Cuento: Tercera Parte

Gárgola

Por Mariana Isabel Ludueña

El cielo estaba áspero, era fácil sospechar la lluvia, así que salió con su viejo tapado impermeable. En la vereda vio al Sordo, en cuclillas, haciendo arreglos sobre la caja de gas de la pensión. Lo saludó con una palmadita en la espalda:

-¡Eh, eh, eh! – contestó el sordo, levantando la mirada y agitando su llave pico de loro.

-¡Buenos días, sordo de mierda!- le dijo cuando se miraron. Era un chiste gastado el saludo con puteada; el sordo contestó agarrándose las partes con la mano libre. Él, fingió no verlo y salió hacia el centro, mirando los balcones.

Ya estaban por ser las once, comenzaba a tener hambre. Y sed. No había hecho ni siquiera diez cuadras cuando se sentó, agotadísimo, sobre unos cajones vacíos de cerveza en el supermercado chino. Tenía setenta años, y sería por eso que el corazón no le bombeaba con suficiente fuerza la sangre hasta sus extremidades. Se levantó un poco el pantalón y mirándose las piernas, recordó las de su difunta tía Pepa: várices y tirantez. Cuando salió la chinita y lo vio allí, él se bajó rápido las bocamangas del jean. Ella  lo saludó y se volvió a meter al súper; al rato salió con una bandeja repleta de chow fan para él.

-¡Hola, Indiana Jones, provecho! Hoy te invitamos una birra -. Así saludaron los muchachos que salían, de las oficinas del centro, a la hora del almuerzo y solían encontrarlo en la puerta de ese chino, de las panaderías o en la plaza. Lo llamaban Indiana Jones, porque usaba un sombrero similar al del mítico arqueólogo. Otro chiste fácil. No les contestó nada, se hacía el mudo con ellos. Les sonrió y se quedó esperando que salieran con su porrón.

Había algo en el ambiente, algo en la calle ese día. Él había notado que todos le sonreían especialmente. El sordo, la chinita, los muchachos (esclavos de escritorio) que salían a una hora determinada a comer. Pobres tipos, pensaba, en cualquier momento le dirán a qué hora pueden cagar. Estaba abstraído en sus pensamientos, sintiéndose un hombre con suerte, un hombre libre. ¿Qué era la suerte? Pensaba en ese premio del quini seis que le dan a uno por no embocar ni un número. Pensaba en lo invisible que era allí, almorzando, bebiendo. En la paz que tenía porque ya ningún pariente lo buscaba, apenas recordaban o sabían su nombre. No estaba envuelto en líos de sucesiones, ni herencias; ni ninguna mujer le reclamaba atención, amigos sus favores o un patrón su servilismo. Había logrado, después de muchos años de soledad y temor, ser como una de esas gárgolas, del edificio Antonio Pini, que siempre lo maravillaron. Esas que miran a los miles de transeúntes cada día y no son vistas. Bellas y casi invisibles. Abominables, pero inmutablemente inofensivas…

-¡Ay, qué la re parió! –. Una vieja con su carrito de compras, acababa de pisarle los dedos hinchados mientras él viajaba, filosóficamente, por la alta arquitectura porteña. El carrito volcó y se desparramaron las mercancías de la vieja.  Él se sacó el zapato para verse el pié machucado, mientras unos que pasaban ayudaban a la anciana a poner todo en el carrito de nuevo. Sus dedos, efectivamente, estaban más inflamados por el atropello, pero lo peor no fue eso:

-¡Me robó! ¡Me robó el monedero!- comenzó a gritar y a señalarlo la vieja. Todo pasó tan rápido. Un policía que estaba por ahí, le ordenó ponerse de pié, a los gritos. Con todo el dolor del mundo y su pata aún desnuda, se paró. Ya estaban haciéndole efecto el litro de cerveza y el chow fan, comido así de golpe. Se sintió mareado. El agente le preguntó sobre lo que estaba pasando, que diera explicaciones, lo indagó con violencia. Cuando se terminó de incorporar, el monedero de la vieja cayó de entre su tapado. Por un accidente había volado hacia allí, por un accidente. Entonces comprendió que ese era el final de su suerte de invisible y del comienzo de su tragedia pública.

-Nombre, edad y domicilio- inquirió nuevamente el uniformado. Él estaba cada vez más mareado. Pensaba en las gárgolas, en el arroz y el porrón. En la llave pico de loro del sordo. Todo comenzó a dar vueltas. El agente lo zamarreó del brazo y volvió a preguntar por su nombre, entonces él contestó:

-Marcelino Rosales… ¡Hip…!

Y tuvo que hacerlo: vomitar  su nombre junto a aquella catarata grumosa, amarilla y poderosa, en el carrito de la demandante. Luego, no pudo más y se desmayó.