A Roman Polanski nunca le interesaron demasiado esas pavadas que llegan de parte del público y la crítica porque éstos son dos gremios que jamás llegaron a entender del todo el humor negro del director y guionista y sobre todo su amplitud artística o capacidad de ir mutando con el transcurso del tiempo, siendo precisamente la misma persona el artífice de propuestas apasionantes del cine de género, como El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y Barrio Chino (Chinatown, 1974), y de epopeyas surrealistas de impronta pícara y mordaz, como ¿Qué? (Che?, 1972) y El Inquilino (Le Locataire, 1976). La Novena Puerta (The Ninth Gate, 1999) es otra de las tantas realizaciones del polaco que en su momento de estreno casi nadie entendió porque muchos se basaron en prejuicios bobos o directamente la leyeron desde la cárcel interpretativa del cine mainstream hollywoodense de la época que es el mismo que tenemos desde la década del 80 aunque hoy extendido a nivel planetario gracias a la uniformización y el achatamiento del streaming, acervo tristemente hueco que corre a mil kilómetros por hora, está repleto de criaturas intercambiables y tiende de modo compulsivo a las sobreexplicaciones, las tomas irreales y la banalidad escapista por miedo a la inteligencia del espectador, siempre juzgándolo como un niño pequeño y caprichoso al que hay que atontar para que no se exaspere ante propuestas cinematográficas que lo hagan pensar o lo saquen de su “zona de confort”, que por supuesto es la de la cultura de masas más redundante que promedia hacia abajo. La película que nos ocupa venía precedida de dos dramas maravillosos, intrincados y mayormente intimistas con cierto ropaje de thriller, Perversa Luna de Hiel (Bitter Moon, 1992) y La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994), por ello la heterogeneidad del cineasta lo llevó a volcarse de nuevo al cine de género duro del díptico ochentoso previo, aquel de Piratas (Pirates, 1986) y Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), como una forma de balancear constantemente su carrera entre el tono irreverente de las citadas ¿Qué? y El Inquilino y la gravedad de Barrio Chino y Tess (1979), esta última ya realizada en el marco de su exilio europeo posterior a 1978, cuando abandona definitivamente Estados Unidos con motivo de la persecución judicial en relación al asalto sexual sobre Samantha Gailey del año 1977, circo mediático y legal de por medio.
Perteneciente al ciclo sobrenatural del director, grupo de películas que abarca El Bebé de Rosemary, El Inquilino y La Danza de los Vampiros (Dance of the Vampires, 1967), La Novena Puerta a priori no tiene mucho que ver con aquellas debido a que se aleja de igual manera de la claustrofobia condicionante de la primera, del esquema sardónico asimismo alienante y desquiciado de la segunda y del dejo paródico para con el enclave retórico de la Hammer Film Productions y gran parte del terror de la tercera, en todo caso se podría decir que el film en cuestión se relaciona mucho más con el suspenso símil thriller urbano hecho y derecho de propuestas detectivescas como Barrio Chino, Búsqueda Frenética, El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010) e incluso aquella El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), léase su magistral interpretación del Caso Dreyfus o la falsa acusación -de índole antisemita y además nacionalista- contra el Capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por parte del Ejército Francés de haber revelado secretos militares a Alemania, que con la vertiente paranoica de su producción artística centrada en los espacios cerrados, los departamentos en general o los pueblitos/ regiones/ barrios de turno, éste un esquema que por cierto se remonta a joyas iniciáticas de los años 60 en sintonía con El Cuchillo bajo el Agua (Nóz w Wodzie, 1962), Repulsión (1965) y Cul-de-sac (1966). Basándose en un guión previo de Enrique Urbizu, a su vez un realizador conocido por La Caja 507 (2002), No Habrá Paz para los Malvados (2011) y su aporte para Películas para no Dormir, Adivina Quién Soy (2006), parte de una serie de unitarios de horror para Telecinco que fue un revival del original de los 60 de Narciso Ibáñez Serrador, Polanski firmó la trama a la par de John Brownjohn, colaborador reincidente como lo atestiguan Tess, Piratas y Perversa Luna de Hiel, a partir de El Club Dumas (1993), novela de misterio de Arturo Pérez-Reverte, célebre corresponsal de guerra, un fanático acérrimo de Alejandro Dumas, padre y conocido entre la fauna de lectores de odiseas de aventuras por haber creado el famoso personaje de Diego Alatriste y Tenorio alias Capitán Alatriste, protagonista de una andanada de novelas alrededor de la España del Siglo XVII, del film homónimo del 2006 de Agustín Díaz Yanes con Viggo Mortensen y de la serie de TV del 2015 de José Manuel Lorenzo con Aitor Luna como el audaz capitán.
En vez de privilegiar las típicas tramas paralelas de Pérez-Reverte, señor también ecléctico que en el mercado audiovisual fue desde la Conquista de América y el mito de El Dorado de Oro (2017), la película de Díaz Yanes, hasta el narcotráfico multicultural de las series para Netflix El Dragón: El Regreso de un Guerrero (2019-2020), de Esther Feldman, y La Reina del Sur (2011-2022), de Roberto Stopello, amén de la remake anglosajona de esta última a cargo de M.A. Fortin y Joshua John Miller para USA Network, La Reina del Sur (Queen of the South, 2016-2021), Polanski en La Novena Puerta pondera sin medias tintas la ficción enigmática carente de cierre absoluto y deja de lado las muchas referencias del libro a la trayectoria literaria de Dumas y sobre todo a un raro manuscrito de su autoría, El Vino de Anjou, centrándose en cambio en la pesquisa del bibliófilo protagonista, en pantalla llamado Dean Corso (Johnny Depp) y viviendo en Nueva York, en pos del cotizado y muy peligroso Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, libro publicado por primera vez en 1666 en Venecia por su autor e impresor, Aristide Torchia, señor que fue quemado vivo por la Santa Inquisición junto con la enorme mayoría de los ejemplares -sólo se salvaron tres copias- debido a la naturaleza satánica del texto y su supuesto origen como exégesis de una obra previa, el Delomelanicon, volumen escrito por el mismísimo Mefistófeles en persona. Después de birlarles a muy bajo costo a unos herederos ignorantes los cuatro tomos de una edición rara de Don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), la obra de Miguel de Cervantes Saavedra, Corso recibe el encargo de un coleccionista y demonólogo ultra ricachón, Boris Balkan (Frank Langella), de autenticar una edición del trabajo de Torchia que compró hace poco justo antes del suicidio del propietario anterior, Andrew Telfer (Willy Holt), por ello se entrevista con la viuda, Liana (Lena Olin), quien resulta ser la verdadera interesada en el libro ya que encabeza una sociedad secreta que venera a Lucifer y Torchia, La Orden de la Serpiente de Plata, en esencia un aquelarre patético de millonarios y famosos aburridos que se consagran a orgías, lecturas y ceremonias diabólicas de cotillón. Mientras dos personajes misteriosos comienzan a seguirlo, el guardaespaldas de una Liana que quiere recuperar el libro para la próxima reunión de su secta (Tony Amoni) y una bella señorita sin nombre que oficia de su “ángel de la guarda” satánico, polimorfo y volador (una perfecta Emmanuelle Seigner), Dean intercambia unas pocas palabras con los propietarios previos del volumen de Telfer/ Balkan, los hermanos mellizos españoles Pablo y Pedro Ceniza (ambos en la piel de José López Rodero), y se topa con varios cadáveres que incluyen el de un amigo librero de la Gran Manzana al que le confió Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, Bernie Ornstein (James Russo), y los de los dueños de las otras dos copias del libro, un portugués de linaje en decadencia, Víctor Fargas (Jack Taylor), y una aristócrata alemana en silla de ruedas y viviendo en Francia, la Baronesa Frieda Kessler (Barbara Jefford). La oportunidad de cotejar los grabados de las tres copias, cada una conteniendo un dibujo por cada puerta del averno, lleva al protagonista a deducir que tres grabados de cada libro fueron firmados por Belcebú y no son reproducciones de lo visto por Torchia en el Delomelanicon, conjunto de nueve imágenes terroríficas con variaciones con respecto a sus distintos duplicados que esconden un mensaje para conjurar a Mefistófeles abriendo esa novena puerta del Infierno.
Totalmente a contrapelo de la acepción promedio de los thrillers de las décadas del 80 y 90 en adelante, un formato lamentablemente homologado a nivel mainstream con secuencias vertiginosas eternas, chistecitos estúpidos, latiguillos sin imaginación alguna y personajes secundarios de relleno a montones, el opus del polaco por un lado apuesta a un desarrollo meticuloso y paciente que combina cierto aire de giallo de misterio a lo Mario Bava, Dario Argento y Sergio Martino con aquel terror maligno setentoso de La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, y El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, y ese neo film noir que Polanski prácticamente inventó -ayudado por el extraordinario guión de Robert Towne, desde ya- en ocasión de Barrio Chino, por ello mismo la investigación nos regala secundarios ahorcados, estrangulados o ahogados y nos va conduciendo a una intriga y un envilecimiento moral que rutinizan lo insólito a medida que pasamos del sospechoso más obvio, esa putona Liana Telfer de Olin, al monstruo de perfil bajo, el susodicho Balkan y sus ganas locas de encontrarse cara a cara con el Príncipe de las Tinieblas en su hipotético viaje de visita a nuestro plano de existencia a través de la invitación que el ritual esotérico de los grabados símil “descubra las diferencias” garantiza, y por el otro lado recupera con suma sutileza a escala conceptual o temática -aunque nunca formal, como decíamos antes- la cotidianeidad costumbrista cada vez más y más excéntrica de La Danza de los Vampiros, El Bebé de Rosemary y El Inquilino, siendo de hecho el mega clásico con Mia Farrow, John Cassavetes, Ruth Gordon y Sidney Blackmer el que marca la idiosincrasia de Corso y el tratamiento muy irónico de lo sobrenatural de la película, pensemos en este sentido que la mixtura de profesionalidad y cinismo del adalid bibliófilo del estupendo Depp va mutando en un convencimiento en torno a un complot -o quizás un combate entre intereses opuestos aunque semejantes- en el que la amalgama entre sexo, capitalismo, crueldad, locura y poder público/ privado está a la orden del día y lo diabólico termina siendo menos pernicioso que lo humano freak o narcisista estándar, sobre todo porque la traición del canibalismo social resulta más condenable que la sinceridad del maquiavelismo o pragmatismo puro de dejo contagioso y siempre destructor. Dicho de otro modo, se hace evidente que la aceptación de Rosemary Woodhouse (Farrow) de su hijo en el mítico final del opus de 1968 se traslada al desenlace de La Novena Puerta, ahora con Dean presenciando cómo el ególatra de Balkan se prende fuego a lo bonzo por creerse un elegido del Diablo y luego teniendo sexo con el personaje de Seigner, mujer que aclara que el ritual del magnate no funcionó porque uno de los grabados era falso y el original lo tienen los hermanos Ceniza, quienes desaparecen de la faz de la tierra aunque no sin antes dejarle a Corso el dibujo olvidado y cubierto de polvo arriba de un armario, de allí que la mundanidad/ fragilidad patética de la pareja de ancianos de El Bebé de Rosemary, Minnie (Gordon) y Roman Castevet (Blackmer), se traduzca en esta falibilidad de la viuda y del Balkan del glorioso Langella y que aquel rol materno de la resignada Woodhouse, traicionada/ vendida a Belcebú por su marido, Guy (Cassavetes), se traslade a esta fascinación semi lovecraftiana con el espanto del Corso de las postrimerías del relato, cuando Polanski le abre por fin el noveno portal y éste irradia una luz blanca que ciega y se confunde con la pompa del Paraíso ya que incluso el Infierno tiene sus héroes…
La Novena Puerta (The Ninth Gate, Francia/ España, 1999)
Dirección: Roman Polanski. Guión: Roman Polanski, John Brownjohn y Enrique Urbizu. Elenco: Johnny Depp, Frank Langella, Lena Olin, Emmanuelle Seigner, Barbara Jefford, Jack Taylor, José López Rodero, Tony Amoni, James Russo, Willy Holt. Producción: Roman Polanski. Duración: 133 minutos.