Wolf Alice es una interesante banda formada en la Londres de 2010 que suele unificar el folk acústico, su ADN de origen, y el sonido más envolvente posible -a veces pirotécnico, en otras ocasiones más lisérgico reposado- de una agrupación tradicional del rock de los años 60, 70, 80 y 90. Con una alineación invariante sustentada en Ellie Rowsell en voz, guitarra, teclados y piano, Joff Oddie en guitarra, violín y sintetizadores, Theo Ellis en bajo y Joel Amey en batería, el colectivo hoy por hoy está en pleno proceso de saltar desde la escena independiente hacia la masividad aprovechando tanto su talento y madurez compositiva como su curioso nombre, por cierto vinculado a lo salvaje y la licantropía y específicamente extraído del relato corto homónimo perteneciente a la antología The Bloody Chamber (1979), volumen de una Angela Carter que sería adaptada a la gran pantalla en ocasión de The Company of Wolves (1984), clásico del surrealismo freudiano de terror dirigido por Neil Jordan, y a la TV mediante The Magic Toyshop (1987), fábula de David Wheatley para Granada Television -hoy ITV Granada- que respeta el mismo modelo de siempre en el caso de la escritora y sus cuentos de hadas para adultos centrados en la metamorfosis de la niñez hacia la adolescencia o de esta última ya directamente hacia la mayoría de edad y sus múltiples sinsabores.
El puntapié inicial del derrotero en estudio en materia de los LPs fue My Love Is Cool (2015), muy buen álbum que nos regala a una banda que desde el minuto uno sabe quiénes son y cómo moverse con soltura entre el dream pop, el post grunge, el shoegaze y la delicadeza indie, una jugada de por sí ambiciosa porque los instantes etéreos se dan la mano de manera coherente con la potencia rockera que exuda el corazón de Wolf Alice. Luego vendría Visions of a Life (2017), secuela disfrutable aunque un tanto mucho esquizofrénica que sigue en el campo del dream pop y el rock alternativo pero también logra abrirse hacia la heterogeneidad del punk, el glam, el synth-pop, el noise, la neo psicodelia e incluso el post punk, dando por resultado una placa muy preocupada por no repetirse y por ofrecer algo para todos los públicos posibles dentro del ecosistema melómano rockero del Siglo XXI. El tríptico inicial se cierra con Blue Weekend (2021), un trabajo meticuloso que pule la fórmula de siempre de la banda, eso de combinar suavidad guitarrera o de teclados y la furia esperable de un colectivo que tiene el ojo puesto en el shoegaze y el grunge, aunque en esta ocasión exacerbando el costado introspectivo del indie y demostrando lo mucho que creció Rowsell como cantante con el transcurso de los años, una soprano que suele copiarle los latiguillos vocales a Courtney Love, de Hole, y a Siouxsie Sioux, de Siouxsie and the Banshees, más detalles eclécticos de Marianne Faithfull, Kate Bush, Polly Jean Harvey alias PJ Harvey, Fiona Apple, Martina Topley-Bird y aquellas Justine Frischmann, de Elastica, y Elizabeth Fraser, de Cocteau Twins.
The Clearing (2025), ya el cuarto opus, constituye el flamante debut para una compañía mainstream, Columbia Records, que deja atrás la distribución más acotada de Dirty Hit, sello independiente británico, ahora de la mano de una producción que corre por cuenta de un profesional estadounidense muy cotizado, Greg Kurstin, otrora colaborador de Adele, Beyoncé, The Flaming Lips, Peaches, Dido, Lily Allen, Kylie Minogue, Devo, The Shins, Sia, Billy Idol, Lana Del Rey, Elton John, Chvrches, Foo Fighters, Stevie Nicks, Liam Gallagher, Sophie Ellis-Bextor, Harry Styles, Charli XCX, Beck, Paul McCartney, Foster the People, Gwen Stefani, Kendrick Lamar, Gorillaz, Pink, Scott Walker, Greta Van Fleet, Celine Dion y Karen O, de Yeah Yeah Yeahs, entre muchos otros, lo que sin duda enfatiza la costumbre del grupo de andar cambiando constantemente de productores porque My Love Is Cool estuvo al mando de Mike Crossey, Visions of a Life de Justin Meldal-Johnsen y Blue Weekend del afamado Markus Dravs, otro “peso pesado” de las consolas del nuevo milenio. El trabajo discográfico, el primero de Wolf Alice en cuatro años, se abre muchísimo del sonido indie/ alternativo paradigmático del pasado y funciona como un inesperado experimento soft rock y art pop que hace un uso extensivo del piano de Rowsell y Kurstin y le debe mucho al sustrato setentoso de Fleetwood Mac, Wings, Elton John, Eagles, Steely Dan, Supertramp, Gordon Lightfoot y Carole King más aquel Genesis de la década del 80 bajo el completo control de Phil Collins, jugada condimentada con chispazos de trip hop, folk, country, pop barroco, power ballad, glam y blue-eyed soul y caracterizada por una inusitada eficacia que en última instancia resulta más sincera/ nostálgica que irónica/ cínica símil pastiche posmoderno o quizás yacht rock.
Thorns, la apertura del álbum, aclara el panorama por venir combinando a la perfección el pop barroco y el blue-eyed soul en el contexto de un temazo que apela al sarcasmo para retratar el narcisismo y la autovictimización de los artistas, quienes utilizan sus desventuras para crear obras agridulces como la presente en torno a las espinas o tal vez los cuchillos que algunos del entorno cercano les clavan de improviso. Moviéndose entre el glam, el art pop y el vodevil, Bloom Baby Bloom es otra de las mejores y más imaginativas canciones del lote y en concreto una composición en la que la música y la letra funcionan al unísono bajo la misma ciclotimia, aquí homologada a una pelea de pareja en la que la protagonista pasa de ridiculizar al hombre, de hecho considerándolo un inmaduro, a reconocer que está cansada de hacerse la dura/ inflexible y que tiene una faceta blanda/ amena que sólo florece cuando del otro lado colaboran para que así sea. Just Two Girls se lanza de cabeza al terreno del soft rock, por cierto con la misma presencia en primer plano del piano de los dos tracks previos, para retratar un encuentro amistoso entre las dos chicas del título, en esencia una charla en un bar que amerita reflexiones sobre las extensiones del cabello, la envidia en el capitalismo, las consecuencias de una posible resaca, la sabiduría del mismo sexo y la tendencia a prejuzgar al resto de la humanidad de manera automática.
Leaning Against the Wall se abre camino como una propuesta mixta porque el estribillo está marcado por un beat triphopero pero el resto del tema se asemeja a una balada folk acústica estándar que empieza y termina en una especie de marco post punk muy light, amalgama no del todo coherente que en esta oportunidad acompaña versos acerca de una pareja en crisis en un ámbito público sin especificar que todavía atesora algo de amor, por ello ambos se histeriquean bastante entre el baile, las luces, el vino blanco y la costumbre de rehuirse mutuamente para después volverse a encontrar. Típico exponente country encarado por unos ingleses que se obsesionan con sonar como un típico ensamble de yanquilandia, Passenger Seat parece una canción de Shania Twain o Trisha Yearwood e incluso juega a conciencia con uno de los motivos por antonomasia del country pop en su acepción rosa, esas relaciones de poder en el cariño que aquí se dan cita bajo el ropaje metafórico de los coches y quién conduce, el hombre, porque la narradora admite no saber manejar y preferir el asiento del pasajero que le da el nombre a la composición. En la hermosa Play It Out regresa el piano con el objetivo de brindarnos la mejor canción del disco, una suerte de power ballad deforme e hiper apesadumbrada alrededor de la tensión que genera la maternidad en las mujeres del nuevo milenio, por un lado queriendo una carrera o desarrollo profesional en el rubro que sea y por el otro lado siempre sintiéndose tentadas a probar la experiencia de parir antes de que el reloj biológico grite que el momento expiró, una aventura que no sólo colisiona con el primer apartado sino que implica pelearse a muerte -por el bagaje que trae el crío- con el egoísmo capitalista, con la exigencia de los hombres de conservar la belleza y con el discurso social sensato imperante acerca de la irresponsabilidad de seguir trayendo seres humanos a este mundo, tan contaminado por nosotros como colapsado de gente.
El soft rock setentoso regresa en ocasión de Bread Butter Tea Sugar, una canción tontuela pero hilarante que juega con la dependencia sexual del macho y la capacidad de la hembra de aprovechar la situación para dominarlo o denigrarlo a gusto en plan de venganza por haberla cosificado/ demonizado a conveniencia en el pasado, aquí una vez más reconociendo que a pesar de sus problemillas los hombres le agregan la sal sadomasoquista a la existencia de por sí muchas veces aburrida de las mujeres y viceversa. Safe in the World arrastra mucho del blue-eyed soul y ese sophisti-pop ochentoso pretendidamente elegante aunque de por sí bien grasiento, planteo que desde ya no le quita encanto a la canción porque si algo falta en el Siglo XXI es personalidad o una mínima presencia al componer como aquella de plástico detrás de tanto tema meloso intercambiable de las postrimerías de la centuria pasada, ahora una composición de ruptura romántica disfrazada de sucesivos intentos de evitar la debacle del corazón. Entre la baladita folk y el art pop barroco de cadencia orquestal, Midnight Song es un opus tan breve como inocuo y rutinario que apela a clichés del acervo letrístico y espiritual del hippismo de los 60 en línea con un sustrato campestre, la vida noctámbula mágica, el confort del hogar, el tedio metropolitano, las fiestas liberadoras símil bacanal y ese poder redentor de la música equiparado a la esencia pretérita de la niñez.
El buen nivel de calidad regresa en White Horses, con la voz del baterista Amey reemplazando en las estrofas a una Rowsell que pasa a controlar el puente para luego cantar a dúo el estribillo, un tema que es lo más cerca dentro de The Clearing a sintetizar el indie de los álbumes previos y esta vertiente softrockera y mayormente acústica, por suerte derivando en una letra surrealista, trashumante, vitalista y heterogénea -la líder en soledad, sinceramente, nunca fue muy brillante que digamos con las palabras- que incluye versos como “la música y el amor tienen propiedades magnéticas/ escribió un erudito de la isla que me ocultaron/ y no necesito resolver mi identidad desconocida/ sólo necesito una respuesta a la pregunta en el taxi/ mi hermana pinta la apatía como blasfemia/ pero nunca pensé que los nombres merecieran tanta energía/ es mi elección elegir a quién abrazar como familia/ es mi elección elegir, sí, mi elección elegir, sí/ saber quién soy es importante para mí/ hago lo que puedo para ver el bosque desde los árboles/ saber quién soy es importante para mí/ dejo que las ramas me envuelvan con sus brazos/ podría simplemente vagar como una hoja en la brisa del sureste/ no necesito raíces, llevo mi hogar conmigo/ para ser un nómada flotando en las olas del mar del canal/ puedo ver a Inglaterra saludando, caballos blancos me llevan”. El cierre de la placa, The Sofa, exacerba el enfoque sinfónico del pop estilizado anterior y vuelve a volcar el asunto hacia la bipolaridad performativa de hoy en día en la que el sujeto se define como una contradicción que puede ser una cosa y su opuesto exacto si con ello se siente realizado o a gusto, en este caso burlándose de Estados Unidos, la tierra sin memoria del “borrón y cuenta nueva”, y jugando con una adultez tardía a los treinta y pico de años que pretende no perder la dimensión salvaje de la adolescencia y poder disfrutar de la vida bajo estas condiciones, pasando de la tristeza a la felicidad, del amor al hedonismo y de la movilización a la abulia burguesa en el sofá del título.
Wolf Alice en The Clearing, desde esa tapa ultra glam de Alex Bois y Anna Mills, abandona los latiguillos del indie intermitentemente melancólico y colérico de antaño, aquel correspondiente a la trilogía de My Love Is Cool, Visions of a Life y Blue Weekend, en pos de consolidar un salto al mainstream adoptando un enfoque mucho más amigable y directo, jugada que podría ser tachada de oportunista o desesperada si no hubiese sido ejecutada con tamaña eficacia, mérito sin duda en un cien por ciento del productor Kurstin, quien ha sabido metamorfosear las canciones en una solución negociada entre la sinceridad lúdica y desde ya cierta pose autoindulgente que nunca llega al nivel de la caricatura. La banda, aquí apelando a la adaptabilidad cultural inglesa y su curiosidad artística marca registrada, sin darse cuenta queda muy expuesta a los ataques de la prensa y el público no tanto por el volantazo estilístico sino debido a la decisión de tocar su techo compositivo en materia de canciones muy ambiciosas arropadas con arreglos minimalistas pero paradójicamente más complejos y sutiles que las numerosas capas de teclados y guitarras que recubrían las composiciones de los tres primeros discos. En este sentido The Clearing exuda buenas intenciones y en gran medida sale airoso, por lo menos en lo que respecta a su fórmula de soft rock de probeta, pero no consigue ir más allá de lo correcto o puesto en otros términos, el álbum apenas si supera el umbral de la mediocridad al entregar una primera mitad más inspirada y efervescente que la olvidable segunda parte, esta última derivando en una rutina que recuerda a la accesibilidad un tanto mucho desabrida de aquellas FMs especializadas en el pop masivo de los años 80 y 90.
The Clearing, de Wolf Alice (2025)
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