Rosencrantz & Guildenstern Están Muertos (Rosencrantz & Guildenstern Are Dead)

La abulia participante

Por Emiliano Fernández

Tom Stoppard, nacido en la antigua Checoslovaquia y naturalizado inglés por segundas nupcias de su madre luego de que su padre falleciera durante la Segunda Guerra Mundial en calidad de prisionero de guerra de los japoneses, es uno de los últimos exponentes de esa querida raza de dramaturgos de la segunda mitad del Siglo XX que no sólo supieron saltar al séptimo arte sino que construyeron una carrera muy variada y rica como prácticamente no volvería a ocurrir desde las décadas del 80 y 90 en adelante, donde el grueso de los guiones del mainstream y el indie volvería a quedar en manos de profesionales más clásicos que se corresponden con la insistente chatura intelectual promedio del ambiente del cine en términos históricos. La heterogeneidad de la producción de Stoppard para el medio que nos ocupa es sorprendente y para comprobarlo basta con chequear odiseas como La Inglesa Romántica (The Romantic Englishwoman, 1975), opus de Joseph Losey, Desesperación (Despair, 1978), de Rainer Werner Fassbinder, El Factor Humano (The Human Factor, 1979), de Otto Preminger, Brazil (1985), de Terry Gilliam, El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987), de Steven Spielberg, La Casa Rusia (The Russia House, 1990), de Fred Schepisi, Billy Bathgate (1991), de Robert Benton, Shakespeare Apasionado (Shakespeare in Love, 1998), de John Madden, Vatel (2000), de Roland Joffé, Enigma (2001), de Michael Apted, Anna Karenina (2012), de Joe Wright, y Tulip Fever (2017), de Justin Chadwick, todas realizaciones que en mayor o menor medida fueron representativas de un estilo de escritura muy específico adepto a los floreos verbales, las referencias autoreflexivas, cierto lirismo bastante irónico o sádico, planos narrativos superpuestos constantes y un apego por el slapstick o comedia física de vieja escuela que generalmente viene maquillado con los citados juegos del lenguaje y el ensimismamiento patológico de sus personajes principales.

 

Por lejos el trabajo teatral más famoso de Stoppard es Rosencrantz y Guildenstern Están Muertos (Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, 1966), en simultáneo una reformulación evidente de Esperando a Godot (En Attendant Godot, 1940), la obra maestra del teatro del absurdo de Samuel Beckett con la que comparte la idea de un par de personajes, Vladimir/ Didi y Estragón/ Gogo en aquella puesta de Beckett, que esperan en plena desorientación, memez y apatía a un tercero misterioso que nunca se presenta, el Godot del título, y especie de parodia colateral de Hamlet (1602), clásico eterno de William Shakespeare acerca del asesinato del rey de Dinamarca, Hamlet, por parte de su hermano, Claudio, quien usurpa el trono primero vertiéndole veneno en uno de sus oídos mientras duerme y luego casándose con la viuda, Gertrudis, movida de la que toma conocimiento el vástago del finado, también llamado Hamlet, mediante la aparición del fantasma de su padre reclamando una rauda venganza contra sus asesinos. La reglamentaria adaptación cinematográfica, Rosencrantz & Guildenstern Están Muertos (Rosencrantz & Guildenstern Are Dead, 1990), fue la única aventura de Stoppard en el terreno de la dirección de toda su extensa carrera y con los años se convertiría en uno de los pocos casos de metateatro que llegaron a la pantalla tracción a surrealismo y mucha meticulosidad formal de cadencia sanamente iconoclasta, nuevamente retomando a los personajes del título del opus de Shakespeare, un par de estudiantes amigos del Príncipe Hamlet cuya única función en la obra original se reducía a funcionar de espías de Claudio, para descubrir qué hay detrás del comportamiento errático del protagonista, y viabilizar su hipotético asesinato mediante una carta secreta dirigida al monarca británico solicitando que se cargue a Hamlet, detalle que el susodicho descubre y por ello cambia la misiva subrepticiamente para pedir el inmediato homicidio de Rosencrantz y Guildenstern.

 

Al igual que en las tablas, la “no trama” del film en esencia es una graciosa combinación de silencios esplendorosamente ridículos, una retórica de impronta competitiva, diálogos que hacen patente la confusión permanente de fondo, episodios concretos -y reproducidos con exactitud- de Hamlet y finalmente representaciones varias del flujo discursivo enrevesado mediante una compañía teatral que escenifica situaciones por venir que suman desconcierto a una extravagancia general no sólo apuntalada en esa sensación de Rosencrantz (Gary Oldman) y Guildenstern (Tim Roth) de estar completamente perdidos a nivel existencial, sino también en la inusitada aparición de anacronismos como una hamburguesa, un modelo de un avión biplano símil Primera Guerra Mundial, el sonido de la bocina de un automóvil, la Teoría de la Gravedad de Isaac Newton de 1687 y desde ya la hilarante incorporación extradiegética, al principio y al final del metraje, de una versión instrumental de Seamus de Meddle (1971), álbum de Pink Floyd, canción de sello country con guitarras, piano y hasta unos perros aullando de fondo cual pátina humorística y de lo más nostálgica y lúdica. La dupla, en camino hacia el castillo real de Dinamarca, Elsinor, halla una moneda que no deja de caer en cara cuando se la arroja y a posteriori se topa con la mentada compañía teatral, encabezada por El Actor (un mordaz Richard Dreyfuss), su dependencia para con el público y esa franca predilección por convites narrativos siempre sangrientos, panorama que de golpe los lleva a la sede aristocrática y al encuentro con Gertrudis (Joanna Miles) y Claudio (Donald Sumpter), éste encargándoles que espíen a Hamlet (Iain Glen), el cual deambula entre la locura y un plan solapado de revancha ante los ojos de Polonio (Ian Richardson), el chambelán del reino, y Ofelia (Joanna Roth), hija del anterior y el interés romántico de un Hamlet que esquiva con maestría las preguntas del dúo y en última instancia los hace matar.

 

La película dista mucho de la perfección porque en todo momento se percibe la distancia expresiva entre la génesis teatral del material y su traslación algo errática hacia un lenguaje más complejo y mucho más artificial y preciso como el del séptimo arte, donde los actores están obligados a respetar una retahíla de pautas que se condicen con la dictadura de las cámaras y del director en cuestión, este Stoppard que de todos modos por suerte se las ingenia para que el mutismo y las pinceladas del humor más freak y autorreferencial no se sientan como baches, tiempos muertos o latiguillos teatrales de una literalidad exasperante. En este sentido, el magistral desempeño de Oldman, Roth y Dreyfuss resulta crucial para aprovechar en toda su plenitud en primer lugar el lío identitario de la propuesta, en el que los dos secundarios convertidos en personajes fundamentales ni siquiera pueden identificar sus propios nombres y mucho menos cuál sería exactamente su función o quid ontológico en este puterío palaciego que ven desde afuera y con el que apenas están vinculados de manera semi azarosa o casual, y en segunda instancia los comentarios tácitos y/ o explícitos -según las circunstancias del momento- de El Actor y su troupe a lo coro griego que habla por la acepción socarrona del dramaturgo y reflexiona sobre la muerte, el condicionamiento social, la abulia participante de nuestros antihéroes, los límites de la propia voluntad, el sometimiento para con el statu quo o la otredad que sea y la frontera entre el arte y la vida mundana, esa realidad que se deshace continuamente a medida que nos acercamos al óbito de unos Rosencrantz y Guildenstern que somos nosotros, los espectadores, observando a la distancia una tragedia que no nos pertenece pero en la que terminamos inmiscuidos a pura fascinación morbosa aunque también curiosidad psíquica primigenia, una que se remonta a la niñez y al placer que generan los relatos en materia de resonancias morales y anímicas…

 

Rosencrantz & Guildenstern Están Muertos (Rosencrantz & Guildenstern Are Dead, Reino Unido/ Estados Unidos, 1990)

Dirección y Guión: Tom Stoppard. Elenco: Gary Oldman, Tim Roth, Richard Dreyfuss, Iain Glen, Donald Sumpter, Joanna Miles, Ian Richardson, Vili Matula, Joanna Roth, Sven Medvesek. Producción: Michael Brandman y Emanuel Azenberg. Duración: 118 minutos.

Puntaje: 8