La Tierra Tranquila (The Quiet Earth)

Inclemencias del vacío

Por Emiliano Fernández

La Tierra Tranquila (The Quiet Earth, 1985), una de las odiseas más famosas de la ciencia ficción y una obra central dentro de la historia del cine de Nueva Zelanda, es también una de las grandes anomalías del género porque al contrario de la mayoría de los exponentes anteriores y posteriores centrados en el paradigmático motivo del “último hombre en la tierra”, aquí el asunto está encarado con poca o nula paranoia y cinismo y de por sí no deriva en metáforas hiper subrayadas a nivel retórico sobre la sociedad en la que vivimos o la tendencia del ser humano a destruirse a sí mismo -y a todo el planeta por añadidura, por supuesto- en una espiral cíclica de parasitismo cada día más exacerbado: por el contrario, el film que nos ocupa, dirigido por Geoff Murphy, apuesta a una andanada de abstracciones de corte más existencialista aunque sin la ambición discursiva del enclave arty y desde una furia contenida muy hermanada al entretenimiento popular, logrando por cierto la proeza de aunar disquisiciones filosóficas acerca de nuestro rol y nuestro margen de libertad en tanto sujetos sociales, por un lado, y un marco de fantasía agridulce con pretensiones de llegar al mercado masivo, por el otro lado. El carácter de “rareza exitosa” del opus se profundiza todavía más si recordamos que de original no tiene absolutamente nada: tomando apenas algunos elementos aislados de la novela homónima de 1981 de Craig Harrison, en realidad el astuto guión de Sam Pillsbury, Bruno Lawrence y Bill Baer está basado en la célebre novela Soy Leyenda (I Am Legend, 1954), de Richard Matheson, la película El Mundo, la Carne y el Diablo (The World, the Flesh and the Devil, 1959), de Ranald MacDougall, y fundamentalmente en aquel primer episodio de la primera temporada de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), Where Is Everybody? (1959), escrito por el creador de la legendaria serie televisiva, Rod Serling, un gran faro creativo al que todos siempre vuelven.

 

A diferencia, por ejemplo, de las adaptaciones cinematográficas del libro de Matheson, en esta ocasión el minimalismo apocalíptico de fondo no viabiliza ni una secuencia de acción, sólo un sentimiento de permanente divagar sin rumbo fijo cortesía del protagonista, Zac Hobson (Bruno Lawrence), un científico que trabaja para una compañía llamada Delenco que forma parte de una red internacional alrededor del “Proyecto Flashlight”, una serie de investigaciones extremadamente peligrosas a su vez orientadas a transmitir energía a través de la tierra con el objetivo manifiesto de que los vehículos no tengan que reabastecerse de manera tradicional con combustibles y demás. Como siempre ocurre en estos casos, todo termina de eclosionar hacia el desastre cuando un colega de Hobson, un tal Perrin (Norman Fletcher), ejecuta Flashlight sin las debidas precauciones -y en evidente fase experimental- y así las constantes físicas del universo comienzan a desestabilizarse, el Sol se comporta de manera extraña y todos los seres vivos -incluido los bípedos, desde ya- desaparecen sin dejar rastros. Al momento del hecho, exactamente un 5 de julio a las 6:12 hs. de la mañana, Zac muere por una sobredosis de pastillas en plan de suicidio por la culpa en torno al potencial catastrófico del proyecto en cuestión, lo que paradójicamente lo termina salvando y transformándolo en el único hombre con vida en esa “tierra tranquila” a la que alude el título, al principio disfrutando de la libertad que esconde la soledad y de a poco cayendo en una depresión que lo acerca muchísimo a la locura y a un nuevo intento de abandonar la comarca de los vivos de un disparo en la boca. Entre un avión estrellado en plena ciudad, su laboratorio ultra desierto, una existencia de lujos en una mansión y paseos por shoppings y tendidos ferroviarios, Hobson se proclama “presidente” de los restos de la humanidad y culpable de haber ayudado a crear la debacle al poner a Flashlight en manos de psicópatas.

 

Como decíamos con anterioridad, la propuesta esquiva el recurrente latiguillo de la ciencia ficción contemporánea del canibalismo comunal como único mecanismo mediante el cual se “comunican” los hombres y examina las consecuencias del accionar de un villano más abstracto que ayudamos a construir entre todos, léase la tecnología creada por el ser humano y su potencial destructivo/ asesino de índole bien demencial: lejos del nihilismo de buena parte de la fantasía mainstream e incluso indie, donde el ser humano es sinónimo de enemigo declarado o a lo sumo solapado, aquí el protagonista sufre la soledad y llega al punto de abrazar a los dos soberanos desconocidos que encuentra en su periplo entre las inclemencias del espacio vacío y el silencio omnipresente, primero la joven Joanne (Alison Routledge), una chica que sobrevivió a lo que ellos llaman “el efecto” por haberse electrocutado accidentalmente con un secador de pelo defectuoso, y luego el maorí Api (Pete Smith), un hombre que en el preciso momento de la calamidad estaba siendo ahogado por un amigo en plena venganza, el cual consideró que había matado a su mujer ya que la fémina estaba enamorada de Api, éste la rechazó y a posteriori ella se suicidó. Jugando con un mínimo triángulo amoroso porque la muchacha pasa de tener relaciones sexuales con Zac, el blanquito descendiente de colonos británicos, a estar más interesada en el maorí y su laconismo y sutil rusticidad, la trama incluso le pega a los norteamericanos, aquellos que en esencia controlaban el proyecto destinado a la hecatombe, y a las mentiras que se difundían en el contexto de la Guerra Fría con vistas a mantener en oscuras al bando contrario o hasta a los mismos aliados, un sustrato institucional de hipocresía, desconfianza y manipulación en el que los juegos pútridos con la información disponible son la regla máxima, detalle que se extiende hasta nuestros días en una infinidad de dimensiones de las sociedades actuales.

 

La película de Murphy está plagada de escenas memorables gracias a un lirismo y/ o una ironía muy bien desarrolladas, como la apertura con el sol elevándose por sobre la línea del horizonte, la del avión estrellado sin pasajeros a la vista, la de la bomba improvisada en el laboratorio para poder huir de un encierro repentino, la del shopping a lo El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978), aquella del coqueteo con la locura con Hobson vistiendo un camisón de mujer y dando su tragicómico discurso ante siluetas de cartón de personajes famosos (vemos a Alfred Hitchcock, Charles Chaplin, Richard Nixon, la reina Isabel II, Adolf Hitler, Benito Mussolini, Elvis Presley, Mahatma Gandhi, Bob Marley y el papa Juan Pablo II, entre otros), la del crucifijo de yeso molido a tiros y la del cochecito infantil pisado con una gigantesca excavadora, las secuencias de los encuentros con Joanne y Api, la del episodio surrealista que protagonizan los tres con motivo del universo físico desmoronándose por el halo todavía destructivo del edificio de Delenco, y finalmente el desenlace, cuando los sobrevivientes pretenden evitar una réplica del “efecto” haciendo explotar el laboratorio, lo que asimismo deriva en una de las imágenes más recordadas de la historia del séptimo arte, aquella de Zac despertando en una playa desierta de lo que parece ser otro mundo, con trombas marinas visibles a lo lejos y un enorme planeta con anillos similar a Saturno asomándose por sobre el horizonte. Murphy, quien venía de encarar las correctas Goodbye Pork Pie (1980) y Utu (1983), pronto atravesaría el derrotero de tantos cineastas de la periferia de las décadas de los 80 y 90 que eran fagocitados por Hollywood y puestos a dirigir secuelas varias o productos industriales fallidos como Freejack (1992) hasta caer en el olvido, sin embargo La Tierra Tranquila se abre camino como su única verdadera película sobresaliente y como una de las mejores epopeyas humanistas del cine…

 

La Tierra Tranquila (The Quiet Earth, Nueva Zelanda, 1985)

Dirección: Geoff Murphy. Guión: Sam Pillsbury, Bruno Lawrence y Bill Baer. Elenco: Bruno Lawrence, Alison Routledge, Pete Smith, Norman Fletcher, Anzac Wallace, Tom Hyde. Producción: Sam Pillsbury y Don Reynolds. Duración: 91 minutos.

Puntaje: 9