La Quimera del Oro (The Gold Rush)

La avaricia como farsa

Por Emiliano Fernández

El humor de Charles Chaplin (1889-1977), encuadrado a nivel general en el slapstick o comedia física paradigmática del cine mudo, fue extremadamente revolucionario para su época no sólo por la meticulosidad del británico en materia de los gags y el relato en sí en el que se insertaban, dos elementos que eran bastante descuidados en aquellos primeros años del séptimo arte porque los chistes de las propuestas cómicas tendían a ser siempre los mismos y las tramas en cuestión de lo más olvidables e insignificantes, sino además por la introducción de novedades concretas que no son meramente formales como se suele decir cuando se afirma hasta el cansancio que el susodicho descubrió la profunda potencialidad humorística de los largometrajes en detrimento de la catarata de cortos que se producían en su tiempo, a principios del Siglo XX, y que él mismo craneó en mayor o menor medida para compañías como Keystone Studios, Essanay Film Manufacturing Company, Mutual Film Corporation y First National Pictures, empresas para las que trabajó antes de crear la famosa United Artists junto a luminarias de la talla de Douglas Fairbanks, Mary Pickford y D. W. Griffith; pensemos en la ralentización de la dinámica siempre furiosa del slapstick, la incorporación de un trasfondo dramático o melancólico permanente, el apego para con los comentarios sociales, políticos y económicos sin filtro burgués alguno, un perfeccionismo en la pantomima y la puesta en escena que le ganó fama de tirano absoluto en el set, esa independencia productiva señalada que le permitió dedicarle años a la concepción de cada película y escapar a la interferencia muy idiotizante de los grandes estudios, su método de trabajo de tipo experimental basado en la improvisación durante meses, la potenciación extrema del desarrollo de personajes con Charlot o The Tramp/ El Vagabundo como núcleo fundamental, un claro marco antiinstitucional en el que la ley y sus esbirros siempre son violentos y soberbios, un surrealismo maquillado vía efectos especiales en situaciones irónicas o descabelladas, una eterna identificación con las legiones de menesterosos que engendra la exploración capitalista y finalmente la defensa de la dignidad humana por sobre todas las cosas en tanto herramienta de lucha contra los poderosos y sus muchos secuaces.

 

La Quimera del Oro (The Gold Rush, 1925) responde a los tres subgrupos más evidentes del acervo productivo chaplinesco ya que la obra maestra que nos ocupa forma parte del conjunto de films inspirados en acontecimientos reales, ese otro que engloba ingredientes autobiográficos y aquel otro que hace gala de una retórica social propia de un millonario que jamás olvidó sus orígenes humildes -de hecho, su conducta traumática y sus fantasmas psicológicos parecen indicar que el martirio de su infancia nunca lo abandonó- al punto de que la mayoría de sus héroes son pobres o burgueses en decadencia que tienen a la miseria como uno de sus principales miedos, éste un esquema discursivo ya correspondiente a las últimas películas de su carrera. Así como Tiempos Modernos (Modern Times, 1936) estaba basada en el desempleo creciente provocado por la industrialización y esa desaparición/ reconversión de muchos oficios tradicionales por la maquinaría pesada, El Gran Dictador (The Great Dictator, 1940) en las figuras combinadas de Adolf Hitler y Benito Mussolini y sus regímenes de tipo fascista, antisemita e imperialista, y Monsieur Verdoux (1947) en el mítico asesino en serie francés de viudas Henri Désiré Landru, La Quimera del Oro está inspirada en el episodio de canibalismo de la Expedición Donner de 1846 y 1847, léase una caravana de carretas de pioneros que se dirigían a California y quedaron atrapados durante meses en la Sierra Nevada, y en las sucesivas “fiebres del oro” de fines del Siglo XIX y comienzos del siguiente, como la canadiense de Klondike entre 1896 y 1899 y las dos de Alaska de 1899-1909, Nome y Fairbanks. El segundo grupo de películas, el autobiográfico que incluye a El Pibe (The Kid, 1921), El Circo (The Circus, 1928), Luces de la Ciudad (City Lights, 1931), Candilejas (Limelight, 1952) y Un Rey en Nueva York (A King in New York, 1957), amén de films menores como Una Mujer de París (A Woman of Paris, 1923) y Una Condesa de Hong Kong (A Countess from Hong Kong, 1967), en La Quimera del Oro aparece representado por la presencia de privaciones de toda índole, esas que caracterizaron a la juventud del artista, y por el fantasma de la demencia, padecimiento que condujo a su madre, Hannah, a un neuropsiquiátrico por sífilis y/ o desnutrición cuando él tenía 14 años.

 

En tiempos en los que los cineastas y los artistas en general solían evitar cualquier tipo de compromiso ideológico o doctrinario macro, más aún en yanquilandia donde la cobardía es y era mandato supremo porque la persecución desde el gobierno, los mass media y la mafia del propio mainstream hollywoodense resulta una amenaza muy real, Chaplin se la pasaba pateando el tablero lanzando al mundo sus opiniones, propias de la militancia de izquierda, sin ninguna clase de eufemismo o maquillaje, precisamente por ello en La Quimera del Oro se burla de una tragedia comunitaria como lo fue el éxodo masivo de personas en busca de hogar o del metal precioso de turno porque detrás de ello ve no sólo la desesperación del ser humano provocada por el eterno ciclo de crisis financieras y económicas del capitalismo occidental sino también la ignorancia y la avaricia farsesca del sueño del progreso y otras mentiras semejantes que prometen prosperidad automática en un sistema social de por sí injusto; en suma una denuncia semejante a aquellas otras de El Pibe, acerca de la pobreza endémica suburbana y la insensibilidad del Estado y su aparato de contención, Luces de la Ciudad, sobre esa ciclotimia patética de los magnates y la superficialidad desencadenada por la doctrina plutocrática, Tiempos Modernos, ataque a las condiciones laborales muy penosas de las fábricas de la época y las consecuencias de aquella Gran Depresión, El Gran Dictador, ridiculización furibunda del nacionalismo imperante en todo el globo, Monsieur Verdoux, parodia apenas camuflada del capitalismo y del fetiche con las avanzadas bélicas y las armas de destrucción masiva en medio de la naciente paranoia nuclear, y Un Rey en Nueva York, sátira acerca de la caza de brujas anticomunista del macartismo y del Comité de Actividades Antiestadounidenses de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, algo que Chaplin padeció en carne propia cuando durante el estreno de Candilejas se vio obligado a exiliarse en Suiza con su última esposa Oona O’Neill porque el fiscal general de yanquilandia, James P. McGranery, revocó su permiso de reingreso al país por sus opiniones políticas, acto de censura y asedio que lo mantuvo alejado de Hollywood entre 1952 y 1972, cuando volvió para recibir un Oscar honorífico muy amargo y tardío.

 

Sirviéndose de la sencilla historia de un buscador solitario de oro (Chaplin como Charlot) que en Klondike primero se hace amigo de un gigantón, Jim McKay (Mack Swain), y luego se enamora de una prostituta de un salón de baile/ bar/ lupanar del Oeste llamado Monte Carlo, Georgia (la muy hermosa Georgia Hale), el director, guionista, productor y editor construye otra de sus fábulas sobre la urgencia del hambre, el desprecio consuetudinario a las personas de pocos recursos, los problemas psicológicos como la locura o la amnesia, las injusticias del corazón, esa picardía popular todo terreno, las idas y vueltas del destino, las ilusiones deshechas o traicionadas y hasta la capacidad de reinventarse. Chaplin aquí echa mano de varias de sus obsesiones, tanto del período profesional inicial de los cortos como del posterior de los largometrajes, como la figura de un mecenas temporario del indigente, hoy un tal Hank Curtis (Henry Bergman) que posee una mina y frente al cual simula estar congelado para poder comer algo en su hogar, y la presencia de dos villanos que responden a los energúmenos e imbéciles hiper narcisistas que la sociedad suele parir de a montones, primero el psicópata y asesino Black Larsen (Tom Murray), con quien el protagonista y McKay conviven en una cabaña en medio de una durísima tormenta de nieve, y segundo el mujeriego con aire de proxeneta Jack Cameron (Malcolm Waite), novio abusivo de Georgia y competencia directa de Charlot en lo que atañe al interés de la señorita. Muchas son las secuencias magistrales que quedaron incrustadas en el inconsciente cinéfilo mundial, en sintonía con aquellas de la ventisca del comienzo, la del zapato hervido y devorado, esa de Jim imaginando al buscador solitario como un apetitoso pollo, la de la correa del perro utilizada de cinturón para el pantalón, aquella del nocaut de Cameron, la del festejo por la cita con Georgia de Año Nuevo, esa otra de la remoción de nieve con una pala, la inmortal danza etérea de los panecillos y por supuesto el remate con la cabaña en el precipicio y la confusión final en el barco con un polizón, cuando él acepta volver a vestir el atuendo de Charlot para unas fotos a pesar de ser ya un millonario, todos ejemplos de una inventiva y una ejecución supremas como nunca más volvería a verse a lo largo de los años futuros…

 

La Quimera del Oro (The Gold Rush, Estados Unidos, 1925)

Dirección y Guión: Charles Chaplin. Elenco: Charles Chaplin, Mack Swain, Tom Murray, Henry Bergman, Malcolm Waite, Georgia Hale, Sam Allen, Albert Austin, Heinie Conklin, Kay Deslys. Producción: Charles Chaplin. Duración: 90 minutos.

Puntaje: 10