacia el terreno -de nuevo- del house y el trance un poco ralentizados, por lo menos conservaron los efectos característicos vía sintetizador de cada tema. Así las cosas, fuimos testigos de canciones que envejecieron con dignidad y que fueron actualizadas con la dosis exacta de arreglos respetuosos en relación a los originales, siempre teniendo presente que el cimiento fundamental de todo fue, es y será la voz nasal de Neil Tennant (gran trabajo vocal de un señor que ya superó los 60 años) y los teclados de Chris Lowe (en esta oportunidad acompañado por una muy buena sección rítmica y una tecladista femenina que además aportó coros de tanto en tanto). Casi compensando la torpeza de The Flaming Lips en el rubro técnico, o la falta de correspondencia entre sus ambiciones estéticas y la ejecución concreta arriba del escenario, los Pet Shop Boys supieron balancear una propuesta multimedia oportuna para cada canción y un repertorio que combinó un puñado de hits inoxidables con temas más recientes y desconocidos para la mayoría del público. A través de la estructuración escénica estándar de los británicos (dos círculos en cada extremo y una pantalla enorme en el medio), nos hicieron olvidar por un rato que su producción creativa es un tanto superficial y que son mejores showmen que constructores de pretendidos alegatos pop de resonancias cínicas; lo que por cierto no es poco decir en una época como la nuestra en la que la mediocridad mainstream trata de reproducir infructuosamente un mínimo espectro de calidad en pos de dar forma a una música masiva que permita tanto bailar como una escucha meticulosa y más enriquecedora.
A modo de conclusión, nos vemos en la obligación de ratificar la necesidad de que se repitan festivales con este criterio de selección de bandas y solistas pero corrigiendo los problemas en cuanto a la diagramación de horarios. En este sentido, quizás menos artistas o más escenarios podrían haber solucionado las posibles superposiciones, la inexistencia de intervalos entre los shows, la duración excesivamente corta de algunas presentaciones y la “condena a trasnoche” que sufrieron algunos DJs internacionales y algunas bandas del indie argentino, cuyos comienzos de shows rondaban las dos de la mañana para un festival con dos fechas que arrancaron a las 18 horas aproximadamente (el cansancio del grueso del público, luego de tantas horas de estar parado o movilizándose entre escenarios, llevaba a abandonar Tecnópolis una vez finalizado el cronograma del Outdoor Stage a la una de la madrugada). La presencia de sponsors y de vendedores vía concesiones a precios delirantes pueden ser parte de una triste realidad en nuestros tiempos pero todo debería ajustarse a una medida un poco más sensata, sin tanta contaminación visual, stands grasientos y ese ciclo de ofrecimiento constante de productos mundanos en un ámbito -vinculado al consumo cultural- que no lo amerita. Más allá de estos ítems a enmendar o fuera de lugar, a los que se suman los valores elevados de las entradas y la proverbial torpeza y desinterés de los esperpentos de seguridad, sin duda el BUE arrojó un saldo positivo por esas dos primeras visitas maravillosas, las de The Libertines y Wilco, y por la contundencia de Iggy Pop, uno de los padres de esta amalgama compleja de géneros que llamamos amorosamente rock.
BUE Día 2 en Tecnópolis. 15-10-16.
Mi Amigo Invencible
Juana Molina
Capital Cities
Wilco
The Flaming Lips
Peaches
El Estrellero
Pet Shop Boys