Gran clásico del cine estadounidense y faro artístico para todos los films corales posteriores que combinan el devenir de muchos personajes y una coyuntura que parece cambiar aunque siempre se mantiene estable, Nashville (1975) es una de las máximas obras maestras de Robert Altman y se podría afirmar que constituye un punto intermedio entre la más volcada a la comedia M.A.S.H. (1970) y la más orientada al drama Ciudad de Ángeles (Short Cuts, 1993), otras dos propuestas colectivas fundamentales dentro de la trayectoria del legendario realizador norteamericano. Aquí una vez más no hay una historia propiamente dicha sino una descripción existencial de una serie de personajes alrededor de un motivo estándar, en esta oportunidad la intersección entre la política y la industria cultural estadounidenses, con el director sirviéndose del guión de Joan Tewkesbury, con quien trabajó y trabajaría luego en películas como Del Mismo Barro (McCabe & Mrs. Miller, 1971), Ladrones como Nosotros (Thieves Like Us, 1974) y Las Reglas del Juego (The Player, 1992), como base para una retahíla de improvisaciones escénicas a la par de la troupe de actores que después se complementarían con ese montaje de corte documental y plagado de yuxtaposiciones que tanto adoraba, donde el carácter enrevesado del entramado retórico equivale a una riqueza muy pocas veces vista en el séptimo arte de su país. La película utiliza la metáfora de una doble crisis para analizar la decadencia de Estados Unidos y de los supuestos valores que se escondían detrás de la formación nacional, en primera instancia la debacle política en ocasión del Escándalo Watergate del primer lustro de la década del 70, derivando en la renuncia de Richard Nixon en 1974 por una infinidad de actividades de espionaje y acoso contra opositores y activistas sociales, y en segundo lugar el lento declive en popularidad de los otrora famosísimos cantantes de música country por la reciente eclosión del rock en general y de una vertiente en particular que comenzaba a compartir algo de público con los anteriores, hablamos de ese folk popero confesional que le estaba ganando en materia de charts y hits varios a un country cada día más decrépito y saturado de clichés de toda clase, vinculados tanto a la mediocridad artística y el conservadurismo bucólico de manual como al capitalismo más nauseabundo que incluye publicidades en cualquier evento o coyuntura.
La trama transcurre en ese 1975 y en esa Nashville, la capital del Estado de Tennessee, la cual aglutina a diversas estrellas country, pobres aspirantes a serlo, outsiders de lo más coloridos, personajes freaks de la fauna norteamericana y esbirros de una nueva dirigencia que pretende hacer leña del árbol caído en la Casa Blanca: entre los ídolos del country tenemos al veterano Haven Hamilton (Henry Gibson), un payaso con ambiciones políticas, patillas, traje blanco con estrellas y soles y una esposa dueña de un club de bluegrass, Lady Pearl (Barbara Baxley), quien supo trabajar con los Kennedy y quedó traumatizada por sus asesinatos, luego están dos rivales femeninas de la canción sureña, la frágil Barbara Jean (Ronee Blakley) y la aguerrida y glamorosa Connie White (Karen Black), y un par de chicas desesperadas por escalar posiciones dentro del mundillo local del country, la muy talentosa Winifred (Barbara Harris), quien se escapó de su marido Star (Bert Remsen), y una camarera de nombre Sueleen Gay (Gwen Welles) que no sólo no sabe cantar sino que termina consagrada al striptease entre oligarcas de la burguesía vernácula; en el campo de los variopintos chiflados tenemos a Opal (Geraldine Chaplin), una locutora anodina de la BBC obsesionada con las celebridades, Martha (Shelley Duvall), una groupie que llegó a la ciudad para visitar a su tía agonizante y a su tío, el Señor Green (Keenan Wynn), pero se la pasa persiguiendo a figuras del ambiente musical, Glenn Kelly (Scott Glenn), un veterano de la Guerra de Vietnam fanático de Barbara Jean, Kenny Frasier (David Hayward), un sujeto solitario con un violín que alquila una habitación en la casa del Señor Green, y un hombre misterioso y mudo que viaja en un triciclo y hace trucos de magia (Jeff Goldblum); y en lo que atañe a la pata política del relato tenemos a Hal Phillip Walker (Thomas Hal Phillips), candidato del Partido de Reemplazo en las elecciones presidenciales de 1976, un personaje al que nunca vemos pero escuchamos vía sus permanentes arengas publicitarias a través de una camioneta con altoparlantes que recorre Nashville, y los organizadores de la campaña, eventos de recaudación de fondos y actuaciones musicales propagandísticas, Delbert “Del” Reese (Ned Beatty) y John Triplette (Michael Murphy), el primero también abogado de Hamilton y el segundo un “especialista” que arriba para encargarse del asunto.
El film no sólo muestra lo fácil que resulta para los exponentes maquiavélicos de la política mainstream -hoy por hoy tomando la forma de un Walker que promete renovación aunque apelando a latiguillos huecos y los mismos vicios de siempre en materia de financiación y difusión- “ganarse” a los miembros más bobalicones y/ o mercenarios de la cultura oficial, especialmente debido a que dos de las estrellas de la canción country -Haven Hamilton y Barbara Jean- terminan actuando en fantochadas de campaña de Walker, ya que el relato incluye además un contrapunto entre este establishment musical en crisis y los nuevos rituales que ofrecía el rock del período de ecos todavía hippones, en pantalla representado por un trío de folk pop llamado Bill, Mary and Tom y compuesto -precisamente- por el galán Tom Frank (Keith Carradine) y un matrimonio de claros segundones, Bill (Allan F. Nicholls) y Mary (Cristina Raines), con Frank condensando todas las contradicciones de un rock que pretendía abrirse de la mojigatería del country y demás géneros tradicionales de la época (el señor se consagra a un frenesí sexual hedonista acostándose con Opal, Martha, su compañera de banda Mary y hasta la esposa de Reese, esa Linnea de Lily Tomlin, madre de dos niños sordos), pero eventualmente se vuelca a reproducir el individualismo solipsista de casi todos los artistas (de hecho, Tom llega a Nashville para grabar lo que parece ser su disco solista y sólo se preocupa por drogas y sexo al punto del ninguneo sistemático hacia sus otros dos colegas de Bill, Mary and Tom, encima Triplette logra convencer al palurdo de Bill para que la banda actúe en una gala del candidato presidencial subrayando el hecho de que serían los únicos rockeros en un concierto dominado por artistas del country). El opus de Altman ridiculiza a la chauvinista e hiper repetitiva escena musical sureña y a las primeras paradojas del rock aunque sin olvidarse de incluir autoironías muy hilarantes como los cameos de Elliott Gould y Julie Christie o la sardónica presencia de una Linnea Reese, muy caucásica ella, que canta góspel y de un afroamericano llamado Tommy Brown (compuesto por él mismo) que interpreta country y actúa regularmente en el Grand Ole Opry, un ciclo de recitales del rubro en Nashville, por lo que es acusado de “oreo” -negro por fuera, blanco por dentro- por Wade Cooley (Robert DoQui), el fiel amigo de Sueleen.
Así como los rockeros se sirven tácitamente de la estupidez y autocaricaturización de los exponentes del country para plantarse como una alternativa contracultural y los parásitos voraces/ capitalistas de siempre utilizan a todos los anteriores para vivir de ellos, dentro de un rango que va desde la inofensiva Martha hasta el marido y representante de Barbara Jean, un tal Barnett (Allen Garfield), el cual se mueve en una delgada línea divisoria entre explotarla y preocuparse en serio por su salud y bienestar, la fauna de la política por su parte -simbolizada en los esbirros de Walker, Delbert Reese y Triplette, aunque también en el propio Hamilton- pretende canibalizar la popularidad de los artistas con conciertos, participaciones especiales o la simple utilización de su nombre u obra en demostraciones partidarias masivas; planteo que el guión de Tewkesbury incluso expande porque aquí lo que resulta crucial es la explotación del ignoto Walker de la catástrofe del Escándalo Watergate para fines personales con vistas a autopromoverse como una “tercera posición” o hasta una “solución” para el bipartidismo de los clásicos republicanos y demócratas, esquema que sin duda subraya el trasfondo vanguardista y premonitorio de una película que se anticipó por mucho a la principal estrategia de la nueva política hiper mitómana del engaño masivo o posverdad de nuestros días, etapa en la que la crisis de legitimidad de los Estados y sus esbirros circunstanciales -una vez más- es tan pronunciada como en aquellos instantes posteriores a todos los chanchullos de Nixon y compañía y al aprovechamiento mediático de éstos dentro de una concepción volcada de lleno a la mercantilización de una información atravesada por los engranajes de la ficción y el espectáculo (basta con pensar en el ascenso de monstruos muy burdos de impronta empresarial/ financiera/ militar como Donald Trump, Mauricio Macri, Sebastián Piñera y Jair Bolsonaro, entre muchos otros, dentro de países en eterna crisis desde estos mismos años 70 hasta el presente, todo cortesía de la basura política que viene gobernando sin interrupciones, oligopolios cada día más concentrados, la sustitución del trabajo por la especulación y los servicios innecesarios, y un aumento de la desocupación y la pobreza entre unas masas anestesiadas que compran estampitas, eslóganes de cartón pintado y una cultura de la banalidad escapista sin freno).
Precisamente, esta mega epopeya de 160 minutos de Altman examina el rol preponderante en la construcción de la realidad popular de los medios de comunicación, la tecnología disponible y la industria cultural, y cómo éstos responden al capitalismo del marketing y la falsedad, los magnates psicopáticos de ayer y hoy, los líderes de la política más mafiosa y cleptocrática y por supuesto la intelligentsia profesional o “gurúes” de los embustes lustrosos -o bobalicones progresivos, a decir verdad- destinados a comprar voluntades para que la dependencia para con el contenido baladí se acreciente y el egoísmo comunal gane más adeptos, creando individuos solitarios sin conexión entre sí ni capacidad verdadera de respuesta. En este sentido el desenlace y la última canción del convite, esa It Don’t Worry Me de Keith Carradine cantada por Barbara Harris luego del asesinato de Barbara Jean a manos de Kenny Frasier, ponen en primer plano la apatía, el desenfreno trivial, el odio vano polivalente y la falta de perspectivas positivas futuras de una ciudad homologada a un país homologado a un planeta que se ahoga en la inacción y el narcisismo hasta que finalmente explota en actos aleatorios de violencia que muchas veces derivan en la muerte de figuras simbólicas cual gestos vacuos en los que el demente de turno pretende trasladar algo de la fama o poder de la víctima hacia su persona, olvidándose en última instancia de que su dolor posee raíces sociales profundas. Permitiendo que los gloriosos actores compongan y canten sus propias canciones y rodando en una Nashville satirizada de pies a cabeza, el realizador construye un retrato muy complejo y con múltiples capas -que crece y crece con cada nueva visión por parte del espectador- de la avaricia, la manipulación entrecruzada, la sed de reconocimiento, el delirio ególatra, el capitalismo del entretenimiento, las minucias de un talento artístico que suele escasear, el nuevo populismo vampírico de los outsiders de la política que se enfrentan a la lacra del statu quo, la autoconsciencia social cual avalancha de cinismo, las tragicómicas frustraciones que pululan por detrás y el fetiche patológico con una imagen pública mediatizada por los artilugios tecnológicos y por un maquiavelismo tan antiguo como la humanidad, casi siempre incapaz de ver más allá de la propia nariz y la idea que se tiene acerca de cómo seremos percibidos por el otro desde su burbuja privada…
Nashville (Estados Unidos, 1975)
Dirección: Robert Altman. Guión: Joan Tewkesbury. Elenco: Henry Gibson, Ned Beatty, Karen Black, Ronee Blakley, Keith Carradine, Geraldine Chaplin, Shelley Duvall, Scott Glenn, Jeff Goldblum, Gwen Welles. Producción: Robert Altman. Duración: 160 minutos.