Scream

Juguemos a ser asesinos psicópatas

Por Emiliano Fernández

La aparición de Scream (1996) no significó un resurgimiento real del slasher, como se suele repetir automáticamente entre el público y la crítica, sino más bien su partida de defunción ya que el hecho de sistematizar de manera maniática y detallista su estructura formal en pantalla, mediante constantes comentarios metadiscursivos y burlas a estereotipos y vueltas de tuerca ya ampliamente quemadas, llevó al grueso de los fanáticos, esos que sinceramente no suelen reflexionar demasiado acerca de las implicancias de la narración cinematográfica, a tomar conciencia sobre cómo estaba construido el subgénero en cuestión, uno de los más simples, baratos, exitosos, extendidos y redundantes de los 70, 80 y 90, símbolo tanto del empobrecimiento del terror como de la sutil variedad que anidaba en su interior. Es verdad que para aquellas postrimerías del Siglo XX el slasher ya estaba condenado a lanzamientos “directo a video” y lo poco que aún llegaba a salas tradicionales respondía a la lógica de las secuelas infinitas dentro del modelo de negocios de la franquicia, no obstante lejos estuvo la película de Wes Craven, escrita con gran esmero por Kevin Williamson, de reconducir el asunto hacia una nueva edad de oro porque su estela fue mínima y se redujo a otras faenas con la firma de Williamson, como Sé lo que Hicieron el Verano Pasado (I Know What You Did Last Summer, 1997), de Jim Gillespie, y Aulas Peligrosas (The Faculty, 1998), de Robert Rodríguez, y trabajos sueltos a lo Leyenda Urbana (Urban Legend, 1998), de Jamie Blanks, Cherry Falls (2000), de Geoffrey Wright, y Camino hacia el Terror (Wrong Turn, 2003), de Rob Schmidt, amén de la pata sobrenatural de Destino Final (Final Destination, 2000), de James Wong, y Jeepers Creepers (2001), de Victor Salva, en suma una dinámica de la excepción que se extiende hasta nuestro presente y que ofrece una constante versión lavada de desnudos y sangre a borbotones de aquella algarabía en vendaval de las décadas previas, donde sí era posible encontrar olas y olas de películas que llegaban desde una comarca indie a la que le importaba un comino la corrección política y la asepsia de MTV y de la publicidad porque lo suyo era el Grand Guignol a toda pompa y no la introducción de estrellas adolescentes en papeles centrales, ya conocidas desde antes, para atraer a todos los autómatas que sólo consumen cine norteamericano en su acepción mainstream altisonante.

 

Como si se tratase de una versión bastardeada/ degradada de la jugada de incorporar a Ellen Burstyn y Max von Sydow en El Exorcista (The Exorcist, 1973), joya de William Friedkin, a Gregory Peck y Lee Remick en La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, y a Jack Nicholson y Shelley Duvall en El Resplandor (The Shining, 1980), faena de Stanley Kubrick, el slasher posmoderno de Scream y sus clones, orientados a esos consumidores de pocas luces de los que hablábamos con anterioridad aunque también craneado desde esa infantilización castrada del marketing apto para todo público de los grandes estudios de los 90 en adelante, hace lo propio con rostros conocidos como por ejemplo Drew Barrymore, famosa por aquellos trabajos iniciales en E.T. El Extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), de Steven Spielberg, Llamas de Venganza (Firestarter, 1984), de Mark L. Lester, y Los Ojos del Gato (Cat’s Eye, 1985), de Lewis Teague, Neve Campbell, célebre por la serie de la época Cinco en Familia (Party of Five, 1994-2000) y en especial por Jóvenes Brujas (The Craft, 1996), de Andrew Fleming, Courteney Cox, una veterana que había aparecido en Amos del Universo (Masters of the Universe, 1987), de Gary Goddard, Cocoon 2: El Regreso (Cocoon: The Return, 1988), convite de Daniel Petrie, Ace Ventura: Detective de Mascotas (Ace Ventura: Pet Detective, 1994), de Tom Shadyac, y por supuesto Friends (1994-2004), el mega éxito de la NBC, y finalmente David Arquette, no sólo hermano de Rosanna y Patricia Arquette sino un actor que había trabajado en la gran pantalla en Buffy, la Caza Vampiros (Buffy, the Vampire Slayer, 1992), de Fran Rubel Kuzui, y Salvaje Bill (Wild Bill, 1995), de Walter Hill. Justo como The Rocky Horror Picture Show (1975), de Jim Sharman, y Fundido a Negro (Fade to Black, 1980), de Vernon Zimmerman, pensaban el acervo del terror clásico de la primera mitad del Siglo XX, la primera desde la comedia y el musical y la segunda desde esta misma cinefilia pero más volcada al drama descarnado de homicida demente, Scream indaga en la frontera entre la realidad y la fantasía inducida por el arte, algo anticipado por el propio Craven en La Nueva Pesadilla (New Nightmare, 1994), su primera y fallida incursión en el metaterror autorreferencial, en esa oportunidad acerca de su criatura ochentosa de cabecera, el amigo Freddy Krueger (Robert Englund).

 

Inspirándose a lo lejos en los asesinatos de 1990 de Danny Rolling alias El Destripador de Gainesville, un chiflado que mató a cinco estudiantes en Florida a lo largo de cuatro días, y en la leyenda urbana de “la niñera y el hombre de arriba”, cuento popular oral sobre la amenaza interna y la falsa tranquilidad de los suburbios metropolitanos que ya había sido utilizado en Halloween (1978), de John Carpenter, y Cuando Llama un Extraño (When a Stranger Calls, 1979), de Fred Walton, cuya introducción bajo la modalidad de un corto espiritualmente autónomo fue a parar de manera literal al prólogo de Scream, Williamson hoy construye la “historia ideal” del cine posmoderno porque al unificar comedia negra, autoconsciencia, melodrama púber y slasher furiosamente conservador consigue equilibrar a la perfección la nostalgia omnipresente y un estupendo exponente en sí del rubro de las máscaras, el espanto, las cuchilladas y los gritos, por un lado habilitando el humor irónico en materia de la explicitación de las reglas del formato y por el otro lado atrapando al espectador desde la visceralidad del relato, en esta etapa histórica aún truculento -Craven luchó para que se le permitiera mostrar tripas y personajes ensangrentados agonizantes- pero ya sin el culo y las tetas reglamentarias del elenco femenino, situación paradójica porque en pleno reaganismo oscurantista de los 80 explotaban los desnudos aunque en la segunda etapa del neoliberalismo de los 90, ya en la globalización luego de la derrota del comunismo en la Guerra Fría, los cuerpos a la intemperie se invisibilizan como si nadie jamás fuese al baño, el sexo no fuese central en la vida y las hembras se homologasen a floreros brillantes y pudorosos. Luego de una intro con la muerte de Casey (Barrymore) que también retoma el ardid de Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, de matar a la “gran figura” en el primer acto, la trama gira alrededor de un homicida ignoto, bautizado Ghostface, que asola la ciudad de Woodsboro, hacia donde se dirige la reportera televisiva carroñera Gale Weathers (Cox) y donde viven la protagonista, Sidney Prescott (Campbell), su mejor amiga Tatum Riley (Rose McGowan), su novio Billy Loomis (Skeet Ulrich) y el hermano mayor de Tatum, el ayudante del sheriff Dewey Riley (Arquette), a quien nadie toma en serio a pesar de representar a la ley en una región conmocionada por los crímenes.

 

Craven, aquí entregando su última película loable junto a Vuelo Nocturno (Red Eye, 2005) antes de su lamentable fallecimiento en 2015, vuelve a adaptarse a los tiempos que corren con maestría como hiciese en los 70 con La Última Casa a la Izquierda (The Last House on the Left, 1972) y Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977) y en los años 80 con Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984) y las injustamente olvidadas -y desparejas, por supuesto, aunque también interesantes- Éxtasis Mortal (Deadly Blessing, 1981), Obsesión Fatal (Deadly Friend, 1986), La Serpiente y el Arcoíris (The Serpent and the Rainbow, 1988) y Shocker (1989), planteo que en los 90, década de la genial La Gente detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), llama mucho más la atención por este neopuritanismo al que apuntábamos y por el éxito artístico de la mismísima Scream, una propuesta tan fascinante como atolondrada que aglutina cinismo, sensiblería, cariño cinéfilo y estudiantinas huecas sin parar, en alguna medida anticipando los problemas de las secuelas bajo la batuta de Craven, esas de 1997, 2000 y 2011 que ya directamente abusaban del melodrama adolescente y extendían el metraje mucho más de lo conveniente. El elenco cumple bastante bien en esto de responder a los clichés del slasher, pensemos en la frígida con trauma reciente (Campbell, cuya Sidney se quedó sin mamita luego de que ésta fuese violada, torturada y asesinada un año atrás), la putona y/ o precoz del montón (McGowan, muy adepta a las polleritas y esos ombligos sacrílegos a la vista de todos), el comic relief símil “idiota del pueblo” (Arquette, quien termina seducido por la periodista visitante, Gale), la arpía del pragmatismo massmediático que puede redimirse (la Weathers de Cox, autora de un libro acerca de la muerte de la madre de la protagonista), la figura de autoridad que explica lo que está sucediendo (el recordado Randy Meeks de Jamie Kennedy, púber amigo de los anteriores y empleado en un videoclub, nada menos) y el par de asesinos psicópatas de turno, uno con motivo para la carnicería (el Loomis de Ulrich, que anhela vengarse de Prescott porque su madre se acostó con el padre del joven y así su familia se destruyó) y el otro sinceramente no (aquel estrambótico Stu Macher de Matthew Lillard, quien sigue al cómplice previo dejándose llevar por la “presión de grupo”, según sus propias palabras). Más allá de la autoría colectiva en el whodunit a lo El Asesino Vive en el 21 (L’Assassin Habite au 21, 1942), de Henri-Georges Clouzot, y La Muerte Camina en la Lluvia (1948), de Carlos Hugo Christensen, dos adaptaciones de la idéntica novela de 1939 del belga Stanislas-André Steeman, una jugada retórica relativamente novedosa para el siempre repetitivo marco cultural hollywoodense, Scream inauguró a nivel simbólico la fase de decadencia de la industria audiovisual mundial contemporánea porque en vez de en serio proponer algo nuevo para superar lo considerado vetusto, tosco o ya risible de modo involuntario, léase la dinámica narrativa de los slashers y el culto a las scream queens como Janet Leigh, Barbara Steele, Daria Nicolodi, Jamie Lee Curtis y la misma Campbell, se opta en cambio por seguir reproduciendo las fórmulas de siempre pero desde la soberbia del que se cree mejor aunque sin demostrar ni un ápice de originalidad, desparpajo o algún ansia de ruptura o superación, como si la nostalgia ahora fetichizada fuese la única opción posible desde la perspectiva mainstream; de allí también se deduce la pauperización del género ya que el público por fin descubrió sus artificios y así los creadores quedaron atrapados en esta arrogancia perpetua en recepción que desnuda la magia de la ilusión de antaño, lo que de sopetón nos lleva a comprender el éxito de la pata arty, psicosocial y/ o elegante del terror en el nuevo milenio cual tercera alternativa que se caga en el público quejoso promedio y en los requerimientos palurdos del Hollywood pueril y marketinero hipócrita, pensemos en este sentido en la aceptación de directores muy talentosos como Jordan Peele, Ari Aster y Robert Eggers, artesanos preciosistas que no quedan atrapados -como los protagonistas de Scream, precisamente, y otros pelmazos trasnochados old school- bajo la sombra de figuras irrepetibles como Carpenter, Hitchcock, Brian De Palma, Charles B. Pierce, Tobe Hooper, Sean S. Cunningham, Joe Dante, Paul Lynch, Sam Raimi, Clive Barker, Jonathan Demme, Paul Verhoeven, Bernard Rose, John Waters y tantos otros realizadores que trabajaron en los terrenos hermanados del thriller, el humor negro y ese horror revulsivo que desapareció en gran medida de las pantallas de todo el globo, sanitarizadas/ higienizadas como están de todo componente discursivo de quiebre o lúdico anarquista. En última instancia se podría decir que Craven y Williamson ya preveían este estado de cosas y por ello apostaron por mofarse de una burguesía blanca ultra lunática con mucho tiempo de ocio, concibieron al multifacético Ghostface como un significante ya vacío de todo significado verdadero y se resignaron a construir una parodia parcial que se mira al espejo y en simultáneo consigue aterrorizar a ese público timorato promedio del mainstream, por ello sólo se citan películas estadounidenses ya que es el único bagaje que el espectador ignorante posmoderno posee…

 

Scream (Estados Unidos, 1996)

Dirección: Wes Craven. Guión: Kevin Williamson. Elenco: Neve Campbell, Courteney Cox, David Arquette, Rose McGowan, Skeet Ulrich, Matthew Lillard, Jamie Kennedy, Drew Barrymore, W. Earl Brown, Joseph Whipp. Producción: Cathy Konrad y Cary Woods. Duración: 111 minutos.

Puntaje: 10