El Anacoreta (1976), sin duda una de las películas más extrañas y fascinantes que haya dado el cine hispanoparlante a lo largo de su historia, ya era toda una rareza en su época y viéndola desde nuestro presente sinceramente sería imposible de realizar hoy en día, no tanto por el hecho de que nadie financiaría una obra centrada exclusivamente en un cuarto de baño y en ese asceta laico del título que vive dentro, sino debido a la indisimulable falta de imaginación y de osadía de la enorme mayoría de los directores y guionistas actuales a la hora de encarar desde las obras más masivas hasta las más pequeñas e independientes, símbolo de un tiempo en el que se da la paradoja de un acceso web muy grande a escala cultural e informativa y al mismo tiempo una concentración igualmente descomunal a nivel de la producción y los consumos, lo que implica que prácticamente todos los bípedos se la pasan viendo/ escuchando/ leyendo las mismas fuentes y productos, colaborando así a intensificar el oligopolio capitalista de siempre en vez de aportar ese granito contracultural de arena que significaría ver y difundir una propuesta irreverente e inconformista como la que tenemos ante nosotros (tanto cambió la mentalidad colectiva que El Anacoreta fue un relativo éxito en la España de la transición democrática de su presente -a posteriori de la muerte del dictador Francisco Franco en 1975- para luego caer de manera progresiva en el olvido cinéfilo más profundo y en verdad imperdonable). La película parece reproducir detrás de pantalla la soledad y el solipsismo delante de ella, basta con pensar que hablamos del único largometraje como director y guionista de Juan Estelrich March, un señor muy heterogéneo que llegó a trabajar con verdaderas luminarias del séptimo arte en calidad de actor, productor y asistente de dirección en línea con Orson Welles, Jules Dassin, Fernando Fernán Gómez, Luis Buñuel, Peter Collinson, Juan Antonio Bardem, Jesús Franco, Luis García Berlanga y Ken Annakin, entre muchos otros de aquella industria efervescente de antaño en donde la producción sí era cuantiosa y apuntaba a una sutil diversificación más que a hacer siempre lo mismo y bajo las mismas fórmulas demacradas que llevan al hastío.
El guión fue coescrito por nada menos que Rafael Azcona, un genio todo terreno del cine español y gran colaborador de Berlanga, Bardem, José Luis Cuerda, Marco Ferreri, Alberto Lattuada, Carlos Saura, José Luis García Sánchez, Fernando Trueba, Jaime Chávarri y Bigas Luna; el cual aquí retoma a lo lejos La Tentación de San Antonio (La Tentation de Saint Antoine, 1874), de Gustave Flaubert, el famoso autor de la hoy legendaria Madame Bovary (1857), novela en esencia basada en la figura de un mítico monje cristiano, Antonio Abad o Antonio Magno (251-356), gran fundador del movimiento eremítico orientado a apartarse de la vida social urbana y marchar hacia regiones desérticas para alcanzar una comunión más íntima y sagrada con Dios, faena que desde el vamos se complica por la idiosincrasia grupal de la existencia de los seres humanos y por ello la contienda contra las diversas flaquezas del espíritu de los primeros ermitaños terminó siendo representada en relatos fabulosos en torno a las “tentaciones” que debió sobrellevar el primero de ellos, Antonio, en las arenas más inmemoriales e inhóspitas de Egipto a manos del mismísimo Mefistófeles, entidad que hizo todo lo posible para convencerlo de abandonar sus días de anacoreta dedicados a la oración, el retraimiento, la penitencia, el silencio omnipresente y sobre todo un ascetismo que lo llevó a los 20 años a vender todas sus posesiones, entregar el dinero a los pobres y consagrarse a morar en una cueva de la que sólo salía en raras oportunidades para predicar a favor de esto o en contra de aquello. Mientras que en el libro de Flaubert las tentaciones son muchas, se desarrollan durante una única noche y abarcan desde los pecados capitales y los devaneos científicos -el nuevo fundamentalismo de la razón instrumental- hasta la comida, la lujuria y un óbito que finiquite una vida de dolor y privaciones piadosas autoimpuestas, en el convite de Estelrich March las susodichas se reducen a esos dos grandes “regalos” que la Reina de Saba le ofrecía a Antonio, léase las típicas riquezas de las sociedades estratificadas y plutocráticas y unos placeres de la carne que en la pantalla se parecen al amor sincero entre el tentado y la artífice de la tentación.
Fernando Tobajas (un prodigioso Fernán Gómez, siempre mejor actor que realizador) es un anacoreta ateo y moderno que vive, precisamente, en el generoso baño de su departamento de Madrid desde hace once largos años, lugar del que rehúsa salir bajo el argumento de que prefiere la tranquilidad del ambiente más discreto y solitario de cualquier hogar que el ajetreo insoportable del mundo de los seres humanos, ese que de todos modos está a pasitos nomás desde la puerta de la habitación con lavatorio, inodoro, bidet y bañera/ ducha. El hombre aparentemente es rico y jamás trabajó a lo largo de toda su vida, dependiendo en términos prácticos -para la comida, sus caprichos y el manejo de sus bienes- de su esposa Marisa (Charo Soriano), su administrador Augusto Morales (José María Mompín) y su mucama/ sirvienta Clarita (Maribel Ayuso). Sus principales actividades diarias son recortar los titulares y notas de los principales periódicos para eventualmente empezar a ordenarlos, jugar al dominó con unos vecinos amigos, cuidar a su pez mascota, verse a veces con su hija ya emancipada Sandra (Isabel Mestres) y escribir y mandar miles de mensajes en pequeños tubos de aspirinas sellados con aerosol negro a través del inodoro, todo mientras mantiene affaires con distintas féminas que se acercan a utilizar las instalaciones del baño y apunta a separarse de su esposa, la cual de todas maneras se acuesta con Augusto porque hasta Clarita está enamorada del ridículo ermitaño. Un día se aparece un detective privado, Calvo (Eduardo Calvo), diciéndole que por primera vez uno de sus mensajes ha sido hallado, lo que lo lleva a descubrir que una hermosa señorita llamada Arabel Lee (Martine Audó) encontró el mentado tubo en la Isla de Capri y ahora está empeñada en sacarlo del cuarto de baño como sea, por ello trata de seducirlo y hasta compra con lisonjas y regalos a Marisa y Augusto. La flamante obsesión de la chica provoca los celos de su avejentada pareja, el ricachón británico Jonathan Boswell (Claude Dauphin), quien pasa de intentar comprar su salida del baño a aislarlo al punto de no tener a nadie a quien recurrir para sus necesidades cotidianas con la meta central de que Arabel regrese a sus brazos cuanto antes.
Entre citas varias a Homero, Edgar Allan Poe y Anatole France, la película en realidad se inspira en simultáneo en la novela de Flaubert, horizonte más espiritual que conceptual porque el desierto de las páginas muta en un retrete claustrofóbico cercano a la agorafobia, y en la referencia cinematográfica más clara dentro del rubro de los ascetas, Simón del Desierto (1965), de Luis Buñuel, quien de hecho asesoró a Estelrich March y a Azcona durante la producción de El Anacoreta: como si se tratase de una reformulación de aquella obra maestra del aragonés aunque ahora encarada desde el bajo presupuesto y desde cierta dinámica teatral que por suerte no se sustenta en los planos fijos monolíticos de tantos films basados en las tablas o su estructuración dramática, más bien todo lo contrario ya que el dinamismo visual que consigue el director de fotografía Alejandro Ulloa resulta inusitado porque las cámaras nunca salen del baño más que por un par de segundos en alguna que otra toma de los 104 minutos de metraje, el opus que nos ocupa reemplaza al furioso y ultra imaginativo surrealismo anticlerical de Buñuel, ese en el que Claudio Brook componía al ermitaño Simeón el Estilita y la gloriosa Silvia Pinal al Diablo tentador, con un naturalismo tragicómico y minimalista basado en el choque entre la manipulación femenina de Arabel y la tenacidad masculina monotemática de Jonathan y Fernando, la primera enarbolando al sexo y la afabilidad como principales herramientas de lucha y la segunda a la riqueza -gran latiguillo de Boswell- y la obstinación ideológica ortodoxa -el muro de ladrillos mental de Tobajas- en tanto recursos para cercar al contrincante o simplemente defenderse de sus intentos en pos de quebrar la dignidad del adversario y salirse por fin con la suya, planteo que curiosamente no deriva en debacle intrínseca ya que si hay algo que sorprende en el film es el cariño honesto y paulatino que surge entre el protagonista y una Reina de Saba prosaica que viene a perturbar su paz con un cuerpo escultural y la decisión de arrancarlo de su habitación/ presidio/ cueva a cualquier costo, cayendo en la paradoja de tener enfrente y sufrir al receptor de sus mensajes, un demonio antojadizo que desea imponer su voluntad.
Más allá de las ironías sobre las relaciones entre los sexos, los celos patológicos, el sustrato putón de las mujeres, la estupidez de los hombres y un dominio intercambiable que de repente muta en equilibrio de poder cuando ambos, macho y hembra, quedan solos en su amor -llegado el último acto- porque Boswell consiguió vaciar la casa y dejar sin dinero y comida a los tortolitos para que tanto ella como él deban abandonar el departamento en cuestión, El Anacoreta asimismo funciona como una alegoría de las pequeñas burbujas en las que el hombre contemporáneo gusta de encerrarse para crear la ilusión de un mundo ordenado y previsible que niegue la voluntad de metamorfosis de la coyuntura social más englobadora, en la praxis sustituyendo aquellos ideales elevados del cristianismo de antaño por la simple necesidad de paz introspectiva que silencie el caos y el ruido insoportable -y cada día más agresivo para con la vida- de las grandes metrópolis de la modernidad, lo que genera esa contradicción que señalábamos con anterioridad en torno a la supervivencia/ insistencia de la necesidad de comunicación con un prójimo que sabemos siempre vendrá a desbaratar el castillo de naipes que hayamos construido, sin que importe su tamaño o complejidad. La irrupción de la fémina, que en esencia es la voluntad del otro diferente, para colmo viene acompañada del lastre de su pareja, metáfora en espiral de un pasado irrenunciable que marca su identidad de “niña mimada” adepta a los lujos, esquema que a su vez trae a colación la importancia de las fantasías en cuanto al vínculo con el resto de los mortales ya que aquí es ella la que le destruye la realidad de probeta a Fernando diciéndole que está enamorada del asceta y no del tipo común y corriente que sería si abandonase el baño, por ello el impulso suicida del final -cuando se arroja por la ventana después de que la muchacha efectivamente vuelve con Boswell- simboliza la derrota del espíritu individual ante una comunidad que siempre encuentra la forma de volver a amargarnos la vida por más renuncia existencial que hayamos encarado o marco conceptual o ético que hayamos construido, en última instancia pivotes frágiles y prestos a venirse abajo en un santiamén…
El Anacoreta (España/ Francia, 1976)
Dirección: Juan Estelrich March. Guión: Rafael Azcona y Juan Estelrich March. Elenco: Fernando Fernán Gómez, Martine Audó, José María Mompín, Charo Soriano, Claude Dauphin, Maribel Ayuso, Eduardo Calvo, Ángel Álvarez, Ricardo G. Lilló, Isabel Mestres. Producción: José Manuel M. Herrero. Duración: 104 minutos.