El Club de los Vándalos (The Bikeriders)

Jinetes de caballos cromados

Por Emiliano Fernández

El cine independiente como lo conocíamos, léase aquel austero y reflexivo con voz propia de los años 80 y 90, desapareció casi por completo en el nuevo milenio porque el grueso de la comarca en cuestión mutó en una subcategoría muy estandarizada/ limitada del catálogo del mainstream globalizado, en esencia volcada al mismo exacto cine de género de la gran industria pero a escala reducida o con muchos menos recursos. La pauperización discursiva del séptimo arte de hoy en día no se puede atribuir solamente a las imposiciones de los descerebrados que comandan el marketing, los estudios y las productoras ya que la abulia y el desinterés por la inventiva son rasgos compartidos por la enorme mayoría de los nuevos realizadores, más preocupados por ser “buenos esclavos” de la gerencia de turno que por transmitir un mensaje -el que sea, no nos pongamos exigentes- u ofrecer siquiera una buena película, mucho menos original, valiosa y/ o comprometida para con este contexto siempre angustiante que se vive en prácticamente todos los rincones del planeta. Nunca todo está perdido y por suerte a veces aparecen voces que recuperan la autonomía de antaño y el cine de Jeff Nichols es un muy buen ejemplo de ello, hablamos de un realizador y guionista estadounidense que ha venido construyendo una carrera en la que su idiosincrasia, siempre cercana al naturalismo humanista y la paciencia en cuanto al desarrollo dramático, domina por sobre cualquier pavada idiotizante del mainstream del Siglo XXI y sus legiones de zombies lobotomizados que lo festejan o le convalidan esos bodrios en secuencia. Nichols, en este sentido, sabe muy bien que en el contexto actual no podría filmar si no encajonase de manera sutil sus películas en algún género o formato, por ello nos topamos con el drama familiar de impronta lírica en Historias de Escopeta (Shotgun Stories, 2007), la paranoia apocalíptica de clan en crisis en Atormentado (Take Shelter, 2011), el thriller bucólico de fuga y solidaridad en Mud (2012), aquella ciencia ficción decididamente spielbergiana en Especial de Medianoche (Midnight Special, 2016) y la semblanza intimista/ delicada acerca del integracionismo y el movimiento por los derechos civiles en Loving (2016), todas con alguna participación de su amigo y actor fetiche, el siempre camaleónico Michael Shannon.

 

Nichols no se siente cómodo de verdad trabajando en el mainstream y el bache temporal de siete largos años entre las dos faenas de 2016 y El Club de los Vándalos (The Bikeriders, 2023), un bikexploitation con corazón y garra de implicancias documentalistas, refuerza la idea de que el señor prefiere aferrarse a la vieja autonomía de fines de la centuria pasada, a su vez deudora del glorioso Nuevo Hollywood de las décadas del 60 y 70, ya que acumuló la friolera de tres proyectos que se cayeron por no someterse a la prédica oligofrénica de los sultanes de Los Ángeles, nos referimos a una remake de Nación Alien (Alien Nation, 1988), de Graham Baker, una propuesta que eventualmente derivaría en Un Lugar en Silencio: Día Uno (A Quiet Place: Day One, 2024), de Michael Sarnoski, y una biopic intitulada Yankee Comandante que hubiese retratado el vínculo entre el legendario Ernesto “Che” Guevara y William Alexander Morgan, estadounidense que efectivamente ofició de comandante de las fuerzas rebeldes durante la Revolución Cubana (1953-1959) y terminaría siendo fusilado en 1961 por contrarrevolucionario y simpatizante de la CIA. La noción de fondo del director, resumida fundamentalmente en construir una película de viejo cuño sobre la subcultura de los motociclistas que reniegan de la ley y recuperar -pero también bajarle las revoluciones- al Martin Scorsese de índole comunal/ metropolitana/ criminal/ frenética/ visceral de Calles Salvajes (Mean Streets, 1973), Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), Casino (1995), Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), Los Infiltrados (The Departed, 2006), El Irlandés (The Irishman, 2019) y Los Asesinos de la Luna (Killers of the Flower Moon, 2023), está sostenida en el fotolibro Los Motociclistas (The Bikeriders, 1968), de Danny Lyon, volumen a su vez inspirado en Los Ángeles del Infierno: La Extraña y Terrible Saga de las Bandas de Motociclistas Forajidos (Hell’s Angels: The Strange and Terrible Saga of the Outlaw Motorcycle Gangs, 1967), de Hunter S. Thompson, este último después célebre también por Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1972) y Miedo y Asco en la Campaña Presidencial de 1972 (Fear and Loathing: On the Campaign Trail ’72, 1973), entre otras tantas aventuras del periodismo gonzo de involucramiento activo.

 

El trabajo de Lyon analiza el Club de Motociclistas Forajidos (Outlaws Motorcycle Club), el tercero en tamaño e importancia del mundo, justo luego de Los Ángeles del Infierno (Hells Angels), de California, y Bandidos, de Texas, y el más antiguo de todos ya que fue fundado en 1935 por John Davis en los suburbios de Chicago, la ciudad más poblada del Estado de Illinois, señor al que por cierto asesinarían a principios de los años 70 cuando la antigua troupe del club, especializada en emborracharse con cerveza, pelear por cualquier nimiedad, incorporar a colectivos menores y conducir sus choppers/ caballos cromados/ motocicletas modificadas, entró en conflicto con las nuevas generaciones que venían de combatir en la Guerra de Vietnam (1964-1975) y adoraban la marihuana y la organización más de anclaje delictivo de los rivales por antonomasia, precisamente Los Ángeles del Infierno, un planteo que por supuesto derivó en la reconversión definitiva del voluminoso e internacional grupo hacia menesteres clandestinos como la extorsión, el narcotráfico, el lavado de dinero, el juego, la prostitución, el sicariato y el tráfico de armas. Como siempre ocurre en las epopeyas semi corales o con un andamiaje narrativo en mosaico basado en sucesos verídicos, El Club de los Vándalos se toma sus libertades artísticas y cuenta con una historia muy simple que se desarrolla mediante viñetas entre 1965 y 1973 a través del relato retrospectivo de Kathy Bauer (Jodie Comer) ante el mismísimo Lyon (Mike Faist), quien saca fotos de todo y graba las palabras de la que fuera la esposa de Benny Cross (Austin Butler), miembro estrella del Club de Motociclistas Vándalos (Vandals Motorcycle Club) y mano derecha del líder de la pandilla, Johnny Davis (un estupendo Tom Hardy), quien la fundó en Chicago después de ver El Salvaje (The Wild One, 1953), el clásico de Laslo Benedek con Marlon Brando y Lee Marvin. La crónica explora el talante anarquista y temerario de Cross, los intentos infructuosos de Davis por convencerlo para que lo suceda como mandamás y la creciente violencia que los veteranos pauperizados, drogadictos y socialmente rechazados de Vietnam traen consigo una vez que Johnny acepta la apertura de “filiales” en todo el Medio Oeste de Estados Unidos, acrecentando mucho la membresía.

 

Nichols, como decíamos con anterioridad, crea su acepción a media máquina del mito y la intensidad callejera scorseseana con el objetivo de registrar -sin romantizaciones, clichés o cinismo posmoderno- la brutalidad light de los comienzos, homologada a lo que sería una agrupación de alcohólicos pendencieros fanáticos de las motos y del ocio masculino, en contraposición a la brutalidad agitada en serio de las fases más avanzadas y populosas de la organización/ banda, cuando la entrada de caras nuevas provoca una escalada de fatalidades y arrebatos que incluyen la muerte en un accidente de tránsito del lugarteniente principal de Davis, Brucie (Damon Herriman), la dura paliza que sufre otro miembro histórico por osar afirmar en voz alta que le gustaría abandonar el club y convertirse en policía motorizado, Cucaracha (Emory Cohen), y la casi violación de Bauer en la fiesta nocturna descontrolada del hecho anterior por ponerse un vestido rojo y quedar sola cuando su marido y allegados se marchan para ayudar al amigo magullado, amén de un episodio que estructura en buena medida a la narración en su conjunto e involucra a Benny vistiendo en soledad en 1969 sus “colores”/ campera con la insignia del Club de Motociclistas Vándalos y siendo atacado en un bar por dos sujetos que lo golpean con una pala en la cabeza y casi le cortan el pie derecho con la misma herramienta en una de las secuencias más dolorosas e impactantes del séptimo arte del Siglo XXI. A pesar de que el realizador modifica todas las fechas para trasladar la acción hacia el período de apogeo de esta subcultura pandillesca tracción a motocicletas, con la paranoia y la demonización mediática de por medio de mediados de los 60 e inicios de la década siguiente, en términos macros ficcionaliza de modo brillante no sólo el choque entre las dos mentalidades del grupo, la comunitaria de solidaridad marginal de Davis y la nihilista voraz de quien en 1973 sería su verdugo a traición, un muchacho apenas conocido como El Niño (Toby Wallace) que creció entre adicciones y maltratos, sino también la distancia entre el idealismo contracultural suicida de Benny, todo un tótem por ello mismo entre los suyos, y el pragmatismo obrero de Johnny, con Kathy mediando entre el primero y ese jefe gregario taciturno que no puede controlar a sus huestes juveniles.

 

El Club de los Vándalos redondea una interpretación muy sensata y humana del adorable bikexploitation que la misma película enaltece vía alusiones a la criminalidad primigenia estereotipada de El Salvaje y al ecosistema hippón a toda pompa de Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper, aunque por cierto sin desconocer los diferentes mojones del gremio en sintonía con el quid pionero de la mítica Motorpsycho (1965), del querido Russ Meyer, el exploitation más tradicional de Los Ángeles del Infierno (The Wild Angels, 1966), de Roger Corman, y Nacidos para Perder (The Born Losers, 1967), de Tom Laughlin, la relectura rosa soft de La Chica de la Motocicleta (The Girl on a Motorcycle, 1968), de Jack Cardiff, y la demencial de Diabólicas sobre Ruedas (She-Devils on Wheels, 1968), de Herschell Gordon Lewis, los insólitos aires de western de Los Siete Salvajes (The Savage Seven, 1968), opus de Richard Rush, el existencialismo fatalista de Asfalto Violento (Electra Glide in Blue, 1973), de James William Guercio, aquel desierto australiano y sus salvajadas de Stone (1974), de Sandy Harbutt, y Mad Max (1979), del maravilloso George Miller, el lumpenproletariado británico modelo mod de Quadrophenia (1979), de Franc Roddam, el nihilismo efervescente de Descontrol (Spetters, 1980), de Paul Verhoeven, el fetichismo hiper cincuentoso de El Desamor (The Loveless, 1981), de Kathryn Bigelow y Monty Montgomery, y por supuesto la nostalgia preciosista y meditabunda de La Ley de la Calle (Rumble Fish, 1983), joya de Francis Ford Coppola. El film apuntala un excelente soundtrack en el que se lucen Muddy Waters, Bo Diddley, The Stooges, Them, Magic Sam, Cream, The Animals y el himno de la apostasía pandillera/ suburbana/ motorista Out in the Streets (1965), de The Shangri-Las, y nos regala un desempeño magistral de Hardy, Butler, Comer y Herriman más el infaltable Shannon como Zipco, un lumpen que detesta a los universitarios, y el genial Norman Reedus como el Gracioso Sonny, un californiano de un club homologable a Los Ángeles del Infierno, Los Diablos de la Muerte (Dead Devils), que visita a los Vándalos y simboliza esa fraternidad perdida por la rauda “profesionalización” delictiva y el contraataque furioso de la derecha fascista neoliberal de los 70 en adelante…

 

El Club de los Vándalos (The Bikeriders, Estados Unidos, 2023)

Dirección y Guión: Jeff Nichols. Elenco: Tom Hardy, Austin Butler, Jodie Comer, Michael Shannon, Mike Faist, Norman Reedus, Damon Herriman, Emory Cohen, Toby Wallace, Karl Glusman. Producción: Arnon Milchan, Brian Kavanaugh-Jones y Sarah Green. Duración: 117 minutos.

Puntaje: 10