La vertiente cómica de la carrera de Roman Polanski nunca fue la más popular entre sus fanáticos ni la más festejada por la crítica de cine ni mucho menos la más taquillera en lo que respecta a la repercusión entre el público más anodino de ayer, hoy y siempre, algo que sin duda tiene que ver tanto con la incomprensión o quizás distancia interpretativa entre el espectador promedio occidental y esa agudeza socarrona de Europa del Este del señor, por cierto típicamente unificando cierta inocencia en cuanto a las tribulaciones de las criaturas en pantalla con una incomodidad buscada y contracultural de base surrealista o imaginativa sin las limitaciones del mainstream, como con el carácter cada vez más esporádico de la producción de Polanski dentro del rubro y su tendencia a incorporar pinceladas de humor negro en todos y cada uno de sus convites al extremo de terminar acostumbrando a sus admiradores a esta variante específica del planteo cómico y no a cualquier otra, de allí el paradigmático choque cuando buena parte del público intenta ver una comedia del amigo Roman y se sorprende precisamente por lo señalado, una mixtura insólita de ingenuidad símil slapstick/ pantomima barroca del cine mudo, por un lado, y muchísimas situaciones grotescas o lisa y llanamente absurdas que suelen apuntar a la parodia social o el retrato de personajes o la denuncia de determinadas actitudes del ser humano en línea con la soberbia, la represión, la idiotez, el masoquismo, la agresividad, etc., por el otro lado. En realidad la producción cómica del polaco ha sido de lo más diversa y abarca desde Cul-de-sac (1966), una comedia criminal y existencialista de tiempos muertos, La Danza de los Vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), sátira de aquellas odiseas de horror de la Hammer Film Productions, y ¿Qué? (Che?, 1972), reinterpretación libidinosa de Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865), de Lewis Carroll, hasta Piratas (Pirates, 1986), farsa aventurera que le debía tanto a Robert Louis Stevenson como al cine de capa y espada, y Un Dios Salvaje (Carnage, 2011), propuesta de índole teatral sobre la reproducción de conductas nocivas por parte de mocosos que las aprenden de primera mano de sus propios padres, un cúmulo de imbéciles presuntuosos tremendos.
La nueva realización del legendario director y guionista, la muy hilarante El Palacio (The Palace, 2023), en esencia respeta la fórmula que involuntariamente ha estado marcando su derrotero profesional desde El Pianista (The Pianist, 2002), hablamos de una película gloriosa que es seguida por otra más bien complementaria aunque también interesante por derecho propio como todos los otros films del cineasta, así después de la susodicha tuvimos a Oliver Twist (2005), después de ésta a la excelente El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010) y a posteriori seguimos con la tradición mediante la retahíla de Un Dios Salvaje, La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013), Basada en Hechos Reales (D’Après une Histoire Vraie, 2017) y El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), esta última una gran joya y por ello indicando que el realizador se iba a relajar/ distender en la siguiente epopeya. El Palacio transcurre en la víspera de Año Nuevo de 1999, entre aquel Y2K o problema del año 2000 y el traspaso de poder en Rusia de Borís Yeltsin a Vladímir Putin, y se centra en los esfuerzos de Hansueli Kopf (Oliver Masucci), el director de un hotel de lujo verídico de Suiza, el Gstaad Palace, para que las celebraciones de turno se desarrollen con normalidad a pesar de los inconvenientes que generan los huéspedes, como la Marquesa Constance Rose Marie de la Valle (Fanny Ardant), quien se acuesta con un plomero polaco de mucha menor edad (Felix Mayr) y alimenta con caviar a su chihuahua avejentado llamado Toby, Arthur William Dallas III (el genial John Cleese), un magnate de 97 años que compra un pingüino, supuesta “mascota matrimonial” y símbolo de felicidad, para festejar el primer aniversario de casados con la gordinflona veinteañera Magnolia (Bronwyn James), un tal Doctor Lima (Joaquim de Almeida), cirujano plástico que hace desastres en los rostros de sus clientas ricas y está en pareja con una mujer con Alzheimer (Luisiana Kornuta Steffen), Bongo (el asimismo productor Luca Barbareschi), una estrella porno en decadencia que se rompe la nariz esquiando, y Bill Crush (Mickey Rourke), un yanqui egoísta también en declive que pretende recuperar su fortuna con una estafa alrededor del Y2K y la asistencia/ complicidad de Caspar Tell (Milan Peschel), empleado bancario ultra kafkiano al que pretende sobornar.
El guión del realizador, su colega Jerzy Skolimowski, con quien escribió allá lejos y hace tiempo El Cuchillo bajo el Agua (Nóz w Wodzie, 1962), y Ewa Piaskowska, la esposa de Skolimowski y su socia en las agraciadas Cuatro Noches con Ana (Cztery Noce z Anna, 2008), Essential Killing (2010) y EO (2022), combina el devenir de todos estos personajes más algunos otros, como los dos colaboradores cruciales de Hansueli en el Gstaad Palace, Tonino (Fortunato Cerlino) y la Señora Frautschi (Beatrice Frey), el inusitado hijo checo de Crush, Vaclav (Danny Exnar), quien se aparece de repente en el hotel con su esposa (Irina Kastrinidis) y sus hijas gemelas, y una comitiva de rusos que incluye a sus parejas putonas, algunos guardaespaldas y un surtido de maletas llenas de dólares, grupete encabezado por Anton (Alexander Petrov) y aparentemente destinado a esperar el arribo de un misterioso embajador (Ilia Volok), todo por supuesto para ya repartirse el dinerillo robado del erario público ruso durante la transición de un gobierno al otro. Polanski aquí hace exactamente lo que se espera de él en lo que a las comedias se refiere y se podría aseverar que cierra una trilogía verborrágica y deliciosamente chabacana, compuesta por la presente obra, Un Dios Salvaje y Piratas, que se opone al enfoque más abstracto o quizás moderado/ sutil del trío irónico de los comienzos, aquel estupendo de ¿Qué?, La Danza de los Vampiros y Cul-de-sac, todo con el evidente objetivo de burlarse de la corrección política de nuestros tiempos mediante chistes y latiguillos refritados de opus de Billy Wilder, Blake Edwards y Robert Altman y una idiosincrasia picaresca y extremadamente libre como no se veía desde hacía muchísimo tiempo en el séptimo arte castrado y aburrido de nuestros días, por ello tenemos a Toby sufriendo una cagadera digna de una parasitosis, a Tell fumando marihuana con las furcias cosacas y bebiendo una botella de champagne Bollinger de 1938 que cuesta 12.450 dólares y a Magnolia, nada más y nada menos, quedando atascada durante el coito con el pene hinchado de su eventualmente finado marido, amén de la reglamentaria movida a lo Fin de Semana de Locura (Weekend at Bernie’s, 1989), de Ted Kotcheff, para simular por unas horas más que el magnate sigue con vida para que la ninfa pueda heredar su fortuna.
Como era de esperar luego del Holocausto durante su infancia, desde el Gueto de Cracovia hasta la muerte de su madre embarazada en Auschwitz, el asesinato de su esposa Sharon Tate en 1969 a manos de la Familia Manson, chica también encinta que conoció durante el rodaje de La Danza de los Vampiros, su huida de Estados Unidos en 1978 a raíz del acoso del juez Laurence J. Rittenband, quien iba a sentenciarlo a 50 años de cárcel traicionando un acuerdo previo de culpabilidad por un delito menor en torno a la violación en 1977 de Samantha Gailey, por entonces de 13 años, y su arresto en Suiza en 2009 y 2010 a lo largo de diez meses por un pedido yanqui de extradición que sería rechazado, este Polanski de 90 años de edad hoy por hoy no respeta a nada ni a nadie y lo deja de manifiesto en cada una de las escenas de El Palacio, una sátira mordaz que carga las tintas sobre la nobleza y la alta burguesía del Primer Mundo sin ningún tipo de restricción formal o temática, en este sentido nos topamos con pivotes que por suerte nos sacan del nuevo milenio como un sustrato conceptual anticapitalista, una historia episódica y coral, una catarata de puteadas vejatorias, el rol que el cuerpo metamorfoseado/ hipócrita y la elegancia baladí tienen en los círculos de poder y desde ya un elenco inmejorable con veteranos de la talla de Ardant, Cleese, Almeida y el querido Rourke, hoy más agitado que nunca al igual que Masucci, un actor alemán que se luce como el director del Gstaad Palace o como una especie de esclavo de alta alcurnia de los caprichos de esta fauna de ricachones de mierda que siempre anhelan impunidad, unos tarados que no sólo no pueden resolver sus propios problemas sino que parasitan a la sociedad en su conjunto de diversas formas. Sin ofrecer nada particularmente nuevo aunque con el aplomo y la inteligencia de los maestros a cuestas, Polanski nos regala una fábula estrafalaria del privilegio que resulta muy disfrutable y le pega a los borrachos, los mariquitas ridículos, los carcamales insoportables, los machos y hembras cirujeados, los nenes mimados y sus lambiscones y meretrices, los oligarcas arrogantes de mayor edad, las gordas esperpénticas, los aristócratas histéricos, los hedonistas más bizarros de la política y de la sociedad global y a los empresarios mafiosos, inválidos y especuladores del montón…
El Palacio (The Palace, Suiza/ Italia/ Polonia/ Francia, 2023)
Dirección: Roman Polanski. Guión: Roman Polanski, Jerzy Skolimowski y Ewa Piaskowska. Elenco: Oliver Masucci, John Cleese, Fortunato Cerlino, Bronwyn James, Mickey Rourke, Fanny Ardant, Joaquim de Almeida, Luca Barbareschi, Milan Peschel, Danny Exnar. Producción: Luca Barbareschi, Wojciech Gostomczyk y Jean-Louis Porchet. Duración: 101 minutos.