En el campo de los géneros y/ o subgéneros que nunca existieron porque no es posible identificar más de un exponente -o quizás dos o tres- de la hipotética vertiente en cuestión, bien podemos decir que la prodigiosa Moonlighting (1982) se ubicaría en el terreno de un thriller obrero con una fuerte impronta testimonial, lo que por cierto calza perfecto con las intenciones de base del director y guionista de turno, el tremendo Jerzy Skolimowski. De hecho, la película es una obra maestra única en su especie, de una riqueza que habilita muchas lecturas en simultáneo. La premisa es sencilla a más no poder: un grupo de trabajadores polacos, compuesto por Banaszak (Eugene Lipinski), Wolski (Jirí Stanislav), Kudaj (Eugeniusz Haczkiewicz) y una suerte de capataz llamado Nowak (Jeremy Irons), llega a Londres en diciembre de 1981 para literalmente tirar abajo gran parte del interior de una casa y reconstruirla a nuevo. El inmueble pertenece al jefe directo de Nowak, quien además de ser el único que habla inglés, también es el que dispone en qué se gastarán las 1200 libras de presupuesto total para los materiales, los equipos y la comida de los obreros, los cuales duermen en la propia vivienda debido a que toda la operación es un tanto ilegal.
Si bien Nowak le dice al oficial de inmigración en el aeropuerto que están en el Reino Unido con el objetivo de comprar un auto usado con el dinero, en realidad lo que necesitan es un visado turístico de un mes -que no permite ningún tipo de actividad asalariada- para ingresar al país y realizar la remodelación de la propiedad bajo la esperanza de que al finalizar el trabajo y regresar a Polonia se les pague lo prometido más un bono extra de 20 libras (una de las primeras frases del personaje de Irons, el narrador de la historia, nos aclara el sustrato económico del viaje ya que una libra equivale a 1000 złotys, el sueldo semanal promedio en la Polonia comunista). La dialéctica de los riesgos se compensa por el dinero involucrado: mientras que el propietario tendrá su morada reconstruida por un cuarto de lo que pagaría a una empresa inglesa, los trabajadores recibirán una remuneración mísera -aunque cuantiosa desde la óptica polaca- por los “inconvenientes” que tendrán que sobrellevar, lo que desde ya incluye evitar que los vecinos llamen a la policía por los ruidos ocasionados por el trabajo, convivir bajo el techo de un hogar en ruinas y en general arreglárselas para no ser descubiertos una vez que se venza el período de gracia del visado.
Más allá de las peculiaridades de la labor y los retrasos imprevistos por problemas varios en las refacciones, todo el asunto se complica a un nivel de pesadilla para Nowak cuando en Polonia se declara la ley marcial por las protestas de Solidaridad, el que fuera el primer sindicato independiente en un país del bloque soviético, en contra del Partido Obrero Unificado Polaco en el poder y a favor de que se permita la constitución de organizaciones sindicales, sociales y políticas por fuera del régimen comunista… lo que pronto genera la prohibición de Solidaridad y el encarcelamiento de la mayoría de sus dirigentes. Atrapado en un contexto en el que desaparecen todos los nexos con su país, léase teléfonos, télex y vuelos, el capataz decide no contarle la situación a sus compañeros con vistas a que finalicen el trabajo cuanto antes, circunstancia que lo pone entre la espada y la pared en materia del dinero debido a que los gastos se van acumulando con gran rapidez porque Londres de por sí es una ciudad carísima para vivir. Así es cómo Nowak comienza a robar víveres en los supermercados británicos con un ingenioso mecanismo: luego de comprar, guarda el ticket y vuelve a ingresar para llevarse los mismos productos una segunda vez.
Skolimowski hace maravillas en lo que respecta a apuntalar ese suspenso casi onírico -una de sus marcas registradas- vía la necesidad del protagonista de conciliar el terror que le provoca volver a su país, que las autoridades anglosajonas lo descubran y que los otros trabajadores se enteren de lo sucedido en la “madre patria” y en última instancia comprendan que les estuvo ocultando la verdad -a veces mintiendo de manera explícita- todo el bendito tiempo. Por un lado la propuesta funciona como un extraordinario retrato de época trazando comparaciones entre la Inglaterra thatcheriana, volcada a un neoliberalismo salvaje e impiadoso, y la Polonia comunista, apenas otro más de los satélites totalitarios del esquema macro de la URSS: la primera aparece en primer plano mediante esa serie de burócratas repugnantes y mediocres que representan al poder local y con los cuales los trabajadores polacos se van topando a lo largo de su derrotero en la nación anfitriona; y la segunda toma una corporalidad tácita que podemos leer a partir de las actitudes, frases e idiosincrasia de estos obreros multifunción (Nowak es electricista pero hace de todo, al igual que sus compañeros, quienes se pasean por la albañilería, la plomería, la pintura y decenas de rubros intermedios), ya que la marginación, la precariedad, la improvisación y un miedo agudo e internalizado a los personeros de la administración central marcan sus vidas de manera constante… a lo que se suma esa conformidad muda a una explotación francamente pavorosa en función de un trabajo de semanas y semanas sin ningún tipo de aliciente o verdadera válvula de escape más allá de asistir a un servicio religioso dominical o el hecho de esperar todos los sábados una llamada de sus seres queridos en un teléfono público cercano, detalle que encima se corta de golpe con la instauración de la ley marcial.
Ahora bien, por otro lado la película asimismo viabiliza una interpretación más atemporal que se relaciona con la inmigración, el trabajo clandestino, el desarraigo, la esclavitud moderna, la hipocresía social generalizada y su expresión concreta en lo que atañe a la temática de turno, léase las distintas variantes de esa triste xenofobia de nuestros tiempos: primero tenemos la versión del lumpenproletariado, que ve a los extranjeros como “competencia” cuando la enorme mayoría de ellos jamás se molestaron en pelear por algo que no fuera los intereses de sus patrones, y mucho menos en defender a sus compañeros de los embates del capital; y luego viene la xenofobia de los burgueses, quienes ven a los inmigrantes como una masa amorfa que los amenaza cuando ellos mismos les asignan los trabajos que no están dispuestos a hacer y hasta dependen de los susodichos para una multitud de tareas cotidianas, lo que por supuesto se condice con la esencia paranoica y tragicómica de las clases medias y altas. El film está lleno de momentos que ilustran de manera brillante este panorama, como por ejemplo el episodio del volquete (el mismo vecino ridículo que se queja de los ruidos es el que arroja su basura en el volquete que pagan los polacos), los desajustes culturales del caso (ejemplificados por la torpeza inicial de los trabajadores al llegar a Gran Bretaña y su descubrimiento de la banalidad consumista de Occidente, basada en la fetichización del gasto suntuario, la publicidad y el packaging colorido de los productos) o las pequeñas “avivadas” de Nowak en los comercios (clásicas manifestaciones de una cultura del rebusque propia de enclaves empobrecidos como Polonia o Argentina, inconcebibles para las mentes idiotas y apáticas adoctrinadas por el mercado de los países del Primer Mundo y su ciclo de egoísmo etnocéntrico de siempre).
Quizás la perspectiva más interesante que introduce el opus de Skolimowski sea la vinculada al aislamiento de Nowak, una especie de antihéroe construido a partir de las circunstancias excepcionales que plantea el relato: sin una figura polaca de autoridad a la cual remitirse por la virtual desaparición de su jefe gracias a la ley marcial, el personaje de Irons se transforma en un infiltrado/ forajido oculto ya no sólo bajo la mirada de los ingleses sino también de sus compatriotas, lo que lo lleva a hacer de las mentiras por un lado y el “robo hormiga” por el otro sus principales armas para sobrevivir y demostrarse a sí mismo que puede completar el trabajo a pesar de tantos frentes de batalla paralelos (el recuerdo de su pareja Anna, y el deseo de volver a verla cuanto antes, también pesa mucho en los soliloquios que escribió Skolimowski con el claro objetivo de exacerbar la angustia de Nowak vía la ausencia romántica/ sensual). Obviando sus primeras y oscuras obras, gran parte de la carrera del realizador se basó en estudios de personajes que en primera instancia bordean la alienación y a posteriori sucumben en ella de la forma más estrepitosa posible, pensemos para el caso en el trayecto artístico que se abre con Deep End (1970) y The Shout (1978) y termina con Essential Killing (2010) y 11 Minut (2015). Moonlighting es hasta cierto punto un convite más sutil y cerebral que los anteriores aunque no falto de un humanismo muy inteligente que se va colando -desde el primer momento- en los intersticios que deja la frialdad anímica necesaria para salir airoso bajo el peso de semejante misión y semejante coyuntura, un esquema en el que Irons calza perfecto porque su interpretación es al mismo tiempo contenida y despampanante ya que la magia del inglés radica en la bipolaridad del que trata de comprender/ adaptarse a una cultura ajena y a la vez no puede substraerse de la dialéctica laboral/ existencial de su propio país… aunque ambas a fin de cuentas respetan el marco de la horrenda división internacional del trabajo y su aceptación de la explotación, la vigilancia, los atropellos permanentes y los sueldos míseros si se es de determinadas regiones del planeta con pocos recursos disponibles, una muy mala administración de los mismos y/ o una elite corrupta que monopoliza el poder.
Moonlighting (Reino Unido, 1982)
Dirección y Guión: Jerzy Skolimowski. Elenco: Jeremy Irons, Eugene Lipinski, Jirí Stanislav, Eugeniusz Haczkiewicz, Edward Arthur, Denis Holmes, Renu Setna, David Calder, Judy Gridley, Jenny Seagrove. Producción: Jerzy Skolimowski, Michael White y Mark Shivas. Duración: 97 minutos.