A contrapelo de gran parte de los directores de los 70 y 80, esos que la iban de rebeldes pero apenas arañaban la sociedad a la que criticaban, y de toda la fauna de mediocres de los 90 en adelante, un enjambre mayormente intercambiable de robots que respiran y parecen filmar la misma película reaccionaria hasta el infinito, Bertrand Blier sí desde el principio de su carrera tuvo rasgos propios y sí se impuso con rapidez como uno de los más grandes satiristas que tuvo el cine francés en concreto y el europeo en términos generales, un artista muy adepto a las parodias sociales antiburguesas que puso desde el vamos el acento en el sustrato temático absurdo y los mecanismos formales más imprevisibles y apasionantes con el objetivo de sorprender al espectador desde el descaro y la falta de respeto para con el sentido común, las instituciones, la ley comunal, la lógica cartesiana y la mediocridad de la existencia prosaica de las mayorías. Desde esos comienzos habituales con un intercambio verbal colectivo, pasando por su interés de siempre por la música clásica y finiquitando con desarrollos de impronta circular y cercanos a la fábula agridulce para adultos, sus diversas marcas autorales le han dado a su obra en su conjunto una coherencia inusitada en el cine moderno de la impersonalización, la liviandad y la demagogia marketinera más burda y estupidizante. Los marginados han sido sin duda su mayor obsesión como creador y por ello en el presente dossier analizaremos no sólo sus mejores y más célebres películas sino aquellas que mejor sintetizan esta orientación surrealista, ultra alternativa y antimoralina barata que engalana su producción artística desde sus inicios, pensemos para el caso en los alborotadores, ladronzuelos, abusadores y violadores seriales de Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974), el matrimonio que derivaba en trío consensuado y aquella pederasta de Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978), los asesinos, violadores y policías corruptos de Buffet Frío (Buffet Froid, 1979), ese entrañable progenitor incestuoso de Padrastro (Beau Père, 1981), los rateros, homosexuales y travestis psicópatas de Vestido de Fiesta (Tenue de Soirée, 1986) y los cónyuges adúlteros y esa mujer poco agraciada de Demasiado Bella para ti (Trop Belle pour toi, 1989). Lejos de toda corrección política o verdadero interés en facilitarles las cosas a los espectadores oligofrénicos contemporáneos criados a base del alimento concentrado mierdoso del Hollywood promedio y los lugares comunes del séptimo arte a escala de las figuritas repetidas del ámbito internacional del Siglo XX y el Siglo XXI, el francés pondera el trasfondo libidinoso placentero del peligro y de la profanación de lo considerado “intocable” y recupera el legado de esa tendencia iconoclasta siempre al choque de genios de otras épocas como Luis Buñuel, Jean-Pierre Mocky y Michel Audiard en materia de entregar diálogos pensados al dedillo, una puesta en escena minimalista, muchas pinceladas de delirio contracultural, una propensión hacia la acidez discursiva, algunos chispazos de reflexiones onanistas y un constante reinventarse a nivel de los diversos géneros trabajados a lo largo de una serie de realizaciones en verdad extraordinarias que desarman las odiosas “buenas costumbres” y los preconceptos éticos, legales, cotidianos, actitudinales y plutocráticos de un vulgo anodino que incluye desde los lúmpenes y los estratos medios hasta la alta burguesía, los esperpentos estatales y sus cómplices del aparato represivo. Sirviéndose de la inducción que parte del caso particular para burlarse del todo social que lo engloba y le da un sentido que es en verdad puro desvarío del mojigato, el director y guionista piensa en toda su carrera pero en especial en los films seleccionados el rol permutable de las identidades de los individuos y por ello el absurdo de mantenerse demasiado firme en determinado casillero o categoría porque esta defensa ortodoxa colateral del statu quo -considerada un deber supremo- de un momento al otro puede mutar por un enroque de fuerzas y así los hoy excluidos o exponentes juzgados bizarros de la comunidad pueden imponer su lógica revanchista sobre todos los bobitos acaparadores de la supuesta razón mayoritaria o rubricada desde las cúpulas del privilegio capitalista. Al analizar sin condenar el sentir y los pormenores de las conductas tachadas de transgresoras o abiertamente aberrantes, Blier indaga en las grietas de una superficie social que la va de medida, cortés y sensata pero derrapa todo el tiempo hacia la sandez por esta obsesión con juzgar maravillosa la opinión propia condicionada desde el exterior sin ver los hilos de la manipulación e incluso reproduciéndola al atacar a los que se salen del redil a puro vanguardismo real, no ese estético de cotillón a lo new age castrada de hoy en día.
Índice:
Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974):
Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974), también conocida en Hispanoamérica como Las Cosas por su Nombre, es una de esas pocas realizaciones que si bien responden al ideario revolucionario y a la ambigüedad moral de la juventud de su época, orientados a la lucha inconformista, la rebeldía polirubro y un anticapitalismo feroz y al mismo tiempo muy lúdico, de todas formas han mantenido una vigencia esplendorosa precisamente porque aquellas “cosillas” que el público del período del estreno consideraron ofensivas también pueden ser interpretadas como en extremo molestas hoy en día, incluso más a raíz de ese neoconservadurismo repugnante y censurador del presente que una y otra vez demuestra ser tan ridículo como su homólogo de antaño, tendiente a censurar desnudos, lenguaje soez, falta de pudor y adorables crímenes al paso que quedan sin castigo alguno. El opus de Blier, su segunda propuesta luego de la mucho más tradicional Si yo Fuera un Espía (Si j’étais un Espion, 1967), es realmente un atentado no sólo contra la burguesía sino contra todos los signos de la “sociedad civilizada” de la modernidad, léase los hogares, los automóviles, el dinero, los estandartes de autoridad, la familia, el comportamiento promedio en el ámbito público y privado, las vacaciones, la previsibilidad cotidiana, las pretensiones de seriedad y sobre todo el excesivo respeto hacia las mujeres como si fuesen entidades sacrosantas o dignas de una mayor cortesía o deferencia que aquellas dedicadas a los varones a nivel diario, quienes pasan a ser profanadas de coloridas e hilarantes maneras para destruir toda la hipocresía del caso, una coquetería juzgada baladí y los aburridos rituales de cortejo comunal consensuado para saltar directamente al sexo en tanto mecanismo desacralizador por antonomasia, siempre dispuesto a eliminar la triste mojigatería con la vieja y querida penetración. Aquí son dos los agentes de la anarquía en erupción de un hippismo tardío que mutó en terrorismo prosaico para infiltrarse entre los bípedos decadentes y sumisos, Jean-Claude (Gérard Depardieu), de 25 años, y Pierrot (Patrick Dewaere), de 23, un par de muchachos que se la pasan tocando, acariciando o pellizcando deliciosos culos, tetas y conchas de putas (cualquier mujer), robando coches, motos, bicicletas, carteras o billeteras que encuentran por ahí, corriendo velozmente de sus perseguidores circunstanciales, esquivando a la policía que reprime y en esencia vagando tanto por las grandes ciudades símil París como por la Francia profunda, más de cadencia bucólica. Un día se llevan un Citroën DS que pertenece a un peluquero, Merlan (Claude Vergnes), y al momento de devolverlo el propietario saca un arma, generando eventualmente que Pierrot reciba un disparo que le roza el testículo izquierdo y Jean-Claude se lleve el vehículo, el revólver y la mujer que estaba con el peluquero, su asistente y amante Marie-Ange (Sylvette Herry alias Miou-Miou), a la que entregan para ser violada a un mecánico, Carnot (Gérard Boucaron), quien la termina rechazando porque la señorita no grita ni patalea sino apenas se queda inmóvil, totalmente impasible durante el sexo porque jamás tuvo un orgasmo. Luego de visitar y robar a un cirujano bien tacaño que cura a Pierrot, Bruno (Michel Peyrelon), y de sabotear la dirección del Citroën para que Merlan tenga un accidente cuando le devuelvan el coche, los protagonistas se deshacen de la fémina y parten hacia el campo con el objetivo siempre improvisado de robar bicicletas y autos, pagarle en un tren a la madre de un bebé (Brigitte Fossey) para que amamante a Pierrot, meterse en una casa desierta de un pueblo costero y hasta oler la ropa interior usada de una tal Jacqueline, de seguro una deliciosa adolescente. Los señores eventualmente regresan a París y violan a la frígida de Marie-Ange, momento en el que descubren que Pierrot está completamente recuperado porque consigue una erección, pero se enteran que el peluquero vendió el Citroën saboteado y enojados ingresan de noche al local del coiffeur y lo roban, pegándole un tiro en la pierna a la gritona de Marie-Ange, la cual pretendía que le den un beso en el peor momento del asalto y que la dejen de considerar una máquina sexual a lo muñeca. Después de intentar seducir a unas burguesas superficiales del montón en un bowling atestado de gente, Jean-Claude y Pierrot esperan en la puerta de una prisión femenina la salida de una hembra deseosa de sexo y así se topan con Jeanne Pirolle (Jeanne Moreau), una veterana que dejó de menstruar en el presidio y hoy sale en libertad luego de una condena de diez años, a la que los muchachos le compran ropa, llevan a la playa y le pagan una cena lujosa en un restaurant, consiguiendo que la mujer se desate para encarar un ménage à trois apasionado en un hotel, sin embargo Pirolle se despierta de repente y se suicida pegándose un tiro en la vagina para volver a ver sangre en su entrepierna. La huida vuelve a ser rauda y entre las posesiones de la difunda encuentran unas cartas de su hijo, Jacques (Jacques Chailleux), también un presidiario a punto de salir libre y por ello lo recogen en la cárcel y le regalan una sesión de sexo con Marie-Ange, la cual a su vez tiene un orgasmo por primera vez en su vida con el vástago de Jeanne, provocando celos en los otros dos machos al punto de que arrojan a la señorita en las aguas de un canal. Jacques no dura mucho con los protagonistas porque los convence de efectuar un robo que termina siendo la ejecución de una autoridad carcelaria, después de lo cual los dos hombres y Marie-Ange regresan a las rutas galas. La circularidad narrativa cual fábula se cierra cuando encuentran a una familia de clase media en un picnic vacacional y quieren intercambiar vehículos por aquel mismo Citroën del inicio, incluso llevándose con ellos a la hija, Jacqueline (Isabelle Huppert), una adolescente que desea abandonar a sus progenitores por motu propio asqueada de la vida burguesa, a quien los jóvenes identifican por su aroma como aquella señorita de la residencia vacía. Luego de desflorarla como corresponde, la dejan al costado del camino y los tres, Pierrot, Jean-Claude y Marie-Ange, continúan en viaje hacia un destino incierto que bien podría ser el óbito por la dirección del automóvil, saboteada por ellos mismos a conciencia en una jugada homologable al suicidio fuera de pantalla. La película está repleta de alegorías sobre la vacuidad absoluta de la sociedad de consumo y los imbéciles reprimidos, intolerantes y anodinos que crea, basta con pensar en un Jacques que sintetiza la clásica alienación de las instituciones de disciplinamiento y control social, en una Marie-Ange que simboliza la sequedad del mercado laboral contemporáneo o en aquel guardia de seguridad altanero de un enorme centro comercial (Marco Perrin) con el que Jean-Claude tiene un muy gracioso intercambio de amenazas e insultos solapados hasta que los muchachos deciden robarse un carrito de supermercado al subirlo al auto de turno, objeto que también es metamorfoseado/ incorporado desde el vamos por los anarquistas ya que el film abre con ellos utilizándolo como vehículo para acercarse y acosar a una veterana esperpéntica en la calle, esa Suzanne que se empeñan en llamar Ursula (Dominique Davray). La realización está dividida en dos partes muy claras que se corresponden a la relación de los adalides de la irreverencia con las hembras, una primera centrada en el acoso y la entrañable violación, ejemplos son la citada Suzanne/ Ursula, la primera etapa con Marie-Ange y la mujer en el tren, casada a su vez con un joven que está haciendo el servicio militar (Bruno Boëglin), y una segunda parte volcada a la seducción estándar, en este caso los ejemplos son Pirolle, la segunda fase de la relación con el personaje de Miou-Miou y la misma Jacqueline de la jovencísima Huppert. Más que un simple aprendizaje vinculado al desprecio misógino, por alguna concepción pueril atomizada en función de un desaire, que muta en paciencia romántica a medida que los protagonistas crecen con el transcurso del relato, en Los Rompepelotas lo que tenemos es una especie de complementación de ambas actitudes con respecto al género femenino porque el hecho de volverse más seductores y afables durante la segunda mitad del metraje no significa que los muchachos hayan perdido la capacidad de mandar bien a la mierda a las hembras y servirse de ellas cuando éstas lo ameriten por su sustrato en ocasiones hueco e insufrible, aunque lo que por supuesto resulta indisimulable es que el amor para con Marie-Ange se asoma en las postrimerías de la historia y la chica pasa a ser incorporada en la otrora pandilla de dos integrantes con voz y voto, siendo precisamente ella el engranaje fundamental que permite que Jacqueline se les una transitoriamente en su periplo de salida de su parentela y hacia ningún lugar. En este sentido, la película de Blier funciona como un gran elogio del hedonismo anclado en el presente y despreocupado de las estructuras de poder aunque no al extremo de no tenerlas presentes a la hora de la supervivencia diaria, por ello los muchachos corren cuando hay que correr, aprovechan los intersticios del sistema represor y esquivan a los esbirros institucionales cuando se sienten cercados. El director y guionista, aquí adaptando su novela homónima de 1972, incluso no evita el trasfondo homoerótico del asunto y nos presenta una escena con Jean-Claude acosando a un Pierrot con sus movimientos evidentemente reducidos por los vendajes genitales por aquel disparo de Merlan, sin duda otra metáfora sobre el mundo actual debido a que el peluquero es el paradigma del engendro soberbio burgués que adora resguardarse en su posición de poder cual proxeneta de sus empleados, a quienes castra de manera temporal justo como le ocurre al preocupado Pierrot en el relato. Esta masculinidad juguetona y desvergonzada de los muchachos en un mismo movimiento violenta al principal personaje femenino, Marie-Ange, golpeándola, insultándola y haciéndola callar, y asimismo hace todo lo posible para entenderla y descubrir de qué va la sexualidad de las mujeres, una escena ejemplificadora de lo anterior es aquella en la que los dos hombres intentan coger de distintas maneras y posiciones con la señorita con vistas a que demuestre algo de entusiasmo o efervescencia en la cama. La distancia entre los sexos también aparece reflejada en esa búsqueda de un buen polvo, uno realmente memorable, que los hace acompañar y cubrir de algodones a Jeanne, una mujer a la que miman como ninguna otra porque saben que la experiencia que atesora nada tiene que ver con la histeria y manías promedio de las hembras de corta edad, así es cómo su inesperada muerte los conduce a resignarse y volver a las mujeres más jóvenes con Marie-Ange como exponente de cabecera, la cual será una frígida aunque por lo menos no rompe tanto las bolas como la mayoría de las conchudas con sus reclamos, banalidad y estupideces. El mismo título original en francés, ese Les Valseuses que hace referencia a unos danzantes que son los testículos, asume con orgullo su perspectiva falocéntrica y la idea de relegar a un segundo plano a las hembras para filtrarlas desde el calidoscopio de los machos, hoy sinónimos de una audacia que pone al pene en interrelación con el mundo con vistas a boicotear la apariencia hermética y pulcra de la moralidad burguesa, abrir el cuerpo femenino como fuente interminable de placer y poner en entredicho cierto trasfondo new age inofensivo que se derivó del colapso de los sueños y utopías del hippismo, recuperando en cambio a toda pompa el carácter libidinoso y avasallante de la dimensión sexual de la vida para ensalzar una peligrosidad siempre empardada a pretender quebrar la voluntad del otro para que se someta a nuestros caprichos y nuestra necesidad de lujuria irrestricta. Depardieu, Miou-Miou y Dewaere están perfectos, este último atravesando la reconversión desde actor infantil a adulto y los dos primeros en las etapas iniciales de su trayectoria, y en especial se destaca la música de Stéphane Grappelli, composiciones farsescas y adorables que se acoplan de maravillas con la epopeya libertaria y cuasi episódica de Blier, mezcla de road movie, comedia negra, sexploitation y policial de impronta bien sarcástica, una obra maestra irrefrenable como pocas de la historia del cine que señala la vitalidad detrás de la vulgaridad de izquierda, esa que no se ahoga en el libertinaje más vacuo, y lo mucho que se crece en la travesía desconocida en detrimento de la mediocridad de la existencia prefijada bajo criterios sociales reaccionarios, mercantiles, publicitarios y/ o simplemente estatales.
Los Rompepelotas (Les Valseuses, Francia, 1974)
Dirección: Bertrand Blier. Guión: Bertrand Blier y Philippe Dumarçay. Elenco: Gérard Depardieu, Patrick Dewaere, Miou-Miou, Jeanne Moreau, Brigitte Fossey, Gérard Boucaron, Jacques Chailleux, Isabelle Huppert, Marco Perrin, Dominique Davray. Producción: Paul Claudon. Duración: 113 minutos.
Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978):
Luego de la simpática aunque olvidable Calmos (1976), Blier volvería a su mejor nivel con Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978), una película que retoma muchos ingredientes de Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974) aunque para reencauzarlos hacia otras regiones discursivas tan o más agitadas/ controvertidas, en este sentido conviene tener presente que el film en cuestión nuevamente responde a una partición muy clara que nos deja con una primera parte tendiente a retomar aquel formato de dos hombres compartiendo una mujer por demás frígida, no obstante en esta ocasión con el asunto invertido porque en vez de varones sádicos activos ejerciendo su poder sobre una fémina indefensa lo que tenemos es un par de sujetos que se transforman de a poco en víctimas impasibles de la abulia de una mujer que les colma la paciencia con su depresión todo terreno, a lo que se suma una segunda mitad del metraje que pasa de lo que sería un hipotético sexploitation morboso rodado desde la perspectiva semi ensoñada de la Nouvelle Vague a una parodia extremadamente agresiva y contracultural para con el modelo clásico burgués y/ o lumpen de familia, en esta oportunidad con el ménage à trois reglamentario abriéndose al tabú del sexo con un menor con un elevado coeficiente de inteligencia y para colmo todo enfocado desde la perspectiva retorcida de la mujer, siendo precisamente ella quien accede a la invitación amatoria del purrete y eventualmente abandona a los dos varones adultos para tener un crío con su hijo tácito/ adoptivo dentro de una iconografía tan vehemente como imprevisible que por un lado vuelve a jugar con el shock y la polémica explícita, como en Los Rompepelotas pero ahora desde la pederastia y el incesto simbólico, y por el otro lado satiriza en un único movimiento a la masculinidad, basándose en el hecho de que el joven prodigio le termina ganando la hembra a los adultos desesperados por la felicidad utópica del trío y/ o sacar de la apatía a la mujer, y a la misma feminidad, en este caso retomando aquel querido sexismo del opus de 1974, léase una cosificación del cuerpo femenino cual requisito fundamental a la hora del sexo desde el punto de vista del varón, y también recuperando esa noción estereotipada comunal que vincula a la felicidad de la mujer con el útero, el embarazado y los críos, sinónimos a su vez de vida y tareas domésticas y reclusión hogareña ad infinitum, frente a lo cual tantas señoritas se han rebelado a lo largo de la modernidad aunque resulta indudable que la fórmula algo de verdad atesora ya que termina confirmándose en la praxis en una multitud de ocasiones asimismo simbolizadas en pantalla en la sanación progresiva de la protagonista no sólo mediante su relación patológica y cuasi surrealista con el niño sino a través de su condición de madre futura, embarazada de hecho por ese preadolescente que toma posesión del caserón de sus padres para construir sobre las cenizas conceptuales de los progenitores una familia propia con una pareja que lo dobla en edad. Todo comienza cuando Raoul (Gérard Depardieu), un profesor de una autoescuela, en medio de un almuerzo en un restaurant se cansa de la angustia alicaída eterna de su esposa Solange (Carole Laure), siempre comiendo muy poco y sufriendo de migrañas, insomnio, desgano y hasta desmayos repentinos, y le elige un amante entre la concurrencia del lugar, específicamente un hombre que no dejó de mirarla en ningún momento, Stéphane (Patrick Dewaere), un docente de gimnasia, coleccionista de libros de bolsillo y fanático enfermo de Wolfgang Amadeus Mozart al punto de que es lo único que escucha en materia musical. Raoul le plantea la situación a Stéphane y a pesar de su rechazo y desconfianza iniciales lo convence de acercarse a la mesa que compartía la pareja para entregarle a la hembra e inmediatamente marcharse, lo que lo lleva a arrepentirse momentos después y a preguntarle a una transeúnte (Sylvie Joly) si hizo bien en “prestarle” su esposa a un desconocido en principio interesado sólo en coger. Como sucedía con la también hilarante Marie-Ange (Sylvette Herry alias Miou-Miou) de Los Rompepelotas, Stéphane pronto entiende a Raoul porque a posteriori de la primer sesión sexual no puede no enamorarse de la fémina y al mismo tiempo exasperarse por su falta de entusiasmo no sólo ante el coito en sí sino frente a la vida en general, a la que afronta con un rostro estéril que la emparda continuamente a un malestar silente que nunca exterioriza ni tampoco explica ya que ni ella misma sabe qué corno es lo que le ocurre a nivel psicológico/ existencial/ romántico/ libidinoso/ cotidiano/ de entrecasa. Ambos hombres pasan a ayudarse mutuamente en eso de intentar levantarle el ánimo o entusiasmarla en la lectura, en el cariño hacia Mozart o en el principal proyecto del dúo masculino, embarazarla, “solución” que los dos varones consideran será definitiva para rescatar a Solange de esa depresión que la envuelve y que termina siendo sofocante para su círculo afectivo. Una noche, ya con el profesor de educación física mudado al departamento parisino de Raoul y la fémina, se aparece un vecino verdulero ojeroso (Michel Serrault) para quejarse del volumen de la música y con el tiempo el susodicho se incorpora como consejero externo en el asunto, yendo con ellos a la ópera e invitándolos a esforzarse más en el período vacacional para encontrarle una vuelta al atolladero persistente del ménage à trois. Los hombres como respuesta planifican un campamento estival para purretes varones e invitan como acompañante a Solange, quien a su vez de inmediato se solidariza con un nene de 13 años, Christian Belœil (Riton Liebman), que padece bullying de todos los otros mocosos, sus compañeros, los cuales pretenden aceitarle el pene e incluso llegan a bañarlo con proyectiles improvisados de petit-suisse, un queso triple crema que los galos comen de postre y que termina tapizando el cuerpo y la cara de Christian en un banquete en conjunto. El joven, cansado del maltrato, una jornada se ausenta del grupo y es eje de una búsqueda colectiva, sin embargo Solange lo encuentra escondido en una casa de un árbol y lo invita a dormir con ella en su lecho expulsando a los dos adultos, y así descubre cuánto Christian detesta a su padre, Monsieur Belœil (Jean Rougerie), un oligarca industrial que descuida a la familia y está obsesionado con su trabajo, y cuánto prefiere a Solange por sobre su propia madre, Madame Belœil (Eléonore Hirt), una pianista y ama de casa como el personaje de Laure que estuvo diez años tratando de quedar encinta, por ello cuando la mujer se duerme el chico le levanta la ropa para espiarle las tetas y la vagina, lo que le gana un regaño aunque después se reconcilian y eventualmente el muchacho consigue convencerla de que oficie de su instructora en asuntos amatorios y así ambos tienen sexo. Cuando finaliza el campamento Christian no desea volver con sus padres y huye una vez más, desencadenando que Stéphane se quiebre un tobillo en la persecución y que los furiosos progenitores envíen al nene a un internado ignoto. Con Solange presa nuevamente de la depresión, Raoul y su compinche se lanzan a tratar de dar con el chico y para ello reciben la asistencia del vecino verdulero, quien se apalabra a Madame Belœil para sacarle el colegio exacto en el que está enclaustrado su vástago haciéndose pasar por encuestador y asimismo quedando prendido de la señora. Los “dos maridos” de Solange le cumplen el capricho y secuestran al niño del internado, llevándoselo de noche de una recámara gigantesca justo cuando les contaba a sus pequeños colegas cómo es eso de intimar con una mujer, no obstante Christian y su amante/ madre adoptiva escapan de repente y dejan solos a unos Raoul y Stéphane que recurren a la policía y se ganan seis meses de presidio. Mientras que Madame Belœil protagoniza un accidente automovilístico buscando al niño y es rescatada por el verdulero, su héroe, al punto de que se marcha embelesada con él, Monsieur Belœil por su parte cae en la angustia y la alienación por el abandono romántico y los reclamos de subalternos que neutralizan su hegemonía dentro de la fábrica, quienes pretenden un aumento urgente de salarios y la reincorporación de operarios que el susodicho despidió. El desenlace llega con Christian convirtiéndose en el mandamás de la casa familiar porque su padre deriva en un autista confinado en una silla de ruedas que no reacciona para nada cuando le comenta -con un whisky de por medio- que Solange está embarazada de un hijo suyo, mujer que ingresó a la mansión como sirvienta y termina como señora del hogar a la par del mocoso de 13 años, mientras los personajes de Depardieu y Dewaere, recién salidos de la cárcel, ven todo desde afuera del portón enrejado y descubren que lo que suena de fondo no es Mozart sino alguno de los otros compositores clásicos que le gustan al preadolescente, como Franz Schubert, Joseph Haydn, Robert Schumann, Johannes Brahms o el inefable Ludwig van Beethoven. Retomando lo que decíamos al inicio, aquí Blier recupera el formato polimorfo de la fábula para combinarlo con el drama de crisis de pareja, la comedia de tabúes sexuales, la parodia de las parentelas estandarizadas y hasta un sustrato surrealista que se va volviendo más pronunciado a medida que avanza el metraje y las situaciones van dejando el marco del melodrama más o menos tradicional, ese al que hace referencia el irónico título mediante una situación de lloriqueo en un hospital cortesía de uno de los ataques de Solange, donde Stéphane en vez de secarle los ojos a la mujer, la cual le rechaza el pañuelo, se solidariza con su propio género y hace lo propio con las raudas lágrimas de Raoul. La enajenación progresiva del relato, una de las marcas autorales del cine del director y guionista, engalana un desarrollo narrativo sardónico y concienzudo que por un lado renuncia al díptico masculino del comienzo, los hombres que comparten a la mujer más en plan de asistencia recíproca que de fantasía erótica ya que de hecho se la turnan con la precisión de un reloj, y por el otro lado pondera el trasfondo aberrante del vínculo entre el jovencito y la fémina, esa que los hombres en un momento hasta llegan a considerar una posible retrasada mental para a posteriori descartar la hipótesis porque hablaría muy mal de ellos y de su perspicacia, dos señores creciditos que quizás no habrían conseguido identificar a una mujer tonta pero no alegre, más bien siempre deprimida y en consonancia deprimente a ojos de sus parejas. Esta sátira solapada de la masculinidad promedio, la algo boba y unidimensional de Raoul y Stéphane, está representada en la fijación con Mozart del segundo, gustito que le contagia al primero, y se contrapone a lo que parece ser el problema tácito de esta relación de a tres, nos referimos por supuesto a la distancia intelectual/ cultural/ sensible/ emocional entre la mujer y los hombres, por ello desde el vamos Solange por fin “se cura” al reírse de esos comentarios sarcásticos de Christian dirigidos al dúo en ocasión de una prueba de inteligencia centrada en dibujar un árbol, antesala de su apertura romántica futura ante el purrete y de la verdadera sanación definitiva de los segundos finales, cuando la vemos ya con la panza inflada por el crío y encantada de darle agua a Monsieur Belœil en su silla de ruedas mientras Christian juega al pool y los otros dos machos presencian el asunto a la distancia, desde el exilio de una calle que los invita a abandonar a la mujer que pocas y nulas satisfacciones reales les ha dado y a buscarse otras que respondan en serio frente a la persona amada. Blier, ni lento ni perezoso porque sabe que las contradicciones son la gran bandera de la humanidad, se burla y al mismo tiempo convalida los clichés que flotan de fondo como por ejemplo, en primer lugar, la quietud hogareña de las mujeres y sus ansias de encontrar a un “príncipe azul” quimérico que cuadre con sus expectativas de estabilidad y reproducción, esquema representado no sólo en un mocoso controlable como Christian sino además en su fetiche con tejer y tejer, su único hobby conocido, y en segunda instancia la paradigmática competencia masculina, en este caso tomando la forma del hilarante modelo de sweater que comparten Raoul, Stéphane y el preadolescente, uno que visten cual emblema orgulloso y algo histérico del enamoramiento consumado. Todo el elenco está espléndido aunque sobresale mucho el desempeño de Depardieu, Liebman, Laure, Serrault y Dewaere, amén de la exquisita recurrencia en la banda sonora de composiciones de Mozart seleccionadas por Georges Delerue, el cual también aportó lo suyo vía excelentes piezas de su autoría que se mueven dentro del mismo espectro estilístico del legendario compositor austríaco. Preparen los Pañuelos equipara en efervescencia y potencia retórica a Los Rompepelotas aunque sustituyendo aquella epopeya antojadiza y anárquica de los sublevados por un viaje igual de ardoroso pero más estructurado y hasta en cierto punto coherente, incluso dentro de la locura sorprendente de una de las realizaciones francesas más originales, iconoclastas, enrevesadas y apabullantes de la historia del cine de su país.
Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, Francia/ Bélgica, 1978)
Dirección y Guión: Bertrand Blier. Elenco: Gérard Depardieu, Patrick Dewaere, Carole Laure, Michel Serrault, Riton Liebman, Eléonore Hirt, Jean Rougerie, Sylvie Joly, Liliane Rovère, Michel Beaune. Producción: Paul Claudon, Georges Dancigers y Alexandre Mnouchkine. Duración: 104 minutos.
Buffet Frío (Buffet Froid, 1979):
Blier retoma el encadenamiento creativo paradigmático de su carrera en Buffet Frío (Buffet Froid, 1979) para reconstituir los chispazos de surrealismo del tramo final de Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978) en una odisea metropolitana muy delirante que juega en la frontera entre un slapstick abstracto y el trasfondo de lo evidentemente no dicho porque uno como espectador jamás conoce del todo cuáles serían en términos concretos las motivaciones para la retahíla de crímenes semi improvisados que desfilan por la pantalla, esos que se podrían definir como hijos conceptuales del Roman Polanski de la Trilogía de los Departamentos, aquella gloriosa compuesta por Repulsión (1965), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), y como inspiración directa para el cine en general de Aki Kaurismäki, Roy Andersson y los hermanos Joel y Ethan Coen, entre muchos otros realizadores, sin embargo la verdad es que las barrabasadas del relato tienen una personalidad muy propia vinculada al humor negro, las truculencias naturalizadas, una constante imprevisibilidad, la anarquía creativa más iconoclasta y en especial una arquitectura del absurdo meticuloso que pone patas para arriba al realismo desabrido burgués en el arte y la vida. Muy en la tradición del cine francés de antaño, la propuesta se sirve de la elegancia y cierta frialdad para construir una especie de comedia de situaciones en donde la deshumanización de los centros urbanos y la soledad subsiguiente conducen a los sujetos a conductas aberrantes que toman la forma de compulsiones varias, hablamos de pautas y costumbres incapaces de ser evitadas, por ello en este sentido Buffet Frío es bastante más seca y nihilista que Preparen los Pañuelos y Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974) ya que aquellas transgresiones sociales meditadas y/ o autoconscientes de los adalides de la subversión ahora mutan en automatismos psicológicos/ procedimentales/ cotidianos que no se pueden obviar y que para colmo están homologados a queridas tendencias asesinas o a la simpática violación, planteo retórico que sin duda debe haber resultado sumamente disruptivo para la época debido a que el director y guionista venía de nada menos que ganar el Oscar a Mejor Película Extranjera por Preparen los Pañuelos, la cual los norteamericanos malinterpretaron como apenas una comedia romántica bizarra, haciendo que el arribo de una realización como la que nos ocupa sea aún más traumático ya que bajo la apariencia de un regreso al film noir de aquel último acto de la obra previa se esconde un huracán de enajenación que tiene que ver con el abandono de los protagonistas de sus máscaras comunales anodinas y la asunción con sutil orgullo de sus verdaderas identidades, aquellas de entrecasa o del ámbito privado hermanadas al placer sádico que genera el dolor ajeno y los misterios mismos -por demás peligrosos- que atesora esa noche casi siempre desierta pero igualmente enrevesada de París, por momentos el resultado de una conjunción imposible entre Franz Kafka, Claude Chabrol, Luis Buñuel, Samuel Beckett y Jean-Luc Godard. Como si se tratase de una reversión hitchcockiana y marinada con ácido de Los Tres Chiflados (The Three Stooges), los protagonistas de turno son Alphonse Tram (Gérard Depardieu, por entonces actor fetiche del cineasta e inspiración directa para su personaje), un treintañero desempleado muy temperamental que no se saca casi nunca su sobretodo, fetichiza una navaja que siempre lleva en sus bolsillos y en esencia gusta de matar a desconocidos acuchillándolos en el abdomen sin luego poder recordar del todo los pormenores del crimen azaroso en cuestión, el Inspector Morvandieu (Bernard Blier, padre de Bertrand y legendario intérprete del cine galo de mediados del Siglo XX), flamante vecino del anterior y jerarca policial veterano que se rehúsa terminantemente a investigar homicidios en su tiempo libre debido a que incluso comparte esa fascinación morbosa de Tram con la muerte -y su afán de impunidad- después de haberse cargado a su esposa, la célebre violinista Jacqueline Pradel del Desmarets Trío, porque toda la vida le impidió descansar y le amargó la existencia con sus ensayos insoportables en el hogar al extremo de colmarle la paciencia, electrocutarla conectando el instrumento a una toma corriente y luego mover el cadáver al baño para aparentar un accidente sirviéndose de su poder entre las fuerzas de represión de la capital francesa, y finalmente un asesino algo mucho patético y sin nombre (Jean Carmet, otro mítico actor de su país y extremadamente prolífico), un señor misterioso de mediana edad que mató a la esposa de Alphonse y anda siempre con un manojo de llaves de pretensión universal que utiliza para entrar en casas ajenas en busca de alguna fémina apetecible en soledad a la cual violar y estrangular hasta el fallecimiento, cuando no las encuentra en calles inhóspitas que de todos modos le provocan miedo y según él lo conducen a ser un prisionero de un impulso homicida que se explica por la deshumanización del hormigón, los terrenos vacíos y la “monstruosa ciudad sin alma” en la que habitan los tres. La complicada historia comienza en la estación La Défense del laberíntico metro de París, donde Tram entra en contacto con un esclavo contable aburrido del montón (Michel Serrault) al que le muestra su navaja y le confiesa que siente una fuerte vocación asesina y tiene pesadillas sobre la policía persiguiéndolo y jamás atrapándolo, no obstante se separan cuando el contable se sube a una formación ferroviaria al espantarse por la repentina desaparición del cuchillo, ese que Alphonse había dejado en un asiento con la intención de evitar un homicidio aleatorio. Momentos después Tram vuelve a toparse con el desconocido pero éste ya yace agonizante en un túnel del metro con la navaja clavada en el estómago por un hombre que no pudo identificar, siendo la propia víctima quien lo invita a llevarse el arma blanca para no facilitarle las cosas a la policía porque de hecho podría no ser Alphonse el asesino. Al llegar a su casa su esposa oficinista, Josyane (Liliane Rovère), le comunica que ya no están solos en el edificio porque se mudó otra persona, quien por supuesto resulta ser el Inspector Morvandieu, a quien le comenta sus sospechas de que haya matado al empleado contable en el metro y no lo recuerde, ganándose de respuesta de parte del vecino que ahora está comiendo y además por fuera de su horario laboral no se dedica a pesquisa alguna. Justo luego de confesarle a su mujer su tendencia homicida y aseverar que todos estamos condenados a morir y que en las metrópolis modernas es preferible ser asesino que un don nadie más del vulgo sin rostro, Josyane desaparece y eventualmente es descubierta violada y estrangulada en un terreno baldío. El loquito en la piel de Carmet se presenta en el departamento suburbano de Tram confesando el crimen y deseoso de ver la casa y la recámara donde dormía la víctima, Alphonse por su parte se toma la situación con la mayor calma y hasta le presenta el sujeto a un Inspector Morvandieu que cae de visita, el cual bebe vino con ellos, charla cordialmente y les comenta que la policía procura encontrar la menor cantidad posible de delincuentes/ culpables porque son menos peligrosos así ya que meterlos en prisión equivaldría a “contaminar a los inocentes”. De repente se aparece un tal Eugène Léonard (Jean Rougerie) que dice haber sido testigo del homicidio del contable por parte de Alphonse y afirma haberlo seguido hasta su hogar porque admira la discreción y rapidez de semejante trabajo, por ello -adelante del policía y del violador y homicida serial- le pide al desempleado que se cargue a un bastardo que está arruinando su vida y la de su bella y rubia esposa, Geneviève (Geneviève Page), sin embargo cuando el trío de sicarios curiosos se consagra a la labor descubre que la víctima prepautada es el propio Léonard en plan de suicidio tercerizado, a quien se niegan a matar pero terminan sofocando al taparle boca y nariz cuando en la sede del crimen, un garaje, cae una familia que podría atestiguar la presencia del grupo. Los hombres se terminan llevando a la viuda, Geneviève, porque de hecho formaba parte del trato ya que la mujer no tiene a nadie que la cuide y mantenga, no obstante justo cuando estaba por intimar con la susodicha el asesino interrumpe a Alphonse para pedirle que lo acompañe a su casa porque son las tres de la mañana y la ciudad le genera un enorme pánico, así lo escolta hasta una residencia en las inmediaciones citadinas desérticas que resulta no ser la de él sino la de un hombre (Marco Perrin) al que confundió con una fémina próxima a ser violada y faenada, sujeto que a su vez les recomienda como posible presa a la mujer de al lado, una supuesta divorciada (Nicole Desailly) que el homicida le cede a Tram como obsequio, el cual termina corriendo por su vida entre tiros porque la hipotética víctima se reconcilió con su marido (Pierre Frag) y ambos lo esperaban con un arma en el dormitorio conyugal. Al regresar a su hogar el treintañero encuentra su lecho vacío y le pide ayuda al inspector, quien le miente diciéndole que no sabe dónde está Geneviève cuando en realidad se encuentra con él. A la mañana siguiente la viuda regresa a la morada del personaje de Depardieu pero cae presa de una fiebre en la que repite a los gritos los nombres de sus amantes pasados, provocando que el trío llame a un doctor (Bernard Crombey) que se asoma como un insólito violador serial de viudas, a las que considera unas putas de mierda que merecen lo que les toca, por ello le impiden la salida del departamento y Geneviève lo fusila a quemarropa con un revólver. Los varones cargan el cadáver en la ambulancia en la que vino el finado y se lo llevan a una llamada de emergencia por más que de medicina no saben absolutamente nada, suerte de latiguillo compulsivo de un Morvandieu que responde a cualquier pedido de auxilio por radio en tanto oficial de policía. Después de dejar en el camino al personaje de Carmet, el cual parece que no tiene residencia fija real y sólo se dedica a reventar féminas hermosas al azar ad infinitum, Alphonse y su compañero llegan a una mansión repleta de burgueses que asisten a un concierto de cuerdas, lo que deriva en un disparatado “intento de homicidio” contra Morvandieu disfrazado de su aversión patológica al oficio de su esposa, ahora con una anfitriona enigmática (Denise Gence) sometiendo al veterano a un quinteto de cuerdas, que interpreta una composición de Johannes Brahms, para que se suicide símil La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick, realización también citada a través del interior mustio y retrofuturista del edificio de los protagonistas. El inspector mata a tiros a todos los músicos y desparrama otra descarga contra la concurrencia del caserón, pero cuando pretende irse con Tram descubre que dos jóvenes les robaron la ambulancia y encima cae la policía, así Morvandieu aprovecha la situación para endilgarles la masacre a los ladrones y ordenar por radio su pronta detención. A la vuelta al edificio se desayunan con las desafortunadas noticias de que el homicida de Carmet finiquitó la existencia de la apetitosa viuda y de que se mudó un nuevo vecino, así el personaje de Blier utiliza a un ejército de uniformados para encontrar al intruso, para colmo un violinista (Michel Fortin), y expulsarlo mediante una sesión de tortura con vistas a que confiese un pasado criminal fabricado. Un subalterno de Morvandieu, Cavana (Eric Vasberg), le recomienda al jefe bajar las revoluciones y trasladarse al campo para esperar tranquilo su jubilación dentro de dos años, por lo que los tres protagonistas se mudan a una cabaña pero en vez de disfrutar del cambio de contexto todo lo ven como una molestia, desde el verdor y la humedad del bosque hasta el aburrimiento y los champiñones que podrían recoger. Las quejas cíclicas se cortan con la llegada de un sicario (Jean Benguigui) que recibió un sobre anónimo con dinero y órdenes de matar a Alphonse, aunque el inspector le miente diciéndole que el asesino en la piel de Carmet es Tram, generando un fusilamiento y el posterior arresto del responsable. Como el auto no les arranca, la supuesta víctima, el oficial y el sicario piden dedo en la ruta y así una deliciosa señorita (Carole Bouquet) los lleva en su coche pero se quedan sin nafta en un puente, donde el detenido se arroja al agua para escapar. La chica les propone trasladarse a una playa cercana para subirse a un bote y perseguirlo, así lo hacen y el desempleado consigue matarlo arrojándole la navaja y clavándosela con crueldad en la espalda. Todo parece perfecto hasta que se reanudan las discusiones con un Morvandieu que no desea regresar para recuperar el arma blanca y cuando Tram se entera que no sabe nadar lo empuja para que se ahogue, quedándose solo con la muchacha y aprovechando la circunstancia para confesarle su amor a primera vista, no obstante la mujer se revela como la hija de aquel acuchillado del metro del inicio y como casi siempre en el acervo artístico de Blier el relato se cierra como empezó, con otro homicidio, ahora el de un Alphonse que tampoco sabe nadar y es empujado del bote por la chica en venganza por la muerte de su padre aunque no sin antes asimismo dispararle con una Luger germana. En consonancia con los motivos del automatismo pernicioso de la posmodernidad, léase el trasfondo de todos haciéndose daño mutuamente sin conocer bien las razones de cabecera, y de la amistad que deviene en ventajismo camuflado, en esta oportunidad con los protagonistas pasando en un santiamén de la afabilidad a la histeria o perfidia a lo comedia demencial del cine mudo, Blier piensa a la deshumanización kafkiana/ camusiana amparándose en una escenificación minimalista basada en los espacios abiertos y desérticos, en lo referido a los exteriores, y en lofts desgarbados y claustrofóbicos de colores chillones que poco incitan a una vitalidad efervescente, en materia de los interiores, por ello mismo esta arquitectura aséptica, hueca y repetitiva al punto de la castración enajenada y enajenante desencadena continuamente patrones de conducta que se reproducen en la oquedad siempre inerte de un exterior con nulo contacto humano real en tanto símbolo o síntoma de la propensión de los ciudadanos de fines del Siglo XX en adelante a aislarse en sus burbujas, sin que en verdad en última instancia revista de importancia alguna el lugar donde han vivido, viven y/ o proyectan vivir a futuro. En este sentido resulta clara la intención del cineasta de enfatizar el daño irreparable sufrido cuando los protagonistas en el desenlace se trasladan a una coyuntura bucólica que desprecian y que no opera de manera beneficiosa porque rápidamente vuelven a ser como eran con anterioridad, incluso subrayando cuánto extrañan a una metrópoli del mismo modo en que el adicto no puede abandonar la droga que lo asesina poco a poco. Estas intentonas fallidas en pos de una sanación que no llega ni tampoco se pretende de modo sincero, por la dinámica del placer sádico que deviene en masoquismo semi suicida, también quedan reflejadas en los juegos identitarios y las permanentes confusiones que nos regala la trama, por ello Eugène Léonard se reconoce a sí mismo como una influencia nociva para su familia y pretende que lo maten y por ello aquella anfitriona burguesa de la mansión de Gence solicita un doctor para un paciente que resulta ser el supuesto médico de la ambulancia, el propio Morvandieu, quien en este caso no se reconoce como enfermo y hasta provoca una masacre cual mecanismo de defensa ante un entorno amenazante que pretende conducirlo hacia el suicidio cual castigo tácito. Un punto intermedio entre ambos extremos sería el propio Alphonse Tram ya que el susodicho se mueve en la línea divisoria entre por un lado el olvido inconsciente que lo lleva a la culpa, por ello no reconoce del todo el haber matado al contable del querido Serrault, y por el otro lado la lujuria asesina hecha y derecha comparable a la del bufón y sexópata en el pellejo de Carmet, éste a su vez tomando la forma de un significante vacío de corte homicida y paranoico que bien podría ser cualquier bípedo promedio de la jungla de cemento de la impersonalidad, la represión, la hipocresía, los delirios egoístas, la banalidad y sobre todo el canibalismo consensuado como principal mecanismo de comunicación e intercambio con el prójimo. La viuda, Geneviève, es otra de esas hembras cosificadas típicas del cine de Blier porque todo está encarado desde una óptica masculina que no pide perdón por nada ya que opta por evitar las moralizaciones baratas y la corrección política de cotillón que tanto mal le hacen al arte en general, una fémina que pasa de propiedad del marido que se sabe parásito social a objeto destinado a acoplarse a la vida del verdugo eventual, un Tram que asimismo no puede evitar compartirla con sus amigotes psicópatas a lo sociedad del cuchillo, las armas de fuego y las viejas y queridas manos que estrangulan a las víctimas de una libido tendiente a homologar sexo y muerte para vivir un día más con esos “fantasmas mentales” paradójicos que repelen y atraen en un único movimiento. De hecho, el título alude al sustrato glacial como indicador de muerte y al sobretodo de Alphonse, al cual jamás renuncia precisamente por una disposición gélida que lo obliga a asesinar y a seguir juntándose con su vecino y con el asesino de su esposa, con quienes sale de cacería como un gourmet de fácil saciedad en ese buffet variopinto llamado París, urbe atestada de chiflados que hacen de la angustia altisonante y el fariseísmo su modo de vida. Mediante las andanzas surrealistas nocturnas -y en el campo por fin diurnas- de estos tres dementes, Blier también recupera el viejo adagio de “los locos afuera y los cuerdos adentro” en referencia a las cárceles y los manicomios, ahora jugando con los conceptos de culpable e inocente y su intercambiabilidad y falta de sentido férreo o arraigado en la praxis al punto de transformarse en autoparodias que nos obligan a abandonar la búsqueda de una explicación y/ o justificación para los actos en pantalla y sus consecuencias y simplemente dejarnos llevar por la catarata de situaciones descabelladas que desparraman astucia e inconformismo a borbotones. Una vez más Depardieu brilla en todo su esplendor pero lo de Bernard Blier y Jean Carmet también resulta monumental, amén de la grata presencia de Geneviève Page, Jean Rougerie y una Carole Bouquet que venía de componer a Conchita, junto a Ángela Molina, en la última y magnífica película de Luis Buñuel, Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977). El director redondea otra obra maestra de la comedia contracultural que a posteriori extendería su influencia a gran parte del policial negro por venir y las películas sobre cofradías de marginados, excluidos, inadaptados o delincuentes comunes que en vez de concentrarse en el chiquitaje y la mediocridad de asignar responsabilidades por esto o aquello, prefieren en cambio ver al lienzo en su conjunto con el objetivo manifiesto de enfatizar el absurdo comunal y los callejones sin salida que los sujetos se construyen para sí mismos, aunque con una generosa asistencia por parte de la sociedad capitalista que los engendró y les imprimió unas compulsiones tan ridículas y porfiadas como maquiavélicas.
Buffet Frío (Buffet Froid, Francia, 1979)
Dirección y Guión: Bertrand Blier. Elenco: Gérard Depardieu, Bernard Blier, Jean Carmet, Geneviève Page, Michel Serrault, Denise Gence, Jean Rougerie, Jean Benguigui, Carole Bouquet, Liliane Rovère. Producción: Alain Sarde. Duración: 89 minutos.
El caso de Padrastro (Beau Père, 1981) es bastante particular porque aquí Blier retoma el sustrato incestuoso y pederasta de la segunda mitad de Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978) pero invirtiéndolo ya que en esta ocasión hablamos de una niña que se abalanza contra un hombre y no de un nene en dirección hacia una mujer, amén del hecho de que a nivel discursivo controvertido el asunto resulta por un lado exacerbado, en esencia debido a que ya no estamos ante la relación de dos semi extraños sino de un padre adoptivo con todas las de la ley social que ya lleva ocho años conviviendo con la menor, y por el otro lado sutilmente aminorado, en especial porque la chica en cuestión, Marion (Ariel Besse), ahora no pretende cortar la relación con su progenitor real como ocurría con el purrete del opus de 1978, Christian Belœil (Riton Liebman), a lo que se suma el detalle de que desde el vamos la película que nos ocupa no relega al tramo final del metraje a todo este atolladero sino que lo toma como su eje principal aunque optando por esquivar lo que podría haber sido una relación cien por ciento enfermita entre padre e hija para concentrarse en cambio en la más suave de padrastro e hijastra, madre reglamentaria muriendo en un accidente automovilístico de por medio. Si bien es indudable que en términos incestuosos habituales masculinos el film de Blier está mucho más emparentado con la combinación de comedia negra y melodrama fatalista de Lolita (1962), de Stanley Kubrick, que con la histeria y los apenas maquillados golpes bajos de La Luna (1979), de Bernardo Bertolucci, la película francesa no se puede homologar a la legendaria adaptación del libro homónimo de 1955 de Vladimir Nabokov ya que su tono narrativo es curiosamente más melancólico -a la vez meditabundo, etéreo y de una linealidad retórica cuasi clasicista más allá de algunas interpelaciones a cámara y soliloquios por parte de los personajes- que volcado a las ironías promedio, los volantazos en la trama y la doctrina del shock que uno podría esperar de una realización de un experto en el escándalo como Blier, en esta oportunidad muy interesado en los pormenores de un Complejo de Electra que se resuelve y no se resuelve porque la muchacha interesada en el incesto con el padre jamás llega a competir realmente con la otra hembra del hogar, la progenitora, y se decide a esquivar a la figura paterna real, Charly (Maurice Ronet), a la que considera odiosa hasta cierto punto, para obsesionarse con el símbolo paterno alternativo y más joven, Rémi Bachelier (Patrick Dewaere), depositario verdadero del interés sexual de la que fuera la madre, Martine (Nicole García). A pesar del metraje de dos horas, evidencia del cuidado naturalista que el director y guionista le dedicó a cada escena para que nunca se quiebre ese verosímil hiper romántico pero melodramático apesadumbrado clásico al que nos referíamos con anterioridad, la historia en sí es quizás la más minimalista y acotada de toda la carrera del cineasta. Como si se tratase de un film noir de cadencia bien cínica que gusta de estafar al espectador vía falsas expectativas, la odisea abre con Rémi comentándonos con acidez que es un pianista que nunca se ha sentido del todo conforme con su desempeño como músico y que trabaja en restaurants elegantes para comensales ricachones que no le prestan atención alguna porque lo único que se pretende de él es que cree “una sensación de calma y comodidad”, hombre de 29 años que está feliz con los 250 francos que gana por noche -más una cena y una bebida fría- pero que suele amargarse porque su esposa le pide dinero, no le gusta para nada su música y encima él cobra sólo los fines de semana. Martine efectivamente está dispuesta a abandonarlo tanto por el poco efectivo que aporta como debido a una distancia existencial/ laboral que tiene que ver con el hecho de que cuando él llega del trabajo ella está dormida y cuando la mujer se despierta a la mañana el joven debe seguir durmiendo para compensar noches agitadas de piano que terminan muy tarde. A lo anterior se agrega una nada disimulada depresión por parte de la fémina que se explica por su edad y su profesión, el modelaje, siendo para el rubro ya una veterana y por ello generando que los fotógrafos estén más interesados en su cuerpo que en su rostro, por ello sólo consigue encargos para modelar ropa interior o específicamente corpiños, lo que le resulta indignante. La parca la encuentra una mañana en camino a una sesión fotográfica en su Volkswagen Tipo 1, el famoso Escarabajo o Beetle, cuando Bachelier empuja el vehículo porque se quedó sin batería hasta que arranca, sin embargo de repente se le cruza un camión en una calle parisina y la mujer fallece en el choque resultante mientras grita el nombre de su segundo esposo, Rémi. El susodicho no tiene el valor para comunicarle la tragedia a Marion, por entonces de 14 años, por lo que le escribe una nota y se la deja arriba de una mesa mientras sale a hacer compras en un almacén cercano, así a la vuelta ambos se abrazan entre lágrimas y la preadolescente le hace prometer que le permitirá vivir con él ya que no desea mudarse con su progenitor real, Charly, un alcohólico y dueño de un club nocturno que jamás demostró demasiado interés en la muchacha, todavía para colmo sintiéndose algo ofendido por el desaire de ocho años atrás de Martine, cuando lo abandonó en pos del divorcio y un nuevo casamiento, ahora con Bachelier. El personaje de Dewaere no puede evitar que el padre tome posesión de su vástago, mitad como venganza en diferido y mitad por un verdadero impulso orientado a tratar de “sintonizar” con su hija y recuperar el tiempo perdido, no obstante Marion regresa al departamento de Rémi con todas sus posesiones a posteriori de un período de enojo inicial de la joven para con su padrastro por lo que consideró una traición, eso de haberla entregado a un Charly que termina reconociendo la derrota, pelea a los puños de por medio, y pese a tener la custodia legal acepta que la chica viva con el que fuera el marido de su ex, ahora un viudo bisoño. Por la depresión del tiempo sin la niña Bachelier pierde su trabajo en el restaurant y ello lo lleva a dar clases de piano que son complementadas con el dinero que recibe Marion como niñera, pero nuevamente se aparecen nubes en el horizonte familiar cuando la mocosa baja su nivel académico, come poco y se la nota más abstraída y mucho menos sociable, lo que es malinterpretado por el entorno educativo y hogareño como un caso de anemia cuando en realidad lo que le sucede es que está enamorada de su padrastro, por el que siente una fuerte atracción física como se encarga de aclarárselo una noche en la cama del hombre. Rémi la rechaza esgrimiendo la diferencia de edad y la explicación de que ambos se volvieron muy dependientes entre sí después de la muerte de Martine, sin embargo la preadolescente insiste con tenacidad apareciéndose desnuda en el lecho del pianista y obligándolo a decirle que es muy joven y muy frágil, que siente culpa ante la presencia inmaterial de su madre y que las fantasías eróticas pueden existir pero la mayoría está condenada a nunca pasar a la praxis cotidiana de los sujetos. Bachelier no sabe cómo sacársela de encima y opta por asentir cuando un médico propone llevarla a un clima de montaña y Charly se ofrece a pasar un tiempo con ella en Courchevel, una estación de esquí en los Alpes galos donde inaugurará un salón de fiestas. En el tren de partida el hombre comete la equivocación de acceder a darle un beso como adultos, en la boca, y allí todo su heroísmo estalla por los aires al punto de que días después no aguanta más y se va en un automóvil prestado hasta el lugar, se paga una habitación de hotel y ambos tienen sexo. En el trajín Rémi pierde el departamento burgués que alquilaba por falta de pago y se muda por unas jornadas a la casa de sus amigos Nicolas (Maurice Risch) y Simone (Geneviève Mnich), una pareja, cabeza a su vez de una familia numerosa, que conoce de antaño porque el primero trabaja en un local de diarios y cómics y suele improvisar con su contrabajo mientras Bachelier aporta el piano, lo que deriva en el traslado del padrastro y su hijastra a una residencia semi derruida que tiene los días contados, en concreto seis meses antes de ser tirada abajo. Rémi consigue trabajo tocando el piano en un salón de té para veteranas patéticas de la alta burguesía y pretende que Marion se busque un reemplazo romántico para que puedan tener una relación tradicional, no obstante una vez más termina cediendo cuando la chica lo cela organizando una fiesta con muchos compañeros varones del colegio. Pronto se vuelven amantes y Charly un día hasta los encuentra abrazados y besándose, sugiriendo que efectivamente son una pareja pero Rémi niega el asunto y el progenitor se marcha cabizbajo sin mucho que agregar. La chica continúa trabajando como niñera y una noche se aparece ante Bachelier solicitándole ayuda por una niña enferma a la que cuida, Nathalie (Hélène Bodin), mientras su madre, una pianista divorciada llamada Charlotte (Nathalie Baye), está fuera con unos amigos. Ambos llaman a una doctora de urgencia (Catherine Alcover) que les confirma que es sólo una gripe pasajera y se lleva todo el efectivo en el bolsillo de un Rémi que queda prendido de la madre y hasta le pide dinero a Simone para luego comprar las medicinas de Nathalie, justo como antes le había solicitado su coche para ir hasta Courchevel. Como casi siempre ocurre en el cine de Blier, la relación estalla por sí sola sin que intervenga de manera exclusiva la moralina comunal externa porque Marion comprende no sólo la identificación y enamoramiento de su amante/ padrastro con Charlotte, una pianista exitosa que toca profesionalmente dando conciertos ante un público en verdad interesado, sino el hecho de que deberán seguir escondiéndose con Bachelier durante años para evitar que lo metan preso sin más por estupro. Luego de un concierto de la pianista, la joven y el muchacho llegan a un acuerdo de corte realista basado en el compromiso de cada uno de buscar un sustituto para el otro aunque sin renunciar a la posibilidad de seguir viéndose a lo largo del tiempo cuando lo deseen, independientemente de con quién estén saliendo en cada momento. La infaltable circularidad narrativa domina el remate porque aquí el varón vuelve a ver su vocación musical tambalearse por una presencia femenina pero ahora de manera definitiva, ya que abandona por completo la música al reconocerse sin talento frente a una profesional consumada como Charlotte, cayendo en sus brazos en el mismo instante en que Marion regresa con Charly y Nathalie presencia cómo Rémi y su madre tienen sexo por primera vez, lo que por cierto funciona como un eco lejano de una frase de la preadolescente a Bachelier en materia de aclararle que siempre supo que era un buen amante, por ello deseaba desde el vamos acostarse con él, gracias a esos gemidos de Martine que escuchaba a través de las paredes y desde su propia habitación, en suma indicando que probablemente todo empezará de nuevo a futuro porque Nathalie sentirá también una atracción irrefrenable hacia la flamante pareja de su madre. Padrastro, basada en la novela homónima de Blier de este mismo 1981, puede leerse como un experimento en el campo del melodrama con toques de un sexploitation muy contenido y de talante artístico delicado, una obra que explora terreno ya transitado por el realizador aunque dejando de lado en gran parte aquellas ironías lúdicas de Preparen los Pañuelos y recuperando específicamente el costado más serio, meticuloso y humanista de la relación entre el citado Belœil y la mujer de turno, Solange (Carole Laure), aquí metamorfoseada en un vínculo mucho más tenue y pasional y menos morboso porque la distancia corrosiva que imponía la farsa hoy desaparece para dejar lugar a un amor sincero que tiene mucho de compensación en la vida privada frente a los problemas laborales, existenciales, profesionales, románticos y actitudinales que arrastra el algo sumiso Rémi, supuesto protagonista de una historia en la que termina hegemonizando Marion pero no en los términos de los melodramas rosas tradicionales, léase porque la muchacha podría condenarlo a prisión en caso de que se ofendiese y lo denunciase ante las autoridades, sino en función de la simple preeminencia de la opinión femenina en determinadas parejas en las que el macho tiende a convalidar el parecer ajeno por compartirlo o por excesivo respeto, justo como ocurre en el principio cuando patalea un poco ante la decisión de Martine de abandonarlo pero sin sentirse demasiado capacitado por pelear en serio por el otrora afecto compartido. La figura del padre postizo le permite a la preadolescente llevar a la realidad la fantasía de intimar con la representación masculina de la casa reemplazando a su madre fallecida en la cama, sin embargo el desarrollo paulatino de la trama y la naturalidad con la que ésta encara el polémico tópico resultan sorprendentes ya que Blier, como aseverábamos con anterioridad, ni siquiera se molesta en construir en Charly una figura cruel o punitiva verdadera que actúe -como en los dramas incestuosos clásicos- como símbolo del castigo social en nombre del tabú consensuado de turno, optando por retratarlo también como un pobre diablo algo mucho patético que definitivamente asimismo correteó bajo la falda de la verdadera personalidad dominante en la relación, Martine, quien con su breve paso por la pantalla hace evidente que era una arpía atenuada cual espejo muy amargo de Marion, la cual parece haber aprendido la lección al punto de no forzar la relación que comparte con su padrastro ni pretender imponerse siempre por la fuerza sobre el macho, en el fondo un bonachón del montón que era feliz viviendo con lo justo y tocando el piano y que termina castrado a nivel conceptual por las figuras femeninas adultas de la trama, de hecho esa Martine que condenaba abiertamente su música y esa Charlotte que pone en evidencia su inferioridad de manera pasiva y sin siquiera saberlo, recordemos en este sentido que el hombre le hace prometer a Marion que jamás le comentará a Charlotte acerca de su pasado como pianista por la vergüenza que siente al no haber conseguido hacer nada con ello en términos de reconocimiento o aunque sea un trabajo un poco más estable. Blier consigue edificar una Marion que es en simultáneo una jovencita real con salidas muy propias de su edad y con una precocidad que es la de muchas adolescentes, por un lado, y una efigie quimérica masculina que representa el ideal del cariño irrestricto, dulce y sin la propensión a juzgar y pretender cambiar al varón de tantas mujeres, por el otro lado, rauda cosificación femenina entre algodones que se entronca con su homóloga de los opus previos del director aunque, desde ya, complejizando mucho el carácter de las hembras y sin renunciar a la idea insistente del autor de señalar el destino de fracaso que esconde el asunto porque así como las féminas buscan acoplar al varón a su modelo de “hombre perfecto” éste a su vez derrapa hacia sus muchas compulsiones, como la promiscuidad, el egoísmo y cierta banalidad irresponsable a la que no puede renunciar. Ronet, Mnich, Risch y Baye acompañan muy bien a Ariel Besse, por entonces de 15 años, y Patrick Dewaere, hoy en uno de sus últimos trabajos antes de suicidarse en 1982 producto de una depresión por dificultades financieras, una adicción a las drogas y el paradójico recuerdo de un abuso sexual cuando niño, dos intérpretes fenomenales que vuelven a señalar el excelente desempeño de Blier de siempre en materia de la dirección de actores. Muy pocas veces se analizaron con tanta eficacia e ingenio las sexualidades interconectadas de hombres y mujeres desde una temprana edad que no sólo define el carácter futuro de los individuos sino que pone en entredicho esa concepción vulgar estupidizante que le niega complejidad a los años pueriles como si la adolescencia concentrase de golpe todos los dilemas del intelecto y la identidad erótica en formación, por ello películas como Padrastro que ponen el dedo en la llega resultan ultra necesarias y bienvenidas para sopesar el asunto desde sus múltiples variantes y desde una rigurosidad discursiva rebelde que le escapa a la mediocridad, idiotez, simplificaciones, redundancias y mojigatería censuradora de las sociedades de nuestra contemporaneidad.
Padrastro (Beau Père, Francia, 1981)
Dirección y Guión: Bertrand Blier. Elenco: Patrick Dewaere, Ariel Besse, Maurice Ronet, Geneviève Mnich, Maurice Risch, Nathalie Baye, Nicole García, Catherine Alcover, Michel Berto, Macha Méril. Producción: Alain Sarde. Duración: 119 minutos.
Vestido de Fiesta (Tenue de Soirée, 1986):
A primera vista semejante a aquella premisa de Los Rompepelotas (Les Valseuses, 1974), sobre todo en lo referido al derrotero criminal de un trío de adorables forajidos compuesto por dos machos y una hembra, el núcleo conceptual de Vestido de Fiesta (Tenue de Soirée, 1986) en realidad está emparentado al surrealismo demencial, iconoclasta y profundamente antialienación moderna de Buffet Frío (Buffet Froid, 1979), basta con pensar que de un momento al otro la película que nos ocupa salta de una viñeta enajenada o amoral a otra sin nunca perder esa humanidad y esa honestidad tan necesarias para generar empatía del otro lado de la pantalla, por un lado recuperando el frenesí inclasificable de situaciones dignas de las represiones del inconsciente y por el otro lado dotándolas de suficiente veracidad tragicómica como para que se sientan palpables y terminemos reconociendo que cualquier homofóbico bajo la influencia y/ o presión adecuada puede transformarse en un travesti que disfruta de su condición y hasta la considera irreversible. El film, obra fundamental en el desarrollo artístico de Pedro Almodóvar, Gus Van Sant, Todd Haynes, John Cameron Mitchell y otros autores modernos del cine queer mundial, explora con mano maestra tres grandes tópicos, a saber: primero tenemos el carácter intercambiable de las identidades tanto en las parejas heterosexuales tradicionales como en las homosexuales y más allá, lo que sitúa en primer plano la estupidez de asignar la preeminencia de uno sobre el otro ya que esta aleatoriedad -con un margen de autoconsciencia y decisión propia- termina hegemonizando el asunto al punto de que determinada posición simbólica puede mutar en la opuesta sin que importe mucho la supuesta ortodoxia del sujeto o su pretendida fiereza en materia de defender su postura u orientación del momento; en segundo lugar viene esa tendencia a la aislación cada vez más decadente de las comunidades de fines del Siglo XX en adelante, propensión desde ya vinculada a la impersonalidad señalada y a la repetición de una estructuración social que pregona el control deshumanizador, la banalización de lo complejo y la obsesión con amoldarlo todo a criterios ya conocidos o trabajados hasta el hartazgo con anterioridad; y finalmente en tercer lugar está la importancia de las relaciones de poder dentro de la pareja en tanto reflejo de esto mismo que subrayábamos, lo que acontece a nivel del todo social, por ello siempre aparece uno que domina/ penetra y otro que se somete/ se deja penetrar siguiendo la metáfora visual bien explícita del sexo, algo que deriva en la explotación consuetudinaria laboral y la convalidación de jerarcas elegidos a dedo en medio de un absurdo general que toma de ejemplo la convivencia organizada de los miembros de una misma especie de la naturaleza pero pervirtiendo su funcionamiento a escala macro, ya que el dominio de un ejemplar por sobre el resto en el sustrato salvaje garantiza la supervivencia del grupo mientras que esa misma lógica aplicada a los bípedos casi siempre equivale a los desastres del gregarismo humano como el ventajismo, la egolatría, el acaparamiento de recursos y la simple y llana necedad de seguir de manera activa o pasiva a quien nos conduce al abismo de unas crisis que antes eran cíclicas y ahora se la pasan tocando la puerta todo el tiempo. Una vez más tomando la forma de un policial negro que deriva en delirio escalonado como en Buffet Frío, aunque en esta oportunidad más sexual farsesco que sólo existencial delictivo, la faena empieza en una fiesta nocturna símil kermés en la que Monique (Sylvette Herry alias Miou-Miou) basurea de pies a cabeza a su marido bigotudo Antoine (Michel Blanc) por ser un pobre diablo y un inútil que no le garantiza una vida digna, se la pasa hablando de su amor hacia ella y no hace nada para sacarla de la casa rodante destartalada y siempre gélida en la que conviven, estacionada en un terreno baldío de los suburbios de París. La agitada discusión entre los menesterosos es interrumpida por un tal Bob (Gérard Depardieu), hombre con un traje elegante y un cóctel en una mano que le da una cachetada correctiva a la mujer para que se calle y suelta sin más en el piso un montón de francos que la fémina comienza a recolectar extasiada. El verdadero interés del extraño es Antoine y por ello lo enfrenta con el pecho al descubierto, tatuaje carcelario de un barco de por medio, y lo insta a clavarle una navaja que el marido consternado saca de improviso para defender a la hembra. El susodicho no sólo se acobarda sino que también se calla la boca cuando Bob les entrega más billetes a ambos, diciéndole al varón que debe hacerse respetar porque a las mujeres hay que enseñarles quién manda ya que caso contrario hegemonizan la relación fácilmente sirviéndose de su belleza o supuesta fragilidad/ vulnerabilidad. Pronto se hace evidente que el personaje del querido Depardieu es un ladrón ya que ante la pregunta acerca de dónde obtuvo el efectivo el hombre responde que el dinero está por todos lados cual arroyo y que uno sólo tiene que agacharse para recogerlo con valentía y desparpajo, las dos características paradigmáticas de Bob, quien los lleva a ingresar en una mansión con un llavero universal lubricado y así encuentran una nueva tanda de billetes escondidos debajo de la alfombra de la escalera del inmueble, todo cortesía de un fraude fiscal. Mientras Monique se saca el gusto de asearse y se baña, Bob le coloca un abrigo de pieles a Antoine y le aclara desde el vamos que tiene “muchos planes” para él, lo que genera que huya espantado hacia su esposa y gritando que el flamante amigo de la pareja es maricón, no obstante el asaltante profesionalizado en el presidio logra engañar momentáneamente al dúo oliendo a la mujer mientras ésta se refriega contra la pija de Bob, consiguiendo una erección que da por finalizada la polémica. Sirviéndose apenas de su nariz a lo instinto criminal sobrehumano, el ladrón los conduce hacia otra residencia lujosa en la que hallan unos lingotes de oro en un baúl del entretecho, todo bajo la filosofía de cabecera de un Bob animalizado y seductor que nunca se niega a una presa fácil ya que considera que “una casa de noche es como una mujer en la cama: se da vuelta, gime y cuando lo hace yo la penetro”. El hombre sigue a los cónyuges hasta su triste caravana y termina convenciéndolos de que se unan a su existencia nómada -de hogar robado en hogar robado- cuando una colilla mal apagada genera un incendio y el tráiler explota por una garrafa de gas. Todos deciden ingresar en una tercera casa nocturna y mientras Antoine y Bob arrancan la alfombra del piso Monique se consagra a un lindo ménage à trois con el matrimonio residente (Jean-François Stévenin y Mylène Demongeot) para que le diga dónde tiene guardado el dinero, sin embargo cae la policía y Antoine comienza a repartir golpes para todos ante la mirada celebradora de Bob a sabiendas de que sus enseñanzas están surtiendo su efecto y el hombre ahora se impone con carnadura. En una cuarta casa, ya bordeando el amanecer, se dedican a un banquete en conjunto con comida ajena y el personaje de Gérard comienza a acariciarle la bragueta del pantalón a un Antoine que tiene una erección pero se sigue resistiendo y no aceptando al asunto como una “broma” de parte de Bob, a quien sólo excitan las fieras masculinas que se resisten como Antoine y no las hembras anodinas que se entregan de inmediato o por el contrario invitan a ser tomadas por asalto como toda belleza remilgada, no obstante nuevamente son interrumpidos cuando caen los dueños del hogar, en esta ocasión una pareja de oligarcas de la alta burguesía (Jean-Pierre Marielle y Caroline Silhol) que se sienten deprimidos y toman de rehenes a los ladrones a punta de pistola porque les parece fascinante que ellos arriesguen su libertad para robar posesiones que simbolizan el aburrimiento eterno del privilegiado, amén del hecho de que los necesitan para una orgía improvisada porque el adinerado quiere ver cómo los dos asaltantes penetran en simultáneo a su mujer, uno por delante y el otro por atrás, mientras él por su parte se los coge por el culo. El trío termina corriendo en paños menores por la calle luego de que el personaje de Blanc casi matase al oligarca, provocando que Bob le aclare que todos asesinamos por lo menos una vez en la vida y que a cualquiera le puede llegar en cualquier momento la condena darwinista de convertirse en verdugo del prójimo. Llegado este punto incluso Monique insta a Antoine a acostarse con Bob como una forma de mantenerlo feliz porque efectivamente el susodicho les devolvió la dignidad a ambos y a pesar de que el corpulento gay reconoce que las mujeres están hechas para la atracción, en sintonía con lo que considera una “competencia desleal”, no puede evitar enamorarse de un Antoine que siente resquemor a adoptar el lugar pasivo en el sexo porque Bob no se anda con muchas metáforas al comunicarle su intención de sodomizarlo con entusiasmo y cuanto antes. Monique trata de sustituir a su marido en el corazón de Bob y se acuesta con él pero es en vano porque lo único que consigue es darle celos a Antoine pero no en relación a ella sino al ex presidiario, el cual logra imponer su voluntad cuando luego de una cena muy coqueta en un restaurant la mujer se marcha para dejarlos solos y ambos penetran en una mansión repleta de esculturas, donde el personaje de Blanc por fin entrega el culo en medio de un ambiente extremadamente romántico que de todos modos no le impide a Bob, apenas momentos después, oficiar de proxeneta tácito y vender a su amante por una pila de billetes al dueño de casa (Bruno Cremer), otro burgués perversito y ricachón que desea darle amor anal a Antoine, recién asumido como gay. El hombrecito golpea al oligarca en la cabeza sirviéndose de su propia Luger, en el momento en el que le agarra el bulto genital, y luego le reprocha su traición a Bob, quien a su vez se asume como un canalla atrapado en su propia compulsión de siempre sacar partido del otro e imponerse. Antoine intenta regresar a la cama matrimonial con Monique pero termina marchando raudo al dormitorio del ladrón, el cual se enternece cuando la mujer a la mañana siguiente los recibe con el desayuno y se pone a llorar al recordar a su madre, generando que se sincere y les diga a los dos varones que anhela una vida citadina tradicional con hijos y una casa modesta. Pasado el tiempo eventualmente compran con lo robado una residencia suburbial en donde viven los tres pero con la hembra reducida a una hilarante posición de servidumbre esclavizada, en esencia la encargada de cocinar, limpiar y lavar y planchar la ropa de todos y totalmente expulsada del lecho, debiendo conformarse con ver cómo los hombres cogen todas las noches. Bob no sólo se encarga de demostrar a ojos de Antoine que Monique se convirtió en una inútil y una dominada patética, justo como era su marido al principio del relato, sino que incluso se la termina de sacar de encima cuando la vende como puta a un amigo alcahuete español, Pedro (Michel Creton), el cual la embauca diciéndole que tiene una discoteca en Costa del Sol con piscina, olivos y sol todo el año. Los roles vuelven a intercambiarse en ocasión de la desaparición de la hembra del hogar porque Antoine pasa de ser el mimado de Bob al responsable de las tareas domésticas al punto de adoptar todas las quejas femeninas habituales del caso como por ejemplo la soledad a la que su pareja lo condena, el poco interés que el delincuente manifiesta por la relación que los une y por supuesto las pocas o nulas salidas en conjunto al cine o comer afuera por la aparente vergüenza que Bob siente por un Antoine que derivó en caracúlico todo terreno y descuidó su apariencia o supuesto sex appeal. Como si se tratase de un marido y una mujer de toda la vida, el pasivo acusa al activo de tratarlo para la mierda, de no considerar que abandonó todo y se hizo puto para estar con él y hasta de una probable infidelidad con un tercero ignoto, y por el otro lado el activo acusa al pasivo de armar escándalos por gusto en función de fantasías que sólo están en su cabeza y graciosamente, como hacen muchos hombres, compra el perdón con regalos improvisados y lleva a bailar a una discoteca a su pareja, ya completamente travestido como una mujer con el bigote afeitado, un vestido, tacos altos, una peluca castaña y una cartera. En el boliche de turno todo va perfecto hasta que Antoine ve a Monique, que ahora responde al nombre de Dolores a la espera de que Pedro se digne a llevarla a Málaga, y la sigue hasta el baño con un cliente que le da una cachetada y se rehúsa a pagarle porque ni chupar la pija sabe, lo que genera que caiga el proxeneta y la muela a puñetazos y patadas al punto de que su ex marido la defiende clavándole un cuchillo al atacante en el estómago, sin embargo la fémina saca un revólver de la ropa del alcahuete y enfurecida porque mató a su amado Pedro le termina disparando en un hombro a Antoine, el cual a su vez toma el arma y marcha al encuentro de un Bob que estaba bailando y deseoso de intimar con un taxi boy escultural (Jean-Yves Berteloot). Antoine los ve tener sexo y luego ventila el revólver y comienza a disparar, pegándole un tiro en un brazo al taxi boy y obligando a Bob a ponerse la peluca y robar un coche para escapar hacia ningún lugar. La última escena nos regala el reencuentro de los tres protagonistas aunque ahora frustrados y prostituyéndose con ropas femeninas en la zona roja de París, todo en medio de una baja de clientes que atribuyen a las nuevas epidemias de transmisión sexual como el HIV/ Sida y en una calle llena de meretrices y tan helada como aquella casa rodante del comienzo, precisamente por ello se dirigen a un bar cercano para tomar chocolate caliente mientras discuten cómo deberían criar en conjunto a un niño en apariencia ficticio que Antoine engendró, Pascal, quien en sus sueños diurnos se les aparece retraído y solitario y por ello Bob y Monique aseveran a puro masoquismo existencial que debe ser por culpa de la nueva maestra del colegio, una puta de mierda que se preocupa más por su peinado y su maquillaje que por los purretes. El personaje de Miou-Miou lamenta que hoy ya nadie escuche a nadie y que para hacerse oír uno deba gritar todo el maldito tiempo, luego se marcha para regresar a la calle junto a Bob dejando solo a un Antoine que se pinta la boca con un lápiz labial rojo histérico mientras sonríe a cámara y la película finiquita. La permanente intercambiabilidad de las posiciones simbólicas dentro del trío, esto de que cada uno suplante al otro en determinado lugar o rol de modo cíclico, tiene que ver precisamente con la mediocridad taxativa fanática actual y la poca importancia verdadera de las categorías que podamos asignarnos o asignar a terceros, hablamos de hombre o mujer, heterosexual u homosexual, delincuente o persona siempre temerosa de la ley, ricachón o menesteroso, culto o analfabeto, indeciso o confiado en sí mismo/ de su voluntad, nómada o sedentario, soñador o pragmático cruel, plutócrata o humilde, ensimismado en su egoísmo o solidario para con el otro, lujurioso o reprimido, conservador o vanguardista desaforado, pancista o espontáneo, sensato o delirante, defensor de la propiedad privada o amigo de lo ajeno, crédulo o cínico, leal o traidor, esclavo o amo, hedonista o diletante de la ética, religioso o ateo, promiscuo compulsivo o defensor de la pareja y sus compromisos ante todo y todos, etc. El desarrollo enrevesado de los personajes se va moviendo según esquemas sarcásticos surrealistas que le escapan a las definiciones férreas y que poseen un pie en la praxis mundana y el otro en el desvarío más inconformista o altisonante, por ello en primera instancia la libido en pantalla se convierte en un campo de batalla en donde se juega el verdadero eje del relato, léase quién domina a quién en cada momento, y en segundo lugar la perspectiva democratizadora y anarquista salvaje de Blier empareja a todos con todos y condena tácitamente el absurdo de estas relaciones de poder en las que nadie debería violentar o situarse por sobre el prójimo desde el vamos, ya sea mujer, hombre o ese ecléctico rango intermedio que el film sistematiza mediante la figura de un Antoine en constante metamorfosis de la mano de la influencia gloriosamente corruptora/ disruptiva de un Bob que lo saca por un tiempo del automatismo predestinado, simbolizado a su vez en el conservadurismo naif de Monique, ya que representa la promesa de una mejoría utópica futura empardada a una felicidad que nunca se condice con lo previsto debido a que cada sujeto jamás puede del todo dejar de internalizar los roles que la sociedad le asignó cuando niño y/ o adolescente, sustrato alienante que se reproduce ad infinitum sin que resulten en verdad decisivas la apariencia, la orientación sexual o el ideario de los individuos de a pie. Tomando el motivo del acervo queer para hacerlo propio e ilustrar el sinsentido estupidizante comunal que nos interpela de modo continuo para que nos comuniquemos con el otro ejerciendo un ninguneo más o menos explícito con vistas a imponer nuestra idiosincrasia por sobre la del resto del colectivo vincular, Blier vuelve a explorar las inseguridades masculinas señalando la ciclotimia de su principal punto de referencia, no el propio ego del varón o su falo sino la hembra que tiene al lado o cualquier bípedo que ocupe su rol dentro de la pareja o el trío o el grupo sexual o afectivo que sea, así la prototípica sinceridad del trasfondo pernicioso masculino y su propensión a la perfidia chocan contra la histeria autovictimizante y bastante oportunista de las mujeres a la hora de manipular al varón para obtener lo que quieren, modificarlo a gusto y abandonarlo cuando ya no cumple las expectativas porque se pasó de bobo o de egocentrista prosaico. Como toda comedia satírica que se precie de tal, Vestido de Fiesta, clara referencia al atuendo del final de Antoine, al mismo tiempo que se burla de la manía de la supremacía entrecruzada entre los personajes/ integrantes de las sociedades posmodernas también le encuentra un costado masoquista encantador ya que por lo bajo asimismo toma la forma de una pulsión de muerte que deriva en suicidio porque el privilegio siempre funciona en detrimento de un prójimo que bordea el colapso, acumula rencor y maquina una venganza que restituya el equilibrio dentro de un estado quimérico natural que, como decíamos antes, se homologa a la perfección de la naturaleza vía las jerarquías de un ecosistema que mantiene el orden sin generar los desfasajes patéticos de los seres humanos cuando pretenden copiarlo aunque “adaptándolo” a sistemas bien atroces como un capitalismo basado en la inequidad, la dependencia, el escalafón, la vigilancia estatal o civil, el despropósito y esta pirámide de la preferencia condenada a derrumbarse a corto, mediano o largo plazo. Depardieu y Miou-Miou brillan como nunca pero el que se destaca con el papel más jugado es el genial y ya por entonces también veterano Michel Blanc, un intérprete en verdad supremo y polimorfo que corona otra obra maestra de Blier tendiente a beneficiarse de los chispazos musicales ochentosos del mítico Serge Gainsbourg y de una desfachatez y osadía que reinstauran a la libertad creativa como el quid del arte de vocación contracultural y resonancias terroristas antidiscriminatorias, esas que se pasean con orgullo, tacos aguja y un pene en la bombacha.
Vestido de Fiesta (Tenue de Soirée, Francia, 1986)
Dirección y Guión: Bertrand Blier. Elenco: Gérard Depardieu, Michel Blanc, Miou-Miou, Michel Creton, Jean-François Stévenin, Mylène Demongeot, Caroline Silhol, Jean-Yves Berteloot, Bruno Cremer, Jean-Pierre Marielle. Producción: René Cleitman. Duración: 79 minutos.
Demasiado Bella para ti (Trop Belle pour toi, 1989):
Demasiado Bella para ti (Trop Belle pour toi, 1989) retoma una de las fórmulas narrativas favoritas de Blier, los triángulos amorosos, pero ahora encarándola desde una perspectiva que es común en cualquier otro realizador pero algo extraña viniendo del amigo Bertrand, todo un especialista en las ópticas trastocadas, hablamos del simple y llano adulterio englobado en las clásicas complicaciones generadas cuando dos de los integrantes del trío tienen familias ya constituidas con sus respectivas parejas y/ o vástagos. Aquí el director y guionista se tira de cabeza a un andamiaje retórico típicamente godardiano que va más allá de una arquitectura no lineal con continuos flashbacks y flashforwards ya que apuesta a incorporar además permanentes soliloquios internos por parte de los personajes, miradas y comentarios a cámara, un tono narrativo por momentos muy onírico, juegos insólitamente respetuosos para con la idiosincrasia del melodrama, explosiones repentinas de histeria o emotividad que refuerzan la ciclotimia de fondo, chispazos de lirismo tragicómico y en especial esa interrelación marca registrada de Blier entre el distanciamiento del sarcasmo por un lado y un humanismo en verdad exquisito por el otro, ahora ambos muy sostenidos en la labor apasionada del elenco, una banda sonora dominada casi por completo por la música de Franz Schubert, el montaje fragmentado de Claudine Merlin y una maravillosa fotografía cortesía de Philippe Rousselot, un genio de cadencia imaginativa y preciosista que supo trabajar para autores de la talla de Jean-Jacques Beineix, Samuel Fuller, John Boorman, Stephen Frears, Neil Jordan, Jean-Jacques Annaud, Philip Kaufman, Robert Redford, Patrice Chéreau, Milos Forman, Sydney Pollack y Tim Burton, entre muchos otros. La película en sí explora dos conceptos que indudablemente estuvieron flotando a lo largo de toda la carrera del cineasta pero nunca habían pasado del todo al primer plano como en esta ocasión, en primera instancia nos referimos al sustrato caprichoso de una belleza social que se nos presenta intolerante desde la crianza pero que en la adultez puede mutar en un sinfín de variantes que se corresponden con la personalidad de cada sujeto, el inefable azar y aquella apariencia, encanto o ideario que consideremos atractivos, por cierto poniendo de manifiesto cuánto de improvisación inconsciente e inexplicable tiene el amor en general y su principal pata mundana, el sexo, y en segundo lugar está el anhelo íntimo/ romántico de una masculinidad en ebullición que nunca se deja del todo aprisionar en los muros hogareños y tiende a buscar “nuevas conquistas” con un afán semi incontrolable de promiscuidad que en tantas ocasiones simplemente se condice con el aburrimiento, las rutinas cansadoras o la insatisfacción con lo logrado hasta entonces o con aquello en lo que devino el sueño utópico amoroso de antaño, sea éste de la naturaleza que sea, en el film que nos ocupa tomando la forma en términos concretos de una repulsión tácita hacia lo bello consensuado por la sociedad, específicamente la deliciosa esposa del protagonista, y una atracción cuasi animal o primaria atávica hacia una amante aleatoria que se supone no es tan agraciada como la fémina anterior, la secretaria del adalid de la traición, asimismo ella metiéndole los cuernos a su marido porque también está casada como su jefe. La trama es minúscula y se concentra en Bernard Barthélémy (Gérard Depardieu), propietario ricachón de un concesionario y taller mecánico de BMW de la capital gala y señor que se casó con la hermosa Florence (Carole Bouquet), envidia eterna de su círculo de amigos burgueses lambiscones y mujer con la que engendró dos purretes, una nena (Juana Marqués) y un niño un poco mayor (Flavien Lebarbe). Todo parece estable en el hogar de los Barthélémy hasta que el hombre contrata como secretaria/ asistente a Colette Chevassu (Josiane Balasko), una mujer gordita, bajita y tampoco demasiado favorecida a nivel de su rostro con la que desarrolla un tórrido romance que empieza en la oficina y se extiende a un hotel cercano a espaldas de todos los empleados salvo Marcello (Roland Blanche), un mecánico afable de ascendencia italiana que descubre el affaire cuando los ve tomarse las manos sutilmente en el garaje del concesionario. La fascinación de Bernard con su empleada parece tener que ver precisamente con los celos que despierta en su círculo cercano su esposa, eje de todas las fantasías de los machos a su alrededor, y con esa repulsión a la que apuntábamos con anterioridad hacia lo lindo inmaculado desde el punto de vista de un hombre con gustos evidentemente más terrenales como Barthélémy, planteo retórico/ psicológico/ anímico que a su vez se extiende a la hilarante aversión que siente hacia Schubert, cuyas asimismo hermosas composiciones no sólo suenan de fondo en muchas escenas a puro sadismo sino que forman parte de una tarea de la asignatura musical del colegio del hijo mayor del protagonista, con el profesor del rubro instándolo a escuchar la música del austríaco en su casa para un trabajo práctico sobre su vida, su obra y su influencia posterior. Este rechazo patológico inconsciente hacia lo bello no lo priva de un fuerte sentimiento de culpa y así eventualmente termina confesándole la infidelidad a Florence y provocando que ella a su vez caiga en una combinación de depresión, enojo y curiosidad que la lleva a seguirlo hasta el hotel reglamentario y encarar a la mujer en cuestión en soledad. La cornuda la encuentra ordinaria y le pide explicaciones en torno a cuál sería exactamente su encanto, por ello Colette le comenta que Bernard atraviesa la paradigmática crisis de los 40 años y que en general los hombres que se sienten seducidos por ella son indiscretos, sensibles, frágiles y algo aniñados, en suma machos que buscan un ideal alternativo de belleza que niega el hegemónico a escala comunal. En el esperable altercado subsiguiente en el matrimonio Barthélémy, la mujer exige que eche cuanto antes a la amante y la llama “puta”, el hombre le pega indignado una buena cachetada y la esposa se venga yendo a la casa de Colette y contándole todo al marido, Pascal Chevassu (François Cluzet), un aspirante a escritor que también estalla en un ataque de cólera contra su esposa. En una cena lujosa con los amigos, colegas y allegados del dueño del concesionario Florence narra de golpe lo sucedido y termina de forzar una doble separación que lleva a los amantes a intentar construir una vida juntos empezando por una convivencia semi vacacional en una casita de ella en el sur de Francia que heredó de sus progenitores, no obstante Bernard extraña mucho a sus hijos y la rusticidad y cercanía de la residencia con respecto a una ruidosa vía ferroviaria le resultan deprimentes al extremo de abandonar el lugar y a Colette para luego arrepentirse y regresar tiempo después. Este tipo de actitud, sumada a la vergüenza ante la posibilidad de que sus amigos lo vean en un restaurant con su amante/ flamante pareja, indica que el hombre se siente atraído por la apariencia iconoclasta tácita de Colette aunque sigue apreciando las comodidades burguesas del caserón que compartía con Florence, por ello el trasfondo lumpen de la vida de Chevassu lo termina llevando a replegarse hacia la clásica condición de padre divorciado sin pareja fija mientras que Colette se separa ya de modo definitivo de Pascal y se casa con otro hombre ignoto (Philippe Faure) con el que tiene dos mocosos, también un nene y una nena. Cuando Bernard finalmente se arrepienta de esta doble jugada de dar por perdidas a ambas hembras y pretenda retomar alguna de las relaciones, todo representado en pantalla a través de una coincidencia nocturna de los tres en aquel hotel del comienzo del romance, descubrirá que ya es muy tarde porque las dos mujeres lo dejarán solo y con su odio hacia Schubert a flor de piel. A lo largo del desarrollo dramático Blier incorpora constantes mecanismos retóricos de desorientación a lo Nouvelle Vague y el primer surrealismo galo como por ejemplo la transmutación espacial, algo que queda en evidencia en esa escena en la que la boda de los Barthélémy se convierte en una reunión en la mansión del clan en la que Chevassu pasa de pretender hablar en público exaltando su hermosura interior a sentirse enferma por esta distancia de clase que señalábamos entre los amantes, las fantasías que se entremezclan con la realidad, el exponente más notorio de ello es la correspondiente a un Marcello que aparentemente sueña que Florence se aparece de repente es su casa y se desnuda adelante suyo porque quiere coger, y la sustitución de identidades de personajes mediante el intercambio de actores símil Ese Oscuro Objeto del Deseo (Cet Obscur Objet du Désir, 1977), de Luis Buñuel, pensemos en este caso en la secuencia en la que Depardieu se mete en la piel de Pascal y reemplaza a un Cluzet algo perdido que va a parar a una estación de tren desértica, episodio hogareño en el dúplex de los Chevassu que para colmo incluye a una Bouquet que hace las veces de una pobre vecina cortejada en secreto por Pascal, abandonada por su esposo y obsesionada con arrastrar el teléfono hacia todos lados a la espera de que el varón en cuestión se digne en comunicarse de nuevo con ella, amén del rol de bufones metadiscursivos que atesoran no sólo el citado Marcello sino además una muy graciosa pareja de burgueses maquiavélicos y repugnantes amigos del jerarca de la concesionaria de BMW, Léonce (Didier Bénureau) y Geneviève (Myriam Boyer), siempre con algo lacerante en sus bocas para dedicarle a terceros. El realizador aprovecha con inteligencia y naturalidad el “physique du rôle” del estupendo triángulo actoral protagónico, así las cosas la Florence de Bouquet está acostumbrada a derretir a los machos, por más que a veces parece un témpano de hielo, y trata de dejar en claro que la belleza no le impide sufrir como cualquier otra mujer por celos o una traición, la Colette de Balasko funciona como una efigie de las clases populares que acepta con abulia pero también bastante dignidad su sumisión social, cuya faceta estética es apenas una metáfora de ello, y finalmente el Bernard Barthélémy en la piel del siempre descomunal Gérard Depardieu simboliza tanto la valentía como la pusilanimidad de un varón que es capaz de romper con la rutina alienante de clase media/ alta pero sin la osadía suficiente de llevar el asunto hasta sus últimas consecuencias corrigiendo lo que salió mal en una nueva familia con la amante, optando por la soltería compulsiva conceptual eterna quizás bajo la conciencia de que edificar un nuevo clan equivaldría a largo plazo a cambiar una prisión por otra de distinta tesitura pero igual de claustrofóbica, redundante y bien estéril en última instancia. Esta noción de la parentela o la fidelidad como cárceles abstractas que limitan un quid masculino amigo de la anarquía romántica recorre gran parte de la trayectoria de Blier y llega a su cúspide y/ o síntesis más clara en Demasiado Bella para ti, una epopeya de los sentimientos que sopesa los pros y los contras de la génesis, construcción, reformulación, crisis, manotazos de ahogado y desaparición circunstancial de esas unidades funcionales que llamamos familias y parejas, un esquema con su propia dinámica interna que depende mucho de la cohesión y confianza mutua de los integrantes del clan en medio de una puja perenne entre solidaridad para con el otro y un individualismo que tiene mucho de instinto natural de supervivencia y que por supuesto pasa a inflarse exponencialmente en sociedades plutocráticas como la capitalista que celebran el carácter egoísta de los sujetos como un rasgo positivo vinculado a la ambición en un contexto de competencia exacerbada, por ello hoy por hoy la familia como institución está en crisis y lo que queda son bípedos solitarios que mantienen contactos frustrantes entre ellos y se reproducen a puro automatismo aunque sin jamás renunciar a sus burbujas de la alienación generalizada, panorama en el que Blier indaga sirviéndose de un humor negro mucho más sutil que de costumbre y abrazando mayormente un pulso apesadumbrado que se asemeja a lo lejos a aquella seriedad cuasi irónica de Padrastro (Beau Père, 1981). El hotel del inicio de aquel gozo extasiado entre los amantes muta en el desenlace en la confirmación de este estado calamitoso del alma y la psiquis que encuentra su reflejo en la sociedad circundante, en esta oportunidad de la mano de la resignación de los tres vértices del triángulo a existencias desabridas y solitarias que implican criar a purretes llorones y soportar a parejas de hoy o mañana que no le llegan a los talones a las de un pasado que a priori prometía mucho y que terminó en poco y nada.
Demasiado Bella para ti (Trop Belle pour toi, Francia, 1989)
Dirección y Guión: Bertrand Blier. Elenco: Gérard Depardieu, Josiane Balasko, Carole Bouquet, François Cluzet, Roland Blanche, Myriam Boyer, Didier Bénureau, Philippe Faure, Juana Marqués, Flavien Lebarbe. Producción: Bernard Marescot y Catherine Blier Florin. Duración: 87 minutos.