Los que admiramos tanto la obra de Hunter S. Thompson como la de Terry Gilliam y vimos Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) en el momento de su estreno recordamos aquel verdadero sueño hecho realidad: de la sublime unión del opus cumbre del artífice del Periodismo Gonzo y el intelecto de uno de los genios detrás de los Monty Python surgió una película de una potencia mordaz arrolladora que no sólo seguía detalladamente el frenesí político de barricada del libro original homónimo de 1972 sino que lo contextualizaba a nivel de las imágenes y la banda sonora de manera extraordinaria, poniendo de relieve el hecho de que la década del 90 constituyó un campo inusualmente fructífero para la adaptación de novelas a priori infilmables como por ejemplo Crash (1973) de James Graham Ballard y El Almuerzo Desnudo (The Naked Lunch, 1959) de William S. Burroughs, ambas transformadas en fascinantes epopeyas visuales de la mano de David Cronenberg en 1996 y 1991, respectivamente. La novela original, como casi todo lo que escribió Thompson a lo largo de su vida, es una mezcla de contracultura, hippismo, alucinaciones, memorias, elogio de las drogas y las armas, sociología, Nuevo Periodismo, literatura beatnik, subjetivismo, experimentación formal, enajenación, izquierda radical y planteos ideológicos varios de raigambre profundamente anarquista, todo apuntalado en una serie de viñetas psicodélicas, tragicómicas y cargadas de hipérboles retóricas que se inspiraban en -y exageraban a pura gloria demencial- dos eventos individuales de 1971 en Las Vegas que en ocasión del libro se unificaron, léase por un lado la cobertura por parte de Thompson del campeonato de motocross Mint 400 para la revista Sports Illustrated y por el otro su asistencia a una convención policial y de fiscales de distrito sobre narcóticos bajo el paraguas de su condición de corresponsal de la revista Rolling Stone. Si bien ambos acontecimientos ocurrieron con un mes de diferencia, en la semi ficción/ semi realidad de la novela suceden en apenas un puñado de caóticas jornadas de reviente prosaico todo terreno.
A sabiendas de que toda buena aventura centrada en un antihéroe ultra freak necesita de un compañero de fechorías, Hunter decidió incluir en las crónicas a Oscar Zeta Acosta, un abogado y activista popular del movimiento chicano de fines de los 60 que además de amigo fue el principal confidente de Thompson en lo que atañe a su cobertura del asesinato en 1970 a manos de la policía de Los Ángeles de Rubén Salazar, un periodista que también formaba parte del movimiento por los derechos de los estadounidenses de ascendencia mexicana -dentro del marco más amplio de las revueltas sociales libertarias de la época en Estados Unidos y todo el globo- y que solía denunciar la discriminación, los abusos y las barbaridades racistas de toda clase que cometían los esbirros del Departamento de Policía de Los Ángeles contra la minoría de nativos con algunos familiares en el país vecino. Aprovechando lo que pretendía ser un fotorreportaje banal del Mint 400 y una habitación paga de hotel a cargo de la Sports Illustrated, los dos hombres abandonaron la agitada y bastante peligrosa Los Ángeles para dirigirse a Las Vegas y continuar charlando allí acerca de Salazar, las injusticas de turno, la Guerra de Vietnam en curso y aquellos tiempos de sangre, lucha y verdadera revolución popular, un encuentro en el que todos los tópicos en cuestión terminarían uniéndose a pleno y derivando en 1971 en dos mega artículos para la Rolling Stone -con ilustraciones del genial Ralph Steadman- que al año siguiente mutarían en el libro que todos conocemos, cortesía de la editorial Random House. Como decíamos antes, el guión de Gilliam y Tony Grisoni, basándose en una traslación previa en papel y en gran parte descartada de Alex Cox y Tod Davies, respeta puntillosamente cada episodio del libro aunque interpretándolo desde el desparpajo y la algarabía surrealista de un realizador con una personalidad que nada tiene que ver con sus homólogas de los otros cineastas que estuvieron involucrados en el proyecto y que en algún punto del desarrollo abandonaron todo el asunto, hablamos de Ralph Bakshi, Martin Scorsese, Oliver Stone y el mismo Cox.
Al igual que en la novela, el seudónimo de Thompson es Raoul Duke (Johnny Depp) y Acosta aquí se convierte en el misterioso abogado samoano del anterior, el Doctor Gonzo (Benicio Del Toro), un dúo de desquiciados que en el inicio del relato atraviesan el Desierto de Nevada a bordo de un Chevrolet Impala descapotable rojo con una infinidad de cervezas y un maletín repleto de un generoso surtido de drogas que incluye marihuana, mescalina, ácidos, cocaína, tequila, ron, éter y diversas sustancias sintéticas en píldoras/ comprimidos de todos los colores del arcoíris, lo que lleva a Duke a ver murciélagos gigantes que lo atacan sin piedad y a Gonzo a detenerse para levantar a un autoestopista ingenuo hippón (Tobey Maguire), a quien Raoul le cuenta cómo 24 horas antes ambos estaban sentados en el restaurant Pogo Lounge del hotel Beverly Heights de Los Ángeles -a la par bebiendo alcohol e ingiriendo mezcal- y cómo Duke recibió por teléfono el encargo de cubrir la carrera de motocross en Las Vegas y de encontrarse con el fotógrafo portugués destinado a captar las imágenes del evento, un tal Lacerda (Craig Bierko), motivando que el solícito letrado se sume a la faena porque de seguro el periodista necesitará “mucho asesoramiento jurídico” y le recomiende alquilar un convertible muy veloz y conseguir cocaína, un reproductor de cassettes y camisas hawaianas, todo en plan de huir de la metrópoli durante dos días -y “armados hasta los dientes” de drogas, y también de manera literal vía un revólver que trae el abogado- en pos de un reviente hermanado al costado más grotesco del sueño americano, ese que mutó en la pesadilla del consumismo, la estupidez y el derroche de una oligarquía empresaria/ estatal cuyo principal monumento es la Ciudad del Pecado y sus múltiples carteles de neón y oportunidades para la autodestrucción sin sentido y más o menos consciente. Luego de salir sin pagar del restaurant y de conseguir los implementos necesarios, la dupla marcha hacia la ruta y en el camino por supuesto termina espantando al autoestopista entre delirios paranoicos, salidas vehementes y la aparición del arma de turno.
Bajo los efectos del LSD, Duke apenas si puede hacer gala de un mínimo nivel cognitivo para registrarse en el hotel ya que se imagina que la alfombra del piso tiene vida, que la adusta empleada de recepción es una morena y que los clientes del bar y el casino del lugar son unos lagartos consagrados a una orgía, a posteriori de lo cual se encuentra con Lacerda y “se prepara” para asistir a la carrera del día siguiente, lo que por cierto termina siendo un festival de polvo y gritos en el que no se puede ver prácticamente nada y después de toparse con un trío de burgueses cazadores, unos locos sanguinarios armados con una ametralladora que llevan a un venado muerto en el capot de su jeep, decide simplemente despedir al fotógrafo por ser otro más de esos cronistas deportivos descerebrados -un esclavo dócil y hueco- que hacen exactamente lo que se les dice. Gonzo y Raoul comienzan a conducir por las calles saturadas de luz de Las Vegas, ingresan a los tumbos y se hacen echar de un recital de Debbie Reynolds, tratan de caminar con algo de coherencia luego de inhalar éter, presencian el absurdo comercial del casino Bazooko Circus, tratan de bajar como pueden de un carrusel transformado en bar y regresan al hotel, donde eventualmente el samoano se pone un tanto violento con una navaja y un cuchillo -gracias al ácido- al punto de amenazar a un equipo de bobos presuntuosos de la televisión, liderado por una bella cronista rubia (Cameron Díaz), y de obligar a Duke a arrojar el reproductor de cassettes a una bañera con él adentro justo en el clímax suicida de la eterna White Rabbit de Jefferson Airplane, algo que el periodista no hace optando por lanzarle un pomelo a la cabeza cuando el conejo de la canción, inspirado en aquel de Alicia en el País de las Maravillas (Alice’s Adventures in Wonderland, 1865) de Lewis Carroll, se come su propia mollera. Con facturas impagables y una habitación destruida, Raoul pretende abandonar la Ciudad del Pecado con su máquina de escribir y su maletín cuando se entera por Gonzo de que debe volver para cubrir en el Hotel Flamingo el Congreso de Fiscales de Distrito sobre Narcóticos y Drogas Peligrosas.
Sirviéndose de una deslumbrante estética general pautada con el director de fotografía Nicola Pecorini, basada en una profusión de tomas oblicuas y movimientos ostentosos que distorsionan la realidad a través de mutaciones bizarras de los cuerpos, la luminosidad, la paleta de colores, la perspectiva y la distancia de los objetos y personajes con respecto a la cámara, Gilliam nos bombardea con una banda sonora majestuosa que en ocasiones sigue los lineamientos melómanos de la novela y en otras oportunidades incorpora chispazos de canciones foráneas, destacándose el rol de artistas como The Lennon Sisters, Big Brother and the Holding Company, Tom Jones, Perry Como, Buffalo Springfield, Bob Dylan, The Yardbirds, Dead Kennedys, Brewer & Shipley, Jimi Hendrix, Frank Sinatra, Combustible Edison, los citados Jefferson Airplane y esos inefables The Rolling Stones que aparecen con una Jumping Jack Flash que reemplaza a la muy costosa Sympathy for the Devil, la cual juega un papel primordial en el libro. El director y guionista divide en dos mitades la película correspondientes a ambas coberturas sin descuidar ni el sustrato dramático del viaje ni tampoco el evidente trasfondo cómico, algo que puede verse claramente en el contexto en el que sitúa el famoso pasaje de “la ola” del libro, un nexo entre ambas partes referente al retroceso y decadencia de la contracultura de los 60, en pantalla ubicado entre por un lado un flashback de la San Francisco de 1965 en un club llamado The Matrix en el que los Jefferson Airplane tocan Somebody to Love, donde se ve a sí mismo vía un cameo del propio Hunter y un hippie ultra drogón (Michael Peter Balzary alias Flea, de Red Hot Chili Peppers) le lame LSD de una manga de su abrigo, y por otro lado la fuga del primer hotel, su detención por parte de un oficial homosexual que le pide un “besito” (Gary Busey) y su regreso a la Capital del Juego para el ridículo congreso de las fuerzas de represión, donde un supuesto “experto”, L. Ron Bumquist (Michael Jeter), trata de imitar el argot de los consumidores e inventa una tonta clasificación para los distintos tipos de marihuaneros.
Precisamente, la continua voz en off de Raoul y los capítulos de la historia sistematizan las caras de una misma moneda discursiva, ahora orientada a atacar con ferocidad y valentía a los dos pilares fundamentales del chauvinismo posmoderno y su homologación con la economía de libre mercado, el mantenimiento del statu quo financiero y una especie de atavismo que tiende a un férreo conservadurismo cultural: el despropósito ese de motocross simboliza a la industria del deporte masivo, la información simplificada/ manipulada y los mega espectáculos en general, clásico rejunte de los medios de comunicación y las noticias sensacionalistas destinadas a adormecer al público con escapismos vacuos; y el estrafalario congreso de los oficiales y representantes judiciales -a los que el Doctor Gonzo relaciona con certeza con los bastardos de Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), esos que persiguen y matan a los personajes de Peter Fonda y Dennis Hopper- alude al asfixiante acoso de un aparato represivo estatal comandado por los popes del primer grupo, dando a entender en términos prácticos que la connivencia entre las elites políticas de derecha, sus financistas de la oligarquía capitalista y los fascistas con credencial policial, militar o pública/ civil es un hecho. El humor negro siempre aparece enmarcado en una sátira en donde los animalizados protagonistas se entregan a la acracia destruyendo los estandartes patrios, cometiendo fraudes, escandalizando a todos a su alrededor y riéndose de su propia travesía mediante comentarios irónicos que refuerzan la idea principal de que para poner al descubierto el carácter salvaje y desmesurado de la avaricia social circundante hay que consagrarse a la autodestrucción, llevando todo al extremo con vistas a desnudar la violenta hipocresía que se esconde en el lujo y en una pirámide comunal en la que todos son juzgados por el dinero acumulado y no por sus ideales, esquema que asimismo señala la derrota del hippismo por su cándida autoconfianza y su incapacidad de prever la defensa de las estructuras de poder en tiempos del Flower Power y de los movimientos de izquierda de contraofensiva global.
A diferencia de la cultura del reviente pueril y sumamente superficial de nuestros días y de esos burguesitos imbéciles que se piensan que son de izquierda por su veganismo, el uso de latiguillos políticos o enarbolar una seudo filosofía new age por demás trasnochada, la efervescencia radical que analiza Miedo y Asco en Las Vegas -dos sentimientos de profunda visceralidad, por cierto- continúa gozando de una enorme vigencia, sobre todo en lo que respecta al encapsulamiento de aquella verdadera contracultura y la necesidad de combatir fealdad con fealdad en una embestida que subraya en simultáneo el carácter liberador y potencialmente horroroso de las drogas, ya definitivamente abrazando la sinceridad paradójica del asunto y dejando de lado las posiciones utópicas/ ensoñadas de mediados de los 60 para consagrarse a conciencia a espantar a cuanto idiota se cruce en nuestro camino. Otro elemento muy marcado en el periplo lisérgico que ayuda a desacralizar el carácter “bendecido” de los estupefacientes pasa por el motivo repetido de la paranoia vinculada a una hilarante pusilanimidad, ardid que en la primera parte toma la forma del autoestopista y en la segunda de Lucy (Christina Ricci), una burguesita que pintó un montón de retratos de Barbra Streisand y viajó desde Montana hasta Las Vegas para regalárselos a la cantante y actriz en un show en el Casino Americana: en ambos casos estos personajes entre inocentes y bobalicones provocan que se disparen todas las alarmas mentales en las cabezas de Duke y Gonzo, siempre pensando lo que las autoridades podrían hacerles si descubriesen que pervirtieron a esos dos tarados o si éstos los denunciasen por el revólver, las drogas y/ o su andanada de engaños, robos a hoteles, destrucción de cuartos, insultos a necios de ocasión e insinuaciones sexuales a señoritas apetitosas (en este sentido, el punto más bajo a nivel moral y sin duda el más incómodo de ver llega cuando el Doctor Gonzo aterroriza a aquella camarera del restaurant nocturno North Star, una pobre mujer en la piel de Ellen Barkin que se tiene que comer que el samoano saque una navaja ante la pasividad cómplice de Raoul).
Entre la ingesta de una droga muy potente llamada adrenocromo, alucinaciones con una criatura infernal con seis tetas peludas en la espalda, el embuste ante una empleada de limpieza (Jenette Goldstein) de que son unos agentes encubiertos investigando una red de narcotráfico, el intento de comprarle un orangután a un artista circense, arremetidas varias con un martillo contra el segundo auto alquilado, un Cadillac convertible blanco, y algo de vómito y escupitajos contra el coche en movimiento de unos burgueses al paso, esta noción de fondo de que la violación al azar de todo y todos es un remedio anárquico/ existencial para la propia decadencia y para ese maquiavelismo direccionado y cientificista de las cúpulas tiene a los dos actores protagónicos como sus sostenes cruciales, empezando por un Depp que estaba en lo mejor de su carrera -la etapa indie desde sus comienzos hasta el final del Siglo XX- y terminando con un Del Toro inmaculado con toda la presencia necesaria para que el Doctor Gonzo sea esa “bestia” irrefrenable que complementa el dejo intelectual de Duke (vale aclarar que la novela se transformaría luego en un homenaje involuntario a Acosta, un gran adepto a las anfetaminas y el LSD que desaparecería en 1974 durante un viaje a México, enigma vinculado a las drogas y quizás un asesinato político). Muy superior a las otras dos adaptaciones de trabajos de un Thompson que se suicidaría en 2005 de un balazo en la cabeza a los 67 años, Donde Vaga el Búfalo (Where the Buffalo Roam, 1980) y Los Diarios del Ron (The Rum Diary, 2011), el opus de Gilliam se ubica a la altura de sus obras maestras previas, léase Brazil (1985), Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991) y 12 Monos (12 Monkeys, 1995), porque logra transformar al espejo deshecho de la cultura moderna en una gran farsa apasionante y polirubro en la que Richard Nixon funciona como el prólogo del thatcherismo y del reaganismo y éstos a su vez como el prefacio de toda la basura neoliberal, lela y hambreadora que nos viene gobernando como planeta desde los 80, gracias a esos mismos lobotomizados de los que se burlan nuestros dos queridos adalides…
Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, Estados Unidos, 1998)
Dirección: Terry Gilliam. Guión: Terry Gilliam, Tony Grisoni, Alex Cox y Tod Davies. Elenco: Johnny Depp, Benicio Del Toro, Tobey Maguire, Craig Bierko, Cameron Díaz, Michael Peter Balzary, Gary Busey, Michael Jeter, Christina Ricci, Ellen Barkin. Producción: Laila Nabulsi, Stephen Nemeth y Patrick Cassavetti. Duración: 118 minutos.