Dentro del cine autoral y/ o “no serializado” siempre ha sido común que determinados directores colaboren varias veces con determinados actores o hasta de tanto en tanto se repitan personajes de film en film, lo que sí siempre fue muy raro es la recurrencia de citas explícitas entre diversas películas con la intención de construir un universo creativo propio: esto es precisamente lo que quiso encarar y lo que consiguió Jacques Demy a lo largo de sus primeras cinco realizaciones como director y guionista, Lola (1961), Fiebre (La Baie des Anges, 1963), Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964), Las Señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967) y Estudio de Modelos (Model Shop, 1969), todas caracterizadas por personajes y actores que saltan de una obra a otra y esencialmente hegemonizadas por intérpretes como Anouk Aimée, Marc Michel, Jeanne Moreau y Catherine Deneuve, entre otros. Copiado hasta el hartazgo por gente muy pero muy inferior como Damien Chazelle, Rob Marshall y Baz Luhrmann, e inspiración lejana para el inmenso Bob Fosse en la otra orilla del Océano Atlántico en lo que atañe al periplo del norteamericano en la gran pantalla, Demy, un representante de la Nouvelle Vague, compartía con el movimiento la pasión cinéfila y el gusto por la experimentación formal pero en realidad las semejanzas terminaban allí porque el señor era mucho más sutil que sus colegas en materia de la militancia política de izquierda, aquellos lienzos existenciales o humanistas y las pretensiones vanguardistas semi disruptivas de fondo. El suyo fue un planteo mucho más heterogéneo que lo llevó a proyectos de la más variada naturaleza que incluyen el documentalismo clásico de la Nouvelle Vague símil Lola, Fiebre o Estudio de Modelos, los musicales en furiosos colores saturados, Los Paraguas de Cherburgo y Las Señoritas de Rochefort, las fantasías históricas como El Flautista de Hamelín (The Pied Piper, 1972) y Lady Oscar (1979), esta segunda basada en La Rosa de Versalles (Berusaiyu no Bara, 1972-1973), un manga de Riyoko Ikeda, el drama cantado de fuerte impronta trágica Una Habitación en la Ciudad (Une Chambre en Ville, 1982), la comedia satírica sobre un embarazo masculino Un Hombre en Estado Interesante (L’événement le plus important depuis que l’homme a marché sur la Lune, 1973), la biografía metadiscursiva de Yves Montand Tres Entradas para el 26 (Trois Places pour le 26, 1988) y desde ya las reformulaciones más o menos solapadas de obras de Jean Cocteau como esa maravillosa Piel de Asno (Peau d’âne, 1970) que retoma mucho de La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946) y aquella Parking (1985) que hace lo propio con Orfeo (Orphée, 1950), amén de su amor de siempre por los cuentos de hadas que bien pudo verse en las citadas Piel de Asno, inspirada además en el trabajo homónimo de Charles Perrault de 1694, y El Flautista de Hamelín, basada en la célebre leyenda registrada por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm en 1816. En materia de tamaña carrera sin duda sus trabajos más conocidos están concentrados en un trío algo informal de películas que se suele denominar la Trilogía del Amor, léase Lola, Los Paraguas de Cherburgo y Las Señoritas de Rochefort, la primera -en palabras del propio cineasta- “un musical sin música” y las otras dos, clásicos absolutos de las principales vertientes de los musicales, la operística de Los Paraguas de Cherburgo con todos los diálogos cantados y la cinematográfica habitual de canciones intermitentes de Las Señoritas de Rochefort. Con la meta de recuperar la producción artística de un director muy superior a otros tantos de su generación mucho más afamados, estupidez e injusticia de la memoria histórica de por medio, aquí analizaremos sin más los tres films mencionados porque constituyen algunas de los cúspides cualitativas de la trayectoria de un Demy algo errático pero siempre vital y arrebatador, en una cíclica búsqueda por adentrarse en nuevas regiones estilísticas y hasta con la eventual oportunidad de coquetear con Hollywood no sólo vía Estudio de Modelos, El Flautista de Hamelín y Lady Oscar, sus tres opus hablados en inglés, sino también mediante la posibilidad de incluir a George Chakiris, conocido por Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), de Robert Wise y Jerome Robbins, y ¿Arde París? (Paris Brûle-t-il?, 1966), de René Clément, y al legendario bailarín y actor Gene Kelly en Las Señoritas de Rochefort. Demy, gay de toda la vida aunque casado con su compañera Agnès Varda, asimismo realizadora de la Nouvelle Vague que lo homenajeó en Jacquot de Nantes (1991) en un registro que va de la ficción al documental en las vísperas de su muerte en 1990 a los 59 años a causa del SIDA, es prácticamente el único director no anglosajón que logró brillar en el mercado global en un género eternamente dominado por los norteamericanos y los ingleses como el musical, sinónimo rotundo de las posibilidades ilimitadas del séptimo arte en lo referido a la amalgama exacerbada de imágenes y sonidos.
Lola (1961):
La pasión cinéfila y aquella elegancia romántica inconmensurable de Demy ya aparecen prefijadas con toda su fuerza en Lola (1961), una de las mejores óperas primas de la historia del cine y concretamente una película que se inspira para su título y su personaje central en aquella mítica Lola Lola (Marlene Dietrich) de El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), de Josef von Sternberg, esa cantante de cabaret de la República de Weimar que sin proponérselo convertía a un profesor secundario, Immanuel Rath (Emil Jannings), en un payaso lastimoso al punto de eventualmente caer en la locura y la muerte. No es para nada azaroso el hecho de que el director y guionista le dedique desde el vamos la obra en su conjunto al legendario cineasta alemán Max Ophüls, todo un especialista en el terreno de las idas y vueltas amorosas y sobre todo en el arte de entretejer historias del corazón entre diversos personajes que se buscan, se encuentran, se disfrutan y se separan ya sea por circunstancias varias del contexto que les toca vivir o por su propia disposición o carácter, por ello precisamente Lola bebe tanto de la etapa final -y la mejor y más recordada- de la carrera de Ophüls, aquella de Lola Montès (1955), Madame de… (1953), El Placer (Le Plaisir, 1952) y La Ronda (La Ronde, 1950). Sin duda lejos todavía de la fastuosidad de Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964), Las Señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967) y Piel de Asno (Peau d’âne, 1970), aquí tenemos a un Demy mucho más recatado, ese que después regresaría en ocasión de Fiebre (La Baie des Anges, 1963) y Estudio de Modelos (Model Shop, 1969), aprovechando a pleno las exquisitas fotografía en blanco y negro de Raoul Coutard y música de su futuro colaborador habitual Michel Legrand y por cierto redondeando un film que ha sido muy subvalorado durante mucho tiempo debido a que cayó en la gigantesca sombra de los musicales futuros del propio realizador y de otros clásicos de la primera Nouvelle Vague de pretensiones narrativas entre criminales, documentalistas y románticas, como por ejemplo El Bello Sergio (Le Beau Serge, 1958), de Claude Chabrol, Las Relaciones Peligrosas (Les Liaisons Dangereuses, 1959), de Roger Vadim, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1961), de Alain Resnais, Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut. Todo el entramado existencial/ identitario que une a los personajes es francamente fascinante porque está construido con suma meticulosidad: Roland Cassard (Marc Michel) es un joven que anda saltando de trabajo en trabajo desde hace años y que le alquila una habitación a la dueña de un café de la ciudad portuaria de Nantes, donde transcurre la acción a lo largo de un par de jornadas, Claire (Catherine Lutz), a su vez amiga de una señora que suele visitar el lugar para pintar paisajes, Jeanne (Margo Lion), madre de un tal Michel (Jacques Harden) que abandonó hace siete años a su hijo y a la mujer a la que supuestamente amaba, Cécile (la extraordinaria Anouk Aimée), en esa época una empleada doméstica y en el presente de 1961 una bailarina/ prostituta de un cabaret de Nantes, El Dorado, que responde al nombre artístico de Lola, profesión con la que pudo criar en soledad a su pequeño vástago, Yvon (Gérard Delaroche), no obstante lo cual la mujer sigue queriendo a Michel y anhela su vuelta al extremo de rechazar a los otros hombres que le dedican su amor, primero el propio Cassard, compañero de colegio de la fémina de antes de la Segunda Guerra Mundial con el que se reencuentra fortuitamente en una galería comercial, y segundo Frankie (Alan Scott), un marinero norteamericano que la conoce del cabaret y que está atravesando sus últimos días en suelo galo antes de retornar a Estados Unidos, lo que no impide que conozca en una tienda a una preadolescente llamada también Cécile (Annie Duperoux), quien termina prendida de él por su simpatía y caballerosidad a pesar del control posesivo de su madre, Madame Desnoyers (Elina Labourdette), la cual a su vez se enamora de un Roland al que conoce en una librería e invita a su casa a cenar para agradecerle un diccionario inglés-francés que le dio a su hija mientras el muchacho pierde su último trabajo y gana uno nuevo y bien misterioso por recomendación lejana de Claire y Jeanne, ahora relacionado con el contrabando de diamantes y un peluquero (Jacques Lebreton) que le ofrece una suculenta paga para hacer un viaje a Johannesburgo -vía Ámsterdam- con el doble objetivo de llevar un maletín y traer de vuelta otro idéntico a Nantes que le darán allá. El imprevisto regreso de Michel, ahora un hombre rico después de un largo período de ruina financiera, toma la forma de un leitmotiv que le impide a los personajes alcanzar una mínima estabilidad emocional o siquiera compartir algo de alegría en común porque como Cécile/ Lola no puede entregarse a otro ni ser feliz del todo ya que continúa amando al susodicho, a quien conoció cuando ella tenía apenas 14 años y él era un joven, alto y rubio marinero que tiempo después volvería a la metrópoli para embarazarla y desaparecerse, por consiguiente tampoco pueden alcanzar la plenitud romántica ni Cassard, quien termina marchándose de Francia hacia Sudáfrica a pesar de que el peluquero enigmático y hasta su amante (Ginette Valton) son arrestados por la policía, ni Frankie, el cual de todos modos tiene una novia en yanquilandia con la que vuelve para el desconsuelo de la otra Cécile, la hija de Madame Desnoyers, una cuarentona que asimismo sufre tanto por la partida de Roland como por la fuga final de su niña, quien se escapa sola a la casa de su tío peluquero Aimé en Cherburgo sin saber que el hombre es su padre porque la señora en su momento tuvo un affaire con el marido de su hermana. Más allá de lo admirable que resulta la amalgama retórica hiper convulsionada de Demy, siempre amparándose en la honestidad y paradojas de cada uno de los personajes para trazar sus puntos de contacto y sus diferencias irreconciliables, la faena le sirve al director para inaugurar dos de sus grandes obsesiones temáticas, léase el sustrato agridulce del “primer amor” y la influencia de la cultura estadounidense en la Francia de posguerra: el primer tópico se deja ver no sólo en la construcción muy idealizada que cada amante tiene del “objeto del deseo” de turno, lo que termina saboteando el cariño, sino también en esa impronta cíclica del tiempo que parece asomarse por detrás de la relación de espejos/ doppelgängers mutuos de las dos Cécile, con la pequeña reproduciendo en el presente lo que padeció la versión adulta en el pasado -la Lola del cabaret que también deseaba ser bailarina de niña y también se topó con un marinero que la encandiló- sin que ninguna haya aprendido de las lecciones más distantes de la vida o quizás de las inmediatas, propias de la juventud más pasajera; y en lo que respecta a la sombra imperialista de los norteamericanos sobre suelo francés, bien podemos identificar la hilarante semi anacronía de esos marineros yanquis a lo Segunda Guerra Mundial paseándose en plan de turismo ad infinitum por El Dorado y el corazón de unas bailarinas cual hotel transitorio que permite el regocijo del afecto bajo la condición de no pretender crear lazos férreos, esos que rechaza de hecho Cécile bajo el seudónimo profesional de Lola, a lo que por supuesto se suma las típicas referencias explícitas al cine hollywoodense de un Demy proclive a enaltecer las superficies lustrosas de las ficciones del mainstream yanqui y en simultáneo señalar la poca sinceridad/ veracidad/ osadía real detrás de cada una de ellas. El encantador personaje del título, cúspide tácita de una feminidad seductora pero también maternal e independiente, sintetiza por un lado la persistencia de una concepción romántica idílica en el imaginario de los sujetos, hoy por hoy ese Michel homologado a una utopía del súbito rescate existencial, y abre por el otro lado la arquitectura dramática del clásico triángulo amoroso hacia un cuarto integrante dentro del descalabro anímico en cuestión, haciendo que los celos de Cassard hacia Frankie no tengan sentido porque ella no quiere a ninguno de los dos sino al padre de su retoño, Yvon, quien parece recordarle aquel júbilo primigenio del cariño que supo sentir -y que aún siente- por un Michel al que prácticamente no conoce debido a que sólo lo vio de niña y cuando años después el hombre regresó de la nada, justo como vuelve al inicio del relato en su Cadillac para deambular temeroso por Nantes y finalmente pedirle perdón a la chica cuando se preparaba para partir hacia un cabaret de Marsella. Mucho más que las odiseas del corazón del formalmente similar Truffaut, un director algo banal y bastante sobrevalorado que solía caer en lo remanido artificioso barato cuando se proponía pintar el subibaja emocional de las parejas, el opus de Demy retrata desde un naturalismo inmaculado y muy humano la intensidad de las pasiones encontradas, compartidas por un instante y perdidas en el fuego de una cotidianeidad que no deja de superponer sorpresas, acontecimientos y situaciones sobre el ideario y los anhelos de cada uno de nosotros, un destino por momentos condicionado por el afuera comunal/ social y en otras oportunidades autoimpuesto por unos sujetos presos de una tenue ciclotimia que los lleva de la algarabía de descubrir o redescubrir el amor hacia la tragicómica anhedonia del que se sabe -una vez más- burlado en sus muy elevadas pretensiones para con la comarca de la ternura y el gozo.
Lola (Francia/ Italia, 1961)
Dirección y Guión: Jacques Demy. Elenco: Anouk Aimée, Marc Michel, Jacques Harden, Alan Scott, Elina Labourdette, Margo Lion, Annie Duperoux, Catherine Lutz, Gérard Delaroche, Jacques Lebreton. Producción: Carlo Ponti y Georges de Beauregard. Duración: 90 minutos.
Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964):
Como muchos directores europeos harían a futuro desde entonces, en Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964) Demy se inspira en el acervo promedio hollywoodense para homenajearlo y al mismo tiempo burlarse sutilmente de él con vistas a reinterpretarlo en una conjunción estilística entre una versión muy particular del género trabajado, esos musicales que aquí son llevados a la hipérbole, y la realidad que nos rodea a diario, una que no se condice precisamente con las soluciones facilistas de aquella gran pantalla modelo norteamericano ni mucho menos con sus infaltables “finales felices”. En vez del musical clásico tradicional yanqui, donde a la fastuosidad de las coreografías y los ostentosos decorados se suman historias semi principescas, melodramas pomposos y muy remanidos y una estructura que se divide entre conversaciones habituales y segmentos cantados, en esta oportunidad tenemos una película de robusta impronta operística en la que todos los intercambios entre los personajes son a través de canciones o recitados hiper musicales, las coreografías o bailes brillan por su ausencia, la mundanidad más prosaica lo cubre todo, no hay mayores distinciones entre los diversos temas musicales, y el rodaje en estudios y la fotografía de colores bien chillones a lo Technicolor se transforman en las principales herramientas del realizador y guionista a la hora de construir este paradójico universo, verosímil en cuanto a las situaciones planteadas pero muy artificial en lo referido a su presentación formal general. La trama se centra en un típico triángulo amoroso que se explora de manera progresiva y sin que haya verdadera simultaneidad hasta el desenlace: Geneviève Emery (la celestial Catherine Deneuve en el rol que la hizo famosa) es una joven de 16 años que pasa los días vendiendo paraguas junto a su madre, Madame Emery (Anne Vernon), en una boutique llamada Los Paraguas de Cherburgo y que está enamorada de un muchacho de 20 años, Guy Foucher (Nino Castelnuovo), mecánico que trabaja en un taller de la ciudad costera del título cuyo idilio romántico -compartido por la chica, desde ya- se viene abajo cuando es llamado a cumplir dos años de servicio militar en el contexto de la Guerra de Independencia de Argelia (1954-1962), situación que deja desconsolada a la mademoiselle no sólo porque lo extraña desde el vamos y teme por su vida sino también debido a que quedó embarazada de él, por lo que su progenitora comienza a comerle la cabeza para que se olvide del ahora militar y se case con Roland Cassard (Marc Michel), un joyero/ diamantista de corta edad y muy rico que le pide su mano para llevarla al altar, algo a lo que accede en medio de la desesperación de los eternos problemas financieros de las dos Emery y el niño por nacer, jugada que por supuesto no le cae para nada bien a un Foucher que eventualmente regresa a Cherburgo y se sumerge en una depresión que lo lleva a renunciar a su trabajo, a beber más de la cuenta y a acostarse con alguna que otra prostituta, con la tragedia adicional del fallecimiento de su tía y madrina, Élise (Mireille Perrey), la mujer que lo crió desde niño por su condición de huérfano y a quien él cuidó en su ignota enfermedad ayudado por una bella muchacha que siempre estuvo secretamente enamorada de él, Madeleine (Ellen Farner), con la cual Guy asimismo se casa y cumple su sueño de erigir una estación de servicio, una vez que venden la casa que Élise le heredó al joven. La obsesión de siempre de Demy con balancearlo/ equilibrarlo todo, a sabiendas de que en la praxis diaria nunca ninguna dimensión domina en un cien por ciento por sobre todas las otras (por más que a veces lo parezca), en esta ocasión queda muy en evidencia porque el señor distribuye el protagonismo del film en función de tres partes concretas, la primera intitulada La Partida (transcurre en noviembre de 1957) y centrada a la par en Geneviève y su amado, una segunda llamada La Ausencia (va de enero a abril de 1958) que retrata el devenir de la chica y la tercera y final, El Regreso (de marzo de 1959 a diciembre de 1963), concentrándose sólo en Foucher; esquema que también se extiende al análisis que ofrece la faena en su conjunto en cuanto a los catalizadores paradigmáticos de la tragedia en la existencia de los seres humanos según la clase social de base o el género sexual, basta con recordar que para la parentela burguesa de las dos Emery son las deudas el signo del Apocalipsis familiar (de hecho, las féminas así conocen a Cassard, de causalidad cuando concurren a una joyería para empeñar un collar costoso de Madame Emery con el objetivo manifiesto de conseguir los 80.000 francos que deben, sin mayores precisiones acerca del origen del monto o los acreedores), para el proletario de Guy la debacle viene por el lado de los caprichos del Estado en cuanto a su situación como ciudadano (el servicio militar y la reconversión de civil a soldado lo arranca de la metrópoli y lo condena a aplazar todos sus planes futuros por la aventura imperialista de las cúpulas galas y su intento angustioso por mantener a la colonia argelina bajo su órbita), para las mujeres en general la calamidad está homologada al embarazo (la necesidad de cuidarse hasta la menopausia está simbolizada en el relato en la evidente candidez de una Geneviève que queda encinta luego del aparente primer encuentro sexual con su novio, un verdadero clásico de los embarazos adolescentes), y para la humanidad a escala macro -y hasta en términos existenciales, se podría decir- la catástrofe es sinónimo de la simple y llana muerte (la gota que rebasa el “vaso psicológico” de Foucher, precisamente, no es el enterarse que su ex se llevó a su retoño y se casó con otro sino la desaparición física de Élise, ese es el momento en que afloja y en plena congoja le pide a Madeleine que se transforme en su compañera de vida de allí en más). Todo este sustrato gloriosamente vulgar, “común y corriente” hasta la médula, niega por un lado las fantochadas y gestas ridículas del musical clásico hollywoodense y le abre la puerta por el otro lado a ese musical posmoderno que tendrá en Bob Fosse a su máxima figura mundial, no obstante -como decíamos con anterioridad- el desfasaje consciente que introduce Demy es de índole retrovanguardista porque se regodea a más no poder con la movida arcaica/ operística/ pomposa de hacer entonar los diálogos, lo que le permite al director profundizar en el trasfondo ilusorio o quimérico doblando a todos y cada uno de los actores con cantantes profesionales y encargándole al enorme Michel Legrand una serie de hermosas composiciones de tipo orquestal grandilocuente, más allá de diversas escenas de quietud musical y hasta algún que otro tango que se filtra por ahí (en especial resulta memorable la secuencia de la insólita milonga de la primera parte a la que concurren Geneviève y Guy). El encanto eterno del opus de Demy radica en su absoluta, sincera y cristalina simplicidad, en una trama que se parece al derrotero de cualquier persona y en la belleza de un marco formal que extrae verdad y lirismo desde la ficción más estereotipada y trabajada hasta el hartazgo en el pasado, detalle que por cierto subraya que lo que siempre hace falta es imaginación y desparpajo si se quiere revivir formatos tan antiguos como el melodrama rosa y su efervescente retahíla de sentimientos encontrados. Como todo triángulo amoroso que se precie de tal, es el remate del último acto el que termina de volcar la balanza de la faena hacia un lado o hacia el otro pero hoy hasta ese cliché es demolido y reconstruido por Demy porque el esperable reencuentro final entre ella y él no deriva en escándalo ni en venganzas ni en reproches ni en amarguras más amargas que las ya vividas, procesadas en la memoria y dejadas atrás, debido a que la llegada azarosa de Geneviève a la estación de servicio de Guy no sirve más que para aclarar que Madame Emery ya falleció y que la mujer tuvo una niña, adoptada como propia por Roland, y el hombre un nene, con su esposa Madeleine, dando a entender vía los intercambios agridulces entre ambos miembros de la otrora pareja que algo de amor aún queda en el aire porque entre ellos prima el respeto, la cortesía y hasta una cicatriz emocional permanente mediante los nombres que les pusieron a sus respectivos purretes, Françoise y François, aquellos que barajaban para sus hipotéticos vástagos futuros cuando novios. Con un dejo antibélico implícito adicional, considerando el carácter de “lisiado emocional” que arrastra Foucher después de la guerra y hasta una herida en una rodilla por un atentado con una granada que prolongó incluso más su estadía en África, Los Paraguas de Cherburgo es la perfecta caja de resonancia del cine en materia de los musicales a la vez etéreos y bien sensatos, románticos y realistas, esplendorosos e hirientes en su crudeza, tan alegres y esperanzados como melancólicos y resignados a los vaivenes del destino individual y colectivo aunque siempre deseosos de sacar lo mejor de las lecciones que depara el viaje cotidiano, permitiéndonos juzgar lo visto como la historia de una separación o por el contrario, la del surgimiento de dos nuevas parejas a partir de las cenizas del cariño de antaño dirigido a terceros, algo que incluye a ese Cassard de Marc Michel que ya pudimos ver en Lola (1961), relato -entre otras cosas- de sus desventuras amorosas antes de conocer a la deliciosa Señorita Emery. Como dice Élise en un momento francamente estupendo, cuando se pone a llorar de felicidad debido a que su sobrino le comenta sobre su relación con Geneviève, la dicha a veces nos entristece sin que medien demasiadas explicaciones al respecto, quizás sólo sea un recuerdo pasajero de parte de los más veteranos en torno a algún episodio de otro tiempo de júbilo pleno que luego se disipó.
Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, Francia/ República Federal de Alemania, 1964)
Dirección y Guión: Jacques Demy. Elenco: Catherine Deneuve, Nino Castelnuovo, Anne Vernon, Marc Michel, Ellen Farner, Mireille Perrey, Jean Champion, Pierre Caden, Jean-Pierre Dorat, Bernard Fradet. Producción: Mag Bodard, Gilbert de Goldschmidt y Pierre Lazareff. Duración: 91 minutos.
Las Señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967):
A pesar de que a simple vista Las Señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967) tranquilamente puede definirse como una combinación entre los desencuentros amorosos en permanente estado de ebullición a la Max Ophüls de Lola (1961), aunque aquí menos trágicos y más sobrecargados de una deliciosa liviandad sin verdaderas condenas existenciales a la vista, por un lado, y aquellas melodías altisonantes y aquellos colores pasteles hiper sesentosos correspondientes a Los Paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964), ahora con el regreso de Michel Legrand y con Ghislain Cloquet reemplazando a Jean Rabier en lo que atañe a la fotografía, por el otro lado, a decir verdad el film que nos ocupa funciona como el opuesto exacto a nivel conceptual del musical previo, uno que le trajo un enorme éxito y reconocimiento internacional a Demy y que por ello mismo lo llevó a contar con un presupuesto visiblemente mayor que a su vez amplificó su ambición artística. Dicho de otro modo, en lugar de una faena apuntalada en diálogos completamente cantados o recitados y en un dejo narrativo realista en medio del artificio por antonomasia de esos temas musicales insertados a lo largo del metraje, lo que en esta ocasión tenemos es un andamiaje mucho más cercano al estándar hollywoodense como si el realizador y guionista se hubiese propuesto de manera explícita -amparado por el triunfo inmediatamente anterior- salir a competirle a los norteamericanos en su propio terreno de la mano de una epopeya fastuosa que ahora sí incluye coreografías bailadas, momentos de diálogos tradicionales, escenas descriptivas específicas destinadas a las canciones y en especial un mejunje romántico más light que obedece a cierta pasteurización ideológica/ formal que sin jamás llegar al extremo de lo insustancial promedio yanqui, definitivamente está más cerca de una comedia tácita de situaciones o de enredos del corazón que de las exploraciones humanistas más profundas de los opus previos; algo en lo que también interviene -vale la pena señalarlo- la clásica desaparición del “factor sorpresa” porque por momentos la película en su conjunto puede interpretarse como un formidable ejercicio de estilo por parte de un Demy sin trucos nuevos bajo la manga aunque todavía rebosante de creatividad a escala de la puesta en escena, los designios espirituales de los protagonistas y en general el rompecabezas emocional de fondo, ahora haciendo un uso maravilloso de la popular estrategia de los leitmotivs para cada personaje del musical mainstream yanqui y evitando el ardid de recurrir a ese exceso de cortes que a partir de las décadas del 70 y 80 hegemonizaría el montaje de muchos musicales ambivalentes con un pie en el clasicismo de cotillón y el otro en la ironía del nihilismo posmoderno, con la consiguiente molestia para el espectador de no poder apreciar las coreografías y los sets en toda su magnitud o esplendor por la pluralidad maniática de planos de corta duración. Aquí el director, en cambio, apuesta por travellings gloriosos, tomas amplias y una retahíla de planos fijos que permiten el lucimiento no sólo de los actores y los cantantes que los doblan sino también de las bellas y/ o jocosas composiciones de Legrand, ahora sí distinguiéndose claramente las unas de las otras -el sustrato operístico de Los Paraguas de Cherburgo en gran medida lo impedía- y volcándose a una modernidad que en términos de la inspiradísima banda sonora está equiparada a un jazz a mitad de camino entre lo orquestal tradicional y la energía contagiosa de las big bands más inquietas de antaño. La trama vuelve a estar enmarcada en un colorido surtido de situaciones románticas: Yvonne Garnier (Danielle Darrieux) es una mujer de mediana edad que tiene un café en la plaza central de la ciudad de Rochefort y tres vástagos, el pequeño de diez años Bouboo (Patrick Jeantet), quien tuvo con un tal Simon Dame (Michel Piccoli) al que abandonó por su ridículo apellido, “dama” en castellano, diciéndole que partió a México para nunca más volver, y las gemelas creciditas Delphine (Catherine Deneuve) y Solange (Françoise Dorléac, hermana mayor de Deneuve, quien lamentablemente moriría en este 1967 a la edad de 25 años en un accidente de auto cerca de Niza), la primera una profesora de ballet en plena ruptura con su novio por demás egoísta, el dueño de una galería de arte Guillaume Lancien (Jacques Riberolles), y la segunda una profesora de piano y canto que se enamora a primera vista de un estadounidense que descubre un día cuando va a buscar a su hermano al colegio, Andy Miller (nada menos que Gene Kelly); dos señoritas asimismo “pretendidas” por un par de pillos que trabajan como chóferes y vendedores de un local de motocicletas Honda de una colosal kermés ambulante que recorre los caminos de toda Francia, Étienne (George Chakiris) y Bill (Grover Dale), quienes se quedaron solos cuando las dos chicas encargadas del número artístico del stand y sus “novias de la ruta”, las hermosas Judith (Pamela Hart) y Esther (Leslie North), se marcharon siguiendo a unos marineros que las encandilaron, por ello les proponen a estas curiosas gemelas que no se parecen demasiado sustituirlas por lo menos en lo que respecta a un cuadro de canto y baile, a lo que acceden mientras Delphine busca desesperada a un joven pintor y poeta que la retrató en una obra abstracta sin siquiera darse cuenta, el marinero militar a punto de obtener una licencia de dos días libres Maxence (Jacques Perrin), y Solange por su parte le pide ayuda a Dame, que se mudó a Rochefort en pos de vivir en la metrópoli sede del amor que protagonizó con Yvonne, para que medie ante su amigo de antaño Miller, hoy un músico famoso, con el objetivo de impulsar su carrera como compositora de conciertos sin saber que es aquel hombre que la maravilló en la puerta de la escuela de su hermano; a lo que se agrega el rutinario devenir de la madre de las gemelas y el revoltoso Bouboo, quien jamás abandona el café, convive con su padre/ el abuelo de los purretes (René Pascal) y su camarera de cabecera, la bella Josette (Geneviève Thénier), y por sobre todas las cosas aspira a corregir el error que cometió una década atrás cuando dio por terminada la relación con Simon vía el engaño del falso esposo mexicano, nuevamente sin tener conocimiento de que el señor reside desde hace poco en Rochefort y abrió una tienda musical a la que Solange es asidua. Demy desparrama ocurrencias ligeras con motivo de las idas y vueltas del relato coral y los personajes que en él pululan, no obstante el grueso de su atención está puesta en las estupendas letras de las canciones y en la puesta en escena del film a partir de situaciones y planteos retóricos de mucha confusión, embrollos y mutuo desconocimiento que en última instancia resultan bien simples, siempre dejando en claro que la alegría y/ o aquello que tanto anhelamos cual idilio sentimental está apenas a la vuelta de la esquina, así a veces es una cruel jugada del destino la que nos impide encontrarlo y en otras oportunidades nuestra propia y evidente ceguera. Más allá del homenaje en un verso a Legrand, las autorreferencias a Los Paraguas de Cherburgo y Lola a través de diversos diálogos y las agraciadas alusiones a El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), de Josef von Sternberg, Los Hijos del Paraíso (Les Enfants du Paradis, 1945), de Marcel Carné, Un Americano en París (An American in Paris, 1951), de Vincente Minnelli, y hasta a Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut, Las Señoritas de Rochefort llama la atención principalmente por pequeñas anomalías/ privilegios que se permite Demy como la andanada de rimas en los diálogos de la secuencia de la cena colectiva en el café, la misma presencia de un Gene Kelly siempre sonriente y muy carismático, la intachable espectacularidad de la fiesta popular en sí que trajeron consigo Étienne y Bill, y finalmente ese hilarante episodio protagonizado por uno de los concurrentes al establecimiento de Yvonne, Subtil Dutrouz (Henri Crémieux), veterano que por una tal Lola Lola (cita directa al legendario personaje de Marlene Dietrich) cae en la misma locura que aquel Immanuel Rath (Emil Jannings) de El Ángel Azul, ahora con el hombre asesinando y descuartizando a una bailarina de cabaret que amaba con pasión desde hace 40 años, sólo recibiendo rechazo a cambio. El gusto por los encantadores anacronismos a discreción reaparece gracias a la misma kermés remixada/ ultra comercial de fondo y orientada a las grandes marcas del capitalismo, esa que ya casi no existía en los 60 en ninguna de sus vertientes o facetas, al igual que el cabaret especializado en marineros de la Segunda Guerra Mundial de Lola y la misma paragüería de Madame Emery (Anne Vernon) y su hija Geneviève (Deneuve) de Los Paraguas de Cherburgo, amén de esos uniformes símil “muñeco de torta” en materia del personal de alta mar correspondiente a Lola y Las Señoritas de Rochefort. Sin llegar a la excelsa construcción de su ópera prima con Anouk Aimée ni al nivel de obra maestra del musical de su colaboración previa con Deneuve, el cineasta sin embargo logra redondear un trabajo muy interesante sobre la inefable torpeza de los seres humanos, la metamorfosis de los sentimientos con los años, la fantasía del progreso en las grandes capitales -casi todos los personajes desean abandonar Rochefort para ir a París en pos de aventuras o el difuso éxito laboral- y la más que innegable aleatoriedad de los vínculos sociales en las sociedades contemporáneas, reservándose para el remate un final sutilmente bizarro porque en vez de mostrarnos en cámara el ansiado encuentro entre Delphine y Maxence, dos jóvenes que se buscan recíprocamente cual cuento de hadas a partir de la pintura del muchacho en la que la mujer se sintió identificada al punto de intuir a su potencial amante en la figura del artista, hoy debemos conformarnos con el redescubrimiento mutuo entre los veteranos Yvonne y Simon, segunda oportunidad para la pareja en cuestión, y el enamoramiento -con generosa diferencia de edad incluida- entre Solange y Andy, suerte de sarcasmo retórico de un Demy que se arrima al mainstream de Hollywood para luego distanciarse con una sonrisa burlona.
Las Señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, Francia, 1967)
Dirección y Guión: Jacques Demy. Elenco: Catherine Deneuve, George Chakiris, Françoise Dorléac, Jacques Perrin, Michel Piccoli, Jacques Riberolles, Grover Dale, Gene Kelly, Henri Crémieux, Danielle Darrieux. Producción: Mag Bodard y Gilbert de Goldschmidt. Duración: 120 minutos.