No existe género o formato más típicamente cinematográfico que la road movie porque desancla al séptimo arte de uno de sus principales pivotes en términos históricos, el teatro, y porque la dinámica del movimiento permanente pone en primer plano la cámara que todo lo registra, suerte de compañera de viaje de los protagonistas tendiente a humanizar -para bien y para mal- sus vicisitudes y el relato en su conjunto, cuya mundanidad genera empatía en ambos lados de la pantalla. Desde ya que las más habituales son aquellas road movies que fetichizan a los vehículos como extensión de los cuerpos de sus conductores, pensemos por ejemplo en Carretera Asfaltada en Dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), de Monte Hellman, Reto a Muerte (Duel, 1971), de Steven Spielberg, Vanishing Point (1971), de Richard C. Sarafian, Malas Tierras (Badlands, 1973), de Terrence Malick, La Fuga del Loco y la Sucia (Dirty Mary Crazy Larry, 1974), opus de John Hough, Loca Evasión (The Sugarland Express, 1974), también de Spielberg, Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975), de Paul Bartel, Dos Pícaros con Suerte (Smokey and the Bandit, 1977), de Hal Needham, y Mad Max (1979), de George Miller, amén de faenas que se sirvieron de modo tangencial del esquema como Los Ángeles del Infierno (The Wild Angels, 1966), de Roger Corman, Stone (1974), de Sandy Harbutt, y El Desamor (The Loveless, 1981), de Kathryn Bigelow y Monty Montgomery. Sin embargo también hay películas dentro del rubro que intercalan múltiples medios de transporte o minimizan el rol de los susodichos porque el acento pasa a situarse en los personajes principales y su metamorfosis identitaria, planteo que va desde los dos “tótems” del caso, El Último Deber (The Last Detail, 1973), de Hal Ashby, y Mejor Solo que Mal Acompañado (Planes, Trains & Automobiles, 1987), de John Hughes, hasta films posteriores en línea con Rain Man (1988), de Barry Levinson, Thelma & Louise (1991), de Ridley Scott, Pánico y Locura en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998), de Terry Gilliam, Entre Copas (Sideways, 2004), de Alexander Payne, Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006), de la dupla compuesta por Jonathan Dayton y Valerie Faris, y Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), la estupenda obra de Wes Anderson estelarizada por Owen Wilson, Adrien Brody y Jason Schwartzman.
Si bien el recorrido a escala ideológica de la road movie anglosajona moderna/ posmoderna puede resultar un tanto mucho bizarro, en este sentido se debe tener presente que el asunto nace en la orilla bufonesca de El Mundo está Loco, Loco, Loco, Loco (It’s a Mad Mad Mad Mad World, 1963), de Stanley Kramer, y La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965), de Blake Edwards, para luego derivar en el existencialismo contracultural de La Chica de la Motocicleta (The Girl on a Motorcycle, 1968), de Jack Cardiff, y Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper, y más adelante en el tono muchísimo más light de los productos de los años 80 en adelante con la salvedad de la obra maestra de Gilliam de 1998, lo cierto es que el corazón de la road movie -o quizás su núcleo duro actitudinal- como marco narrativo se ubica en las propuestas citadas de los gloriosos años 70 y ese surtido de protagonistas marginales, especialmente hippies, delincuentes, lúmpenes, bohemios y otros antihéroes que se cagan en la burguesía, su aparato de represión y la mafia capitalista en general. Pocas faenas del período considerado se centraron en exponentes del “otro bando”, precisamente el de los esbirros del poder fascistoide y persecutorio de Richard Nixon y sus herederos, por ello destacan mucho Asfalto Violento (Electra Glide in Blue, 1973), joya de James William Guercio con Robert Blake como un policía motorizado, y la legendaria El Último Deber, estrenada el mismo año de otros dos clásicos del gremio, Espantapájaros (Scarecrow, 1973), de Jerry Schatzberg, y Luna de Papel (Paper Moon, 1973), de Peter Bogdanovich. El tercer film de Ashby, quien había trabajado como editor para Norman Jewison, su mentor ineludible, y venía de dirigir las también maravillosas El Casero (The Landlord, 1970) y Enséñame a Vivir (Harold and Maude, 1971), no sólo es una epopeya crucial del cine iconoclasta y aguerrido de la época, de hecho utilizando a tres militares para desnudar las diversas compulsiones castrenses y los puntos en común con el devenir social, político y cultural del mundo, sino que además puede leerse como uno de los pilares del amigo Hal y de su transformación en una figura fundamental del Nuevo Hollywood de fines de los años 60 y toda la década del 70, cuando ayudó a enterrar al Hollywood Clásico gracias a una producción artística de unas honestidad y fuerza discursiva inconmensurables.
Perteneciente a su seguidilla de siete propuestas excepcionales de la década, léase las tres citadas más Shampoo (1975), Esta Tierra es mi Tierra (Bound for Glory, 1976), Regreso sin Gloria (Coming Home, 1978) y Desde el Jardín (Being There, 1979), El Último Deber le permite a Ashby profundizar su estudio sobre las máscaras comunales, las decisiones/ indecisiones del ser humano y los vínculos desconcertantes de El Casero y Enséñame a Vivir, por ello mismo aquella relación de un ricachón blanco con dos negras pobres de la primera y el inusitado amor entre un joven suicida y una anciana siempre deseosa de vivir al máximo de la segunda en esta oportunidad mutan en una amistad entre tres miembros de la Armada o Marina de Guerra de los Estados Unidos, el señalero Billy “Badass” Buddusky (un extraordinario Jack Nicholson), el artillero Richard “Mule” Mulhall (Otis Young) y el marinero inexperto de 18 años Larry Meadows (Randy Quaid), los dos primeros debiendo escoltar al tercero, desde la Estación Naval Norfolk, en Virginia, hasta la Prisión Naval Portsmouth, en Maine, por haber recibido una sentencia exorbitante/ desproporcionada de ocho años de cárcel -más baja con deshonor- a raíz de un intento de robo de apenas 40 dólares pertenecientes a donaciones para una campaña contra la poliomielitis, la actividad benéfica preferida de la esposa del almirante de Norfolk. Meadows, un cleptómano con un grado muy importante de inmadurez emocional, despierta la piedad de sus dos guardias ya veteranos, los cuales aprovechan el generoso tiempo de traslado, una larga semana, para emborracharse, apostar arrojando dardos, degustar comida chatarra, pelear con colegas y hacer turismo en general por Nueva York y por Boston mientras tratan de divertir al reo y hacerle ganar algo de experiencia antes de verse obligado a renunciar a su libertad, lo que implica enfrentar a un barman racista, episodio en el que Badass saca su pistola, visitar a la madre alcohólica del cautivo, fémina que no está en su casa en Camden, presenciar una reunión de budistas, provocando que Larry se obsesione con los cánticos hipnóticos para rezar, y finalmente acudir a un burdel para que el joven pierda la virginidad, en suma debiendo pagar dos veces porque en la primera eyacula muy rápido, asimismo la antesala para un intento fallido de fuga durante un picnic improvisado con salchichas en un parque.
Con un invierno bien gélido que agrega desesperación lírica, una banda sonora perfecta a cargo de Johnny Mandel -la música alegre y/ o militar siempre destila ironía- y diálogos minimalistas aunque eficaces del mítico Robert Towne, aquí adaptando la novela semi autobiográfica de 1970 de Darryl Ponicsan y por cierto atravesando lo mejor de su carrera como lo atestiguan Shampoo y Barrio Chino (Chinatown, 1974), de Roman Polanski, El Último Deber tendría una secuela mediocre, tardía e innecesaria, El Reencuentro (Last Flag Flying, 2017), de Richard Linklater, y sin duda funciona como un homenaje al infantilismo irresponsable masculino que se va licuando a medida que la fiesta se transforma en luto porque la osadía todo el tiempo convive con la resignación o certeza de tener que entregar a Meadows en Portsmouth, donde de seguro será un saco de boxeo para el sadismo de sus compañeros. No obstante gran parte del desarrollo no se concentra en la metamorfosis de Larry, quien comienza a valerse por sí mismo al contagiarse la confianza de sus custodios, sino en el paulatino intercambio de roles entre Mulhall, un negro que mantiene a su madre con el sueldo de la Armada, y Buddusky, quien tiene una hija y estuvo casado hasta que su esposa le insistió con convertirse en reparador de televisores, pensemos que ambos no pueden ocultar su vulnerabilidad y sus problemas de conciencia a pesar de mostrarse rudos, Mule arrancando el asunto con serenidad y luego mutando en un ortodoxo del reglamento y Badass en un inicio pecando de soberbio/ efusivo y a posteriori acercándose hacia lo afable o distendido. Ashby se sirve de su melancolía narrativa y documentalista marca registrada, siempre recurriendo a locaciones y permitiéndole toda la libertad necesaria al elenco, para retratar esa insensibilidad castrense paradigmática que en un grupo reducido -o intimista, en transportes varios o quizás al aire libre- se convierte en solidaridad, humanismo y amistad, todo por supuesto con actuaciones supremas de los tres protagonistas más cuasi cameos de futuras estrellas como Carol Kane, Michael Moriarty y Nancy Allen. El doble fantasma de la limitación institucional, el “deber” del título, y de la compensación imposible, el jolgorio que nunca tapará el tiempo de cárcel, marca el quid de esta burocracia represiva que bordea la rebeldía aunque en última instancia regresa hacia lo conocido y marcialmente aceptado…
El Último Deber (The Last Detail, Estados Unidos, 1973)
Dirección: Hal Ashby. Guión: Robert Towne. Elenco: Jack Nicholson, Randy Quaid, Otis Young, Carol Kane, Michael Moriarty, Nancy Allen, Clifton James, Luana Anders, Kathleen Miller, Michael Chapman. Producción: Gerald Ayres. Duración: 104 minutos.