La Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan's Claw)

La feligresía enferma

Por Emiliano Fernández

Que el hombre siente miedo ante aquello desconocido no es ninguna novedad, especie de mecanismo de defensa que se vincula tanto con la paranoia como con la autoprotección. Ahora bien, lo que el bípedo promedio definitivamente muchas veces se niega a reconocer es que lo habitual suele ser un campo de la vida proclive a generar calamidades mayores y más nefastas que aquellas que vienen de un exterior difuso y casi siempre hipotético en lo que atañe a sus atributos negativos o peligrosos. Es en esta dimensión de lo vernáculo ya digerido a nivel cultural donde se mueve el querido terror folklórico aunque dentro de una idiosincrasia diferente con respecto a lo que podríamos definir como el horror posmoderno: así como este último hace gala del costado ominoso o lúgubre de la cotidianeidad de las grandes ciudades, esas que en versiones previas del género que nos ocupa eran acechadas por monstruos o entidades aparatosas luego tendientes a ser reemplazadas por nuestro entorno vital más prosaico y los secretos que éste esconde ya a escala de todo lo inmaterial/ espiritual/ sobrenatural, nuestro terror folklórico, por el otro lado, se concentra en el ámbito bucólico en plan de regreso a unas raíces antropológicas que no tienen nada que ver con las inmensas urbes contemporáneas -éstas llegaron mucho después, si consideramos al asunto en términos del desarrollo evolutivo del ser humano- y en realidad están hermanadas a la existencia campestre o por lo menos a una vida de asentamientos aislados que en conjunto funcionan como una única unidad habitacional símil pueblo. A pesar de que la comarca folklórica suele homologarse en los análisis cinéfilos con el Reino Unido, en especial porque las propuestas fundamentales del formato surgieron allí y se popularizaron entre fines de la década del 60 y comienzos de la siguiente, lo cierto es que hay regiones enteras del globo -como Asia, por ejemplo- para las que el terror folklórico es la única clase de terror posible por una cuestión de pasado compartido e importancia simbólica de lo local.

 

Dentro de la trilogía que se suele considerar como la originaria del subgénero, El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, La Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan’s Claw, 1971), de Piers Haggard, y Cuando Arden las Brujas (Witchfinder General, 1968), de Michael Reeves, es sin duda alguna la epopeya intermedia en términos cronológicos la más extraña del lote, lo que por supuesto no borra el hecho de que las otras dos también son muy bizarras a ojos actuales aunque El Hombre de Mimbre se destaca más por su fatalismo y Cuando Arden las Brujas por su pirotécnica crueldad. El sustrato inusual de La Sangre en la Garra de Satán en gran medida se debe a su naturaleza desconcertante y profundamente episódica, sobre todo porque deja muchos detalles de la trama sin explicar y su génesis se remonta, precisamente, a un pedido de Tigon British Film Productions, la misma compañía productora de Cuando Arden las Brujas, al guionista debutante Robert Wynne-Simmons, cuyo único otro trabajo es la similar y hoy desaparecida Los Marginados (The Outcasts, 1982), vinculado a una antología de horror de tres historias, así surgen los latiguillos de una mujer encerrada en un ático por un familiar abusivo, un grupo de niños que descubre en un campo el cadáver de una criatura infernal y un hombre que se corta una mano bajo posesión diabólica. La incorporación posterior de Haggard llevó a la unificación de los relatos en un único derrotero cohesivo y por ello en pantalla todo empieza con el granjero Ralph Gower (Barry Andrews y su look semejante a Roger Daltrey, de The Who) descubriendo el cráneo de un monstruo mientras araba el suelo de la Inglaterra bucólica de principios del Siglo XVIII, planteo que provoca la intervención de un escéptico juez sin nombre y de paso por la región (Patrick Wymark) que se aloja con una tal Señora Banham (Avice Landone), a su vez tía del noble de corta edad Peter Edmonton (Simon Williams), muchacho próximo a casarse con Rosalind Barton (Tamara Ustinov, hija del gran Peter).

 

Después del recordado y caótico comienzo, ese que nos presenta a una Rosalind encerrada en la buhardilla de la residencia de Banham por histérica de mierda debido al ataque de una garra misteriosa, a posteriori ganándose que la confinen en un manicomio, y a un Peter cortándose él solo una mano con un cuchillo al imaginarse una presencia muy peluda que pretendía matarlo, episodio que lleva al juez a rever su posición y pedirle prestado un libro sobre brujería al doctor de turno (Howard Goorney), la realización va dejando de lado lo fantasmagórico tradicional y los delirios inducidos para meterse en sketchs y situaciones ya más terrenales como por ejemplo la desaparición de la Señora Banham, quien había sido rasguñada por Barton, el hallazgo por parte de la adolescente Angel Blake (una putona Linda Hayden) de los restos de una garra en el mismo campo en el que araba Gower, lo que la transforma en una femme fatale hiper maléfica que lidera a los posesos de la zona, el asesinato de Mark Vespers (Robin Davies), al cual un grupo de púberes lo hace jugar a la gallina ciega, el intento de Angel de seducir y después criminalizar al clérigo de la región, el Reverendo Fallowfield (Anthony Ainley), a quien acusa de abuso sexual y de matar a Vespers ante el idiota del Consejero Middleton (James Hayter), esa misa negra en el bosque en honor al tremendo Behemot -hoy una bestia humanoide del averno- en donde los chicos violan y asesinan a la hermana de Mark, Cathy (Wendy Padbury), cuyo cuerpo es hallado por Ralph, y finalmente el rescate por parte de este último de Margaret (Michele Dotrice), quien es arrojada por una turba a un lago para “comprobar” que no sea una hechicera, así las cosas el doctor le extirpa un pelaje tupido que le creció en una de sus piernas sin que la joven le agradezca la atención porque luego huye, eventualmente conduciendo a las huestes del juez y a todo el pueblo hacia el lindo aquelarre de una Angel que muere empalada como el propio Behemot, el cual reconstruía su cuerpo con los miembros peludos de sus súbditos.

 

A pesar de que a simple vista La Sangre en la Garra de Satán ofrece todos los estereotipos del cine gótico de influjo surrealista, descocado y satanista, en línea con las conductas impías, un óbito ritualizado al extremo, las reuniones de cofrades perversos del espanto, la voluntad volcada a la sumisión, las orgías conceptuales y de las otras entre una feligresía enferma, una persecución gubernamental implacable, esa clásica “purga” entre los estratos populares de todo aquel que pueda ser tachado de cómplice de los sacrílegos, la presencia de una muchedumbre bastante lunática y sedienta de sangre y desde ya una redención para nuestro semi protagonista martirizado, aquí Ralph, campesino que en el desenlace está a punto de extirparse parte de una pierna peluda para regalársela al tenebroso Behemot bajo influencia de Angel y de una deliciosa señorita danzante y sin nada de ropa, lo cierto es que la película se aparta a nivel conceptual de tantas obras semejantes debido a que resulta inusitadamente conservadora en su faceta ideológica, basta con pensar que estamos frente a un raro caso de “inquisidor bueno”, adusto aunque en última instancia bueno, ya que el juez del genial Wymark viene a ser el representante intra relato de ese discurso del ateísmo y la razón instrumental capitalista que destruye de un solo golpe las religiones antiguas, el culto pagano popular e incluso el mismo cristianismo a través de una típica táctica de la cacería que homologa a los animales con los niños posesos, léase la espera a que el culto blasfemo se desarrolle y asome con ingenuidad su cabeza para directamente cortarla porque no hay nada más soberbio, cruel y represivo que el racionalismo estatal/ corporativo/ empresario/ institucional, cónclave que no admite ningún cuestionamiento a su autoridad. Más allá de esta pata reaccionaria anti contracultura del film, muy pegada al pánico que causó en su momento el juicio de 1968 a la homicida infantil Mary Bell y los asesinatos de 1969 de la Familia Manson, y del aspecto francamente hilarante o ridículo del demonio inmundo en cuestión, quien en la memorable escena del empalamiento -cortesía de la espada del juez- se nos aparece como una cruza ultra deforme entre gorila y oso, La Sangre en la Garra de Satán cuenta con una excelente partitura de Marc Wilkinson, socio asiduo del realizador y de gente variopinta como Lindsay Anderson, Ken Loach, Michael Apted y Alan Bridges, y en suma se abre camino como un trabajo fascinante, demencial, por momentos hipnótico y en general muy entretenido que funciona como la mejor película por lejos de Haggard, por cierto un director de raigambre televisiva que solía dotar a sus faenas para la gran pantalla de un aura histérica sorprendente empardada al exploitation de entonces, recordemos para el caso las desquiciadas El Diabólico Plan del Dr. Fu Manchú (The Fiendish Plot of Dr. Fu Manchu, 1980), última propuesta de Peter Sellers, y Veneno (Venom, 1981), catalizadora de actuaciones de antología de los enemigos declarados Klaus Kinski y Oliver Reed, amén de aquel especial de TV que cerró la saga de Nigel Kneale del Profesor Bernard Quatermass, Quatermass (1979), a su vez adaptado a una película de 102 minutos de ese mismo año…

 

La Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan’s Claw, Reino Unido, 1971)

Dirección: Piers Haggard. Guión: Robert Wynne-Simmons y Piers Haggard. Elenco: Linda Hayden, Wendy Padbury, Patrick Wymark, Barry Andrews, Michele Dotrice, Anthony Ainley, Tamara Ustinov, Simon Williams, James Hayter, Howard Goorney. Producción: Malcolm Heyworth y Peter L. Andrews. Duración: 97 minutos.

Puntaje: 8