Max y los Chatarreros (Max et les Ferrailleurs)

La cofradía de la miseria

Por Emiliano Fernández

La carrera de Claude Sautet fue un tanto singular para una época en la que las comarcas del cine de género de pretensiones populares y su homólogo de resonancias serias a lo “cinéma de qualité” de antaño estaban claramente separadas y los representantes de cada región no solían saltar de una orilla a la otra porque los públicos eran distintos y el conservadurismo comercial siempre tiene prioridad, más allá de un puñado de salvedades a lo largo de los años que derivaron en fracasos artísticos y/ o de taquilla. El señor, sin duda más prolífico en su faceta de guionista para terceros que como realizador, empezó su carrera como director dentro del cine de género, donde supo brillar con la estupenda A Todo Riesgo (Classe Tous Risques, 1960), clásico del film noir coescrito por el especialista José Giovanni, a partir de su novela homónima de 1958, y protagonizado por Lino Ventura, Sandra Milo y Jean-Paul Belmondo, y se estancó con el horrendo musical ¡Hola, Sonrisa! (Bonjour, Sourire!, 1956), de hecho su ópera prima en términos prácticos, y la apenas correcta Armas para el Caribe (L’Arme à Gauche, 1965), nuevamente con el magnífico Ventura en el rol protagónico, no obstante a partir de Las Cosas de la Vida (Les Choses de la Vie, 1970), aquella primera colaboración con sus futuros actores fetiche Michel Piccoli y Romy Schneider, Sautet se volcaría de lleno al terreno del drama romántico, existencial, socarrón o psicológico en una jugada profesional que por un lado le enajenó a sus primeros admiradores y por el otro lado le generó otros nuevos, en gran medida limitando su producción artística de allí en más al circuito festivalero y a los espectadores burgueses que adoran ver en pantalla a sus pares sufriendo o entrando en crisis por esto o aquello como mártires -o francos masoquistas del montón- del privilegio social, un esquema que generó películas más o menos interesantes o simpáticas en línea con César y Rosalie (César et Rosalie, 1972), Tres Amigos, sus Mujeres y los Otros (Vincent, François, Paul et les Autres, 1974), Mado (1976), Una Historia Simple (Une Histoire Simple, 1978), Un Mal Hijo (Un Mauvais Fils, 1980), Un Corazón en Invierno (Un Coeur en Hiver, 1992) y El Placer de Estar Contigo (Nelly & Monsieur Arnaud, 1995), la última realización del cineasta, ahora estelarizada por Michel Serrault y Emmanuelle Béart, antes de fallecer en el 2000 de cáncer de hígado a la edad de 76 años.

 

Dejando de lado un par de aproximaciones bastante olvidables al ecosistema de la comedia ochentosa, léase ¡Mozo! (Garçon!, 1983) y Algunos Días Conmigo (Quelques Jours avec Moi, 1988), el único verdadero intento de parte de Sautet desde la década del 70 en adelante de retomar algo de la magia de A Todo Riesgo y sacudirse el polvillo algo presuntuoso del cinéma de qualité, dentro del cual encontró un nicho que no abandonó hasta el final de sus días, fue Max y los Chatarreros (Max et les Ferrailleurs, 1971), una diminuta maravilla que a simple vista parece invertir la dinámica narrativa e ideológica por antonomasia del policial negro francés de las irrepetibles décadas del 50 y 60 símil Jacques Becker y Jean-Pierre Melville, eso de basurear a la policía y denunciarla como una serie de energúmenos maquiavélicos con el ego inflado y dispuestos a todo con tal de salirse con las suyas, en primera instancia, y de centrarse en los delincuentes aunque no para ensalzarlos en sí sino para poner en primer plano cuánto de dialéctica de la supervivencia desesperada esconde su estilo de vida errante y eternamente marginal, en segundo y crucial lugar. Sin embargo las apariencias engañan y si bien es cierto que la obra que nos ocupa se consagra a retratar al policía del título, aquel Max en la piel del querido Piccoli, esos “chatarreros” también son importantes debido a que su condición de criminales de poca monta los transforma en carne de cañón para que el primero, un ex juez y ahora inspector de excelente pasar económico proveniente de una rica familia de viticultores, los instigue a saltar desde el amateurismo de los pobres diablos hacia las grandes ligas del hampa, esas en las que los piratas del asfalto y los ladrones de bancos se dan la mano con todos sus colegas conceptuales de la oligarquía empresaria, cultural y política del país de turno, por ello lo que empieza siendo un film noir bien cínico de infiltración tangencial en una organización precaria de los bajos fondos metropolitanos, “tangencial” porque el policía enamora a la novia del líder de los forajidos cual compensación tragicómica para atrapar a cualquier infeliz con las manos en la masa porque viene de quedar en ridículo ante sus compañeros oficiales, deriva en un flamante análisis de la mezquindad ideológica del poder policial y una especie de drama romántico camuflado donde la tragedia asoma su cabeza en simultáneo con el amor entre los opuestos.

 

El relato arranca con el superior de Max, el Comisario (Georges Wilson), deseando que declaren loco a su subordinado luego de un episodio sin especificar, lo que nos regala una estructura narrativa en forma de racconto que a su vez se inicia con el fracaso del inspector en materia de la detención de los responsables de un atraco bancario que dejó como saldo un herido y un muerto, el cajero, luego de que el informante del policía, un tal Renardot, lo engañara manteniendo la fecha del robo pero cambiando el lugar una vez que el jerarca criminal de turno, Carmona, comenzase a sospechar y lo hiciese revelar su condición de buchón de los esbirros de la ley. El personaje de Piccoli, quien abandonó la profesión de juez cuando se vio obligado a liberar a un homicida por falta de evidencias, sufre las burlas de otros policías y está obsesionado con construir un caso perfecto y sin “goteras” ni alicientes que permitan la excarcelación de los detenidos, por ello cuando determina de dónde salió el automóvil que usó Carmona para el asalto, de un taller mecánico y garaje que se dedica a la reventa de coches robados, se propone seguir la pista del proveedor del vehículo, Abel Maresco (Bernard Fresson), alguien a quien Max conoce porque hizo el servicio militar con él en la Infantería Colonial 17 años atrás. Motivando un encuentro en apariencia fortuito en la calle, el oficial comienza a charlar con Abel y así descubre que es algo así como el cabecilla de una banda de chatarreros que se dedica al acopio y venta de hierro, cobre y aluminio que consigue robando, precisamente, automóviles y diversos implementos y descartes de depósitos y obras en construcción, panorama que se completa con la información brindada por el Comisario Rosinsky (François Périer), jefe de la comuna parisina de Nanterre, donde está asentada la banda, hombre que tiene de informante a un proxeneta que suele juntarse con los muchachos de Maresco en un café, Cyriaque alias Dromedario (Henri-Jacques Huet). El plan de Max es sencillo aunque de consecuencias imprevisibles: hacerse pasar por banquero ante la novia prostituta de ascendencia alemana de Abel, Julia Anna “Lily” Ackermann (Schneider), para de a poco seducirla e inducir la noción de lo fácil y jugoso que sería asaltar la sucursal que tiene a su cargo, una pequeña cercana a un mercado de carne al por mayor que deposita todas sus ganancias en el banco.

 

Hoy por hoy Sautet, de la mano de un guión coescrito con Jean-Loup Dabadie y Claude Néron a partir de la novela homónima de 1968 de este último, juega con la ironía de la mutua complementación incómoda entre por un lado la pandilla de infelices de Maresco, quienes levantan con sus hurtos lastimosos lo mínimo para sobrevivir aunque desean conseguir más dinero y así se la pasan contradiciéndose en sus intenciones criminales por miedo para sopesar la posibilidad de atracar algo menos peligroso que un banco, como por ejemplo un supermercado, una estación de servicio, un restaurant, un local de alquiler de coches o hasta una farmacia, y por el otro lado el mismo Max, un adicto al trabajo proclive a dilapidar su dinero personal -departamento alquilado incluido- en una farsa amiga de la esquizofrenia implícita traicionera, quien además por la naturaleza de sus encuentros con Lily, todos sin sexo de por medio y regalándole billetes y billetes a la mujer sólo por su compañía, queda claro que funciona como una suerte de impotente tácito ricachón que compensa su desinterés en la dimensión privada de la vida con el fetiche antidelictivo, su máscara de frialdad calculadora y el hecho de despilfarrar el efectivo en un intento burdo de ganarse la confianza o la simpatía de la fémina, estrategia que por cierto funciona aunque no como lo había planeado ya que las sesiones de “no cópula” con la meretriz le sirven de excusa para ingresar en su corazón e influir en las decisiones de ese novio con el que convive, Abel, por ello Ackermann duda en seguir deschavando a su cliente banquero ante Maresco y Max por su parte termina cayendo rendido ante la adorable furcia a un extremo francamente impensado, recordemos en este sentido su insólita resolución durante las postrimerías del metraje de reventar de tres disparos a Rosinsky porque se niega a dejar en paz a Lily, cayendo preso junto con todos los mentecatos y perejiles sociales varios a los que tanto despreciaba antes de conocerlos en serio. La propuesta retórica en su conjunto primero se regodea retratando la tela de araña que teje el protagonista alrededor del círculo de los malhechores de muy pocos recursos y a posteriori indaga en la destrucción repentina del ardid construido, no sólo en función del detalle del comisario de Nanterre pretendiendo encarcelar a la prostituta como venganza por elevación contra Max, por haberse metido en su territorio y haber fabricado de la nada a una pandilla de asaltantes de bancos que nunca lo hubiesen sido sin la paradójica intervención del sujeto encargado de evitarlo desde el vamos, sino también gracias al cariño imprevisto que le nace en relación a Ackermann y el resultado del asalto con emboscada hiper planificada de fondo, un muerto y un herido entre los forajidos, exactamente el mismo del robo del principio que también lo había dejado en ridículo, el encabezado por Carmona y compañía. La derrota del inspector, en consonancia, es doble ya que como él asevera en el comienzo ante su superior inmediato, el personaje de Wilson, en última instancia queda en evidencia que no puede encarcelar ni a los mafiosos profesionales, simbolizados en el gangster italiano en las sombras, ni a los amateurs tontos y menesterosos que comercian con la chatarra y los subproductos del mundo criminal, tanto los desperdicios metafóricos como los literales prosaicos, rubro por supuesto representado por Abel y su cofradía de la miseria. Este fascinante croquis de relaciones entrecruzadas logra igualar a uniformados y ladrones del mismo modo en que la alta burguesía se toca con los desesperados de las clases populares que hacen lo que pueden para sobrevivir en el “sálvese quien pueda” del capitalismo moderno, por ello la angustia que desencadena en el desenlace la toma de conciencia del absurdo policial por parte de Max no puede más que traducirse en asesinato contra el adalid del capricho del momento, Rosinsky, una síntesis azarosa tercerizada -ante los ojos del inspector semi infiltrado entre los chatarreros- del manejo discrecional de la justicia y el sentimiento de superioridad e impunidad que destilan a diario los agentes de la ley, algo de lo que el propio Max asimismo es culpable. Con una fotografía seca y documental de René Mathelin, típica de los films de Sautet, y un glorioso trabajo de parte del trío fundamental, hablamos de Piccoli, Fresson y la bella y talentosa Schneider, la película, como afirmábamos antes, abre coqueteando con la sagacidad policial en pose mainstream y cierra su derrotero con las defensas totalmente bajas y deduciendo que la dignidad de los pobres diablos del hampa es mucho más valiosa que el pragmatismo de la ley y sus intentonas tardías de redención, en suma alimentándose de las esperanzas, frustraciones y anhelos del prójimo para doblegarlo y llevarlo hacia una trampa grosera…

 

Max y los Chatarreros (Max et les Ferrailleurs, Francia/ Italia, 1971)

Dirección: Claude Sautet. Guión: Claude Sautet, Jean-Loup Dabadie y Claude Néron. Elenco: Michel Piccoli, Romy Schneider, Bernard Fresson, François Périer, Georges Wilson, Henri-Jacques Huet, Boby Lapointe, Philippe Léotard, Michel Creton, Betty Beckers. Producción: Roland Girard, Raymond Danon y Jean Bolvary. Duración: 113 minutos.

Puntaje: 10