La Condición Humana (Ningen no Jôken, 1959-1961), obra magna de Masaki Kobayashi, es una de esas experiencias cinéfilas imborrables porque cubre muy bien el amplio rango de circunstancias de la vida de los sujetos y sinteriza de maravillas esa eterna dicotomía que puede resumirse entre la izquierda vitalista y la derecha mortuoria y reaccionaria, opuestos ideológicos y políticos que suelen homologarse a la rebeldía solidaria que amplía el umbral de bienestar del pueblo y al conformismo individualista y acrítico tendiente a beneficiar a las cúpulas parasitarias, respectivamente. El film, como aseverábamos con anterioridad la cúspide profesional de Kobayashi junto con su inconmensurable seguidilla de realizaciones de mediados de la década del 60, hablamos de Harakiri (Seppuku, 1962), Kaidan (1964) y Rebelión (Jôi-uchi: Hairyô Tsuma Shimatsu, 1967), fue estrenado en su momento a través de tres capítulos bautizados No Hay Amor más Grande, El Camino a la Eternidad y La Plegaria del Soldado, trilogía rodada en Japón y con nipones interpretando a chinos por la ruptura de entonces de toda relación entre ambos países, y en esencia siguió al milímetro la novela homónima de Kurita Shigeru alias Junpei Gomikawa, un trabajo también dividido en tres partes que fueron publicadas entre 1956 y 1958 y que cubrían en buena medida todo el derrotero bélico del escritor, éste desde el vamos muy similar al de Kobayashi porque ambos fueron reclutados por el Ejército Imperial Japonés, sirvieron en aquella Manchuria ocupada desde 1931 y fueron tomados prisioneros por los Aliados en la Guerra del Pacífico (1937-1945), el director y guionista por los estadounidenses y Shigeru/ Gomikawa por las huestes soviéticas, amén de una afinidad intelectual a escala del pacifismo, el humanismo y el socialismo a partir de esta experiencia de primera mano en lo que respecta al maltrato y las carnicerías de todo tipo tanto del periplo bélico como de los pormenores de la dialéctica colonialista y explotadora capitalista tradicional. La maravillosa honestidad y visceralidad de La Condición Humana nace, precisamente, de esta praxis histórica compartida por el realizador, uno de los grandes maestros del período de oro del cine japonés de posguerra, junto con Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi, Yasujirô Ozu y aquel Kon Ichikawa de la estupenda y formalmente semejante Fuego en la Llanura (Nobi, 1959), entre otros, y por el escritor, más adelante responsable de otra trilogía cinematográfica aunque mucho menos conocida en el Siglo XXI, esa de Satsuo Yamamoto intitulada Los Hombres y la Guerra (Sensô to Ningen, 1970-1973). En este sentido la potencia discursiva de la propuesta y su recorrido meticuloso por las debacles mundanas del civil reconvertido en soldado, todo a lo largo de poco menos de diez horas de duración total, constituyeron el primer verdadero intento de crear un cine bélico maduro de alcance social que puso en cuestión no sólo los atropellos del enemigo, como hacía la propaganda audiovisual más o menos camuflada del mainstream de casi todo el globo, sino también la propia conducta de una sociedad a simple vista cómplice en las calamidades, abusos y atrocidades con motivo del enfrentamiento armado mundial y el trato que en el día a día la camarilla gobernante le daba a su pueblo, jugada en su momento cargada de insolencia y una enorme valentía porque el nacionalismo -en Japón y en casi todos lados- aún era una coraza incuestionable en términos del discurso cultural hegemónico, uno lambiscón y mediocre. La complejidad del lienzo de Kobayashi, efectivamente un maestro en esto de instar al espectador a sacar conclusiones universales a partir de un caso particular, todo un privilegio del séptimo arte desde sus comienzos, abarca en simultáneo el rol siempre deshumanizador de las instituciones estatales y privadas sobre el ciudadano de a pie, un fetiche insistente del pensamiento burgués de izquierda y derecha, y esa culpa personal, íntima, en tanto conciencia intranquila por saberse partícipe necesario por acción u omisión en el catálogo de violencia e injusticias de las que está llena nuestra sociedad, masoquismo actitudinal tan poco frecuente a mediados del Siglo XX como en el pusilánime y extremadamente acomodaticio nuevo milenio, donde la riqueza o maestría narrativa del opus japonés que nos ocupa hace mucho que está extinta. En pos de recordar tiempos artísticos mejores y de señalar lo mucho que se parece el comportamiento de las mayorías apáticas del pasado con respecto al de sus homólogas de hoy en día, gran caldo de cultivo para regímenes espantosos como el retratado en pantalla ya que estamos en serios problemas si el grito ahogado individual pesa más que un alarido colectivo inexistente, en las siguientes líneas nos consagraremos a analizar con lujo de detalles todas las facetas e implicancias filosóficas, sociales, ideológicas y culturales del mega clásico de Kobayashi, un director como pocos que supo comprometerse con el costado menos “simpático” de su tiempo no tanto para exorcizar demonios recientes sino para construir una nación desde la verdad, reclamando un castigo que jamás llegaría porque la administración norteamericana de la posguerra, a cargo del nauseabundo General Douglas MacArthur, y la propia japonesa subsiguiente garantizaron la impunidad de toda la fauna marcial, civil y en especial política responsable de los crímenes de guerra, con aquel Emperador Hirohito o Shôwa a la cabeza.
La Condición Humana I: No Hay Amor más Grande (Ningen no Jôken, 1959):
Para comprender en toda su dimensión No Hay Amor más Grande debemos tener presente primero el contexto geográfico del relato, Manchukuo, Estado títere del Imperio del Japón que existió entre 1932 y 1945 y abarcó una gigantesca región del norte de China llamada Manchuria, la cual cayó en manos de los nipones mediante una ocupación que utilizó de pretexto el risible Incidente de Mukden de 1931, una acción terrorista de falsa bandera perpetrada por los propios japoneses contra un tendido ferroviario administrado por una compañía nipona, en esencia parte del jingoísmo imperial y sobre todo de las necesidades industriales/ militares/ políticas/ estratégicas en materia del petróleo, el caucho, el hierro y el carbón de un Japón volcado fuertemente a la colonización de Asia, y segundo la época en su conjunto, hablamos de los años finales del Frente del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), conflicto que en la zona ya había empezado anteriormente a través de la denominada Segunda Guerra Sino-Japonesa (1937-1945), nuevamente desencadenada por una invasión nipona pero ahora a gran escala con vistas a apoderarse de las materias primas del resto de la China continental y sobre todo su mano de obra, a la que se esclavizó en múltiples ciudades, campos de trabajo, instalaciones y minas de variada envergadura que fueron eje de masacres, hambrunas, torturas, experimentos, violaciones masivas y otros crímenes de guerra del montón, no obstante el principal brazo armado imperial, el Ejército de Kwantung, y la policía militar especializada en represión, espionaje y contrainsurgencia, la Kempeitai, no pudieron terminar de conquistar el país porque los dos grupos locales en conflicto que habían provocado desde el año 1927 una situación de Guerra Civil, léase los nacionalistas en el poder de Chiang Kai-shek y todas las guerrillas comunistas de Mao Zedong, se unieron temporalmente para contrarrestar a la potencia foránea, lo que generaría a la postre la rendición incondicional de un Japón asimismo acorralado por la ocupación soviética de 1945 de Manchukuo y las bombas nucleares estadounidenses del mismo año sobre Hiroshima y Nagasaki, punto final para las pretensiones expansionistas del curioso fascismo monárquico japonés que había llegado al poder con la lejana Restauración Meiji de 1868, cuando se cae a pedazos el feudalismo basado en shogunatos y comienza la rauda modernización al pasarle todo el poder a la figura del emperador, emblema chauvinista por antonomasia. Como sucedía con otras colonias niponas de la época, en sintonía con Corea y Taiwán, Manchukuo en 1943 estaba destinado por completo a sostener la industria bélica de armamento y maquinaría pesada, por ello a nuestro protagonista de 28 años, Kaji (el magistral Tatsuya Nakadai), un pacifista y humanista que trabaja en una de las empresas japonesas concesionarias de la explotación de los territorios ocupados, la Compañía de Acero de Manchuria del Sur, se lo traslada desde Japón a una mina de hierro y carbón en Loh Hu Liong, todo porque escribió un informe orientado a incrementar la productividad mejorando las condiciones laborales de los trabajadores, La Supervisión de la Mano de Obra en las Colonias. Con la promesa de los popes de la burocracia de turno de que no será reclutado compulsivamente para las Fuerzas Armadas, Kaji contrae matrimonio con una ninfa algo ingenua que trabaja de mecanógrafa para la misma empresa, Michiko (Michiyo Aratama), y se presenta en la mina en cuestión, donde comienza a desempeñarse codo a codo con otro supervisor, Okishima (Sô Yamamura), y descubre que todos -el mandamás del lugar, sus segundos y los capataces- convalidan un sistema basado en trabajo durísimo y cuasi esclavo, raciones minúsculas de comida y condiciones de alojamiento muy malas. No Hay Amor más Grande gira alrededor tanto de la enemistad de Kaji con el brutal capataz Okazaki (Eitarô Ozawa), amante de las palizas a los trabajadores, y sus intentos por ganarse el “visto bueno” de los delegados de los chinos, quienes lo ven como otro japonés más que promete mejores condiciones laborales y luego los traiciona, como de cuatro intentos de escape por parte de unos prisioneros que trae la Kempeitai en calidad de mano de obra ya directamente esclava sin eufemismos y ninguna remuneración de por medio, en este sentido las dos primeras fugas nocturnas están organizadas por un coreano que pretende birlarle trabajadores a los nipones mediante Chen (Akira Ishihama), un chino que trabaja con Kaji, se acuesta con una prostituta de la casa de confort/ consuelo de turno -mujeres destinadas a la explotación sexual en las zonas de ocupación- y en síntesis conoce a un operario de la planta de energía eléctrica, así lo manipulan y presionan para que corte los mortíferos 3000 voltios de los alambres de púas electrificados que rodean el campo de trabajo. Las huidas trágicas son las tercera y cuarta ya que uno de los oligarcas del lugar, Furuya (Kôji Mitsui), tiene la idea de montar una fuga controlada y masacrar/ capturar a los reos en cuestión vía una emboscada con pretensiones aleccionadoras, sin embargo el dubitativo Chen siente miedo y no corta la electricidad provocando que los presidiarios chinos mueran al intentar saltar la alambrada, suicidándose poco después, y a su vez desencadenando un debate diurno que es confundido por Okazaki con otro intento de escape desde el enorme predio de extracción de minerales, así los siete “revoltosos” son capturados y tres de ellos ejecutados con katana por el cruel Sargento Watai (Tôru Abe), quien sólo se detiene ante las protestas sucesivas de Kaji y de todos los prisioneros chinos. Puesto a disposición de la Kempeitai, el joven japonés es colgado y torturado a golpes por Watai y su secuaz de cabecera, el Cabo Tanaka (Seigô Fukuoka), para sacarle una confesión inventada sobre su complicidad con el fallecido Chen para viabilizar o garantizar las huidas, un martirio del que sólo puede salir cuando es efectivamente reclutado para el Ejército de Kwantung como una forma indirecta de expulsarlo del campo de trabajo para siempre, todo entre los sollozos de su esposa y el desprecio de Yang Chun Lan (Ineko Arima), meretriz y viuda tácita de uno de los hombres ejecutados a raíz de la última cuasi evasión, Kao (Kôji Nanbara), un chino cascarrabias que nunca confió en Kaji por más que éste siempre trató de mejorar las condiciones de vida de los presos y los trabajadores en su conjunto. Mediante un generoso volumen de viñetas interconectadas que funcionan por acumulación símil experiencia prosaica y no tanto en términos de trama cinematográfica tradicional, Kobayashi va desplegando una retahíla de preocupaciones filosóficas y sociológicas que incluyen la distancia entre el idealismo y esta misma praxis cotidiana, las diferencias de criterios laborales y sobre todo de liderazgo, uno basado en el miedo o en la comprensión humanista del prójimo, la contraposición entre la moral civil, relativamente compleja y contradictoria, y su homóloga castrense, siempre fría, maquiavélica o volcada a pleno hacia el sadismo demencial, el respeto y la confianza como dos valores fundamentales en cualquier comunidad o emprendimiento laboral, jerárquico y/ o colectivo, la ingenuidad e irracionalidad de ciertas mujeres en especial de aquella época de fuerte segregación por género, la incomprensión del pequeño burgués e intelectual de izquierda socialista con respecto al proletariado, con los muchos mandos medios oficiando de psicópatas, ventajistas, improvisados y/ o despreciables, y finalmente una concepción muy particular de un heroísmo que por un lado debería recurrir a la violencia únicamente para luchar contra la tiranía, como Kaji le dice al exasperado Okishima en una recordada secuencia, y por el otro lado siempre debería nacer de la creencia personal, la solidaridad, el honor y el autosacrificio, esta última una dimensión a la que se quiere reducir la valentía en Occidente como si las víctimas de cualquier debacle o aparato represivo fuesen de hecho unos héroes, patraña masoquista que olvida el factor determinante del caso, la militancia política/ ideológica. La primera película de la trilogía complementa lo hecho por el director y guionista en La Habitación de Paredes Gruesas (Kabe Atsuki Heya, 1956), clásico menor autoindulgente sobre el encarcelamiento de soldados nipones por parte de la milicia yanqui que controló la nación entre 1945 y 1952, y construye un retrato muy crítico del Imperio del Japón en términos macros, luego de apenas una década de su desaparición entre 1945 y 1947, en lo que atañe a la explotación colonialista/ militar/ económica de todas las zonas ocupadas, su población y los recursos disponibles, la estrategia de sometimiento social de los burdeles/ casas de confort por parte de los altos mandos nipones, esa xenofobia cruzada -japonesa, china y coreana- como único lenguaje en común entre los diferentes agentes del campo de trabajo/ concentración y desde ya la brutalidad como excusa del patrioterismo, la eficiencia capitalista y la dinámica bélica general, núcleo de las atrocidades citadas contra el pobre pueblo chino. Quizás los dos pivotes conceptuales cruciales de No Hay Amor más Grande, una introducción en verdad estupenda que sienta las bases de la épica por venir, pasen por la necesidad de transigir con aquello que uno piensa para sobrevivir en un mundo injusto o feroz, con la angustia y las frustraciones que surgen de ello, y la equiparación en el relato entre la humillación laboral y la sexual a través de las experiencias compartidas de trabajadores, reos y prostitutas, todos esclavizados, sufrientes y en mayor o menor medida considerando al eventual escape una obligación de raigambre ética que se contrapone a un absolutismo circundante que tiende a la cosificación del ser humano y del medio ambiente.
La Condición Humana I: No Hay Amor más Grande (Ningen no Jôken, Japón, 1959)
Dirección: Masaki Kobayashi. Guión: Masaki Kobayashi y Zenzô Matsuyama. Elenco: Tatsuya Nakadai, Michiyo Aratama, Sô Yamamura, Akira Ishihama, Tôru Abe, Kôji Mitsui, Seigô Fukuoka, Ineko Arima, Kôji Nanbara, Eitarô Ozawa. Producción: Shigeru Wakatsuki. Duración: 205 minutos.
La Condición Humana II: El Camino a la Eternidad (Ningen no Jôken, 1959):
El Camino a la Eternidad, la segunda parte o el capítulo intermedio de la trilogía, continúa expandiendo el retrato de la sociedad militarizada y ultra psicopática del Imperio del Japón a través de una decisión retórica que implica un doble enroque, por un lado pasando de la vida civil de No Hay Amor más Grande al excrementicio Ejército de Kwantung, estructura militar que ayudó a construir el Estado títere de Manchukuo y trabajó con la Kempeitai, la policía secreta imperial, en la Unidad 731, un programa nipón de investigación y desarrollo de armas biológicas que cometió atrocidades en China sobre prisioneros rusos, coreanos, mongoles y en especial chinos, crímenes de guerra que por cierto sólo serían juzgados por los soviéticos luego de la Operación Tormenta de Agosto, la gran invasión de Manchukuo, porque los estadounidenses encubrieron todo y les garantizaron inmunidad y dinero a los japoneses responsables a cambio de la entrega de toda la “información” recopilada durante las vivisecciones, amputaciones, congelamientos e inoculaciones masivas de enfermedades, y por el otro lado tenemos la metamorfosis de la deshumanización en tercera persona del opus previo, basada en esencia en Kaji (Tatsuya Nakadai) siendo testigo del trato vejatorio hacia los reos y los trabajadores locales por parte de la administración parasitaria nipona, en una deshumanización hoy padecida en primera persona, con el protagonista descubriendo en carne propia el alcance de la vanidad, idiotez, histrionismo absurdo e hipocresía de una institución castrense en la que la catarata de golpes y ofensas constituye prácticamente la única respuesta válida para la más mínima infracción al reglamento, sea ésta verdadera o inventada por el verdugo de ocasión. El Camino a la Eternidad desde el vamos sistematiza una serie de características brutales que pintan la conscripción de la época a manos del Ejército de Kwantung, desde la tendencia a buscar chivos expiatorios entre los reclutas por parte de los soldados rasos veteranos con vistas a dejar siempre impunes a estos últimos pero también a los suboficiales y los altos mandos, pasando por una disciplina sanguinaria equiparada a la insensibilidad/ ceguera emocional y un infantilismo masculino mayormente homologado en pantalla a la malicia, el orgullo, la necedad y las bravuconadas, hasta llegar al hecho innegable de que en una cultura de la paranoia como la presente la sospecha de insubordinación -léase cualquier pensamiento independiente u objeción del tipo que sea- se transforma en certeza a instancias de todos esos lunáticos tanto en las cúpulas como en unas barracas donde debería primar el compañerismo y no el sistema de castas petrificadas del Kwantung. Más allá de la angustia, la claustrofobia y los castigos mencionados, la tiranía para Kobayashi se define por la popularización o extensión acrítica de la cultura del control y el sadismo, algo que incluye en simultáneo la rigidez de los rituales vulgares, la vigilancia epistolar permanente -faceta clásica del yugo vinculada a la limitación comunicacional- y el culto a lo femenino idealizado y bastardeado porque el bien escaso siempre cuesta más y porque esta rutina alienante y oligofrénica rápidamente provoca un hastío profundo. Aquí Kaji se aclimata a la existencia castrense y se transforma en un excelente francotirador que sigue al pie de la letra la disciplina aunque ello no lo salva de la constante supervisión de los altos mandos por orden de la Kempeitai, siempre sospechado de “rojo” o simpatizante de izquierda por sus preocupaciones humanistas al igual que otro conscripto cuyo hermano fue arrestado por inclinaciones comunistas, Shinjô (Kei Satô), en sí dos marginados que se terminan convirtiendo en amigos a pesar de contar con poco tiempo propio por las duras y sucesivas tareas que se ven obligados a realizar. Cansado del encadenamiento de guardias nocturnas, Shinjô trata de convencer a Kaji de desertar huyendo y traspasando la frontera, no obstante su compañero pretende resistir el servicio militar para no transformarse en un fugitivo y así poder regresar con su esposa, Michiko (Michiyo Aratama), quien lo visita brevemente y de hecho le hace prometer que no abandonará el pesadillesco cuartel con la esperanza de que la derrota inminente del Japón le permita a la pareja reencontrarse sin el manto coercitivo y castrador estándar. La crueldad del batallón llega a su cúspide en el caso de Obara (Kunie Tanaka), un soldado con miopía con no consigue disparar bien ni cumplir las órdenes de fuerte exigencia física, a lo que se suman problemas personales porque su madre y su esposa viven peleando en su ausencia y para colmo es humillado por el soldado veterano Yoshida (Michirô Minami), en síntesis obligado a comportarse como una furcia de una casa de confort recibiendo clientes de la fauna marcial, por haber fallado en la faena que finaliza el entrenamiento básico, una marcha extenuante a pie con todos los pertrechos para la matanza en la espalda. En una situación bastante kafkiana Obara intenta suicidarse un par de veces con su rifle pero no lo consigue y justo cuando pretendía abandonar tamaña misión se pega un tiro por accidente que despierta la furia de Kaji contra su ejecutor tácito, Yoshida, a quien efectivamente acusa ante las autoridades niponas, quienes nada hacen en pos de castigarlo, y por ello tiempo después amaga con no rescatarlo cuando Shinjô se harta de las injusticias y huye del ejército y Yoshida cae en un pantano durante la persecución de turno, momento en el que Kaji asimismo queda atrapado aunque sí consigue sobrevivir. Al despertar en un hospital castrense el protagonista descubre que el veterano responsable de la muerte de Obara falleció e incluso se hace amigo de otro paciente, el otrora tornero Tange (Taketoshi Naitô), y siente algo más que simpatía por una linda enfermera de buen corazón, Tokunaga (Kaneko Iwasaki), sin embargo los vínculos en la milicia son efímeros y luego de un paso fugaz por el frente de combate regresa al cuartel de siempre, donde se topa con un antiguo colega de la Compañía de Acero de Manchuria del Sur al mando de las instalaciones, el Teniente Kageyama (Keiji Sada), el cual lo convence sin más de aceptar un ascenso a “soldado de primera” para transformarse en instructor después de dos años en el Kwantung, todo con la condición impuesta por Kaji de que los nuevos reclutas se alojen en un recinto separado/ alejado de los dominios de los veteranos. La movida, destinada a evitar la colección de cachetazos, patadas y palazos de los soldados añejos por cualquier pretexto, le gana al humanista el odio de estos últimos, los cuales de hecho se desquitan golpeándolo a él en la intimidad pusilánime y patotera de la triste barraca cada vez que sus subordinados cometen una supuesta falta, situación que nuevamente funciona como una olla a presión cuando un recluta cuarentón de pocas pulgas, Naruto (Susumu Fujita), se enfrenta contra la comitiva de veteranos primero por castigos desproporcionados en conjunto y después a raíz de las salvajes palizas que le propinan a Kaji, por ello un Kageyama que no puede contener a su tropa -y muy temeroso de una guerra civil en miniatura- decide enviar al protagonista y 28 de sus reclutas a excavar durante un mes trincheras completamente inútiles en aquellas planicies de la Manchuria lindante con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, todo en 1945 y en el espacio de tiempo entre la Batalla de Okinawa, donde los Estados Unidos le arrebatan la isla homónima al Imperio del Japón, y el comienzo de la Operación Tormenta de Agosto o Batalla de Manchuria, como decíamos con anterioridad la entrada del Ejército Rojo en el Frente del Pacífico. Eventualmente los rusos quiebran la tranquilidad y el caos de la conflagración lleva al teniente y casi todo el pelotón de Kaji al óbito, quien termina con dos reclutas, el enloquecido Onodera (Minoru Chiaki) y el chauvinista ortodoxo e hijo de militares Terada (Yûsuke Kawazu), luchando desde las mismas trincheras y con fusiles inofensivos contra una avanzada de tanques y patrullas soviéticas que todo lo destruyen. El personaje de Nakadai debe cauterizar una herida de Terada, convencerlo de que la lucha está perdida y matar con sus propias manos a Onodera para que no revele la posición vía sus gritos y su agresión delirante, luego de lo cual se autodefine como un “monstruo” que a pesar de todo sigue vivo y se propone recorrer el flamante cementerio bélico en busca de algún sobreviviente. En El Camino a la Eternidad la existencia militar está empardada a los vejámenes, el dolor, la indiferencia, la misoginia, las compulsiones violentas y sobre todo esa incapacidad total de aceptar la diferencia humana intrínseca, por ello en una secuencia el protagonista le dice a Naruto y otros reclutas a su cargo que el verdadero enemigo no son los agentes del martirio sistemático japonés, todos los soldados veteranos que gustan de canibalizar a sus compatriotas y colegas de encierro, sino el Ejército de Kwantung mismo, la institución castrense en su conjunto en tanto antagonista ad infinitum de la dignidad y la fraternidad humanas. La costumbre enraizada/ consensuada de impartir castigos feroces todo el tiempo e inventarse adversarios para “pasar el rato” o quizás fusilarlos y ascender, ya sea que nos refiramos a los soldados frustrados y envidiosos de mayor experiencia o a los mandos medios y superiores del segmento de los oficiales, respectivamente, tiene como posibles válvulas de escape la marcha hacia delante o la marcha hacia atrás, por ello tantos optan por la primera opción y se suman campantes a la cultura del acoso y del sadismo y algunos otros consideran seriamente la tentación de desertar hacia la libertad, precisamente como hace el otro representante de las ideas socialistas en medio del fascismo monárquico asfixiante, Shinjô, soldado que todavía cree en la igualdad entre todos los hombres y decide no prestarle atención a la advertencia de Kaji en relación a lo que puede encontrar más allá de la frontera, en la China de los ciudadanos chinos, quienes pueden sopesar su doble condición de desertor de los invasores y de simple desertor a secas y condenarlo desde esta última noción, una más universal y por ello más fácil de aceptar que la primera. Mientras que el personaje central se aleja del optimismo de No Hay Amor más Grande, aceptando en parte el devenir marcial y ahora negándose a rechazar en un cien por ciento el nacionalismo nipón en un contexto de enfrentamiento cruzado internacional, en El Camino a la Eternidad también toma conciencia del sustrato farsesco de esta sumisión militar fetichizada, en suma el cuento en espiral de la disciplina y la obediencia, ya que comprende hasta qué punto la payasada despótica antiintelectual está encarada desde la hipérbole y el fariseísmo, basta con recordar que el hospital no está exento de barrabasadas -gritos, incomprensión, abulia, jerarquías, acusaciones, caprichos, etc.- y además el reglamento no sirve para nada en el devenir cotidiano de las barracas o se convierte en una excusa difusa para las prebendas de diversa clase de los veteranos. Durante las postrimerías del relato, en ocasión del encuentro con el Ejército Rojo, queda de manifiesto que el miedo empareja en la batalla a imberbes y carcamales, con los fanáticos, osados, asustadizos e histéricos muriendo por igual y toda la locura tomando posesión de inmediato de los combates, por ello en el “discurso oficial” la cobardía muta en un significante vacío para condenar desde el pancismo más burdo todo lo que no sea el suicidio auspiciado por los superiores. Kobayashi, en última instancia, retrata este salto de la arrogancia patriotera hacia la progresiva resignación derrotista por el avance enemigo, los pocos recursos disponibles y las decisiones improvisadas de las cúpulas, amén de la colección de masacres, saqueos, torpeza y tareas/ misiones vanas propias de quien no acepta la realidad o decide vivir en una mentira, maquiavelismo y/ o sandez de por medio.
La Condición Humana II: El Camino a la Eternidad (Ningen no Jôken, Japón, 1959)
Dirección: Masaki Kobayashi. Guión: Masaki Kobayashi y Zenzô Matsuyama. Elenco: Tatsuya Nakadai, Kei Satô, Michiyo Aratama, Keiji Sada, Kunie Tanaka, Susumu Fujita, Kaneko Iwasaki, Michirô Minami, Taketoshi Naitô, Yûsuke Kawazu. Producción: Masaki Kobayashi y Shigeru Wakatsuki. Duración: 178 minutos.
La Condición Humana III: La Plegaria del Soldado (Ningen no Jôken, 1961):
Así como No Hay Amor más Grande tomó la forma de un retrato desde afuera -o mejor dicho, más desde afuera que desde adentro si nos centramos en el calvario en cuestión- de un campo de concentración implícito y El Camino a la Eternidad volcó todas sus energías narrativas a la crueldad suprema de la convivencia y el entrenamiento de índole militar, ya pasando al otro lado del mostrador porque nuestro protagonista, Kaji (Tatsuya Nakadai), sólo en aquel último tramo del relato tenía algún tipo de poder comparable al del capítulo previo y encima muy a duras penas, La Plegaria del Soldado, el último episodio del arco retórico, funciona como una gesta de supervivencia antiheroísmo y antiromantización de toda clase, sea ésta bélica, nacional, imperial, ideológica o siquiera moral, ya que aquí nuevamente se evita en un mismo movimiento dos tendencias de Hollywood y de buena parte del cine europeo y del resto del planeta en materia de las guerras y sus vicisitudes, hablamos primero del autobombo chauvinista ad infinitum, suerte de autoindulgencia o autojustificación en lo que atañe a la contribución del país de turno a la contienda retratada, y segundo de la estructura estándar de la trama en cuanto a misiones encadenadas por parte de un escuadrón heterogéneo cualquiera, latiguillo en esta oportunidad asimismo esquivado porque el glorioso film de Kobayashi no sólo ventila los “trapos sucios” a la vista de todo el mundo, léase la complicidad de la sociedad civil en las salvajadas marciales del Imperio del Japón y la rauda propensión de este último a castigar con sadismo toda voz mínimamente opositora o rebelde, sino que además recurre a un andamiaje narrativo insólito para la época en el que la actitud ofensiva de los militares hollywoodenses muta en un constante planteo defensivo nipón en pos de sobrevivir, como decíamos antes, ya que el cansancio generado por la disciplina castrense -y por la colección de psicópatas que la sostienen vía golpes y amenazas- termina desencadenando una enorme necesidad de escape cuanto antes, fuga en la que se unifican el hambre de libertad, las ganas de regresar al hogar y el asco para con las carnicerías ridículas del ABC bélico expansionista, tanto el de los fascismos de su tiempo como el de esas tristes democracias occidentales también rebosantes de colonias o Estados vasallos a los que explotar. La obligación de matar en el frente de combate por el arribo del verdadero enemigo, los Aliados, hoy salta al primer plano con sus problemas de conciencia relacionados, sobre todo la oposición entre por un lado el combate cuerpo a cuerpo y en soledad, donde la responsabilidad por quitar una vida es individual e intransferible y para colmo suele implicar un sustrato sangriento a raíz de la utilización de armas blancas, y por el otro lado las muchas escaramuzas del popurrí bélico indistinto que provocan el resto de los fallecimientos en batalla, lluvia de balas de por medio, un esquema decididamente menos doloroso desde el anonimato de la multitud que mata y muere. Para el protagonista y para el realizador la derrota anula de cuajo los compromisos castrenses, en función de ello las milicias vencidas vagan sin rumbo como fantasmas o zombies sin deber de combate y recuperando sus preocupaciones civiles, afectivas o vitales más básicas, como la comida, el amor en suspenso o un refugio ante las inclemencias de la naturaleza. En La Plegaria del Soldado asimismo vemos hasta qué extremo la historia se repite pero con distintos rostros y circunstancias trastocadas, así las cosas Kaji primero quedó a merced de la empresa en la que trabajada y la policía marcial, la Compañía de Acero de Manchuria del Sur y aquella Kempeitai, respectivamente, después fue esclavo de la institución más “prestigiosa” del fascismo monárquico nipón, el Ejército de Kwantung, y finalmente, en el eslabón que nos ocupa, no le queda otra opción que enfrentarse al acecho en conjunto de chinos liberados y soviéticos, los cuales cierran el círculo de la paradoja cuando en el infaltable campo de trabajo comunista le pasan en gran medida la responsabilidad administrativa a los mismos oficiales lunáticos japoneses que adoraban martirizar sin freno a su tropa bajo el pretexto de mantener y ampliar la obediencia, el orgullo, el honor y demás palabras y nociones carentes de significado en boca de dicha lacra. Otra clara continuidad con respecto a los capítulos previos pasa por la dinámica sexual en tanto pata complementaria de la frustración militar, ahora con las hembras como trofeos bellos aunque intercambiables y el coito como una moneda de cambio por lo menos cuando es consensuado, cuando no hay violación, por ello se retoman los conceptos de la mujer como prostituta bélica coyuntural y de la abstinencia carnal del protagonista a lo monje a la espera de reunirse con su esposa, Michiko (Michiyo Aratama), en tanto pureza doctrinaria que lucha contra esas corrupción y orfandad ética/ simbólica/ actitudinal que a su vez dejan la guerra, el fracaso y el deambular perpetuo sin misión más que sobrevivir, como si se tratase de otra víctima del capitalismo hambreador y represor de todos los días. En el comienzo del relato Kaji mata de noche y con su bayoneta a un soldado ruso para poder atravesar un camino que está siendo utilizado por un convoy de la Operación Tormenta de Agosto de 1945, ya con gran parte de Manchuria ocupada y su estructura estatal japonesa hecha añicos, Manchukuo. Decidido a desentenderse de las exigencias militares y a volver a una cierta estabilidad en el sur de la región, el personaje de Nakadai entra en densos bosques junto con Terada (Yûsuke Kawazu), antes un nacionalista ingenuo y hoy su protegido, y descubre diversos colectivos humanos que lo acompañan en algún tramo del periplo o simplemente constituyen mojones efímeros del viaje para salir de la cruenta zona de guerra, desde civiles nipones hambrientos del montón, pasando por un viejo conocido del hospital de El Camino a la Eternidad, Tange (Taketoshi Naitô), y algún que otro pelotón que les niega alimentos acusándolos de desertores, hasta una comitiva de militares al mando del maquiavélico Kirihara (Nobuo Kaneko), con quien se consagran a esquivar las patrullas no sólo de los soviéticos sino de los partisanos del campesinado chino, ese en el que se confunden los nacionalistas de Chiang Kai-shek, los comunistas de Mao Zedong y los apolíticos que recientemente se armaron por el colapso japonés y sólo anhelan venganza por las ignominias sufridas desde aquel Incidente de Mukden, en 1931. Luego de encontrar una casita y de sacrificar un cerdo para comer, el grupo se enfrenta con partisanos chinos que matan brutalmente a una prostituta que acompañaba a los nipones, lo que genera que Kaji opte por pelear cada vez que las circunstancias lo reclamen en vez de rehuir del conflicto, no obstante sus simpatías socialistas empiezan a resquebrajarse cuando ve a los soviéticos arrojar el cuerpo violado y moribundo de una japonesa desde un camión hacia una procesión de otrora colonos, situación que empareja a los libertadores con un Kwantung que continúa con las mismas “tácticas” de la mano de Kirihara, por ejemplo, el cual en un momento de descuido del protagonista ultraja y asesina a una chica de 18 años que viajaba con su hermano menor y que ya había sido violada por los rusos. Cuando la comitiva liderada por Kaji se topa con un campamento marcial levantado a partir de viejas trincheras, decide expulsar al responsable del crimen y a sus cómplices y confiscarles sus armas, movida que lo lleva a encontrarse primero con 50 soldados nipones al mando de un comandante despótico que pretende unirse al bando de Chiang Kai-shek contra las huestes de Mao Zedong, todo considerando la eventual reanudación de la Guerra Civil (1927-1936 y 1945-1949), y segundo con una fortificación soviética que termina siendo suprimida por Kaji mediante una granada, justo momentos después de la rendición frente a los rusos de un Tange harto de la disciplina castrense imperial, una que por cierto insiste en su pretensión de ejecutar con katana a cualquier combatiente sospechado de deserción. La voluminosa comitiva de Kaji con el tiempo llega a un pueblito cercano a Corea y habitado por mujeres y ancianos que fue saqueado sistemáticamente por los miembros en retirada del Kwantung, donde son convencidos de robar un campo vecino de maíz y papas de agricultores chinos, faena por la que reciben en calidad de “pago” una orgía protagonizada por las hembras del lugar, en esencia viudas de colonos japoneses conscriptos que murieron o desaparecieron en combate. El mandamás se resiste a caer en la tentación del sexo, una vez más abrazado al recuerdo de su pareja y a las ansias de volver a verla algún día, y en el instante en el que pretendía marcharse en soledad hacia los límites de Manchuria se topa con el arribo de un pelotón soviético, ante el cual opta por entregarse para evitar un nuevo derramamiento de sangre. Luego de una cuasi marcha de la muerte hasta el campo de trabajo en cuestión, los prisioneros de guerra japoneses se ven atrapados en una realidad similar a la que padecían sus homólogos chinos en No Hay Amor más Grande, nuevamente soportando calamitosas condiciones de vida y reducidos a una esclavitud tácita bajo la supervisión de los únicos que ingieren alimentos decentes y no deben trabajar de sol a sol, los oficiales del extinto Ejército de Kwantung. Por osar mandar a Terada al basurero de las instalaciones para juntar sobras de comida y armarse una vestimenta de abrigo con bolsas abandonadas de arpillera, Kaji es acusado de saboteador tanto por los rusos como por esos nipones privilegiados que actúan de intermediarios entre vencedores y vencidos, entre ellos un intérprete que traduce lo que quiere y cuándo quiere, Minagawa (Kôichi Hayashi), y el mismísimo Kirihara, el cual se venga del protagonista garantizando que no pueda comunicarle a los soviéticos su simpatía ideológica y condenándolo de modo colateral a trabajos forzados desmontando vías de tren en el medio del bosque. El maldito Kirihara, durante la ausencia de Kaji, se ensaña con un Terada muy enfermo al que golpea y manda a vaciar de mierda las letrinas hasta que cae muerto, por ello a su regreso el personaje de Nakadai se entera de lo sucedido por un reaparecido Tange, se desquita con Kirihara a cadenazos, cruzada que termina con el oficial ahogándose en una fosa séptica, y a posteriori huye a pesar de comprender que sus chances de sobrevivir son muy escasas porque el invierno se avecina y deberá recorrer un país donde el sentimiento antijaponés está a flor de piel. Mendigando alimento en vano en distintos lugares y perseguido por los chinos debido a su condición de nipón, Kaji fallece por agotamiento, frío e indiferencia en las planicies cubiertas de nieve de Manchuria entre desvaríos relacionados con un reencuentro tardío con Michiko. La película construye un retrato muy complejo de las Fuerzas Armadas del Imperio del Japón en plena huida de lo que pasó a ser territorio enemigo, a la vez esquivando a los rusos, robando comida china y batallando en plan defensivo contra las milicias locales, porque subraya la desconfianza, el ventajismo y la irracionalidad de los estratos castrenses en medio de una anarquía total entre sus filas, en este sentido pensemos que están los que quieren rendirse a los soviéticos como Tange, los que desean escapar o continuar luchando cuando corresponda como Kaji, aquellos otros que se sirven del caos para sacar provecho egoísta, en línea con Kirihara y Minagawa, y quienes ya prefiguran la futura Guerra Fría presuponiendo que los Estados Unidos ayudarán a los nacionalistas en la Guerra Civil China y los rusos a los comunistas de Mao, precisamente como aquel comandante ignoto con 50 soldados a su disposición. Sin embargo la mayor o más importante transformación es la que experimenta el protagonista cortesía de tamaña acumulación de cicatrices, en pantalla un líder contextual frente a la desesperación del viaje y la ausencia de voces que trasmitan seguridad, experiencia, energía o perspicacia pragmática, por ello el humanismo algo naif de antaño se convierte primero en un igualitarismo macabro, como lo ilustra el episodio del arroz no repartido del primer acto porque no alcanza para todos los civiles y militares del grupo, planteo que desemboca en fatalismo, peleas, muertes por inanición, alucinaciones, suicidios y envenenamiento por comer hongos, luego en una especie de cinismo relativo, en este caso sobre todo debido a la angustia por el patético estatuto moral de un pueblo impotente o cómplice como el nipón de la época ante la perspectiva de tener que reconstruir su país durante la posguerra inmediata, y finalmente en un desencanto con el comunismo no sólo de parte de Kaji sino también del otro socialista del lote, Tange, algo que se consolida por la ortodoxia fanática comunista y las lamentables condiciones de vida del campo de trabajo del desenlace aunque empieza mucho antes, efectivamente cuando se descubren las violaciones de mujeres a instancias del Ejército Rojo, abusos iguales a los perpetrados por los yanquis, los alemanes y los mismos japoneses en todas partes. Utilizando múltiples recursos para retratar la marcha del hambre por Manchuria y el trasfondo dramático/ apesadumbrado en general de la propuesta, como por ejemplo flashbacks, imágenes congeladas, tomas desde ángulos inclinados, voces en off símil soliloquios y muchos travellings, Kobayashi denuncia la excusa civil y militar de la emergencia nacional como falso motivo para suprimir la empatía con el prójimo y tolerar o auspiciar hipócritamente toda esta vileza extendida, en consonancia con ello encontramos una correspondencia entre la pesadilla oriental de los dos primeros capítulos y esta rusa de la tercera parte asistida por la mafia del pasado imperial reciente, cónclave que monopoliza el poder y la comunicación con los captores en el campo del horror en lo que respecta a una etnia nipona que se autofagocita. La insensatez del final, el de todos modos comprensible escape en pleno invierno por el hartazgo frente a la inequidad y los atropellos, constituye la última rebelión posible mediante el sufrimiento, la definitiva porque sólo resta por entregar la propia vida para por lo menos en espíritu reencontrarse con la mujer amada y compensar todo el tiempo perdido, este espantoso rodeado de tiranos, burlas e incomprensión apática.
La Condición Humana III: La Plegaria del Soldado (Ningen no Jôken, Japón, 1961)
Dirección: Masaki Kobayashi. Guión: Masaki Kobayashi, Zenzô Matsuyama y Kôichi Inagaki. Elenco: Tatsuya Nakadai, Yûsuke Kawazu, Taketoshi Naitô, Nobuo Kaneko, Kôichi Hayashi, Michiyo Aratama, Chishû Ryû, Kyôko Kishida, Fujio Suga, Tatsuya Ishiguro. Producción: Masaki Kobayashi y Shigeru Wakatsuki. Duración: 190 minutos.