En un Siglo XXI caracterizado por la amnesia cultural Henry Hathaway (1898-1985) es uno de esos realizadores semi olvidados del Hollywood Clásico debido a su carácter muy prolífico y un buen nivel de calidad en promedio que conlleva el corolario de siempre, eso de que casi nadie se pone de acuerdo en lo que respecta a cuáles serían sus obras cruciales. El susodicho, un actor infantil que eventualmente pondría su carrera en pausa cuando ofició de instructor de artillería en la Primera Guerra Mundial, trabajó como asistente de dirección sin acreditar en recordados films como Ben-Hur: Una Historia de Cristo (Ben-Hur: A Tale of the Christ, 1925), de Fred Niblo, y La Ley del Hampa (Underworld, 1927) y Marruecos (Morocco, 1930), ambas de Josef von Sternberg. En los 30 empezó a dirigir centrándose en westerns no muy atractivos y protagonizados por Randolph Scott para más adelante ampliar muchísimo su registro a lo largo de las cuatro décadas por venir, saltando entre la tragedia, el romance, el misterio, las aventuras, las biopics, el film noir, la comedia, el musical, las propuestas bélicas, la fantasía, el espionaje, las épicas históricas, los thrillers, el terror, el melodrama, los convites familiares, el enclave deportivo, las antologías, el cine catástrofe, el blaxploitation y las faenas de capa y espada. Entre sus trabajos más famosos están dos colaboraciones con Gary Cooper, la gesta de aventuras Tres Lanceros de Bengala (The Lives of a Bengal Lancer, 1935) y el drama de dejo fantástico Sueño de Amor Eterno (Peter Ibbetson, 1935), un western con Fred MacMurray y Henry Fonda, Herencia de Muerte (The Trail of the Lonesome Pine, 1936), el drama ultra romántico El Pastor de las Colinas (The Shepherd of the Hills, 1941), una epopeya bélica sobre la Segunda Guerra Mundial, Alas y una Plegaria (Wing and a Prayer, 1944), el espionaje tracción a James Cagney de Calle Madeleine Nº 13 (13 Rue Madeleine, 1947), una propuesta destinada al consumo familiar, Capitanes del Mar (Down to the Sea in Ships, 1949), aquella biopic sobre el Mariscal de Campo Erwin Rommel (James Mason), El Zorro del Desierto (The Desert Fox: The Story of Rommel, 1951), el thriller de conspiraciones 23 Pasos al Abismo (23 Paces to Baker Street, 1956) y tres westerns de los 50, Dos contra el Destino (Rawhide, 1951), El Jardín del Diablo (Garden of Evil, 1954) y Del Infierno a Texas (From Hell to Texas, 1958), todos trabajos que le hacen justicia a esa estampa de artesano dictatorial y eficiente del cineasta.
Menciones aparte merecen sus dos clásicos del rubro de las películas ómnibus, Lágrimas y Risas (O. Henry’s Full House, 1952) y La Conquista del Oeste (How the West Was Won, 1962), la primera una comedia dramática codirigida junto a Howard Hawks, Henry Koster, Jean Negulesco y Henry King y la segunda un western épico encarado a la par de John Ford, George Marshall y Richard Thorpe, y sus últimas y memorables incursiones en el Lejano Oeste -y reemplazos geográficos varios- de la década del 60, muy representativas del sorprendente abanico estilístico que supo manejar dentro del género, Furia de Alaska (North to Alaska, 1960), Los Hijos de Katie Elder (The Sons of Katie Elder, 1965), Nevada Smith (1966), El Póker de la Muerte (5 Card Stud, 1968) y Temple de Acero (True Grit, 1969). Ahora bien, Hathaway no sólo brilló en el western porque su catarata de policiales negros resulta muy interesante, odiseas casi siempre enmarcadas en la idiosincrasia del docudrama y también abriéndose paso hacia lo heterogéneo, pensemos en los problemillas familiares de Apolo me Llaman (Johnny Apollo, 1940), ese doble agente de William Eythe de La Casa de la Calle 92 (The House on 92nd Street, 1945), las acusaciones espurias de Envuelto en las Sombras (The Dark Corner, 1946), la traumática delación detrás de El Beso de la Muerte (Kiss of Death, 1947), los intentos de James Stewart en pos de liberar a un inocente encarcelado de Yo Creo en ti (Call Northside 777, 1948), aquel coqueteo con el suicidio desde las alturas de Horas de Espanto (Fourteen Hours, 1951), la fanfarria de la Guerra Fría de Misión Peligrosa en Trieste (Diplomatic Courier, 1952), la vida de pareja hitchcockiana a todo color -Marilyn Monroe incluida- de Torrente Pasional (Niagara, 1953) y el típico atraco sesentoso de Siete Ladrones (Seven Thieves, 1960), sin olvidarnos de otro de los tantos híbridos de la época, Calle Madeleine Nº 13, como decíamos antes más volcado a los secretos sucios gubernamentales en medio del conflicto entre los aliados y los nazis. De todo este lote sin duda el convite más perdurable ha sido y sigue siendo El Beso de la Muerte, un film noir adusto y sin glamour alguno porque aquí los policías son amigos del gatillo fácil, la lacra jurídica -fiscalía y defensa- no pasa del oportunismo más retorcido y los criminales, finalmente, se debaten entre la desesperación, la frialdad y una alegre psicopatía que detesta la deslealtad y jura venganza frente a cualquier desviación.
La película, asimismo, es el típico ejemplo de propuesta en la que el villano de turno, el legendario Tommy Udo (Richard Widmark, quien recibió una nominación a Mejor Actor de Reparto en los Oscars de aquella temporada), se termina “comiendo” al protagonista, Nick Bianco (Victor Mature), el primero una combinación de la efusividad de los maleantes del cine mudo, la impronta más brutal de sus homólogos del policial negro y el anarquismo risueño de la otra influencia del debutante Widmark, el Guasón o Joker, principal némesis de Batman, personaje de historieta creado en 1939 por Bill Finger y Bob Kane. El guión de los notables Ben Hecht y Charles Lederer, a partir de una historia de Eleazar Lipsky con detalles autobiográficos porque había trabajado para la fiscalía de Manhattan, gira alrededor de Bianco, ladrón veterano que asalta una joyería ubicada en el piso 24 de un edificio de Nueva York, episodio en el que resulta detenido luego de que un policía le disparase en una nalga durante el escape. El asistente del fiscal, Louis D’Angelo (Brian Donlevy), le ofrece reducirle la sentencia a cambio de que nombre a sus tres cómplices en el robo, sin embargo Nick se niega de lleno porque confía en su abogado, Earl Howser (Taylor Holmes), a su vez el portavoz del sindicato criminal que organizó el asunto y supuestamente vela por todos los involucrados. Luego de tres meses sin recibir carta de su esposa, un Bianco encarcelado eventualmente descubre que la susodicha se suicidó metiendo la cabeza en el horno de su cocina y que en ello algo tuvo que ver el conductor del asalto a la joyería, Pete Rizzo, por ello se contacta con D’Angelo y a cambio de poder ver a sus dos hijas pequeñas, Rosaria (Marilee Grassini) y Concetta (Iris Mann), primero delata a sus secuaces y acepta echarle la culpa de la perfidia a Rizzo y más adelante simula amistad ante el sicario por antonomasia de Howser, el mencionado Udo, muchacho de sonrisas mordaces -o más bien sádicas- que viene de matar a la madre en silla de ruedas de Pete arrojándola por una escalera, la pobre Señora Rizzo (Mildred Dunnock). Bianco declara en el juicio contra Tommy pero el jurado lo deja libre, por ello temiendo por su flamante familia, léase las mocosas más su segunda esposa, Nettie Cavallo (Coleen Gray), una señorita que solía cuidar de las niñas, las envía lejos y se dirige a un restaurant del Harlem Hispano donde halla a Udo, provocándolo para que lo balee en el contexto de una trampa planificada por él con la asistencia de D’Angelo.
Comenzando con una gloriosa y minimalista escena de créditos con el motivo temático del guión, la propuesta desde el vamos aclara su filosofía mediante la leyenda inicial, esa que pondera a los cuatro vientos el sustrato cuasi documental de la faena mediante el recurso de rodar en locaciones, toda una rareza en una época dominada por el ambiente artificial de los estudios de filmación, algo que por cierto inspiraría algunos films en espejo como Crimen sin Castigo (Boomerang!, 1947), de Elia Kazan, y especialmente La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948) y Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949), ambas del querido Jules Dassin. Nuestra narradora en off, precisamente Nettie, aporta una cadencia alegórica símil cuento de hadas para adultos porque justifica explícitamente el robo a la joyería, para colmo en la víspera navideña, apelando a la imposibilidad de Nick de conseguir un trabajo por sus antecedentes penales, una especie de humanización del delincuente que también resulta insólita en el Hollywood hiper castrador y prejuicioso de mediados del Siglo XX. Los diálogos estereotipados o contradictorios se compensan con la intensidad del relato, unas actuaciones igual de hiperbólicas o por lo menos sentidas y ese genial suspenso en ocasión de la secuencia del ascensor, cuando después del asalto el elevador cargado de gente se detiene en cada piso alargando la llegada de los facinerosos a la planta baja, y por supuesto en un desenlace basado en el reencuentro entre Bianco y Udo, momento sublime que se desarrolla en el restaurant de Luigi (Tito Vuolo). El Beso de la Muerte anticipa por un lado la venganza mitologizada de Cabo de Miedo (Cape Fear, 1962), joya de J. Lee Thompson que asimismo exploraría la amenaza contra un clan por las tropelías legales del protagonista, y por el otro lado la obsesión con las denuncias, las traiciones, la soledad del hombre de a pie y la caza de brujas en general del cine tanto contemporáneo como posterior al macartismo, desde A la Hora Señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann, hasta Nido de Ratas (On the Waterfront, 1954), de Kazan. Además de la retórica autojustificante institucional, algo paradigmático del Código Hays, el sistema de autocensura del propio Hollywood, aquí aparece en gran primer plano una representación idealizada de la parentela como salvoconducto moral de nuestro pater familias, planteo que se exacerbaría mediante la utopía cinematográfica burguesa de los años 50 a lo “sueño americano” o cenit hogareño.
El film tendría dos remakes, el western El Asesino que Caminó por el Oeste (The Fiend Who Walked the West, 1958), de Gordon Douglas, y el neo noir El Beso de la Muerte (Kiss of Death, 1995), de Barbet Schroeder, y sería citado extensivamente en Fundido a Negro (Fade to Black, 1980), de Vernon Zimmerman, tanto vía fragmentos concretos como en materia del célebre asesinato de la Señora Rizzo a instancias de Udo, a lo que se suma el hecho de que la criatura de Widmark fue retomada por este Hathaway en su segmento de Lágrimas y Risas, El Llamado de Atención (The Clarion Call), con el mismo actor aunque asignándole otro nombre al personaje, Johnny Kernan. Como se suele repetir cuando se habla de la película, es muy importante tener presente que se cortó la escena de la violación y el suicidio de la esposa de Bianco, María (Patricia Morison), y se eliminó el final original con la muerte de Nick, inmolándose para acusar a Tommy de homicidio, en el primer caso debido al Código Hays y en el segundo por la idea de Hathaway de que ese remate sería demasiado deprimente considerando el calvario de Bianco. Entre el jazz como sinónimo de alcohol y diversión prostibularia y cameos de unos jóvenes John Marley, en la piel de un vecino de celda de Nick, y Karl Malden, quien había participado en Calle Madeleine Nº 13, como uno de los policías al servicio de D’Angelo, la epopeya retrata la “costumbre” de los poderosos en el capitalismo, tanto del sector público como del privado, de utilizar a pobres diablos del montón y después desecharlos cuando más necesitan ayuda en su desamparo, exilio o melancolía. Si el hampa asoma su cabeza como un gremio nómada y claustrofóbico englobado en un canibalismo paradójicamente honorable, con cero tolerancia a los chivatos o delatores, las hembras se equiparan al nihilismo del film noir, ya sea que hablemos de putas, aquí la novia sin nombre conocido de Udo (Temple Texas), o santas, efectivamente esa Cavallo que se lanza a los brazos de Bianco y le cría como propias a sus hijas de una relación previa. En última instancia en El Beso de la Muerte descubrimos la inoperancia suprema de la policía y el aparato legal, no sólo por el progresivo abandono de Nick sino por la necesidad de su jugarreta del desenlace, uno que hasta parece burlarse del Código Hays porque un delincuente paga sus fechorías, el Tommy del prodigioso Widmark, y el otro muta en un héroe adepto al autosacrificio, la criatura del corpulento y eficaz Mature…
El Beso de la Muerte (Kiss of Death, Estados Unidos, 1947)
Dirección: Henry Hathaway. Guión: Ben Hecht y Charles Lederer. Elenco: Richard Widmark, Victor Mature, Brian Donlevy, Coleen Gray, Taylor Holmes, Karl Malden, John Marley, Mildred Dunnock, Tito Vuolo, Iris Mann. Producción: Fred Kohlmar. Duración: 99 minutos.