Cuento

Jain

Por Mariana Isabel Ludueña

Winchster… Winchster… Tómalo: es frío. Más frío que todo lo que conoces. Tómalo, apunta, aprieta con tus dedos rojos – el chico se movía sobre la mata de hojas secas y se sacudía sin poder despertar de su pesadilla –. Jala. Dispara. ¡Oh, sí: el fuego! Winchester…

El viento le habló al niño mientras dormía. Le trajo un mensaje desde algún lugar que no conoce. Un mensaje, como un soplido. Vio también, en sus sueños, a ese animal tonto, gordo y peludo que no se movía, pastando en la estepa, inerte en el vendaval. El animal lo miraba y balaba. Lo miraba y lo llamaba: “Winchester al guanaco… Winchester al indio…”.

El niño despertó de un salto aquella mañana.

 

– Ahora – dice uno de los viejos – deben mantener el fuego vivo. Si alguno de ustedes se duerme, el shoot entrará y se los comerá, uno por uno. Les dará las sobras de su carne inmunda a los zorros.

Los niños escuchan la orden y se quedan inmóviles, mirando las incandescentes ramas de la pequeña fogata. Cantan “jo, jo, jo” y repiten. Lo repiten toda la noche, muchas noches. El fuego crepita con indolencia, envuelto en la música ritual.

Kaichin está nervioso, pareciera que está a punto de soltar el llanto. Pero no lo hará, claro que no lo va a hacer. Se rasca los ojos y así evita la caída de una lágrima que nació de su mirada roja. Luego, ante la inmovilidad parca de sus compañeros, aviva las llamas, echando viento con una corteza seca.

–  Dejame a mí – le dice a su vecino, al que una lágrima gruesa y cobriza sobre su mejilla pintada, le marca un hilo de tristeza. Lo mira con desprecio, lo empuja con el codo, pero el niño parece no reaccionar.

– Dejame tranquilo – dice el melancólico, al fin.

Kaichin, quien tuvo una muy mala noche y despertó malhumorado, se prepara para que ésta sea mejor. Se suma, bien dispuesto, a la voz del unísono: “jo, jo, jo”. Los seis, alrededor de la fogata, repiten el canto circular. El jain ha iniciado, los niños dejarán de serlo para pasar a ser hombres, los cazadores y guerreros de su sangre.  

– Que los buenos espíritus guíen a mi Kaichin en su camino. Que guíen a nuestros  hijos y los protejan – le dice una mujer a otra mientras recogen frutillas y bayas en los bosques del poniente. Las mujeres están en algún lugar lejos, en la interioridad espesa y nevada de árboles, donde se quedarán por un tiempo. Entonces, no habrá madre cerca a quien tomar de la mano cuando el miedo acose a estos niños. No la hay, ni habrá nunca más.

Cerca del campamento del jain se escucha un río que todavía no han visto. Los pequeños están desnudos, sólo llevan puesto su tapasexo hecho de piel de guanaco. Los pintaron con arcilla y dibujaron hileras de puntos blancos en su pecho y sus piernas; tienen en sus manos (cada uno de ellos) un arco y una flecha que jamás han usado. Kaichin mira el arco y la flecha del primer guerrero de la tribu, el más fuerte, y se atreve a preguntar:

– Esa pluma no es de bandurria como las nuestras. ¿De qué es esa pluma?

La pregunta irrumpe en medio de uno de los silencios pero no molesta. El guerrero parece salir de su fastidioso rol de hechicero y guía y contesta, ligero y aliviado, con sus propias experiencias:

–  La pluma de mi flecha es de Cormorán, uno de nuestros pájaros sagrados. Sólo los valientes cazadores que logren atrapar al pájaro, podrán cazar con su pluma en las flechas –. Los demás pequeños miran la pluma sin encontrar en ella rareza: el miedo que sienten en su primera noche de iniciación anula su capacidad de asombro y curiosidad.  El miedo los mantiene tensos y sin pensamientos. Sólo Kaichin escucha con calma y hambre de leyendas.

– Sagradas son las plumas del búho y las del flamenco. Como también la piel del guanaco y su carne, que es nuestra carne. Esta noche, niños, ustedes deben empezar a seguir a su animal venerable. Deben conocerlo, deben imitarlo y finalmente: cazarlo.

Sin más rodeos, el guerrero saca a los muchachitos fuera de la choza y caminan largo rato, bajo la luz de la luna. Abrigado con una larga capa de cuero de guanaco, los guía hasta un prado plateado y les habla:

– Aquel que sienta que su animal sagrado es el búho, que camine por estos pastizales y llegue hasta apenas entrado el bosque. Y lo cace. Y lo traiga hasta nosotros.

Así es como el niño con la lágrima cobriza limpia su cara y se aparta del grupo. Lo sigue otro de mayor altura. Y se pierden, azules, en la lejanía de la estepa. Desde lejos y a pesar de la claridad de luna, sus cuerpos pueden confundirse con el de cualquier animalito entre los arbustos toscos e inquietos.

La caminata prosigue hasta que cada uno de ellos se va en búsqueda de su animal. Uno va detrás del cormorán: arriesgará su vida en los peñascos de la costa brava y será hombre al volver con el pájaro muerto. Otro sale en búsqueda del tercer pájaro sagrado: el flamenco. Y deberá hacer lo mismo, siguiendo otros senderos, hasta su encuentro. Kaichin quiere al guanaco. Kaichin no puede dejar de pensar en la voz de su sueño y en el animal gordo que se mueve poco. No puede dejar de pensar en cómo será ese espíritu que se llama Winchester. Cuando encuentre a Winchester, encontrará y obtendrá los dos animales que él desea.

 

La oveja pastaba detrás del alambrado, del lado de afuera. Un perro blanco y negro se acercaba a Kaichin, moviéndole la cola y olfateándole sus partes. Él estaba agazapado, cubierto por un gran matorral. De la casa, que estaba a unos pocos pasos, salió un hombre con pelos en su cara, pelos que sí eran de él. Eran rojos los pelos de su cara; no estaban pintados, ni eran musgos de los árboles, como los que solían pegarse los guerreros para hacerse bromas. Allí está Winchester, pensaba Kaichin, sé que ahí está. Pero se quedó agachado. El hombre abrió una tranquera que estaba en el extremo opuesto del escondite de Kaichin y llamó al perrito, que todavía husmeaba en la humanidad del niño. El animal salió alegre, moviendo la cola hacia su amo. Entonces, un leve temblor en la tierra, asustó a Kaichin y vio salir, de detrás de la gran casa, al rebaño completo que quedó encerrado en el corral, guiados por el perrito. Kaichin saltó de alegría al ver que la oveja perdida se acercaba a él: preparó rapidísimo su arco y flecha y acertó en su lomo lanudo. La oveja baló del dolor y corrió hacia el alambrado, donde se atascó y comenzó a llorar.

El hombre de pelos rojos tomó su fusil Winchester ‘73 y apuntó al indio que quería robarle la oveja. El indio que quería robarle la oveja escuchó cómo una bola de fuego que él apenas pudo ver levantaba la tierra con sus impactos, muy cerca de sus pies. Winchester es el espíritu más poderoso, pensó. Rápido de reacción, Kaichin se escudó detrás de la oveja, preparó la flecha con su pluma de bandurria y le acertó al hombre peludo. Saltando y gritando de alegría, vio cómo a Winchester le salía humo de su boca, se la tocó, metió el dedo en ella y se quemó. Saltando de alegría, se metió de nuevo en el bosque y no se detuvo hasta que, días más tarde, se encontró con un guanaco, al que cazó con su nuevo espíritu amigo, hecho de metal y madera. Kaichin, ya era todo un hombre.