The Nightingale (2018), la nueva película de la directora y guionista australiana Jennifer Kent, quien se hizo muy conocida en el ámbito cinematográfico internacional gracias a su obra anterior, la excelente ópera prima The Babadook (2014), es una propuesta poderosa y en verdad fascinante que por un lado recupera muchos de los motivos más utilizados de las epopeyas de “violación y venganza”, ahora maximizando el asunto al sumar el asesinato del marido de la víctima de turno y el detalle de su bebé reventado contra una pared, y que por otro lado en conjunto funciona como una inspirada alegoría sobre el colonialismo interno/ externo de ayer, hoy y siempre, en esta oportunidad teniendo por coyuntura inmediata a la Guerra Negra o Genocidio de Tasmania (1825–1832), léase las distintas masacres a las que fueron sometidos los pueblos aborígenes autóctonos a manos de los colonos ingleses, quienes encabezaron muchas razias con vistas a expulsar y/ o exterminar definitivamente a los habitantes originales de lo que en esa época se llamaba Tierra de Van Diemen, una isla que fue ocupada por los británicos, utilizada como colonia penal y destinada en su mayoría a la agricultura extensiva, lo que terminó provocando una hambruna generalizada entre unos aborígenes que se dedicaban a la caza. Adoptando de manera enfática los engranajes retóricos de los westerns crepusculares y combinándolos con la fanfarria altisonante del terror, el film cuenta una pequeña y trágica historia que resulta atemporal por su análisis impiadoso en torno a las manifestaciones de la violencia humana, su ciclo de nunca acabar y en especial el sadismo y la arrogancia que motiva a todo el derrotero desde el vamos, hoy más que nunca representados en las psicopáticas figuras de autoridad del entramado estatal.
En el relato la Guerra Negra adquiere la forma de un personaje que se cierne sobre todos los acontecimientos de la trama, un contexto caracterizado por la sombra de los secuestros, violaciones y asesinatos que los civiles y militares ingleses gustaban de cometer contra la población nativa, a su vez un esquema que se ubicaba a mitad de camino entre la simple propensión a la brutalidad y la revancha por los ataques que sufrían por parte de unos aborígenes que pretendían resistir el embate de la supuesta “civilización europea” y todo su marco de explotación, rapiña y esclavitud. Clare Carroll (Aisling Franciosi) es una convicta irlandesa que está casada con Aidan (Michael Sheasby), tiene una hija de pocos meses y trabaja como sirviente en un puesto del Ejército Británico comandado por el repugnante Teniente Hawkins (Sam Claflin), un diablo de ojitos claros, y el Sargento Ruse (Damon Herriman), su segundo al mando. La mujer es abusada sexualmente de manera continua por un Hawkins que la extorsiona con enviar una “carta de recomendación” que significaría la libertad de toda su familia, situación que se ve complementada por un aumento progresivo en la crueldad maquiavélica del Teniente, el cual está más que frustrado porque recibió el inhóspito puesto con la promesa de permanecer sólo un año y ya van más de tres. Cuando un veedor del ejército le informa a Hawkins que no lo recomendará para la capitanía porque presencia un altercado a puño limpio entre él y Aidan, promoción que implica una anhelada reasignación en el norte, el Teniente decide atravesar la isla para hablar en persona con el encargado de dictaminar el ascenso, el Mayor Bexley (Christopher Stollery), antes de que en cuatro o cinco días decrete quién se convertirá en el nuevo capitán de las tropas inglesas.
Por supuesto que antes de marcharse el jerarca y sus dos subalternos, Ruse y el taciturno Soldado Jago (Harry Greenwood), deciden visitar la morada de la parentela de Carroll para “cobrarse” la insolencia de osar reclamar que por fin envíe la carta de recomendación, lo que deriva primero en el dolor de un Aidan que se entera de los abusos sexuales y segundo en la andanada de atrocidades citadas, en términos prácticos la violación de Clare frente a los ojos de su marido, el homicidio de Aidan por parte de Hawkins, una nueva violación ahora efectuada por Ruse y el asesinato del bebé a manos de Jago y bajo la insistencia de sus dos superiores. Luego de un culatazo de un mosquete en la cabeza de la fémina, los simpáticos representantes del Estado se marchan dándola por muerta pero ella se despierta e intenta denunciarlos ante las autoridades coloniales, quienes de inmediato culpan al esposo por el asesinato del infante y la ningunean considerando que la palabra de un oficial de Su Majestad vale más que la de una convicta. Así las cosas, Carroll contrata los servicios de un rastreador aborigen llamado Billy (Baykali Ganambarr) y juntos parten para dar caza al contingente de Hawkins, Ruse y Jago, esos que para su periplo hacia Launceston con el objetivo de encontrar al Mayor Bexley reclutan a tres convictos, uno de ellos un purrete, Eddie (Charlie Shotwell), y a un rastreador, el “Tío Charlie” (Charlie Jampijinpa Brown). Mientras los británicos secuestran a una madre aborigen para someterla a esclavitud sexual, Lowanna (Magnolia Maymuru), de a poco Clare y Billy superan sus prejuicios y entablan una relación de confianza mutua debido al odio que ambos manifiestan hacia los ingleses, los cuales condenaron a la miseria a la primera y masacraron a la parentela del segundo.
La película de Kent nos ofrece un recorrido muy mundano alrededor de parajes naturales celestiales que se vuelven peligrosos por la intervención del esquizofrénico ser humano, subrayando además en todo momento la sutil torpeza de los personajes, su capacidad de improvisación y las mismas contradicciones/ inconsistencias/ riqueza de sus respectivas idiosincrasias, un mejunje que -considerando también el metraje, estos generosos 136 minutos de duración- constituye un retrato detallado y ultra realista de las idas y vueltas de la atribulada existencia durante aquellos años y sus puntos en común con el lenguaje de la violencia y la incertidumbre sin fin de nuestros días, donde también la pobreza, los delirios egoístas, la desigualdad, los atropellos, la falta de justicia y la imposibilidad de prever lo que ocurrirá a continuación son moneda corriente. La realizadora va más allá de lo que se esperaría de ella, sobre todo ese tono feminista freak implícito en The Babadook, ya que aquí exacerba por mucho el ardid de base de su ópera prima: así como antes teníamos un relato dominado por una madre en crisis, Amelia (Essie Davis), que debía hacerse cargo de un hijo problemático que sin embargo resultaba fundamental para su desarrollo psicológico como heroína histérica, Samuel (Noah Wiseman), hoy la dialéctica está más equilibrada porque si bien es evidente que Kent se identifica con Clare (comienza y cierra el fluir narrativo con ella), Billy es en la praxis tan o más importante debido a que posee su propia lógica retórica (además de señalar el costado femenino manipulador de Clare, al que apela la mujer cuando necesita rogarle al joven para que no la abandone, y su faceta racista, un rasgo típico del período que Carroll va superando de a poco, el aborigen de por sí simboliza el olvido comunal y la marginalidad de unas mayorías que son exterminadas por la clase dirigente de manera más o menos silenciosa, un hombre que se siente usado tanto por los sectores dominantes -esa milicia que lo reclamó en el pasado y se llevó de golpe a su Tío Charlie- como por el lumpenproletariado de las huestes colonizadoras, nos referimos a esta mujer que lo contrata recurriendo a la mentira de que ambos irán en pos del marido de ella).
Sin contenerse para nada en los rubros del gore y las pesadillas que Clare tiene con sus seres queridos y sus victimarios, suerte de condena psicológica en espiral, la directora juega con los opuestos a nivel vincular amparándose en la relación entre Hawkins y Eddie, algo así como una tutela que empieza bien y termina en desastre cuando el muchacho no se metamorfosea en el carnicero en potencia que el Teniente esperaba, y en su homóloga entre Carroll y Billy, una amistad que empieza mal y termina bien por ese trasfondo compartido desdichado al que aludíamos con anterioridad, con ella apodada “ruiseñor” por Hawkins en función de una canción que suele entonar y él remarcando con orgullo que su nombre real no es el anglosajón Billy sino Mangana, una palabra en Palawa Kani -un lenguaje creado por el Centro Aborigen de Tasmania a partir de los limitados registros del vocabulario de los habitantes masacrados por los colonos- que significa “mirlo” y que lo describe a la perfección porque el joven también suele cantar, aunque obedeciendo a su cosmovisión tribal. A la vez remarcando la identidad mancillada de los personajes y esa felicidad que se les niega de modo sistemático por los esperpentos en el poder, el arte asimismo aparece como un bálsamo que impide el descenso hacia la locura y hasta se abre camino como una manifestación de esa voluntad visceral -empardada al encono y la lucha por justicia- que se transforma en el combustible de los protagonistas. The Nightingale responde a una larga tradición del cine australiano en el que se exploran los orígenes nefastos y el paradójico carácter de la construcción nacional, vertiente que incluye a opus tan diversos como Walkabout (1971), Wake in Fright (1971), Mad Dog Morgan (1976), La Última Ola (The Last Wave, 1977), The Chant of Jimmie Blacksmith (1978), Cerca de la Libertad (Rabbit-Proof Fence, 2002), La Propuesta (The Proposition, 2005) y Charlie’s Country (2013); incluso echando mano del latiguillo del cine vernáculo con el “oficio” de talante esclavista de los rastreadores, ese que pudo verse en otras realizaciones contemporáneas en línea con las muy interesantes El Rastro (The Tracker, 2002) y Dulce País (Sweet Country, 2017).
Ahora bien, la película sintetiza con claridad todo lo que la comarca mainstream del séptimo arte de hoy en día ha decidido descuidar o directamente obviar a pura cobardía con vistas a contentar a la legión de retrasados mentales que componen el grueso del público, la prensa y la piponada oligofrénica de la industria cultural, léase la presencia de personajes capaces no sólo de equivocarse sino de cambiar en serio de opinión (vale señalar que Clare comienza la faena decidida a vengarse y de a poco se retracta de sus pasos, y Billy al inicio no quiere saber nada con el plan de la mujer pero cuando halla el cadáver del Tío Charlie, otra triste víctima del contingente comandado por los ingleses, se consagra al desquite con todas sus fuerzas) y un verosímil que no endulce la realidad y trabaje el costado más tenebroso y cotidiano de la misma (sin lugar a dudas el Teniente Hawkins constituye un maravilloso ejemplo de ello ya que forma parte del plantel de burócratas lastimosos e hiper individualistas del Estado y su oligarquía civil/ militar/ policial asociada, una execrable mancomunión en donde la altanería, la cosificación del otro y los caprichos más ridículos se unifican con las mascaradas ante los superiores y con la idea de un bienestar plutocrático difuso, amén de la interminable serie de barrabasadas concretas que comete el Teniente y su principal perro faldero, el paparulo de Ruse, un cómplice paradigmático que hace de la sumisión reptante una disciplina de temer). A ciencia cierta muy pocas propuestas actuales enfatizan con este grado de virulencia que la peor lacra del planeta son los idiotas con algo de poder, unos energúmenos siempre propensos a la arbitrariedad, los ultrajes para con el prójimo y el abuso de su posición para así satisfacer lo que sea que dictamine la pirámide social del capitalismo: en este sentido, el opus de Kent aprovecha la economía y suciedad expresiva del horror con la doble meta de esquivar el automatismo preciosista festivalero, esa tendencia a embellecer la imagen de época, y de recuperar la denuncia pura y dura del colonialismo hambreador y sus agentes/ personeros/ lambiscones por antonomasia, estos psicópatas patéticos que se creen dueños de la vida y la muerte de todos a su alrededor…
The Nightingale (Australia/ Canadá/ Estados Unidos, 2018)
Dirección y Guión: Jennifer Kent. Elenco: Aisling Franciosi, Baykali Ganambarr, Sam Claflin, Damon Herriman, Harry Greenwood, Magnolia Maymuru, Charlie Shotwell, Michael Sheasby, Christopher Stollery, Charlie Jampijinpa Brown. Producción: Jennifer Kent, Bruna Papandrea, Steve Hutensky y Kristina Ceyton. Duración: 136 minutos.