A mediados de la década del 60, cuando tenían alrededor de diez años, los hermanos Joel y Ethan Coen filmaron con una cámara Vivitar Super-8 una remake de La Presa Desnuda (The Naked Prey, 1965) y más allá del sustrato lúdico infantil del asunto de retomar desde la pasión cinéfila primigenia aquellas películas que veían por televisión y les gustaban a más no poder, también puede leerse el gesto como una suerte de premonición ya que en esencia dos de las principales figuras futuras del cine independiente norteamericano estaban rindiendo pleitesía a uno de los pioneros del cine independiente estadounidense de aquel entonces, Cornel Wilde, un actor y galán hollywoodense con una larga y exitosa carrera -la cual se remonta hasta la década del 30- que a mediados de los 50 formó junto a su esposa Jean Wallace una productora llamada Theodora para poder generar sus propios proyectos luego de unas cuantas experiencias poco felices en el leonino sistema de estudios yanqui, especialmente con la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck en función de una disputa por films impuestos y marco salarial injusto. En una época en la que todavía estas jugadas de independencia creativa y comercial eran muy poco comunes, Wilde apostó por dirigir, producir y en ocasiones hasta escribir sus películas generando trabajos interesantes y hoy un tanto olvidados como por ejemplo la odisea bélica Playa Roja (Beach Red, 1967) y el tremendo delirio postapocalíptico La Batalla más Cruel (No Blade of Grass, 1970), sin embargo su obra maestra es sin dudas La Presa Desnuda, una epopeya que anticipa no sólo la violencia y el desenfado de las realizaciones anteriormente citadas sino también cierto ímpetu contracultural orientado a romper los moldes melindrosos, pusilánimes y mediocres del mainstream más clasicista con el objetivo de dejar entrever un sustrato narrativo más anárquico o quizás simplemente disruptivo en cuanto a su sinceridad y alejamiento prosaico con respecto al esquema del héroe tradicional de buen corazón y constantes justificaciones morales para hacer lo que sea que esté haciendo a lo largo de la trama del film en cuestión.
Resulta difícil determinar en términos concretos la enorme influencia del convite que nos ocupa pero queda claro que su estela marcó el desarrollo posterior del cine de aventuras más crudo, las propuestas de persecución, el Hollywood de pretensiones etnográficas, las faenas de supervivencia y hasta en parte las por entonces de moda “películas mondo” y el futuro cine italiano de caníbales. El inteligente y ultra minimalista guión de Clint Johnston y Don Peters está inspirado de manera directa en un episodio del derrotero de un célebre trampero, baqueano, comerciante de pieles y explorador estadounidense, John Colter, quien en 1809 se topó con indígenas pies negros y fue objeto de una cacería humana de la que salió con vida luego de matar a uno de sus perseguidores y de caminar durante once días hasta llegar a una fortificación de un comerciante a orillas del Río Little Bighorn, en el Estado de Montana, epopeya que es adaptada y trasladada a la Sudáfrica colonial del período del Nuevo Imperialismo (1870-1914) debido a los reducidos costos de filmación, las exenciones fiscales y la asistencia material y logística ofrecida por la administración estatal sudafricana. La película es una anomalía absoluta para el cine de la época tanto por las locaciones reales permanentes y la utilización de actores no profesionales/ miembros de las tribus locales como por detalles varios como las geniales pinturas típicas de Andrew Motjuoadi de los créditos iniciales, la música tribal del pueblo nguni -no se emplean partituras occidentales clásicas, sólo maravillosos tambores- y la misma igualación entre blancos y negros en el periplo dramático en tiempos del salvaje apartheid (1948-1992), algo que incluso se exacerba desde el relato porque se muestra sin romantización ingenua alguna hasta qué punto todo el sistema colonial estaba basado en la extracción de recursos y la explotación de la mano de obra, ahora vía los principales “commodities” del espantoso Nuevo Imperialismo europeo de finales del Siglo XIX y principios del Siglo XX, léase el marfil de los elefantes y los negros arrancados de sus tierras y transformados en esclavos.
La historia es, como decíamos, diminuta e involucra al líder asalariado sin nombre de un safari (el propio Wilde) que conduce a un británico repugnante (Gert van den Bergh) en una expedición de caza de elefantes, pero como el “cliente” del primero es un soberbio y un amarrete que al toparse con unos representantes de una tribu que exigen algún regalo en plan de peaje no quiere darles nada, todo pronto deriva en un ataque de represalia por la evidente falta de respeto hacia estos moradores originales de la sabana africana. Luego de reventar a la mayoría de los esclavos/ asistentes del contingente de los turistas sanguinarios, el resto de los blancos y negros son hechos prisioneros y llevados ante el sonriente y muy gracioso líder tribal (Morrison Gampu) para que empiece el entretenimiento homicida, siempre festejado en una zona en la que definitivamente casi nunca hay grandes novedades: al primer negro lo matan de un golpe en la mollera, al segundo lo decapitan, a un blanquito (Patrick Mynhardt) se lo dan a las hembras para que lo alquitranen, lo emplumen y lo maten con lanzas cual gallina, a otro negro se lo entregan a los ancianos para ser cubierto de arcilla y asado vivo, y al blanco que insultó a la tribu con su pedantería se lo regalan a los jóvenes para que jueguen con un semicírculo de fuego, una cobra y una única salida que da al rostro de la aterrada víctima, quien por supuesto termina mordida por el reptil. El guía en la piel de Wilde es el que recibe el mejor tratamiento porque desde el vamos se mostró amistoso con los morochos, por ello se lo desnuda, le dan una ventaja de terreno libre y después comienza una cacería en la que uno de los negros le arroja una lanza y la presa la toma y la utiliza para matar a su perseguidor, quitándole además su agua y pertrechos. Lo que tenemos a posteriori es una constante huida en la que los muchos peligros naturales, el sol siempre ardiente, la sed y el hambre, los propias decisiones y el acecho de una partida de cazadores tribales constituirán las amenazas a esquivar o repeler según el contexto, por cierto sin demasiadas florituras más allá del azar, el tesón y el arte de correr y esconderse.
A diferencia de tantas otras epopeyas semejantes posteriores que gustan de matar animales en defensa propia o como venganza por algún ataque cual símbolo patético de la pírrica superioridad del hombre frente a la bestia, en La Presa Desnuda la matanza de la fauna es coyuntural distante, está tomada en su mayoría de documentales foráneos al film y sirve para -primero- subrayar que el escape del protagonista se condice con la brutalidad de la gran masacre natural que lo rodea y -segundo- enfatizar que si hay un monstruo a temer siempre es el ser humano y su narcisismo e idiotez, basta con recordar el intercambio verbal que tienen el líder del safari y su cliente acerca de cómo el primero mató sólo a elefantes con colmillos de marfil y el segundo a muchos sin los susodichos, poniendo de relieve la paradigmática crueldad del hombre bajo pretextos bobos de índole “deportiva”. Wilde no menosprecia en ningún momento la perspicacia de los atacantes de tez oscura ni se regodea en sus muertes, de hecho deja que los ofidios o el mismo desacuerdo entre ellos hagan gran parte del trabajo en materia de garantizar la distancia entre cazadores y presa, incluso estableciendo una relación de respeto mutuo -saludo final de por medio- con el jerarca de la comitiva de acechantes (Ken Gampu) y construyendo una amistad con una nena pequeña (Bella Randles) que el protagonista salva de unos esclavistas liderados por un hombre con una horrible cicatriz en un ojo (Mynhardt de nuevo), con la chica luego devolviéndole el favor cuando evita que muera ahogado y lo revive a orillas de un río. Entre diálogos exiguos, esa tétrica belleza natural, un ritmo narrativo que no para nunca, algún que otro incendio adrede y manjares improvisados de caracoles y serpientes desolladas, y por suerte ubicándose muy lejos del villano burdo o la introducción forzada de personajes femeninos cual intereses románticos de El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), el opus de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack que originó el subgénero del cine de aventuras orientado a la supervivencia y el hobby de cazar bípedos maratonistas tácitos, el clásico de Wilde erige un retrato honesto y apasionante de lo que implica valerse de los propios medios en un entorno que a corto o mediano plazo iguala a todos los seres que luchan por mantenerse con vida un día más, amén de refregarle al espectador en la cara su hipocresía porque así como disfrutamos viendo en pantalla esta retahíla de carnicerías, en otra época otros humanos adoraban perpetrarlas en la praxis vía una verdad en espejo que indica lo poco que hemos cambiado a nivel esencial o más bien anímico sadomasoquista…
La Presa Desnuda (The Naked Prey, Estados Unidos/ Sudáfrica, 1965)
Dirección: Cornel Wilde. Guión: Clint Johnston y Don Peters. Elenco: Cornel Wilde, Gert van den Bergh, Ken Gampu, Patrick Mynhardt, Bella Randles, Morrison Gampu, Sandy Nkomo, Eric Mcanyana, John Marcus, Richard Mashiya. Producción: Cornel Wilde y Sven Persson. Duración: 96 minutos.