El Abismo Negro (The Black Hole)

La estética al poder

Por Emiliano Fernández

El hecho de que la enorme mayoría de las películas sea bastante mediocre o repetitiva o inerte resulta una verdad de Perogrullo aunque la consecuencia lógica del asunto, léase el segundo hecho de que el grueso de los films ofrece resultados dispares al espectador, no lo es tanto en la mente del público y la crítica, dos gremios que siempre tienden a sentirse muy seguros de sí mismos y a volcar la apreciación artística hacia el binomio reduccionista de lo bueno y lo malo por pura comodidad conceptual/ analítica/ ideológica/ coyuntural, desde ya a su vez todo matizado por las experiencias de cada uno y sus intereses del momento. En este estado paradójico concreto del mundo cultural que nos rodea, donde precisamente intervienen muchos componentes en cada obra de arte y algunos funcionan mientras otros no y por ello suelen contradecir con facilidad cualquier opinión que uno pudiese verter en el ruedo de la polémica o los discursos sociales, muchas películas caen en el olvido como por ejemplo El Abismo Negro (The Black Hole, 1979), dirigida por Gary Nelson y escrita por un ejército de guionistas desde que el proyecto naciese allá a principios de los años 70, en los créditos sólo nombrando a Jeb Rosebrook y Gerry Day a partir de una trama previa del primero más Bob Barbash y Richard H. Landau, un film que a rasgos generales resulta insatisfactorio pero sin que ello desmerezca el extraordinario diseño de producción de Peter Ellenshaw y la también suprema dirección de arte de Robert McCall, John B. Mansbridge y Al Roelofs, en esencia un surtido de veteranos que estaban trabajando desde mediados del Siglo XX en el séptimo arte y que aquí unifican la antigua superposición de miniaturas y actores sobre pinturas mattes, un clásico del cine fantástico primigenio, con los flamantes desarrollos tecnológicos en materia del control milimétrico/ computarizado de las cámaras.

 

Si bien El Abismo Negro responde a sus propias características porque empezó siendo un exponente del cine catástrofe aunque ambientado en el espacio y a posteriori mutó en un exploitation tácito -y con un voluminoso presupuesto para la época- de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), el hit mundial de George Lucas, a ciencia cierta forma parte del largo declive comercial de The Walt Disney Company desde la muerte del magnate, en 1966 a los 65 años de edad por cáncer de pulmón, hasta el estreno de La Sirenita (The Little Mermaid, 1989), obra de John Musker y Ron Clements que marcó el resurgimiento del estudio y de la marca Disney en general dentro del segmento infantil y familiar, por ello el film que nos ocupa comparte un inusitado tono oscuro -“oscuro” para el promedio siempre azucarado de la factoría de Mickey Mouse- con las muy superiores La Montaña Embrujada (Escape to Witch Mountain, 1975), una odisea de fantasía y terror de John Hough, y Tron (1982), neoclásico de ciencia ficción de Steven Lisberger, las otras dos anomalías en live action del período lanzadas a través de Buena Vista Distribution con el objetivo de apelar a un público un poco más adulto que el estándar o al espectador adolescente cuasi cínico, sin embargo la Disney en paralelo siguió ofreciendo lo mismo de siempre y prueba de ello son Un Viernes Alocado (Freaky Friday, 1976), otra de Nelson, Mi Amigo el Dragón (Pete’s Dragon, 1977), opus híbrido en animación y live action de Don Chaffey, y por supuesto Splash (1984), aquel éxito de Ron Howard con Tom Hanks y Daryl Hannah, amén de la reina de las rarezas del estudio, Un Loco Suelto en Beverly Hills (Down and Out in Beverly Hills, 1986), recordada comedia de Paul Mazursky que fue lo primero de Disney en recibir de calificación la dura R (los menores de 17 años necesitan asistir con un padre o adulto).

 

El guión, una mixtura nada disimulada de Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino (Vingt Mille Lieues sous les Mers, 1869), de Julio Verne, y La Tempestad (The Tempest, 1611), de William Shakespeare, cuenta con los diálogos más bobos, redundantes e involuntariamente graciosos que haya dado el Hollywood más pomposo en toda su historia, una colección de frases hechas, chistecitos, pavadas seudo científicas y detalles contextuales innecesarios que sólo son pronunciados con interés por el querido Maximilian Schell, quien compone al villano y gran émulo del Capitán Nemo y Próspero, el Doctor Hans Reinhardt, jerarca de la nave espacial USS Cygnus y un genio que creó un reactor de energía que se autoabastece y sirve para mantener un campo de gravedad nula que impide que un agujero negro cercano succione de lleno a la Cygnus. Desde ya que la paz se rompe cuando arriban los verdaderos protagonistas, la tripulación de la USS Palomino, una nave de exploración que lleva en su interior al Capitán Dan Holland (Robert Forster), su segundo al mando, el Teniente Charlie Pizer (Joseph Bottoms), un egoísta del montón, Harry Booth (Ernest Borgnine), y un par de oficiales científicos, el Doctor Alex Durant (Anthony Perkins) y la Doctora Kate McCrae (Yvette Mimieux), esta última una psíquica que mantiene un vínculo con el infaltable robot, Vincent (voz de Roddy McDowall), el cual a su vez se hace amigo de una versión antigua de sí mismo en posesión de Reinhardt, Bob (voz de “pajuerano sureño” de Slim Pickens). Cuando el dueño de casa les informa a los recién llegados que pretende atravesar el agujero negro con la Cygnus, sólo Durant querrá acompañarlo porque Bob le comenta a Vincent que el guardaespaldas robótico de Reinhardt, Maximilian, es un sádico y que buena parte de los androides son humanos, resto zombificado de un motín de 20 años atrás en la Cygnus.

 

Es precisamente el reemplazo en El Abismo Negro de aquel mítico submarino de Verne, el Nautilus, el factor que justifica la película, una nave gigantesca con un diseño retro futurista fascinante que nos regala mattes de ensueño y supera por mucho a las tomas espaciales, sinceramente nimias comparadas con las de La Guerra de las Galaxias y Alien (1979), de Ridley Scott, a las escaramuzas con los robots centinelas de Reinhardt, incluso más tontos al momento de disparar que las tropas imperiales/ stormtroopers de aquella space opera de Lucas, y sobre todo a ese epílogo delirante o santurrón implícito de Paraíso e Infierno -ya con todos los personajes engullidos por el agujero negro- que refrita desde la mediocridad discursiva el costado más lírico y apasionante de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, Naves Misteriosas (Silent Running, 1972), de Douglas Trumbull, y Viaje a las Estrellas: La Película (Star Trek: The Motion Picture, 1979), de Robert Wise, siempre manteniéndonos en los confines de este período de la primera ciencia ficción posmoderna. A uno le encantaría aseverar que la simpleza de la propuesta responde al “corset artístico” que la Disney le impuso a Nelson, no obstante el director nunca fue la gran cosa ni mucho menos, apenas un profesional televisivo que en el campo del cine se lo recuerda en primer lugar por sus dos faenas para la compañía productora, la presente y Un Viernes Alocado, ésta uno de los primeros exponentes del ardid narrativo del intercambio de cuerpos/ body swap, y en segunda instancia por haber sido echado por Sylvester Stallone del set de Halcones de la Noche (Nighthawks, 1981), un opus que sería completado por el propio Sly y su testaferro de turno, Bruce Malmuth, dejándonos con un producto espacial ridículo y algo lerdo pero disfrutable a nivel estético y por la destrucción de la Cygnus…

 

El Abismo Negro (The Black Hole, Estados Unidos, 1979)

Dirección: Gary Nelson. Guión: Gerry Day y Jeb Rosebrook. Elenco: Maximilian Schell, Anthony Perkins, Robert Forster, Joseph Bottoms, Yvette Mimieux, Ernest Borgnine, Roddy McDowall, Slim Pickens, Tom McLoughlin, Don Lewis. Producción: Ron Miller. Duración: 98 minutos.

Puntaje: 5