Escoria (Scum)

Instituciones que sofocan

Por Emiliano Fernández

Alan Clarke fue una de las máximas figuras del realismo social británico pero a diferencia de directores como Ken Loach, Lindsay Anderson y Stephen Frears, quienes en mayor o menor medida trabajaron el documentalismo obrero en alguna etapa de sus carreras, Clarke volcó casi todos sus esfuerzos hacia la televisión y sólo esporádicamente rodó para la gran pantalla. Entre sus obras maestras para la TV inglesa se encuentran Hecho en Gran Bretaña (Made in Britain, 1982), sobre un skinhead adolescente y ladrón de autos, Trevor (Tim Roth), que lucha contra un Estado representado en centros de detención y un trabajador social, Harry Parker (Eric Richard), Baal (1982), basada en la famosa puesta de teatro de 1923 de Bertolt Brecht y ahora con David Bowie como el protagonista del título, un poeta amoral que se rebela contra las convenciones de la sociedad burguesa, La Firma (The Firm, 1989), película sobre los hooligans/ barras bravas del fútbol inglés con Gary Oldman como Clive “Bex” Bissell, un hincha que deseaba unir a las distintas facciones de simpatizantes, y Elefante (Elephant, 1989), un mediometraje hiper minimalista filmado vía largas tomas con steadicam que retrataban una retahíla de homicidios en Irlanda del Norte que funcionaban como una reflexión sobre Los Problemas/ The Troubles (1968-1998), a su vez inspiración para el film del mismo título del realizador Gus Van Sant que indagaba en la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine, acaecida el 20 de abril de 1999. Sin embargo el opus más distinguido y poderoso de toda la trayectoria de Clarke -paradoja mediante- es Escoria (Scum, 1979), no sólo su debut en el campo ficcional y un trabajo que sin duda supera por mucho a sus otras dos propuestas cinematográficas, Billy the Kid y el Vampiro del Trapo Verde (Billy the Kid and the Green Baize Vampire, 1987) y Rita, Sue y Bob También (Rita, Sue and Bob Too, 1987), sino además uno de los mejores films de la historia acerca de los correccionales de menores, la farsa de las nociones centradas en la “rehabilitación” de los internos, la muerte de la inocencia a manos del ultraje institucional y en especial acerca de la cultura de la violencia, la frustración, las humillaciones, la indiferencia, las mentiras más burdas y el desasosiego sin fin que prima en prisiones pesadillescas como la de la película.

 

En esencia Clarke ni siquiera estaba interesado a priori en realizar una obra para cine y el asunto/ proyecto surgió como una respuesta ante la negativa de un ejecutivo de la BBC, el conservador imbécil de Bill Cotton, a la hora de transmitir por la cadena en 1977 la primera encarnación del convite, léase un capítulo de 78 minutos para Play for Today, un ciclo de unitarios dramáticos de la BBC1 que se extendió entre 1970 y 1984, rechazo que se explicaba por la generosa carga de ferocidad del trabajo y por el retrato hiper crítico del sistema penitenciario inglés de la época especializado en menores y adolescentes, dardos discursivos por cierto documentados y basados ampliamente en una realidad que en pantalla es tan implacable y desoladora que hasta parece salida de un querido exploitation de denuncia de extrema izquierda. Frente a la imposibilidad de exhibir la versión original de Escoria en aquellos años de finales de la década del 70, el realizador y su guionista de turno, Roy Minton, decidieron encarar una suerte de autoremake volviendo a rodar todo y profundizando aún más el sustrato formal agitado en cuanto a la violencia, la carga sexual y la brutalidad de los guardiacárceles y los internos pero en esta oportunidad ya pensando en el séptimo arte, donde no pudiesen ser censurados con tanta facilidad, genial movida que desembocó en la versión de 98 minutos que hoy tenemos ante nosotros (vale aclarar, en este sentido, que la encarnación primigenia de la historia para Play for Today finalmente llegó al público de la mano de una transmisión en 1991 de Channel 4, lamentablemente luego de la muerte de Clarke en 1990 a los 54 años de edad de cáncer de pulmón). Como era de esperar, semejante génesis creativa tortuosa terminó influyendo en el devenir narrativo/ retórico de manera marcada al punto de que el trasfondo antiautoritario y antifariseísmo burgués queda permanentemente en primer plano en un relato en donde los delincuentes juveniles son unos pobres advenedizos comparados con la lacra que gobierna el presidio, lo que equivale a administrar las vidas y las muertes de los muchachos allí encerrados en medio de castigos a discreción, estratagemas varias de sumisión, delirios ególatras cíclicos y todas esas estupideces del sádico caprichoso del poder que se considera siempre impune.

 

La película empieza con la llegada de tres reos a un correccional de menores, Carlin (Ray Winstone), adolescente que ha asumido la culpa de un robo de chatarra de su hermano y que viene de golpear a un celador/ alcaide en otra cárcel, Angel (Alrick Riley), un niño negro encontrado culpable de un robo de un coche, y Davis (Julian Firth), purrete que se escapó de una institución punitiva semi abierta. Gran parte del desarrollo coral se centra en Carlin y Davis: el primero es un joven muy rudo que desbanca al mandamás de los presos de su ala, el ultra abusivo Pongo Banks (John Blundell), y que se hace amigo de otro muchacho cuasi adulto llamado Archer (Mick Ford), un intelectual que se hace pasar por loco -dice ser vegetariano y por ello nunca lleva calzado, por ejemplo- para que no lo molesten los otros internos y para a su vez él molestar a las autoridades del presidio con métodos no violentos como no asistir a misa y cuestionar con ironía su hipocresía non stop, y Davis por su parte es un sujeto sensible y algo débil que pronto cae en la depresión por soledad y constantes atropellos que consisten en golpes, falsas acusaciones de robo y hasta una violación en grupo en un invernadero ante la mirada cómplice y alegre de uno de los vigilantes más crueles y maquiavélicos, Sands (John Judd). Luego de golpear la cabeza de uno de los secuaces de Banks con una media con una bola de pool adentro y de reventar también al propio “Papi” del ala en los baños, Carlin se gana el respeto de sus compañeros y el de las autoridades del lugar, incluso pasando a controlar el pabellón adyacente del edificio cuando golpea duro y parejo al líder negro vecino, no obstante los sangrientos suicidios con cortes de gillette en las muñecas de Toyne (Herbert Norville), un muchacho de color que se entera de la muerte de su esposa Candy por una breve carta de sus suegros, y de Davis, el cual no recibe ningún tipo de ayuda por parte del guardiacárceles Greaves (Philip Jackson), rompen la relativa tranquilidad del correccional y generan primero una huelga de hambre en el comedor, con todos los reos sentados petrificados ante sus platos, y a posteriori una revuelta comandada por el propio Carlin, finalizando el periplo general cuando él y Archer son llevados a sus celdas todos golpeados por los centinelas de mierda.

 

Como si se tratase de una versión más prosaica aunque igual de brutal de Bronson (2008), la obra maestra de Nicolas Winding Refn protagonizada por Tom Hardy que asimismo destrozaba al sistema penitenciario inglés, el guión de Minton, otro señor que trabajó largo y tendido en la televisión y quien sólo tuvo otra aproximación al inefable séptimo arte, la formalmente similar pero muy inferior Limpiadoras (Scrubbers, 1982), opus hoy olvidado de Mai Zetterling, juega a dos puntas entre la clásica bestialidad de las instituciones de disciplinamiento del capitalismo (hablamos de celadores que imponen su autoridad con el desprecio, las palizas y la denigración y de un gobernador bien oscurantista y cristiano ortodoxo -en la piel del gran Peter Howell- que adora establecer castigos vinculados al confinamiento solitario, la pérdida de privilegios y la no paga de sueldos por el trabajo que los jóvenes llevan adelante en la cocina, la lavandería o paleando carbón) y los engranajes posmodernos volcados al control del intelecto de los reclusos mediante los embustes, la hipocresía y las manipulaciones berretas (en este apartado tenemos a una gorda soberbia y desagradable -personificada por Jo Kendall- que responde al apelativo de “matrona”, algo así como una psicóloga conductista que en vez de ayudar a los presos con el dolor y la angustia del dominio omnipresente lo único que hace es convalidar el esquema macro de sanciones gratuitas e incesantes con vistas a garantizar un sometimiento a las normas que en realidad es un entramado de corrupción, ventajismo y chantajes de todo tipo en favor de los más poderosos, los alcaides). Clarke se sirve de manera estupenda de la ausencia total de música, la fotografía documentalista hiper seca de Phil Meheux y la edición pausada de Michael Bradsell para construir una coyuntura demencial que parece extremar lo que ocurre en la sociedad civil a escala cotidiana, eso del eterno reproducir comunal de los privilegios heredados dentro de la pirámide de la hegemonía y aquello otro de la violencia en tanto mecanismo de autolegitimación y hasta de supervivencia, por supuesto abarcando no sólo los castigos físicos tradicionales sobre el cuerpo sino también la violencia doctrinaria y/ o simbólica típica de las instituciones invasivas que sofocan la libertad de base de los sujetos.

 

Ahora bien, y más allá de todos estos hermosos arrebatos de izquierda que desnudan la mediocridad absoluta de las patrañas detrás de la enorme mayoría de las cárceles y una rehabilitación que no existe y en la praxis se convierte en una escuela de futuros criminales ya completamente profesionalizados y animalizados al extremo, Escoria también brilla en lo que atañe a uno de los grandes latiguillos del cine de prisión, el de la distinción entre el verdadero psicópata y los nenitos que se hacen los malos aunque llegado el momento no pueden asustar en serio a nadie debido a esa misma pose de fondo que los lleva a peleas, a agresiones o a un bullying de cotillón medio tontuelo, precisamente por ello el ascenso de Carlin dentro de la estratificación de la supremacía carcelaria resulta tan apasionante ya que el muchacho -extraordinaria actuación de Winstone mediante- consigue abrirse paso en un camino muy sinuoso que lo enfrenta a Banks, Sands, el gobernador y demás oligarcas vernáculos en función de su reputación de pendenciero e inconformista, a su vez arrastrada desde el instituto correccional anterior y la golpiza defensiva que le regaló a los esbirros del poder de entonces: mientras que se posiciona como un verdadero “gallo de pelea” capaz de liderar, sobrevivir y tomar la posta en lo que respecta a los negocios de Pongo -quedarse con determinada cantidad de peniques por cada libra introducida en el penal y puesta en circulación entre los presos- asimismo se impone como un pacificador real que finiquita en gran medida la cadena de abusos cobardes de Banks contra los reos más pequeños y las riñas bobas racistas con los colegas de color de las mazmorras. A diferencia de la versión televisiva que caía en parte en el cliché de la sensibilidad contenida vía la homosexualidad de Carlin, aquí la subtrama gay del protagonista desaparece por completo y en cambio se magnifican los corolarios destructores de la violación que padece Davis a través de una escena más extensa y explícita, uno de los grandes momentos del cine shockeante británico que se contrapone a la vitalidad intelectual de la célebre secuencia de la conversación entre Archer y el vigilante Duke (Bill Dean), donde el joven se burla de todo este régimen del absurdo sustentado en la privación, la injusticia y las perversiones éticas que se contagian…

 

Escoria (Scum, Reino Unido, 1979)

Dirección: Alan Clarke. Guión: Roy Minton. Elenco: Ray Winstone, Mick Ford, Julian Firth, John Blundell, Herbert Norville, Alrick Riley, Peter Howell, John Judd, Philip Jackson, Bill Dean. Producción: Clive Parsons y Davina Belling. Duración: 98 minutos.

Puntaje: 10