El Tostadorcito Valiente (The Brave Little Toaster)

La constancia del apego vintage

Por Emiliano Fernández

Pocas realizaciones para niños han sido tan alabadas entre la comunidad cinéfila de vieja cepa como El Tostadorcito Valiente (The Brave Little Toaster, 1987), único largometraje animado de Jerry Rees y una diminuta obra maestra que por suerte cada año que pasa se hace más y más conocida entre el público y la crítica que no viven encerrados en la prisión de la redundancia bobalicona mainstream y los mismos latiguillos de siempre. La génesis de la propuesta es hoy legendaria porque a principios de los años 80 John Lasseter, por entonces trabajando como animador en The Walt Disney Company y futuro colaborador en Lucasfilm y gran mandamás en Pixar, fue despedido de la compañía de Mickey Mouse por osar proponer una adaptación en CGI de la novela corta homónima de 1980 de Thomas M. Disch, un célebre poeta y escritor de ciencia ficción que se suicidaría de un tiro en 2008 luego de una larga depresión por la muerte de su pareja, Charles Naylor. Como el formato digital no aminoraría el costo ni el tiempo requerido para terminar el film, los jefazos de Disney del momento, Ed Hansen y Ron W. Miller, optaron por la animación tradicional en vez de la todavía embrionaria digital y decidieron entregar el proyecto a una compañía en gran medida independiente, Hyperion Pictures, que había sido fundada por ex empleados del emporio de Walt, Thomas L. Wilhite y Willard Carroll, un panorama que generó una situación insólita porque el director elegido, el citado Rees, por un lado tuvo que lidiar con un presupuesto bastante bajo para el promedio de una película animada de Estados Unidos, un poco más de dos millones de dólares que fueron aportados por Disney, el conglomerado japonés de electrónica TDK Corporation y la distribuidora de videos hogareños CBS/ Fox Video, y por el otro lado gozó de una libertad muy rara en el gremio cultural castrador norteamericano debido, precisamente, a la autonomía creativa dentro de Hyperion Pictures siempre y cuando se acaten las órdenes de encarar el grueso de la animación en Taiwán vía Wang Film Productions y de la música en general mediante la Nueva Filarmónica de Japón.

 

Con un guión del director y Joe Ranft a partir de un tratamiento primigenio del dúo junto a Brian McEntee, todos profesionales que tuvieron y tendrían carreras muy largas en Disney, Blue Sky Studios, Pixar, Hanna-Barbera y Filmation, amén de trabajar para luminarias como Lasseter, Don Bluth, Tim Burton, Andrew Stanton, John Musker y Brad Bird, entre muchos otros artistas de aquella generación, El Tostadorcito Valiente es un producto muy específico de su tiempo porque responde a la última camada anglosajona de lo que podría definirse como “películas de animación supuestamente infantiles que en realidad incluyen un trasfondo -más o menos explícito- para adultos”, raza ochentosa hasta la médula que incluye a El Último Unicornio (The Last Unicorn, 1982), de Jules Bass y Arthur Rankin Jr., Las Aventuras de Mark Twain (The Adventures of Mark Twain, 1985), de Will Vinton, Cuando Sopla el Viento (When the Wind Blows, 1986), maravilla de Jimmy T. Murakami, el recordado díptico de Martin Rosen, El Príncipe de los Conejos (Watership Down, 1978) y Los Perros de la Plaga (The Plague Dogs, 1982), aquellas dos anomalías absolutas del período de la factoría Disney, El Zorro y el Sabueso (The Fox and the Hound, 1981) y El Caldero Negro (The Black Cauldron, 1985), ambas de Ted Berman y Richard Rich, y por supuesto la seguidilla del imponderable Bluth, esa de La Ratoncita Valiente (The Secret of NIMH, 1982), Un Cuento Americano (An American Tail, 1986), Pie Pequeño en Busca del Valle Encantado (The Land Before Time, 1988) y Todos los Perros van al Cielo (All Dogs Go to Heaven, 1989), rubro en el que también se podría incluir la archiconocida e híbrida ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, 1988), de Robert Zemeckis. La propuesta funciona como la quintaesencia de todos los films futuros de Pixar desde Toy Story (1995) en adelante, pensemos que aquí tenemos objetos inanimados que sienten y piensan, una crónica de metamorfosis, diálogos floridos entre irónicos y emocionalmente honestos, mucha reflexión taciturna solapada y una melancolía doctrinaria indisimulable.

 

La historia es minúscula y se centra en cinco pequeños electrodomésticos que hace años y años que esperan el regreso de su querido amo/ propietario humano, un niño llamado Rob McGroarty (Wayne Kaatz), hablamos de una tostadora (Deanna Oliver), una radio AM (Jon Lovitz), una lámpara de escritorio (Timothy Stack), una manta eléctrica (Timothy E. Day) y una aspiradora bautizada Kirby (Thurl Ravenscroft), quienes en algún momento recibieron el cariño y los cuidados del purrete, el cual a su vez solía pasar todos los veranos con su parentela en el lugar. El misantrópico aire acondicionado de la residencia (Phil Hartman), que también oculta su carácter sintiente ante los bípedos, les aclara que el muchacho ya creció y que nunca volverá pero termina sobrecargándose y explotando cuando sus colegas le recuerdan su trauma negado, eso de que no puede moverse y está empotrado en la pared. Cuando ven que alguien pone un letrero de “en venta” en la puerta de la cabaña, los objetos antropomorfizados deciden emprender un viaje hacia una ciudad cercana donde vive Rob y para ello se suben a una silla de oficina con ruedas, utilizan una batería de automóvil Junko como fuente de energía y la conectan a la aspiradora, quien hace de caballo improvisado con apariencia de máquina cortacésped mientras la radio los guía captando las señales de la metrópoli, no obstante el viaje resulta muy accidentado porque deben atravesar un bosque lúgubre, esquivar la incomprensión mutua entre ellos y los animales y sobrevivir a una tormenta eléctrica, una peligrosa cascada, arenas movedizas e incluso al dueño de una casa de venta de repuestos, Elmo St. Peters (Ranft), quien se dedica a desarmar/ descuartizar sin piedad a los pobres aparatos. Logrando sortear cada obstáculo, al llegar al departamento del amo descubren que no está y que no son bienvenidos por sus equivalentes modernosos de alta gama, los cuales sienten celos porque el muchacho, ya bastante mayor y cerca de ir a la universidad con su novia Chris (Colette Savage), pretende recuperar sus viejos artefactos antes de marcharse hacia la casa de estudios, por ello mismo se dirige de vuelta a la cabaña.

 

La película, que tuvo dos secuelas muy inferiores cortesía de Robert C. Ramírez y Patrick A. Ventura, los “directos a video” El Tostadorcito Valiente al Rescate (The Brave Little Toaster to the Rescue, 1997) y El Tostadorcito Valiente en Marte (The Brave Little Toaster Goes to Mars, 1998), explora con astucia y aplomo temáticas siempre candentes como la obsolescencia programada, el edadismo, el abandono, la dependencia afectiva, el sadismo, el suicidio, la ingenuidad, la limerencia, el delirio crónico, el egoísmo, la distancia entre lo artificial y lo natural, el sacrificio, la ansiedad, el enojo defensivo, la venta de órganos, la explotación capitalista cotidiana, los campos de concentración, la prepotencia, la envidia, la hipocresía, el consumismo, la hiperactividad, la obsesión con la novedad, el fetichismo tecnológico, la lucha entre ciudad y ámbito bucólico, el déficit de atención, el canibalismo laboral, el escapismo de la industria del espectáculo, los rituales necrológicos, la redención, el duelo e incluso la culpa internalizada; todos tópicos que el opus asimismo contrasta con la solidaridad, la empatía, la amistad, el sentido del deber y del socorro -en oposición con respecto al individualismo plutocrático del lobby mediático/ político neoliberal- y el cariño empardado al juego, la ayuda desinteresada y la constancia símil apego vintage no sólo hacia las personas sino también hacia las cosas inanimadas y palpables con carga afectiva, recubrimiento emocional que lo virtual jamás tendrá. Rees, que venía de participar en el equipo técnico de El Zorro y el Sabueso y Tron (1982), joya de Steven Lisberger, y luego dirigiría una comedia fallida con Kim Basinger y Alec Baldwin, Esa Rubia Debilidad (The Marrying Man, 1991), para al poco tiempo especializarse en cortometrajes para los parques temáticos de Disney, aprovecha muy bien la bella música de David Newman, futuro asiduo del cine infantil y adolescente, las geniales canciones de Van Dyke Parks, famoso por su disco Song Cycle (1967) y el mítico proyecto inconcluso Smile (1966-1967) junto a Brian Wilson de The Beach Boys, y desde ya la identidad de cada personaje, como el sustrato cálido de la tostadora, la locura apenas maquillada de la lámpara, las inseguridades de esa manta ultra infantilizada, el narcisismo verborrágico de la radio y el dejo gruñón o a veces adusto de Kirby, esquema que incluye el trauma de la inmovilidad del aire acondicionado jactancioso a lo Jack Nicholson, la soberbia burlona de un velador colgante en el negocio de St. Peters con look de Peter Lorre (Hartman de nuevo) y la aparente paz consigo mismo de un viejo televisor a blanco y negro (Jonathan Benair), único electrodoméstico que Rob se llevó de la cabaña cuando la madurez del chico y el desmembramiento familiar tácito -en el departamento metropolitano escuchamos la voz de la madre, a cargo de Mindy Sterling, pero el padre no está presente- provocaron una ausencia de muchos años que dejó en un limbo a quienes se atrincheraron en la ilusión del retorno porque su quid se condice con la gratificación del servir a quien paga con afecto y reniega de la cosificación omnipresente detrás de la razón instrumental capitalista/ científica/ iluminista. En este sentido, y además de tonadas al paso que suenan en la radio como Tutti Frutti (1955), de Little Richard, y My Mammy (1918), de Al Jolson, las cuatro canciones de Parks acompañan el desarrollo de los protagonistas porque arrancan en la ingenuidad de la orquestal/ hollywoodense Ciudad de la Luz (City of Light), atraviesan estadios intermedios como el cinismo y el humor negro de Es una Película Clase B (It’s a B-Movie), en sintonía con el vodevil y los musicales de Broadway, y la angustia de lo demodé que se opone a la soberbia de lo nuevo de Innovador (Cutting Edge), composición sustentada en sintetizadores, hasta llegar a la desesperanza extrema de Sin Valor (Worthless), una canción de impronta rockera con aire de The Who circa Tommy (1969) y Who’s Next (1971). Basada en una animación artesanal muy digna para el presupuesto y el estándar de la época que incluye escenas sarcásticas -como la del regreso idealizado del propietario o aquella otra de los animales del bosque- y una magistral y tenebrosa secuencia onírica, la pesadilla del humo, el payaso, los tenedores y la bañera con agua, El Tostadorcito Valiente es una de las obras más revolucionarias, interesantes y enrevesadas del cine familiar de alcance estadounidense y mundial, un estrato que no suele caracterizarse por la heterogeneidad, el inconformismo o su riqueza discursiva de fondo…

 

El Tostadorcito Valiente (The Brave Little Toaster, Estados Unidos/ Japón, 1987)

Dirección: Jerry Rees. Guión: Jerry Rees y Joe Ranft. Elenco: Deanna Oliver, Jon Lovitz, Timothy Stack, Thurl Ravenscroft, Phil Hartman, Joe Ranft, Timothy E. Day, Wayne Kaatz, Mindy Sterling, Randall William Cook. Producción: Thomas L. Wilhite, Willard Carroll y Donald Kushner. Duración: 90 minutos.

Puntaje: 10