3x1 de Alicia en el País de las Maravillas para adultos

Exequias de la niñez

Por Emiliano Fernández y Martín Chiavarino

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

Si algo abunda a lo largo de la historia del séptimo arte son las adaptaciones muy literales, desabridas y paradójicamente poco imaginativas de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865) y A Través del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí (Through the Looking-Glass and What Alice Found There, 1871), las dos obras maestras de Charles Lutwidge Dodgson alias Lewis Carroll en lo referido a la literatura fantástica, humorística, desquiciada y alejada de la dictadura del realismo burgués moderno, ese que tiende a cercenar la imaginación masiva con el objetivo manifiesto de adaptarla a los postulados cuantificables del mercado capitalista como si la cultura fuese siempre sólo un producto que debe generar empatía a través del naturalismo malentendido en tanto espejo del mundo más prosaico, repetitivo y por demás estéril. Comenzando por las interpretaciones primigenias en largometraje de Norman Z. McLeod de 1933 y Dallas Bower de 1949, pasando por la célebre animada de la factoría de Walt Disney de 1951, la hiper británica de William Sterling de 1972 y la pornográfica de Bud Townsend de 1976, hasta llegar al bodriazo repleto de CGI de Tim Burton de 2010 y su incluso peor secuela dirigida por James Bobin en 2016, casi todas las traslaciones tergiversan el espíritu del texto decimonónico original de Carroll y la necesidad de no tomárselo de manera tan literal ya que su riqueza radica en cómo quiebra las fronteras de lo esperable, se mete en el terreno del absurdo y de las pesadillas y permite desprenderse de ataduras cognitivas o formales previas, de hecho su moraleja desde el vamos si es que acaso semejante trama y semejantes personajes atesoran moraleja alguna. Sin lugar a dudas la mejor forma de homenajear las dos novelas del inglés, en esencia infilmables porque resulta imposible traducir a imágenes lo relatado sin dejar de lado algún aspecto de la efervescencia retórica de base, pasa por la inspiración más o menos tácita y bien a la distancia, precisamente por ello a continuación analizaremos tres de las películas más fascinantes y que mejor entendieron todo lo anterior en materia de dejarse llevar por ese derrotero entre irónico y ridículo de una muchacha promedio que cambia de rostro y ve estallar su realidad en mil pedazos justo como Alicia caía en la madriguera del Conejo Blanco al inicio del primer libro, nos referimos a Valerie y su Semana de las Maravillas (Valerie a Týden Divu, 1970), de Jaromil Jireš, Luna Negra (Black Moon, 1975), de Louis Malle, y Tierra de las Mareas (Tideland, 2005), de Terry Gilliam, tres obras cruciales que ofrecen una exégesis heterodoxa, delirante y en verdad compleja del acervo siempre inconformista de Carroll. Ya sea que pensemos en el pueblito alucinado de la protagonista del título (Jaroslava Schallerová) de Valerie y su Semana de las Maravillas, donde la sátira anticlerical, las ironías sociales y la lujuria se dan la mano, en el hilarante château de la Lily (Cathryn Harrison) de Luna Negra, sede de un verdadero laberinto de situaciones y referencias misteriosas, o en la casona agreste destartalada de aquella Jeliza-Rose (Jodelle Ferland) de Tierra de las Mareas, excusa de la que por cierto se sirve Gilliam, quien ya se había acercado a Carroll de modo explícito en Jabberwocky (1977), basada en un afamado poema del escritor, para explorar los juegos esquizofrénicos de la infancia y la misma locura en tanto vía de escape frente al horror cotidiano, a lo largo de las tres películas una y otra vez nos toparemos con una permanente reformulación de los motivos centrales de las historias de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas y A Través del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí aunque volcando el tono hacia el cine para adultos pensantes que no se dejan encajonar por la mediocridad de unas mayorías que hacen exactamente lo que se les dice y consumen exactamente lo que se les vende, como si la verdad fuese una cuestión numérica o de porcentajes y la calidad un criterio objetivo indiscutible. Siempre indagando en los pormenores de la muerte de la niñez y de estas limitaciones en lectura que impone el statu quo capitalista desde la información, el sentido común y el bombardeo con productos anodinos lavacerebros, las propuestas elegidas ponen el dedo en la llaga de lo vedado a nivel social y tácitamente celebran el afán liberador de la imaginación y su contracara poco placentera, lo peligroso que podría ser quedar siempre confinados en quimeras que no pueden ir más allá del narcisismo de la fantasía en espiral cual presidio onírico que reemplaza al otro, aquel de la praxis esclavista de todos los días.

 

 

Valerie y su Semana de las Maravillas (Valerie a Týden Divu, 1970), por Emiliano Fernández:

 

Valerie y su Semana de las Maravillas (Valerie a Týden Divu, 1970), de Jaromil Jireš, es una de esas películas indescriptibles de vanguardia que sólo podrían haber surgido en un contexto histórico muy específico, en este caso la genial Nueva Ola Checoslovaca de la década del 60 y principios del 70, en esencia un contingente variopinto de realizadores que surgieron en los años previos a la Primavera de Praga de 1968 y que aprovecharon un relajamiento progresivo y muy sutil de las persecuciones y censura estándar del régimen comunista en materia de la cultura, el arte y los medios de comunicación masiva, lo que eventualmente generaría la invasión de los países miembros del Pacto de Varsovia en plan de reprimir a la población que salió a manifestarse en contra del gobierno aprovechando los cambios democráticos y aperturistas que trajo consigo el reformista Alexander Dubček, provocando en última instancia la permanencia en Checoslovaquia de las tropas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hasta la Revolución de Terciopelo de 1989, acontecimiento que suprimió de manera definitiva y pacífica el comunismo. Como una evidente crítica al realismo socialista imperante, perspectiva favorecida por el gobierno y centrada en una idealización del proletariado y el régimen en general que mucho no tenía que ver con las economías de penuria del Bloque del Este en tiempos de la Guerra Fría, directores como Miloš Forman, Juraj Herz, Jan Němec, Jiří Menzel, Juraj Jakubisko y el propio Jireš optaron por volcarse hacia lo abstracto jocoso y apelar a ingredientes muy poco comunes para entonces como el humor absurdo, el surrealismo, la comedia negra, la sátira kafkiana más o menos implícita, el delirio, la desfachatez retórica y un apartado formal iconoclasta que jugaba con el montaje, la estructura narrativa y la música mucho antes de la existencia del videoclip propiamente dicho, formato por venir que a su vez masificaría tales menesteres a partir de los 80. El guión del realizador, Jiří Musil y Ester Krumbachová, esta última una famosa diseñadora de vestuario que colaboró en la historia de Las Margaritas (Sedmikrásky, 1966), de Věra Chytilová, antecedente espiritual de Valerie y su Semana de las Maravillas aunque bastante más difusa y enajenada a nivel conceptual, está basado en la novela homónima del surrealista Vítězslav Nezval, escrita en 1935 y publicada por primera vez diez años después, y sigue las curiosas andanzas de la joven del título, en la piel de una Jaroslava Schallerová de 13 años al momento del rodaje en 1969, señorita que vive en un mundo un tanto caótico, enrevesado y onírico semejante a una aldea rural del Siglo XIX junto a su abuela (Helena Anýžová), una mujer que desea con locura volver a ser joven y por ello firma un pacto faustiano con un demonio inmortal que supo ser su pareja, Richard (Jiří Prýmek), el cual tiene un rostro completamente pálido, viste siempre de un negro bien sepulcral y arrastra un serio problema de ortodoncia. El susodicho le pide a la fémina que entregue la casa donde vive a cambio del secreto de la belleza eterna y la mujer accede por más que ello implica robársela a su nieta, así la nona se convierte en joven de nuevo a condición de vampirizarse como el propio Richard y andar succionando sangre por ahí de cuellos de machos y hembras del montón. Valerie, por su parte, tiene diversos pretendientes como el monstruo horripilante, quien por cierto podría ser su padre, un sacerdote llamado Gracián (Jan Klusák), clérigo adepto a las violaciones y amante de la anciana que llegó a la región con un grupo de misioneros, Orlík (Petr Kopriva), un muchacho bastante enigmático de anteojos que es lo más parecido dentro del relato a un novio más o menos tradicional, y hasta su vecina Hedvika (Alena Stojáková), quien se casó hace poco con un hombre mayor y como todos los anteriores forma parte de una red de chupasangres pasivos/ activos que viven en féretros y parecen abarcar a todo el pueblo en cuestión. Mientras que la radiante abuela de la protagonista se presenta como Elsa, una prima lejana de Valerie, y la chica se la pasa desmayándose y siendo secuestrada y seducida por todos dentro de aires incestuosos porque incluso Orlík podría ser su hermano, Gracián la acusa de bruja y la prende fuego en una enorme hoguera pública pero la muchacha logra sobrevivir ilesa por obra y gracia de unos pendientes mágicos que, junto a una perla que le regaló Orlík, son fetichizados a lo largo de la faena como comodines fantásticos que le permiten a la protagonista escapar de las situaciones más angustiantes en materia de su indefensión por su corta edad. Si bien la película de Jireš a primera vista puede ser definida como un típico exponente de un país bajo un manto de censura férrea que en vez de atacar directamente al régimen en el poder, algo visiblemente imposible, opta por enervarlo mediante una efervescencia sexual y visual que destroza por oposición la mojigatería y el conservadurismo favorecidos por las cúpulas, asimismo puede ser pensada como un opus surrealista autónomo y atemporal y de allí surge precisamente su popularidad como obra de culto a lo largo de las décadas posteriores a su estreno, hablamos de una faena de una riqueza esplendorosa que va mucho más allá de la iconografía habitual femenina del traumático paso de la adolescencia a la adultez vía la menstruación y ese posible embarazo que siempre trae a colación la metamorfosis corporal de las hembras; en este sentido basta con pensar que el film también analiza temáticas como la claustrofobia de las ciudades pequeñas, la tentación de la promiscuidad, el tabú del incesto, la decrepitud del ser humano, los ritos sociales de cambio como las bodas y los funerales, el maquiavelismo de la autoridad tanto religiosa como laica, el sadomasoquismo romántico de índole cíclica, las mentiras detrás del cortejo y/ o la seducción, el canibalismo de entrecasa, la vida paralela cual doppelgänger tácito, el peligro que acecha en el afuera pero también entre los muros más que conocidos del hogar, el parasitismo económico, la hipocresía del todo social en cuanto a la libido, la fragilidad de la belleza femenina, la caza de brujas más ridícula y pancista, la crueldad disfrazada de costumbre consuetudinaria, el animismo filosófico para con lo natural, los misterios más ininteligibles de la praxis diaria y aquellas utopías de la niñez que se desvanecen con el transcurso del tiempo. Explorando el rol de depredadores de hombres y mujeres por igual mediante un vampirismo que todo lo engloba y todo lo consume, Valerie y su Semana de las Maravillas recupera la imaginería erótica del cine europeo de su época, hoy apuntalada en el extraordinario desempeño del director de fotografía Jan Čuřík, el editor Josef Valušiak, el compositor Luboš Fišer y la aquí además diseñadora de producción Krumbachová, con el objetivo de volcarla hacia una ensoñación muy compleja y laberíntica en torno a una vagina joven codiciada por todos a su alrededor que incluso puede leerse como el despertar de un clítoris que en pantalla pasa a ser simbolizado por la perla fabulosa que le regala Orlík y por los mismos pendientes de la chica, aritos que su abuela afirma haberlos conseguido de Richard y que pertenecieron a su madre (también interpretada por Anýžová), la cual estuvo casada con un obispo y dejó de utilizarlos cuando ingresó a un convento. Entre tanta furia anticlerical y claramente deudora a lo lejos del surrealismo de Entreacto (Entr’acte, 1924), de René Clair, La Caracola y el Clérigo (La Coquille et le Clergyman, 1928), dirigida por Germaine Dulac y escrita por Antonin Artaud, Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929), de Luis Buñuel con historia de Buñuel y Salvador Dalí, y La Sangre de un Poeta (Le Sang d’un Poète, 1930), de Jean Cocteau, el opus de Jireš, célebre además por La Broma (Zert, 1969), la mejor adaptación de un texto de Milan Kundera, no sólo denuncia la represión sexual y la putrefacción del statu quo sino que hasta parece parodiar al hippismo de aquel entonces llevando la postura opuesta, algo así como un libertinaje irrestricto de cadencia quimérica, hasta sus últimas consecuencias, por ello todo el segmento final de la trama funciona como una ensalada de episodios orgiásticos y fatalistas bien demenciales que abarcan la escena del burdel en las catacumbas, los fallecimientos y reencuentros en secuencia a puro melodrama y finalmente el bacanal camuflado en el bosque de los últimos minutos, cumbre autodestructiva de la pubertad reconvertida en adultez a través del andamiaje alegórico de un cuento de hadas consagrado a un desconcierto permanente que duplica a la clásica desorientación de los adolescentes mientras dejan atrás su niñez y se enfrentan al horrible mundo de los mayores, ese del que pasan a ser parte constituyente y reproductora sin siquiera llegar a proponérselo.

 

Valerie y su Semana de las Maravillas (Valerie a Týden Divu, Checoslovaquia, 1970)

Dirección: Jaromil Jireš. Guión: Jaromil Jireš, Jiří Musil y Ester Krumbachová. Elenco: Jaroslava Schallerová, Helena Anýžová, Petr Kopriva, Jiří Prýmek, Jan Klusák, Alena Stojáková, Libuse Komancová, Karel Engel, Otto Hradecký, Martin Wielgus. Producción: Jirí Becka. Duración: 77 minutos.

 

 

Luna Negra (Black Moon, 1975), por Emiliano Fernández:

 

Louis Malle en ocasión de Luna Negra (Black Moon, 1975) no oculta para nada el hecho de que está llevando adelante un proyecto ultra autoindulgente que literalmente responde a un capricho de índole sarcástica ya que el realizador quería desde el vamos filmar una película en su propia casa solariega y campestre de Quercy, llenarla de referencias crípticas que no dejen demasiado margen para la interpretación facilista y hasta transformarla en su primera obra hablada en inglés no sólo para homenajear a la imaginería literaria de Lewis Carroll sino también en plan de entrada algo mucho bizarra en el redituable mercado anglosajón. De hecho, el francés fue uno de los pocos directores de su generación, en parte ligada a la Nouvelle Vague aunque en términos macros bastante distante en materia de heterogeneidad y capacidad de adaptación a diferentes formatos y estilos, que supo saltar desde su terruño, donde rodó clásicos como Ascensor para el Cadalso (Ascenseur pour l’Échafaud, 1958), Los Amantes (Les Amants, 1958), Zazie en el Metro (Zazie dans le Métro, 1960), El Fuego Fatuo (Le Feu Follet, 1963), El Ladrón de París (Le Voleur, 1967), el recordado segmento William Wilson del opus colectivo Historias Extraordinarias (Histoires Extraordinaires, 1968), basado en relatos de Edgar Allan Poe y codirigido con Federico Fellini y Roger Vadim, Soplo al Corazón (Le Souffle au Coeur, 1971) y Lacombe Lucien (1974), hacia unos Estados Unidos en los que se sintió lo suficientemente cómodo como para filmar una verdadera retahíla de realizaciones para todos los gustos, hablamos de Niña Bonita (Pretty Baby, 1978), Atlantic City (1980), Mi Cena con André (My Dinner with André, 1981), Crackers (1984), La Bahía del Odio (Alamo Bay, 1985), Obsesión (Damage, 1992) y Vania en la Calle 42 (Vanya on 42nd Street, 1994), todo con un mínimo regreso a su Francia natal para el díptico de Adiós a los Niños (Au Revoir les Enfants, 1987) y Milou en Mayo (Milou en Mai, 1990). En esta oportunidad Malle colabora en lo que atañe al guión con Ghislain Uhry y Joyce Buñuel, esta última nuera del gran Luis luego de haberse casado con uno de sus vástagos, Juan Luis Buñuel, y nos bombardea con una serie de viñetas tragicómicas alrededor de una muchacha rubia, Lily (Cathryn Harrison), que en el principio del relato atropella un zorrillo con su Honda Z600 Coupé en medio de una carretera desierta, luego de lo cual se topa con unos soldados varones ametrallando a mujeres guerrilleras y a posteriori con la situación inversa, unas hembras torturando a patadas a un macho indefenso. Después de recibir una ráfaga de disparos, que la sacan de la ruta principal y le destrozan el coche, y de toparse con un pastor de ovejas que decidió ahorcarse de un árbol, la chica abandona el automóvil y se dedica a contemplar un ciempiés, una mantis religiosa, unas cucarachas silvestres y hasta unas pequeñas flores que “lloran” cuando las aplastan. De repente ve un unicornio con el cuerpo de un poni, gordo y amarronado, y apuesta a seguir a una mujer a caballo que luego descubriremos también se llama Lily (Alexandra Stewart), quien vive en un château junto a su hermano jardinero, otro personaje que responde al nombre de Lily (Joe Dallesandro, célebre por sus colaboraciones junto a Paul Morrissey y Andy Warhol). Todo comienza a enloquecer en serio a partir de este punto aunque a escala bien prosaica porque los habitantes de la antigua mansión de turno en esencia son unos purretes que andan corriendo desnudos por ahí arreando cerdos gigantescos, esos dos hermanos semi mudos que se comunican por telepatía y se la pasan cantando arias, una anciana (Therese Giehse) que está postrada en su cama y mantiene conversaciones con un interlocutor ignoto mediante una radio y con una rata colosal semejante a un marsupial muy poco conocido, el ualabí​ o walabí, el citado unicornio parlante y algo escurridizo que parece estar de visita y finalmente una multitud de animales como por ejemplo gallinas, gatos, ovejas, serpientes, pavos y hasta un cochinito que custodia un vaso de leche. Mientras que la veterana muere y resucita como por arte de magia y sin demasiados preámbulos y es alimentada con leche del personaje de Stewart, la protagonista termina encerrada en el cuarto con la susodicha y se le empiezan a caer las bragas de manera cíclica, frente a lo cual la anciana le saca fotos entre carcajadas. La joven come un queso devorado por hormigas, alusión directa a aquella mano de Un Perro Andaluz (Un Chien Andalou, 1929), de Buñuel, y eventualmente se escapa por la ventana para charlar con el unicornio, el cual le dice que es una mala persona porque explotó de furia, pateó un árbol y pisó las flores sollozantes después de no conseguir que los hermanos le dirigiesen la palabra, hallar el cadáver de una guerrillera y ser atacada por la banda de niños salvajones sin ropa. El unicornio le comenta a Lily que la anciana no es real y se marcha para no volver hasta dentro de 154 años, aunque no sin antes aclararle que “las cosas más bellas del mundo son las más inútiles” cuando la muchacha le recrimina enojada su apariencia porque los unicornios deberían ser esbeltos y blancos, por lo menos según los cuentos de hadas clásicos. Lily come con la peculiar “familia” de la residencia y hasta acepta amamantar a la anciana, incluso sacándola de la cama en brazos pero en una insólita versión reducida cual niña, y en la noche toca en un piano del lugar Tristán e Isolda (Tristan und Isolde, 1865), de Richard Wagner, con los purretes cantando y los hermanos hiper maquillados. El sol en la mañana se asoma por el horizonte y todos desaparecen salvo los personajes de Dallesandro y Stewart, el primero optando por decapitar a un halcón que aparece de repente, especie de escenificación de una pintura que remite a un episodio del Ramayana, texto épico de la India Antigua, y la segunda condenando enérgicamente el asunto y provocando una pelea -cuchillo y palo símil lanza de por medio- que reproduce en lo privado las batallas sociales entre los dos géneros sexuales, todo mientras los soldados, los disparos y el peligro se acercan a la morada como en el desenlace de Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977), también de Buñuel. Malle no se molesta en explicitar en ningún momento si todo está unificado bajo algún postulado lógico o si la casona funciona como un limbo, un purgatorio, un edén, un averno, una dimensión paralela, una utopía, un delirio enajenado de la psiquis, un sueño o quizás alguna estación o instancia intermedia en la que hay que abonar algún tipo de peaje material o simbólico, limitándose a ciencia cierta a dividir el “no relato” en dos partes muy específicas, la primera destinada a construir el extrañamiento retórico a través de las acciones y la segunda mediante una coyuntura más reposada y poética, y a recuperar un gran número de motivos, latiguillos y temáticas variopintas del primer surrealismo, el de comienzos del Siglo XX, en este sentido basta con considerar la violencia política de fondo, la presencia permanente de animales, el fetiche insistente con la parca y lo morboso, el raudo despliegue de un humor de impronta sardónica, la crueldad intermitente y muy antojadiza, las asociaciones libres en secuencia, los ingredientes alegóricos/ mitológicos, el apego al primitivismo tribal, la crítica a una burguesía que aquí es bucólica desquiciada, una sensualidad que llega vía Dallesandro, Stewart y la señorita con su camisa semi abierta durante toda la película, y finalmente los juegos con el tópico del doppelgänger, tanto por los tres bípedos bautizados Lily como por ese unicornio que parece ser un duplicado de la anciana de Giehse, a quien la propuesta está dedicada ya que falleció poco tiempo después de finalizado el rodaje, debido a que el remate final es precisamente con la protagonista dispuesta a amamantar a ese ser fantástico con un cuerno en la frente que se aparece de repente dentro de la habitación de la veterana. El carácter bien experimental del film, sin duda el más extravagante de toda la producción artística de Malle, no debe impedirnos encontrar elementos recurrentes en la trayectoria del galo como su predilección por un minimalismo formal cuidado al detalle, un humor medio tontuelo y hasta sutilmente lúdico iconoclasta, un evidente emparejamiento entre los sexos en materia de su estupidez y ansias egoístas, y por supuesto una representación de la niñez para nada idealizada bajo el yugo de lo políticamente correcto o siquiera las sonseras comunales que vinculan a dicha etapa de la vida con una candidez irrestricta o en piloto automático, hoy por hoy ofreciendo en cambio un puñado de mocosos que trabajan, comen y juegan con el mismo entusiasmo desaforado y delirante que acompaña a la película en su conjunto, recurriendo en gran medida al esquema de las caricaturas pero siempre complejas y vitalizantes y nunca burdas, literales o volcadas a la parodia hueca por antonomasia del mainstream anglosajón. La cara de piedra y disposición neurótica de Cathryn, nieta de Rex Harrison e hija de Noel Harrison, actriz británica célebre además por sus participaciones en Imágenes (Images, 1972), de Robert Altman, El Flautista de Hamelin (The Pied Piper, 1972), de Jacques Demy, El Vestidor (The Dresser, 1983), de Peter Yates, Tiempo de Amar (Duet for One, 1986), de Andrey Konchalovskiy, Comiendo a los Ricos (Eat the Rich, 1987), de Peter Richardson, y El Matrimonio de Lady Brenda (A Handful of Dust, 1988), de Charles Sturridge, calza perfecto en esta fábula que retoma algunos elementos de Zazie en el Metro en línea con la algarabía surrealista, la farsa de índole costumbrista y algunas situaciones cercanas a los dibujos animados más lunáticos y anárquicos, esquema que pone patas para arriba a la razón instrumental y la ley cartesiana para escudriñar los secretos que atesoran nuestros semejantes y dejarse sorprender por una naturaleza antropomorfizada sólo a nivel conceptual y siempre dispuesta a resguardar sus arcanos más enigmáticos y lascivos.

 

Luna Negra (Black Moon, Francia/ República Democrática Alemana, 1975)

Dirección: Louis Malle. Guión: Louis Malle, Ghislain Uhry y Joyce Buñuel. Elenco: Cathryn Harrison, Therese Giehse, Alexandra Stewart, Joe Dallesandro. Producción: Claude Nedjar. Duración: 100 minutos.

 

 

Tierra de las Mareas (Tideland, 2005), por Martín Chiavarino:

 

Filmada un año después de Los Hermanos Grimm (The Grimm Brothers, 2005) aunque estrenada casi a la par, el cuento de hadas macabro y surrealista Tierra de las Mareas (Tideland, 2005) marcó el regreso de Terry Gilliam a la estética de Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998), la adaptación de la obra del periodista gonzo Hunter S. Thompson. A la hora del estreno de Tierra de las Mareas, las críticas negativas recibidas por el film protagonizado por Matt Damon, Heath Ledger y Monica Bellucci se sumaban a la cancelación del rodaje de El Hombre que Mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote), que finalmente se lograría terminar reformulada en 2018, y el rechazo de Warner Bros. del proyecto de Gilliam para adaptar la obra de Joanne K. Rowling Harry Potter y la Piedra Filosofal (Harry Potter and the Philosopher’s Stone, 1997), duros golpes al séptimo arte y a la carrera de un realizador que había logrado recuperarse del fracaso de taquilla y de las críticas recibidas por Las Aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988) con tres éxitos consecutivos durante los años noventa, Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991), 12 Monos (12 Monkeys, 1995) y Miedo y Asco en Las Vegas, que acrecentaron la resonancia del director de Brazil (1985). En términos del cine como industria cultural masiva signada por la mediocridad, Gilliam siempre ha sido un autor intransigente que ha plasmado su imaginario extremo en cada una de sus obras, verdaderos suicidios cinematográficos tan alabados por sus fanáticos como atacados por sus detractores, especialmente en Estados Unidos, país del que renunció a su ciudadanía. Durante la época de su conflictivo estreno Tierra de las Mareas pasó casi desapercibida como una película menor mientras que Los Hermanos Grimm sí tuvo más repercusión y publicidad, opacando a la anterior, un film más difícil de digerir para los públicos masivos que la obra basada en los cuentos de los autores populares alemanes del título, hoy considerados obras infantiles. Gilliam había debutado como director en Los Caballeros de la Mesa Cuadrada (Monty Python and the Holy Grail, 1975) junto a Terry Jones, la primera película de los creadores de la serie televisiva Monty Python and the Flying Circus (1969-1974), equipo de cómicos delirantes compuesto por Gilliam y Jones junto a Graham Chapman, John Cleese, Eric Idle y Michael Palin, y su segundo trabajo fue Jabberwocky (1977), una adaptación al cine de la poesía críptica del sinsentido incluida en la segunda parte de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865), A Través del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí (Through the Looking-Glass and What Alice Found There, 1871), de Lewis Carroll, sobre la muerte del monstruo The Jabberwock, aún con la impronta cómica y colectiva de los Monty Python. En Tierra de las Mareas Gilliam retoma su cariño por la obra de Carroll en una historia sobre una niña que pierde a ambos padres y descubre a una pareja de inusuales hermanos en medio de las tierras baldías de Texas en una adaptación de la estremecedora novela homónima del año 2000 escrita por el norteamericano Mitch Cullin. En mitad de unos campos de trigo que crecen salvajes y se agitan como una marea, la obra sigue en clave surrealista las aventuras de Jeliza-Rose (Jodelle Ferland) en la granja abandonada de su familia en Texas tras la muerte de su abuela en un extraño verano, combinando el estilo de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas con el terror gótico sureño estadounidense. Jeliza-Rose es una niña de once años al borde de la pubertad que vive en su imaginación para lidiar con la adicción de sus padres, el aislamiento y la locura que acarrea la conducta familiar. En la película, tras la muerte de su madre de sobredosis, una ampulosa mujer tirada todo el día en su cama que se hace llamar Reina Gunhilda, interpretada con exageración extrema por Jennifer Tilly, Jeliza-Rose parte con su padre, Noah (Jeff Bridges), un músico de rock adicto a la heroína y obsesionado con las leyendas danesas, desde su inmundo departamento en Los Ángeles hacia la casa de la familia paterna en medio del campo texano. El músico también fallece debido a la adicción a la heroína en uno de sus viajes hacia su subconsciente adormilado, dejando a Jeliza-Rose completamente huérfana en medio de la nada. Allí la niña conoce a Dell (Janet McTeer), una ex novia de su padre ciega de un ojo que Jeliza-Rose confunde con una bruja y vive junto a su hermano, Dickens (Brendan Fletcher), un adolescente atolondrado debido a una operación en el cerebro, y la madre embalsamada de ambos. Jeliza-Rose es casi una esclava de las adicciones de sus progenitores que ayuda a su padre a inyectarse la heroína y a su madre con sus múltiples vicios, por lo que tras la desaparición de los adultos solo le queda la amistad de sus únicas amigas, tres cabezas de muñecas decapitadas con las que habla como si fuera una ventrílocua. Así como la obra de Carroll era un retrato en clave fantástica y satírica de la aristocracia victoriana, los personajes de Tierra de las Mareas son caricaturas de los campesinos norteamericanos, personas signadas por la endogamia, por la construcción de códigos propios y por diversas peculiaridades producto de su alejamiento de las ciudades más cercanas. Las singularidades del mundo de Jeliza-Rose se funden con las de Dell y Dickens, quien se convierte en su novio en una inocente relación platónica entre niños que buscan su lugar en el mundo de los adultos que los rodean. Al conocer a Dell y Dickens, el universo de Jeliza-Rose se expande pero también descubre secretos peligrosos que la mujer pretende ocultar. Pero no todo es horror y evasión de la realidad, la fiesta y la algarabía se combinan también con el juego y la esperanza. Si entre Jeliza-Rose y sus padres el maltrato era la norma porque ella debía cuidar de ellos en un contrato absurdo, ayudándolos incluso en la preparación de las drogas, entre la niña, la bruja y el “Capitán Dickens” también se iniciará una relación en la que la vida es juego y los secretos son la clave de la convivencia entre el trío. Cuando Dell, una aficionada a la taxidermia, descubre que su antiguo novio Noah ha regresado, aunque muerto de sobredosis, la mujer decide preservar lo que queda de su cuerpo ya en proceso de descomposición para atesorarlo por siempre, advirtiéndole a Jeliza-Rose que si quiere mantener a su padre junto a ella debe guardar el secreto porque el mundo no comparte su mirada sobre el asunto y podría arrebatárselo. Dickens, por su parte, le oculta a su hermana que es capitán de un submarino, en realidad una tienda llena de chatarra en medio del campo baldío, con el que persigue al gran tiburón, un tren que recorre la zona sacudiendo las pocas casas colindantes venidas abajo. Dickens, cuyo pasado está lleno de remordimientos, planea matar al gran tiburón con dinamita, un secreto que le revela a Jeliza-Rose para incluirla en sus fatídicos planes, que finalmente se cumplen haciendo descarrilar el tren y produciendo decenas de heridos en una de las escenas donde la fantasía más extrema choca con la cruda realidad. La narración tragicómica se desarrolla en clave de relato inofensivo y fantástico, de juego casual entre personajes que se conocen azarosamente. Solo el espectador puede ver el peligro de la confusión entre esta fantasía descarriada y el desastre que se avecina. Ninguno de los personajes es realmente consciente de las consecuencias de sus acciones. El gótico sureño se mezcla así con el delirio de Gilliam, las tomas desencajadas y el enigma exacerbado que caracterizan al cine del director de Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), pero también hay elementos de lo grotesco que se combinan con el horror, el juego infantil y el surrealismo en una amalgama explosiva. Coescrita por Gilliam junto a Tony Grisoni, otro colaborador asiduo, Tierra de las Mareas es una reversión de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas desde la percepción fantástica de la realidad más terrible, una forma de asimilar un mundo que se viene abajo, la muerte de los progenitores, la falta de amigos y la tradición endogámica del aislamiento. Tanto Jodelle Ferland como Jeff Bridges, Janet McTeer, Jennifer Tilly y Brendan Fletcher realizan una gran actuación, en verdad brillante, histriónica, intensa y meticulosa en una película que navega por ese talante desmedido en cada instante. Gilliam indaga en la posibilidad de percibir e interpretar el mundo de una forma completamente distinta de la norma y del sentido común debido a la reclusión social. En Tierra de las Mareas el director logra nuevamente plasmar sus ideas sobre las posibilidades del intelecto en libertad en una obra en la que el imaginario de Carroll funciona como punto de partida para una tragicomedia de la vida construida a partir de escenas de gran efervescencia y con el estilo único que solo Gilliam se atreve a imprimir profanando los límites de lo posible y lo pensable, expandiendo la inventiva colectiva a través de una visión disparatada, poética y desequilibrante a escala comunal, en el borde entre la realidad y la fantasía. Para acompañar esta reversión de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas según Mitch Cullin, los hermanos Jeff y Mychael Danna crearon una música que desde la mirada pueril se adentra en la oscuridad de lo inhóspito para descubrir tanto lo fantástico como lo tétrico, la imaginación y la triste realidad, en un film en el que la banda sonora realmente comprende la situación de los personajes y sus anhelos. La fotografía de Nicola Pecorini, que se convertiría en asiduo colaborador de Gilliam desde Miedo y Asco en Las Vegas, al igual que Grisoni, es funcional a la estética hiperbólica del director. Saturación del color, brillo desmesurado, movimientos permanentes de cámara y cambios abruptos de perspectiva son algunos de los elementos que Pecorini y Gilliam ya habían explorado y que aquí aplican sin pruritos a este experimento donde el horror y la psiquis alucinada se funden con la inocencia y el surrealismo. El cineasta confirma que la fantasía es una dimensión importante de la realidad, un componente del inconsciente y de la construcción de lo posible que rompe todas las reglas de lo conocido, abriendo nuevas puertas y enfrentando flamantes retos para hacer hablar cabezas de muñecas barbies decapitadas y ardillas desesperadas que se debaten entre la vida y la muerte en las tierras baldías de Texas hasta caer en las madrigueras de los aviesos conejos, agujeros que rompen con el tejido de lo real para abrirle paso a la imaginación de una niña rodeada por la muerte y la locura. Resulta sorprendente que parte de las críticas negativas del film se centren en la falta de un núcleo narrativo, teniendo en cuenta que la fantasía y más precisamente la obra de Lewis Carroll son precursoras del estilo del sinsentido, una de las paradojas de la incomprensión en torno al cine de Gilliam, un verdadero autor cinematográfico que incluso en sus tropiezos ha logrado construir verdaderas obras maestras del grotesco y la paranoia que trastabillan en el borde entre lo real más aciago, lo fantástico más inconcebible y las alucinaciones caricaturescas de un mundo que desea olvidar amargamente la imaginación.

 

Tierra de las Mareas (Tideland, Reino Unido/ Canadá, 2005)

Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry Gilliam y Tony Grisoni. Elenco: Jodelle Ferland, Jeff Bridges, Janet McTeer, Brendan Fletcher, Jennifer Tilly, Dylan Taylor, Wendy Anderson, Sally Crooks, Alden Adair, Mitch Cullin. Producción: Jeremy Thomas y Gabriella Martinelli. Duración: 120 minutos.