7x1 de Henri-Georges Clouzot

La frontera del mal

Por Emiliano Fernández

Para comprender el cine de Henri-Georges Clouzot (1907-1977) y para complejizar el mote reduccionista que se le suele asignar en los rubros hermanados de la crítica y el público, eso de ser el equivalente francés de Alfred Hitchcock, debemos tener presente que en el caso del señor vida y obra van de la mano y no sólo porque su perspectiva ideológica se filtra una y otra vez en sus películas, casi siempre exégesis de la desilusión y del fracaso, sino además debido a que su devenir privado y sus decisiones y complicaciones repercuten muy fuerte en la comarca pública/ profesional/ cultural, pensemos en el papel central que han jugado en su carrera su vínculo con los alemanes durante la ocupación de Francia de la Segunda Guerra Mundial, su primera esposa Véra Gibson-Amado en tanto actriz fetiche y musa evidente del creador al punto de inspirar el nombre de su productora de la época de mayor reconocimiento y/ o estima global, Véra Films, los diversos problemas de salud que ha arrastrado a lo largo de su existencia y su temperamento férreo y tiránico en materia de la producción y el rodaje de sus opus, hoy por hoy joyas inconmensurables del film noir europeo y el cine francés en general. La trayectoria del realizador y guionista fue de lo más accidentada y por ello no puede calificarse precisamente de profusa, en función de lo cual en el presente dossier nos propondremos analizar sus mejores y más famosas películas en esencia dividiéndolas en tres dípticos que se corresponden a períodos bien específicos de su derrotero, empezando por una etapa fundacional conformada por El Cuervo (Le Corbeau, 1943) y Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947), algo así como principio y fin de sus problemas con las autoridades que tomaron la posta del país una vez que las milicias invasoras nazis fueron derrotadas, continuando con una segunda fase enmarcada en la aclamación internacional y sus proyectos más célebres a ojos del cinéfilo de cotillón de nuestro presente, nos referimos a El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953) y Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955), y finalizando con las postrimerías de su carrera en la década del 60, estadio que se corresponde a La Verdad (La Vérité, 1960) y La Prisionera (La Prisonnière, 1968). Asimismo incluiremos El Misterio de Picasso (Le Mystère Picasso, 1956), renombrado documental sobre el pintor español, claramente su gran cúspide en el rubro en cuestión y ejemplo máximo de su muy ambivalente relación con el gobierno y un gremio cultural cual institución patética y de lo más hipócrita, basta con recordar que ese mismo Estado Francés que le había impuesto una prohibición de rodar en la posguerra inmediata, en 1984 declara al documental “Tesoro Nacional” a pesar de en sí ser un trabajo que va en contra de todo el dejo biográfico, didáctico o hasta descriptivo naif que tanto ponderan las administraciones públicas y muchos colegas directores cuando de filmar un documental se trata o incluso encarar una biopic ficcional. Desde sus labores iniciales en la industria cinematográfica germana como supervisor de doblajes para el mercado galo hasta el inesperado fallecimiento de Véra, sus disgustos en lo que atañe a su estado de salud y la apuesta a ganarle a los exponentes más soberbios de la Nouvelle Vague rodando un opus mucho más vanguardista y rebelde que el acervo promedio de los susodichos, Clouzot fue un luchador porfiado tanto en la vida como en el arte que pagó con fuego cada decisión y cada película que logró finiquitar en medio de múltiples dificultades que entorpecieron un periplo profesional que de seguro podría haber sido más prolífico bajo otras condiciones, unas más favorables y menos enrevesadas desde todo punto de vista. Más que sólo ser uno de los maestros innegables del suspenso de toda la historia del cine y uno de sus artífices primigenios en términos ya modernos y posmodernos, el entrañable genio francés ha edificado una obra coherente en la que la perversidad de los hombres y las mujeres se da la mano con un matiz mucho menos envilecido y más cercano a su humilde contraparte, una cordialidad que en tantas ocasiones termina perdiendo la batalla del equilibrio inestable entre ambas facetas del mismo modo en que la dureza del vivir cotidiano eventualmente es eclipsada por la muerte, sinónimo de ausencia ya definitiva de inconvenientes pero también de cansancio, desesperación y una nulidad total empardada al vacío de índole tragicómica.

 

Índice:

 

 

El Cuervo (Le Corbeau, 1943):

 

Resulta paradójica la controversia que generó en el momento de su estreno El Cuervo (Le Corbeau, 1943), tachada de inmoral por el régimen títere nazi de la Francia de Vichy, de morbosa patológica por la Iglesia Católica y de propaganda fascista antifrancesa por la prensa de la resistencia antiocupación, ya que en esencia el nihilismo y la misantropía que se mueven por detrás de la película no responden a los intereses de alguno de los bandos en pugna sino a dos objetivos bien claros por parte de Clouzot, el primero vinculado a retratar el ambiente de paranoia beligerante sin freno que se vivía por aquel entonces, en esencia producto de la desconfianza mutua, las masacres y el cotilleo delator que podía provocar la muerte mediante la denuncia entrecruzada, y el segundo hermanado al pesimismo de las traiciones, la cobardía, el desengaño y la violencia de siempre del director y guionista en materia del análisis de la humanidad, sus miserias y fetiches, planteo retórico/ ideológico que se condice con su amor por las novelas detectivescas, la pobreza que padeció a lo largo de su vida y el calvario que representó estar postrado casi cinco años en una cama de hospital por su tuberculosis, situaciones que le imprimieron a su persona ese tono lúgubre y enrevesado que a posteriori trasladaría a la gran pantalla. Clásico absoluto del primer film noir francés, El Cuervo es también la primera obra maestra de Clouzot luego de haberse desempeñado como guionista, dramaturgo y hasta letrista de canciones tanto en Francia como en Alemania, donde vivió un buen tiempo y quedó prendido de otra de sus grandes influencias además de la literatura de misterio, el querido expresionismo de realizadores míticos como F.W. Murnau, Fritz Lang y Georg Wilhelm Pabst, por ello cuando surgió la posibilidad de trabajar para la compañía francesa de capitales germanos Continental Films, la única empresa dedicada al cine autorizada en la Francia de Vichy, optó por aceptar a raíz de sus necesidades económicas a pesar de ya haber tenido roces con los nazis en el pasado cuando lo echaron de UFA, el estudio más importante de Alemania, por su amistad con los productores de origen judío Adolphe Osso y Pierre Lazareff. Realizada luego de un par de propuestas olvidables, Todo por el Amor (Tout pour l’Amour, 1933), codirigida con Joe May, y Capricho de Princesa (Caprice de Princesse, 1934), codirigida en este caso por Karl Hartl, y de El Asesino Vive en el 21 (L’Assassin Habite au 21, 1942), su simpático debut en solitario cargado de unos toques de comedia liviana que luego desaparecerían de su producción casi por completo, la realización que nos ocupa levantó tal polvareda que la productora despidió al cineasta dos días antes del estreno, símbolo de la condena de la derecha en el poder, y el señor en sí sería el eje de una prohibición de por vida para volver a rodar en Francia, ya en el período posterior a la liberación y el fin de la Segunda Guerra Mundial, por un supuesto colaboracionismo con los invasores foráneos, señal inequívoca del rechazo de una izquierda que aún así luego redujo el asunto a dos años por el apoyo a Clouzot de artistas de renombre como Marcel Carné, Jean Cocteau, René Clair y hasta Jean-Paul Sartre, quien incluso lo ayudó en sus penurias financieras debido al ostracismo y una campaña de desprestigio que llegó al ridículo por el simple hecho de haber trabajado durante aquellos años de plomo. La historia se inspira en un caso muy curioso que ocurrió en Tulle, en la Francia bucólica, entre 1917 y 1922 que giró alrededor de unas 110 cartas ponzoñosas de rumores malintencionados mezclados con verdades que fueron dirigidas a múltiples personas de la comunidad por un remitente anónimo que se hacía llamar “El Ojo del Tigre”, provocando que un individuo muera de demencia y la policía implemente un dictado para identificar al responsable entre diversos sospechosos por su letra, el cual resultó ser una mujer enamorada de un hombre local, a su vez el destinatario de buena parte de las cartas de dicha loquita, quien fue sentenciada a un mes de cárcel y a pagar una multa por el tragicómico episodio. El guión del director y Louis Chavance sigue relativamente de cerca los acontecimientos reales y se centra en un médico llamado Rémy Germain (Pierre Fresnay), un cirujano cerebral que se hace pasar por ginecólogo en un pueblito ignoto del interior galo luego del fallecimiento de su esposa embarazada en una cirugía sin especificar realizada por un colega o quizás por él mismo, hombre que trabaja en un hospital donde dominan los chismes y que está enamorado platónicamente de Laura Vorzet (Micheline Francey), una asistente social que a su vez está casada con el bastante mayor Michel Vorzet (Pierre Larquey), jerarca del pabellón psiquiátrico del lugar y ex novio de juventud de la hermana de Laura, Marie Corbin (Héléna Manson), una enfermera caracúlica que envidia a su hermana y sigue enamorada de Michel al punto de que roba morfina de la farmacia del nosocomio para entregársela al susodicho, un drogadicto intravenoso. Germain arrastra una compulsión orientada a prestar sus servicios en partos en donde la vida de la mujer está en juego para salvarla en detrimento del purrete por nacer, así se ganó una fama vernácula de realizar abortos que de todos modos poco le importa a una bella y algo putona señorita que está muy interesada en él, Denise Saillens (Ginette Leclerc), quien padece una cojera por un problema de cadera y es la hermana de su casero, el Señor Saillens (Noël Roquevert), un director de colegio que hace mucho tiempo protagonizó un accidente automovilístico con Denise, por el cual perdió su brazo derecho, y padre de Rolande (Liliane Maigné), una ninfa preadolescente embelesada con Rémy que adora espiarlo por el cerrojo de su puerta y estafar a cualquier ingenuo del montón pidiendo dinero que jamás devolverá vía excusas pueriles. Mientras Germain comienza una relación no buscada con Denise de la que pronto se arrepiente porque la mujer, su vecina, es demasiado extraña, hipocondríaca, promiscua y melodramática, y en paralelo se acerca cada vez más a la casada Laura, una fémina mucho más preocupada por su reputación social, una serie de cartas anónimas firmadas por “El Cuervo” desperdigan acusaciones dirigidas a prácticamente todos los miembros de la comunidad aunque haciendo especial foco en Rémy, acusado de abortero y efectivamente llevar adelante un affaire con la esposa del jefe de psiquiatría del hospital donde trabaja, todo asimismo entre denuncias cruzadas que por ejemplo señalan como ladrón al tesorero del centro de salud, Bonnevi (Jean Brochard), y como borracho y adúltero a otra de las autoridades del nosocomio, Delorme (Antoine Balpêtré). El embrollo de calumnias, intrigas y manipulación va adquiriendo un tono cada vez más siniestro no sólo porque El Cuervo genera un encuentro agitado en una iglesia entre el protagonista, quien pierde pacientes por los rumores y es blanco de engaños incriminatorios desde las cúpulas del pueblo, y las tres principales mujeres del relato, léase Denise, Laura y Marie, sino además debido a un intento de suicidio de una nena, la cual se entera por una carta venenosa de que su padre no es su padre, y sobre todo la trágica decisión de un paciente con cáncer de hígado, François (Roger Blin), de quitarse su propia vida cortándose la garganta con una navaja de afeitar después de recibir una carta que aclaraba lo irreversible de su condición, provocando también que su madre (Louise Pauline Mainguené alias Sylvie) jure rauda venganza. Una vez que la tinta hace correr sangre la paranoia incriminatoria se extiende y así le toca a la enfermera Corbin ser marcada como El Cuervo por su conocido desprecio a los pacientes, porque François estaba a su cargo y porque surge una carta del interior de una corona de flores que la mujer trajo con motivo del funeral del canceroso, por lo que es arrestada luego de que los lugareños le destrozasen su casa. Marie termina siendo exculpada de manera tácita cuando un domingo en la iglesia cae otra misiva mortal desde lo alto de un palco en medio del sermón del sacerdote (Marcel Delaître), de esta manera se acota el número de sospechosos y se los somete a un dictado muy prolongado para identificar al responsable con vistas a que con el transcurso de las horas deje de simular otra letra, distinta a la de las cartas ponzoñosas, y aflore la suya natural, no obstante todo se detiene porque Denise se desmaya del cansancio y sus escritos no resultan lo suficientemente concluyentes como para condenarla. La verdadera culpable termina siendo Laura, quien luego de un intento de incriminar a la Señorita Saillens se deschava a sí misma dejando a la vista de Germain un secante con la tinta todavía visible de una misiva de El Cuervo. El marido de la fémina convence a Rémy de firmar una orden para confinarla en un neuropsiquiátrico porque él como esposo no puede hacerlo, a pesar de los gritos de la pareja del veterano acusándolo de ser el responsable real de todo porque ella sólo escribió la primera carta y luego el resto fue el producto del dictado de Michel, algo que resulta ser la verdad definitiva ya que tiempo después el cirujano devenido ginecólogo improvisado encuentra el cadáver del psiquiatra en su escritorio después de ser asesinado, con la garganta cortada, por la madre furiosa del paciente oncológico, señora que lo descubrió in fraganti escribiendo una nueva carta de El Cuervo y que se marcha en paz por una calle del “pueblo chico, infierno grande” mientras unos niños juegan campantes y Germain la observa desde una ventana del hogar del difunto sin poder recriminarle su acción. El film de Clouzot niega todo el esquema moral del cine de la época, sustentado en el maniqueísmo berretón de impronta hollywoodense, a través del constante señalamiento de la idiosincrasia/ naturaleza/ quid bipartito de todos los seres humanos, hablamos de un costado positivo semi angelical que convive con una faceta negativa de clara impronta diabólica y vinculada a una maldad que obtiene placer de la destrucción, por ello precisamente la trama contrasta la dimensión pública resplandeciente que gustan construir y ofrecer los personajes con una vida privada más compleja y plagada de secretitos sucios que se van filtrando de modo paulatino hacia la otra dimensión, la comunal pancista que los sitúa en tanto blancos del escarnio público de unos susurros que van aumentando su volumen hasta desencadenar desesperación, pesar y muerte y hacerse alaridos en el desenlace, subrayando la histeria romántica femenina de Laura y la clásica neurosis masculina e hiper sádica del lobo con piel de cordero, Michel, paradoja mediante porque es un chiflado disfrazado de cuerdo supuestamente encargado de velar por los pacientes de pocas luces del hospital de turno. Amén de esta farsa institucional que flota de fondo y que involucra a ciegos conceptuales guiando a otros ciegos, planteo que incluye además a las diversas autoridades de la localidad y la policía, el opus asimismo ridiculiza los engranajes narrativos del policial y la misma reputación social a nivel de la praxis diaria de los sujetos, pensemos en este sentido que Denise termina siendo una víctima o quizás una heroína tácita cuando en cualquier otra película sería apenas la furcia o la femme fatale responsable de todo el atolladero en cuestión, y algo parecido puede decirse de Laura pero de manera inversa debido a que la susodicha estaba destinada a despertar la simpatía del espectador porque es una mujer joven casada con un cuasi anciano como Vorzet que cae prendida cual adalid del melodrama de un médico acorde a su edad, Rémy, sin embargo en el desarrollo en pantalla se abre camino como una loca importante con complejo de culpa por su condición de adúltera platónica, incluso denominándose a sí misma “puta” en la primera carta. Todo este entramado simbólico queda muy de manifiesto en la legendaria conversación que protagonizan Germain y el psiquiatra luego del episodio del dictado a lo descarte de sospechosos, cuando Michel insta a Rémy a que deje de lado el maniqueísmo y le aclara que la oscuridad y la luz están en cada uno de nosotros, utilizando de ejemplo una lámpara con una bombita a la que golpea para enfatizar que las penumbras y la luminosidad son circunstanciales y hasta en gran parte escapan a la voluntad del sujeto porque cuando Germain quiere detener el foco no puede porque le quema las manos, génesis de aquella extraordinaria línea de diálogo en boca del personaje de Larquey, “desde que esta lluvia de odio y mentira golpea la ciudad todos los valores morales están corrompidos, usted se ha infectado como los demás, caerá como ellos, no digo que vaya a estrangular a su amante, no, pero de seguro registrará mi cartera si me la olvido aquí y se acostará con Rolande si se enamora de usted”. Esta idea de desarmar a los orgullosos, a los que se sienten lejos de la frontera del mal y a los que se piensan intocables o puros ante lo que acontece en el afuera está empardada a la propensión conformista y bien cómoda del grueso de los mortales a no juzgarse con la misma severidad con la que juzgan al otro que tienen alrededor, generando una autocomplacencia, tan inflada y narcisista como banal y endeble, que se cae a pedazos cuando la influencia que niegan o ningunean se les viene encima cual huracán de lo que reprimen o de lo escondido que llega para cobrar las deudas acumuladas de la hipocresía, por ello El Cuervo y su semblante psicopático pero también anarquista y liberador pone en un cruel entredicho la conciencia social sirviéndose de la mezquindad y los arcanos de los componentes individuales de la multitud, en concreto aquellos que menos están dispuestos a reconocer en público. Todo el elenco está perfecto aunque el que realmente se destaca es Fresnay, el cual había protagonizado El Asesino Vive en el 21 y otras películas escritas por Clouzot como El Duelo (Le Duel, 1941), dirigida por el propio Fresnay, El Último de los Seis (Le Dernier des Six, 1941), de Georges Lacombe, y Extraños en la Casa (Les Inconnus dans la Maison, 1942), de Henri Decoin, intérprete que calza con sutil naturalidad en ese arquetipo de personaje duro y ajado clouzotiano que esconde en su interior, precisamente, este esquema bipartito que examina la propuesta con suma inteligencia y desparpajo, aquí atravesando una metamorfosis que arranca en el legalismo ortodoxo de encontrar al culpable y entregarlo a los esbirros estatales y termina con Rémy reconociendo la verdad detrás de los dichos de Vorzet y prefiriendo no denunciar a Laura ante las autoridades sino recluirla en un manicomio para que reciba tratamiento médico, ya a sabiendas de que el dolor puede ser la mejor pedagogía y que a veces la maldad es necesaria porque genera crisis de las que uno sale más fuerte y consciente de su propia posición y limitaciones. La magistral El Cuervo, catalizadora de una digna remake a cargo del gran Otto Preminger, Cartas Venenosas (The 13th Letter, 1951), es una de las pocas películas que analizan sin tapujo alguno el malestar social que surge de la dinámica intrínseca de un colectivo humano tendiente a los ropajes falaces y relucientes que ponen de manifiesto hasta qué punto resulta sencillo tirar abajo los disfraces y todas esas máscaras sonrientes para dejar al descubierto la naturaleza envilecida de hombres y mujeres de la mano del poder destructor del cotilleo, una amalgama de chismes, delirios, injurias, animadversión y verdades a medias que son capaces del maquiavelismo más descontrolado y angustioso a lo bola de nieve bajando sin miramientos por la montaña y pisando a todo paparulo ocasional que se cruce en su camino.

 

El Cuervo (Le Corbeau, Francia, 1943)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot y Louis Chavance. Elenco: Pierre Fresnay, Ginette Leclerc, Micheline Francey, Héléna Manson, Pierre Larquey, Liliane Maigné, Louise Pauline Mainguené, Noël Roquevert, Roger Blin, Jean Brochard. Producción: René Montis y Raoul Ploquin. Duración: 91 minutos.

 

 

Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947):

 

En ocasión de Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947), metonimia similar a la de la Scotland Yard británica que apunta a designar a aquella Dirección Regional de la Policía Judicial de París sirviéndose del nombre de la calle donde está ubicada la sede principal, Clouzot vuelve a adaptar una novela del escritor belga Stanislas-André Steeman, todo un experto en relatos detectivescos y de misterio, hoy por hoy Legítima Defensa (Légitime Défense, 1942), como había hecho anteriormente al firmar los guiones de El Último de los Seis (Le Dernier des Six, 1941), de Georges Lacombe, basada en Seis Hombres Muertos (Six Hommes Morts, 1931), y El Asesino Vive en el 21 (L’Assassin Habite au 21, 1942), dirigida por el propio Henri-Georges y construida a partir de la novela homónima de 1939. El film en cuestión, el cual más adelante sería objeto de una remake muy interesante y más apegada al texto original, La Muerte Camina en la Lluvia (1948), del maravilloso y algo olvidado cineasta argentino Carlos Hugo Christensen, llega cuatro años después de El Cuervo (Le Corbeau, 1943) y en esencia se aleja bastante de las páginas de Steeman, quien como era de esperar al ver finalmente la película estalló en furia, debido a que cuando se levantó la prohibición de rodar que regía sobre Clouzot, dos años a posteriori de finalizada la Segunda Guerra Mundial, y cuando de golpe surgió la posibilidad de encarar el presente proyecto el libro del belga estaba fuera de circulación/ descatalogado, situación que generó que el director y su colaborador de turno, Jean Ferry, escribiesen gran parte del guión de memoria rellenando los espacios vacíos con elementos de su propia invención, amén del hecho de que Clouzot jamás fue uno de esos realizadores que toman al texto de base como “palabra sagrada” a sabiendas de que constituye apenas un modelo lejano para trasladar el croquis de talante literario de una historia hacia un medio muy diferente, el lenguaje visual y sonoro del séptimo arte, por ello en pantalla fundamentalmente cambia la identidad del asesino reglamentario, se modifica el contexto general de la acción y se introduce un personaje que le agrega desesperación y un sustrato erótico tácito a toda la faena, el de la fotógrafa lesbiana Dora Monnier (Simone Renant). En este sentido, Muelle de los Orfebres le permite al director francés terminar de pulir dos motivos temáticos que había trabajado en el pasado, aunque no con esta generosa intensidad, y que luego serían fundamentales en sus obras futuras, hablamos en primera instancia de la doble traición, esa que implica una convivencia en la que los miembros de la pareja siguen agendas distintas ahora marcadas por la perfidia y el instinto egoísta de supervivencia y en simultáneo por la solidaridad y cierta intención de no perjudicar al otro con problemas que no le competen en un cien por ciento, y en segundo lugar del amor secreto, uno que puede o no exteriorizarse con el fluir del tiempo y que aquí permanece en sigilo como espectador doloroso de acontecimientos en los que puede intervenir sólo de manera secundaria, cual ángel de la guarda accesorio que debe resignarse a su rol de reparto dentro del andamiaje de los acontecimientos en general. El formato del triángulo amoroso, otro de los grandes fetiches de Clouzot, regresa con todo mediante la relación entre un matrimonio que se dedica al vodevil y/ o teatro de variedades de esa posguerra inmediata que aún no conocía la televisión por venir, conformado por la cantante Marguerite Chauffournier Martineau alias Jenny Lamour (Suzy Delair, pareja por entonces del realizador) y el pianista Maurice Martineau (el querido Bernard Blier), y la ya nombrada Monnier, vecina de ambos, amiga de la infancia del hombre y enamorada silente de Jenny, quien malinterpreta toda la situación y piensa que ella está detrás de Maurice, su esposo. La pareja se quiere mucho y como afirmábamos previamente el papel de Dora es colateral y se vincula a ser espectadora de los celos insistentes del varón desencadenados a su vez por el comportamiento frívolo y bastante putón de Lamour, por ello tanto Martineau como Monnier adoptan una rauda posición protectora para con el objeto del afecto que sin embargo no puede evitar que la susodicha se obsesione con acercarse más y más a un viejo millonario, desagradable y pervertido llamado Georges Brignon (Charles Dullin), el cual le promete un papel en una película mediante sus contactos en el mundo del cine y gusta de concurrir al estudio de Dora con diversas meretrices y semejantes para sacarles fotografías desnudas, apenas con los tacos altos puestos. Maurice, un burgués conflictuado que ve vicio por todos lados y que se peleó con su familia para casarse con Jenny y convertirse en su pianista acompañante, se entera de una cita de la fémina con Brignon para firmar el supuesto contrato y pretende acompañarla pero como ella se niega, se presenta solo en el lugar y lo amenaza de muerte a menos que deje de contactar a su mujer, quien por su parte pretende manipular al anciano para obtener lo que desea de él, su entrada al negocio del cine, y luego desecharlo. Jenny no renuncia tan fácilmente a su sueño de un estrellato en la gran pantalla que la saque del circuito cabaretero parisino y pauta otra cita con Brignon dejándole dicho a Martineau que iría a cuidar a su abuela enferma en Enghien, Bélgica, y pasaría la noche allí, no obstante el hombre llama por teléfono a la veterana pero nadie contesta y para colmo encuentra escrita la dirección de la residencia del pervertido en un trozo de papel escondido detrás de una olla del hogar del matrimonio. Maurice desempolva un revólver y pretende ir hasta el lugar para matar a Brignon aunque antes se construye una coartada yendo al Edén, un music hall en Ménilmontant, en París, y saliendo por una puerta trasera destinada a los artistas, pero al llegar a la casona descubre al viejo tirado en el suelo y con la cabeza sangrante, encima un ladrón, Paulo (Robert Dalban), le roba el coche y debe regresar caminando y en tren a su casa. Al mismo tiempo se presenta una Lamour sollozante en la morada de la celestial Monnier para confesarle que cree que mató al vejete al golpearlo con una botella de champagne luego de que el hombre se abalanzase contra ella y cerrase las puertas, así Dora le promete que no le dirá nada a Maurice del mismo modo que también debe prometerle a este último, su amigo, que no le dirá nada a su esposa cuando se presenta ante ella momentos más tarde para contarle su perspectiva del asunto, eso de que encontró el cadáver y puede que la policía le caiga encima porque se situó a sí mismo en público en el rol del marido colérico celoso. Después de una primera mitad del relato volcada al hecho delictivo y el misterio de cabecera, comienza esa segunda parte a lo drama de procedimientos policiales que abarca la investigación del oficial a cargo del caso, el Inspector Adjunto Antoine (Louis Jouvet), un ex suboficial de la infantería colonial con su brazo derecho semi lisiado que vive con su pequeño hijo mestizo, al cual le dedica todo su amor y tiempo libre al extremo de que lamenta mucho no poder ir a comer algo con él a un bistró, como le prometió al purrete, por la obligación de tener que ocuparse del asesinato de Brignon, un “pez gordo” o viejo rico con influencias. Entre las posesiones del finado Antoine descubre las mentadas fotos pornográficas y se las pasa a la brigada antivicio, así identifica a una de las mujeres retratadas como prostituta que a su vez conduce al inspector hacia Dora y en especial hacia el matrimonio de Jenny y Maurice, quienes en un primer momento logran desembarazarse del asunto hasta que el policía descubre el episodio de los insultos y las amenazas por celos que involucró a la víctima y Martineau, varios testigos de por medio. Antoine demuestra ser brutal y muy bueno en su trabajo porque rápidamente deduce que la coartada del pianista es de lo más endeble ya que se topa con la salida/ entrada trasera del Edén para los artistas y con el hecho de que todos en el lugar vieron al sospechoso sólo al principio y al final de la función de aquella noche del crimen, por lo que el inspector comienza un duro hostigamiento contra Maurice mediante interrogatorios sucesivos y prolongados que lo llevan a soñar despierto con fugarse de Francia, algo que dispara las ansias masoquistas de Lamour de confesarlo todo ante las autoridades que a su vez son detenidas por Monnier, la cual la convence de esperar bajo la probabilidad de que todo quede en la nada y tantas pistas cruzadas empantanen la pesquisa. Comprobada la presencia de Jenny en la escena del asesinato por añadidura porque la policía descubre que le robaron el coche a su marido celoso en el mismo lugar, vehículo utilizado por Paulo para otros menesteres delictivos, Antoine incluso ratifica la visita de Dora al hogar de Brignon, al que concurrió para recoger una bufanda de piel de zorro que Lamour había olvidado y para borrar sus huellas dactilares, mediante el testimonio de un taxista rebelde y entrado en años, Emile Lafour (Pierre Larquey), que la identifica como su pasajera después de que el investigador lo presiona reteniéndole sus documentos para que no mienta. La prensa arma un gran escándalo alrededor del caso y mientras hace guardia en la comisaría el inspector continúa crispándoles los nervios a todos los protagonistas y así obtiene en secuencia las confesiones de Maurice, quien en prisión intenta suicidarse cortándose las venas de la muñeca izquierda con el vidrio de su reloj de pulsera, Jenny, la cual se quiebra al escuchar acerca de la trágica decisión de su marido, Dora, que quiere imputarse la faena para salvar a su amada, y hasta Paulo, el verdadero homicida porque el golpe en la cabeza con la botella de champagne no fue la causa de la muerte sino un tiro posterior al corazón producto del arma del ladrón, un pobre diablo que entró al ver la puerta abierta de la mansión y disparó sobre el perversito porque se asustó con sus gritos. La pareja protagónica sale libre al igual que Monnier, con quien el inspector se identifica ya que ambos no han tenido suerte con las mujeres, y Antoine los visita una última vez en su residencia para devolverle a ella aquella bufanda de piel de zorro antes de marcharse con su vástago para por fin comprarle en paz algún manjar en un bistró, como tanto deseaban el niño y su propio padre desde el vamos. Continuando con sus exploraciones en torno a la naturaleza de la maldad destructora y su convivencia en la psiquis con los rasgos más positivos y creadores, Clouzot desparrama una vez más personajes protagónicos tan paradójicos como fascinantes como pocas veces se ha visto en los terrenos hermanados del film noir, el suspenso y el thriller de misterio a rasgos generales, pensemos para el caso que el matrimonio Martineau es un claro ejemplo de pareja que se quiere con locura pero al mismo tiempo ocultándose cosillas que responden a los anhelos, fantasmas y compulsiones de cada uno, ella deseosa de triunfar y atrapada por tapar un posible asesinato en medio de una situación de acoso por parte de Brignon de la que fue advertida a la par por su marido y por su confidente, Dora, y él sin poder renunciar a sus celos patológicos a pesar de que ambos de hecho trabajan en un ambiente como el del teatro de variedades en el que sí o sí ella lucirá ropaje sugerente y se topará con múltiples machos que la alagarán sin pudor alguno. Este quid de existencias paralelas contrastantes incluso se extiende a las figuras del policía y de la lesbiana, el primero capaz del cariño más delicado y cuidadoso en materia de la crianza de su hijo y al mismo tiempo un investigador feroz al que no le tiembla el pulso para nada a la hora de interrogar/ torturar/ presionar hasta el colapso a los diferentes testigos y sospechosos, y la segunda una reprimida sexual que comparte en parte la manía voyeurista del millonario, eso de contentarse con mirar y fotografiar a ninfas apetecibles que se le escabullen de entre los dedos, y en simultáneo una fémina mucho más centrada y coherente que Maurice y Jenny juntos porque ese afecto secreto hacia la compañera romántica de su mejor amigo la mantiene en la senda del peligro a ser descubierta y de un sacrificio secundario -pero sacrificio al fin- que termina funcionando como un pivote a la vez pasional y racional en medio del desvarío persistente, automartirizante, improvisado y de lo más torpe del matrimonio Martineau. El realizador incluso juega de manera explícita con el physique du rôle de los cuatro actores principales porque, más allá de su glorioso desempeño, cada uno cuadra en las necesidades dramáticas/ retóricas del convite en su conjunto en consonancia con unos Blier y Delair de apariencia estándar promedio y tendientes a negar las categorías tradicionales de galán y de partenaire femenina, una Renant de una belleza arrebatadora que opaca a su compañera de elenco y un Jouvet de semblante bien gélido, todo un veterano por entonces, que impone la presencia que requiere su maquiavélico Antoine, quien como aseverábamos antes se muestra muy dispuesto a aflojar en su misantropía cuando se trata de su hijo o de inocentes o marginados institucionales como él, señor que no pudo trepar en la milicia colonial por su carácter insumiso y debió conformarse con un puesto policial limpiando la porquería de otra gente al igual que como hizo su padre en el pasado, un criado en casa de ricachones inmundos. El Brignon de Dullin, por su parte, simboliza la lacra oligárquica que se siente impune y vive en burbujas de lujo y caprichos enfermizos que reproducen no sólo para saciar sus empeños más retorcidos sino para colocarse en una situación de preeminencia por sobre el resto de la comunidad, casi siempre cayendo en la estupidez de forzar demasiado el planteo sádico de turno y topándose con alguien como Jenny que en última instancia no acepta entregar su dignidad, a lo que se suma aquel Paulo que asimismo pasa a representar el límite entre exclusión o marginalidad y el delito hecho y derecho en tiempos de vacas flacas y crisis permanentes como esas que aquejan desde siempre al capitalismo. Amparado además en la genial fotografía de Armand Thirard y en el inmaculado vestuario de Jacques Fath, Clouzot construye una obra brillante con escenas, diálogos y personajes que serían la envidia de cualquier otro director y guionista dedicado a retratar el costado oscuro de la existencia metropolitana, lo peligroso que resulta tontear con la prostitución y los callejones sin salida de las parejas basadas en temperamentos muy diferentes pero también complementarios, confirmando aquello de que los opuestos suelen atraerse y dejando entrever que el frenesí narrativo es el mejor marco para englobar odiseas de un cinismo macabro e insólitamente luminoso como la presente, evidente influencia en el cine y el ideario de Claude Chabrol.

 

Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, Francia, 1947)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot y Jean Ferry. Elenco: Louis Jouvet, Simone Renant, Bernard Blier, Suzy Delair, Pierre Larquey, Charles Dullin, Robert Dalban, Jeanne Fusier-Gir, Claudine Dupuis, Henri Arius. Producción: Roger De Venloo y Louis Wipf. Duración: 107 minutos.

 

 

El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953):

 

Se podría decir que El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953) no ha perdido nada de su magia por su porte austero, minimalista y muy grave, esa conjunción entre miseria retratada sin romantizaciones y la idiosincrasia de tragedia griega tácita que esconde el relato por los muchos misterios que atesora, representados sobre todo en ese pasado que desconocemos de los personajes principales y en la falta de precisiones en torno a la sede de la acción, sin embargo gran parte del encanto de la obra maestra que nos ocupa radica en la perspectiva nihilista exacerbada del propio Clouzot y cómo ataca sin piedad alguna los arquetipos de las historias de aventuras, no sólo privándonos de un héroe hecho y derecho sino condenándonos a que entre los antihéroes suplentes los roles estén trastocados y el galán resulte una figura de lo más cruel y el veterano no tan sabio o íntegro a nivel de su arrojo como parecía a priori. La desolación, la perfidia y el pesimismo absoluto para con la humanidad ya habían sido características fundamentales de El Cuervo (Le Corbeau, 1943) y Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947) pero en esta ocasión el director y guionista, aquí adaptando junto a su hermano Jean Clouzot -bajo el seudónimo de Jérôme Géronimi- la novela homónima de 1950 con toques autobiográficos de Henri Girard alias Georges Arnaud, lleva el asunto hacia nuevas cúspides que lo devuelven a su mejor nivel cualitativo en términos profesionales, precisamente el correspondiente a las nombradas y ya dejando atrás obras dignas aunque bastante inferiores en línea con las poco vistas Manon (1949), Miquette (Miquette et sa Mère, 1950) y El Regreso de Jean (Le Retour de Jean), su episodio para el film colectivo De Vuelta a la Vida (Retour à la Vie, 1949), codirigido por André Cayatte, Jean Dréville y Georges Lampin. Aún más importante que la aparición del libro de Arnaud, por cierto un loco lindo que había sido acusado de asesinar a parte de su familia, había padecido hambre y frío en prisión durante la Segunda Guerra Mundial, había regalado toda su herencia luego de la absolución y se había exiliado por motu proprio en América del Sur, Argelia y España, tanto para escapar de sus muchos acreedores como por su trabajo como corresponsal periodístico y su desprecio hacia la fascinación del hombre con el dinero, es sin duda el viaje a Brasil que llevó adelante el realizador junto a su pareja de entonces, su esposa Véra Clouzot alias Véra Gibson-Amado, nacida de hecho en Río de Janeiro, donde el cineasta pudo comprobar de primera mano la pauperización generalizada de la población y el saqueo de los recursos naturales autóctonos llevado a cabo por las principales compañías petroleras del planeta; incluso quiso rodar un documental sobre el tema que se enfrentó con oposición gubernamental, una mafia que hizo lobby para que el francés registrase sólo los puntos turísticos del país, y que quedó inconcluso por falta de fondos, desencadenando en sí apenas un corto, El Viaje a Brasil (Le Voyage en Brésil, 1950). El Salario del Miedo, film que luego sería objeto de dos remakes norteamericanas más o menos explícitas, la rutinaria Camino Violento (Violent Road, 1958), de Howard W. Koch, y la excelente Sorcerer (1977), de William Friedkin, iba a ser rodado primero en América del Sur y después en España no obstante ambas locaciones fueron rechazadas por el protagonista principal, el querido Yves Montand, en aquella etapa mucho más conocido como cantante modelo crooner que como intérprete cinematográfico, la primera debido a que sería casi indecente aprovecharse de la enorme pobreza latinoamericana y la segunda por la presencia de la dictadura del execrable Francisco Franco en el poder. Amparándose en el estupendo desempeño de René Renoux, a la vez el director de arte y el decorador de sets, Clouzot construyó de cero todo un pueblo y filmó en el sur de Francia simulando una región menesterosa y cuasi salvaje que puede estar ubicada tanto en Venezuela como en Guatemala, lo que de todos modos generó un rodaje caótico que se salió por mucho de presupuesto por una pluralidad de inconvenientes como por ejemplo las bajas temperaturas, las diversas enfermedades por trabajar a la intemperie, los problemas de salud de la actriz debutante y coprotagonista Véra, las múltiples lluvias, la destrucción subsiguiente de decorados, el atascamiento de vehículos, la caída brusca de grúas, una huelga de extras por falta de pago de sueldos, la búsqueda desesperada de nuevos financistas para completar la película, el hecho de que Henri-Georges se rompió un tobillo y el ahogamiento accidental de dos soldados que colaboraban en el transporte de equipos hacia las lejanas y muy rústicas locaciones, amén de casos de conjuntivitis para Montand y su compañero Charles Vanel por filmar en una pileta de petróleo crudo y estar expuestos a sus vapores ya que Clouzot pretendía autenticidad todo terreno y no se conformaba con agua ennegrecida. La famosa escena del comienzo, cuando vemos a un purrete negrito y semi desnudo torturar a unas cucarachas atadas con un hilo y levantadas en el aire, no sólo sintetiza a la perfección dos de los tópicos centrales de la epopeya, léase la reclusión existencial a cielo abierto y la lucha desproporcionada en pos de una supervivencia que se mezcla con el sadomasoquismo de siempre del ser humano y la explotación capitalista, sino que hasta sería retomada por el también inconmensurable Sam Peckinpah en ocasión de la legendaria La Pandilla Salvaje (The Wild Bunch, 1969), en la que en su inicio también somos testigos del maquiavelismo infantil aunque en este caso a través de una banda de niños martirizando a unos escorpiones al arrojarlos sobre un hormiguero agitado y muy voraz, todo mientras la pandilla titular de forajidos y ladrones encabezada por Pike Bishop (William Holden) y Dutch Engstrom (Ernest Borgnine) atestigua el asunto y se dirige hacia las oficinas del ferrocarril para un cruento robo. La primera parte del relato transcurre en Las Piedras, un pueblo inhóspito a lo infierno en la tierra rodeado de desierto y marcado por el barro, la miseria, las aves rapaces, la corrupción, los perros, el aburrimiento, las peleas banales, el alcohol, la falta de trabajo, el olvido institucional y una cantina llamada El Corsario Negro, propiedad de un tal Pepito Hernández (Darío Moreno), donde se reúne la colorida fauna de exiliados que habitan las inmediaciones, hablamos de Mario Livi (Montand), un seductor, mujeriego y vividor nativo de Córcega que trata para la mierda a su devota y cándida amante, Linda (la celestial Véra), empleada multirubro y aparente esclava sexual del afeminado Hernández, Bimba (Peter van Eyck), un judío holandés taciturno que pasó tres años en una mina de sal trabajando para los nazis, quienes además ahorcaron a su padre, Luigi (Folco Lulli), afable compañero de hogar de Mario y albañil de Calabria que sufre de silicosis como consecuencia de haber respirado cemento durante años, hoy con los pulmones destruidos/ quemados al punto de tener que abandonar su profesión de toda la vida, y el recién llegado Jo (Vanel), gangster parisino cercano a una muy digna tercera edad que viene huyendo de la ley gala y que se propone acaparar al sumiso y siempre obediente Livi, otro sujeto que vivió muchos años en la capital de Francia, al punto de que éste deja de frecuentar a Linda y a Luigi y se une al francés en una arrogancia pendenciera antimusical que le gana conflictos con prácticamente todos en Las Piedras. Mario le explica a Jo cómo son las cosas en la región aclarándole que los pasajes aéreos son costosos o inaccesibles, no hay ferrocarril, no pueden ir a Caracas, la metrópoli más cercana, porque todos los extranjeros están fichados por la policía local, las obras de infraestructura están paradas por el calor sofocante, las lluvias torrenciales, las enfermedades como la lepra y los insectos y demás bichitos peligrosos, la ausencia casi total de trabajo -más allá del precario de tipo temporal- mantiene una hambruna permanente y para colmo de males la única empresa importante radicada en la zona es la explotadora y mafiosa Compañía Petrolera del Sur (Southern Oil Company o SOC), un consorcio mundial con base estadounidense que tiene amurallados sus campos de extracción de crudo, maneja con mano de hierro a sus empleados y hasta posee sus barracas prefabricadas, su cantina, su propio cementerio y una milicia paga que impone su ley para que no se produzcan sabotajes en los oleoductos. Cuando Jo descubre que el capataz de la SOC es un ex colega suyo, Bill O’Brien (William Tubbs), con quien supo contrabandear mercaderías en Guayaquil en la década del 30, trata de conseguir un trabajo en la empresa, algo que el susodicho le niega porque lo tienen en la nómina de criminales, y/ o proponer un plan para extorsionarla amenazando con volar los oleoductos con dinamita, proyecto que se cae a pedazos por los esbirros de seguridad fuertemente armados de la maldita multinacional. De repente estalla un gigantesco incendio en un pozo de petróleo que requiere de un igualmente descomunal volumen de nitroglicerina para apagarlo, así O’Brien decide trasladar todo el explosivo necesario desde los depósitos de la compañía hacia el pozo en cuestión en llamas, un viaje de cientos de kilómetros que debe hacerse con sumo cuidado para que el líquido no estalle por los aires en carreteras en malas condiciones y sin los estabilizadores necesarios para que los camiones no vibren ni el adecuado entrenamiento previo para los conductores a cargo de semejante faena suicida. Como los obreros sindicalizados de la petrolera es probable que se nieguen de pleno a llevar adelante la tarea, la SOC ofrece dos mil dólares a cualquier voluntario de Las Piedras con vistas a desembarazarse de reclamos posteriores de parte de familiares porque los vagabundos y exiliados no tienen a nadie a quien recurrir y están dispuestos a cualquier trabajo que los saque de la pobreza o les dé algo de esperanza. El capataz se encarga del proceso de selección para dos camiones, dos conductores por relevos en cada uno, y resultan elegidos Mario, Luigi, Bimba y un alemán llamado Hans Smerloff (Jo Dest), un personaje bien cruel que gusta de torturar a perros y personas por igual, decisión que Jo trata de apelar en vano ante su antiguo cofrade, quien le dice que está muy viejo para la tarea y lo mejor que puede ofrecerle es ser el reemplazo de cualquiera de los conductores seleccionados en caso de que alguien abandone. Primero muere Bernardo (Luis De Lima), un muchacho italiano que tenía visado pero no dinero para el pasaje aéreo y que al no ser elegido se suicida ahorcándose de un árbol después de escribirle una carta a su madre, y luego se da entender que Smerloff protagoniza un “accidente” a instancias del personaje de Vanel, ya que efectivamente no se aparece al momento de la salida de los vehículos con la nitroglicerina dentro de bidones sujetados con una precaria amortiguación de goma para los golpes/ desniveles/ baches del paupérrimo camino, dos fallecimientos que subrayan el destino trágico de un periplo que ni siquiera empezó. Ambos camiones salen de la sede de la SOC y nada de lo que puede decirle Linda a Mario lo convence de renunciar al asunto, uno que encuentra su primer gran reto de la mano de los escalofríos de Jo, su idea de parar a comer y luego sus vómitos a raíz de un miedo que no puede controlar y que le va ganando el escarnio, las ironías y el desprecio de su hasta ese momento compañero fiel y respetuoso, Livi, quien pasa a hacerse cargo del volante una vez que el otro vehículo, el de Luigi y Bimba, los sobrepasa y se hace necesario cruzar un trecho del camino tapizado con fibrocemento, un material que en la construcción se utiliza para el recubrimiento pero que en el país de turno se emplea además para “mejorar” los caminos de tierra con el efecto colateral de hacerlos muy inestables y desparejos, incrementando de hecho el peligro de una explosión porque se debe mantener una velocidad constante, ni muy lenta ni muy veloz, para garantizar un tránsito del convoy sin tantos sobresaltos. Luego de por poco chocar con el camión de sus compañeros, el cual iba demasiado despacio durante el tramo final del fibrocemento o uralita, Mario y Jo se enfrentan a un recodo del camino que los obliga a maniobrar en reversa sobre un puente de madera podrida a medio construir que se asemeja a un balcón inestable, así logran esquivar un generoso bache dejado por el camión de Bimba y Luigi pero por poco caen al precipicio cuando el veterano se baja para darle indicaciones a Mario y termina huyendo hacia una montaña cercana, abandonando a su suerte a Livi, el cual sin darse cuenta engancha uno de los sostenes símil cuerda de metal del puente momentos antes de que todo se venga abajo entre barro y ruedas varadas que trastabillan. Mario toma por fetiche el insultar y verduguear al vejete en una relación que se contrapone a las inesperadas cordialidad, respeto y simpatía entre el italiano y el holandés, un dúo que se arregla en soledad para despejar la carretera cuando el contexto se pone más montañoso aún y encuentran una enorme roca en medio de la ruta por un desprendimiento, por ello Luigi le hace un agujero con un fierro hasta el centro para que a posteriori Bimba lo rellene con un litro de nitroglicerina que transporta en un termo y derrama sirviéndose de una vara cual canaleta, utilizando de percutor un martillo atado a una mecha que prenden fuego poniendo a los camiones a relativo resguardo por la eventual lluvia de piedras. El tramo final resulta el verdaderamente mortal porque el camión del calabrés y el neerlandés estalla de improviso justo cuando estaban charlando relajados y Bimba se afeitaba para encontrarse “presentable” ante la contingencia de tener que compadecer frente a la parca. Jo señala la insensibilidad total de un Mario que lo único que quiere es seguir adelante con la misión sin que le importe mucho el fallecimiento de su amigo italiano y hasta ensaya un intento de escape que es boicoteado por un enfurecido Livi, quien a puro piedrazo, patada, puñetazo y cachetada vehemente lo convence de quedarse en el camión porque todavía lo necesita como acompañante para el trayecto que resta, llevándolo incluso a las lágrimas y a gritarle que es un cobarde desalmado porque se mete con un viejo que no puede controlar sus nervios ni su temor a morir. La explosión destruyó muchos árboles y un oleoducto que escupe petróleo y generó un cráter símil piscina que se va llenando de a poco del aceitoso oro negro, por ello una vez que arrancan el vehículo para intentar cruzar la mini laguna no pueden pararlo porque quedaría encallado ya que el crudo hace patinar las cubiertas. Jo se baja de la cabina para guiar pero es succionado al intentar quitar una gran rama y no puede evitar que el camión le pise y le destroce la pierna izquierda y hasta eventualmente quede varado de todas maneras, a pesar de lo cual el autoritario Livi patea al veterano y le niega el agua para calmar su sed con el objetivo de que le diga cómo podrían sacar el vehículo, atando una soga a una estaca exterior y al eje de la tracción para que el propio motor rescate al monstruo semi mitológico de cuatro ruedas, engendro tan impersonal que necesita un cerebro humano que lo comande, y su valioso aunque mortífero cargamento. La gangrena de la pierna desconoce un torniquete improvisado y pronto el miembro se empieza a pudrir llevando a la muerte al gangster en los brazos del corso cuando faltaban escasos metros para llegar a destino, donde Mario finalmente se quiebra a nivel psicológico y entrega la mentada nitroglicerina, recibiendo como pago la posibilidad de limpiarse la mugre del camino y sus dos mil dólares más el par correspondiente a Jo. Al personaje de Montand se le ofrece volver en el camión con un chófer por su claro cansancio pero prefiere manejar de nuevo él mismo para depositar el cheque en el día y mediante un montaje paralelo vemos cómo Linda se entera por teléfono de boca de Pepito que todos murieron salvo un Livi que está de regreso y llegará a Las Piedras en apenas dos horas, el tiempo a velocidad normal entre el pozo en llamas y la sede de la SOC, así la chica comienza a bailar de alegría El Danubio Azul (An der Schönen Blauen Donau, 1866), de Johann Strauss, gracias a la radio de El Corsario Negro mientras el galo hace lo mismo con movimientos zigzagueantes y temerarios de su camión, siempre amparado en un ticket del metro de París que coloca como símbolo de la suerte fetichizada sobre el estéreo, hasta el punto en el que la mujer cae desmayada/ mareada y el hombre se descuida entrando en una curva demasiado rápido y cayendo hacia el vacío y su espantosa muerte. Clouzot vuelve a mofarse de las expectativas del espectador promedio destruyendo e invirtiendo prácticamente todas las categorías narrativas habidas y por haber: como decíamos antes, el galán protagónico, ese Mario del amigo Yves, lleva adelante una metamorfosis que pone patas para arriba lo esperable del cine y hasta del film noir ya que en vez de empezar siendo desdeñable y convertirse de a poco en un personaje algo querible, comienza el derrotero como un adalid de la picardía callejera más simpaticona y termina el viaje completamente envilecido y señalando su contradictoria humanidad por ese colapso emocional luego de tanta crueldad hacia Jo y por esa algarabía desmemoriada y semi suicida de los últimos minutos cuando por danzar al ritmo del vals a lo fiesta azarosa pierde tontamente la vida; y lo mismo podría aseverarse de Jo aunque partiendo de una lógica invertida que está más volcada a la imagen pública del ciudadano de a pie, nos referimos a un veterano acostumbrado a hacerse respetar con pequeños gestos osados y ejemplificadores que se aprovechan de la pusilanimidad de esos gallitos de cotillón de los que está llena la sociedad, por ello en una secuencia central del desarrollo de personajes del primer acto le apunta a Luigi con un revólver a su vez robado a Hernández en una especie de episodio de celos del italiano por haberle quitado a su amigo y compañero de hogar y correrías, haciendo que el calabrés lo acuse de cobarde para luego entregarle el arma a sabiendas de que el albañil no tendría el valor suficiente para apretar el gatillo y matarlo, situación que se da vuelta cuando el gangster parisino se ve privado de ese ambiente de deferencia social protectora y se halla en soledad ante el miedo atávico a morir por algo tan caprichoso y ridículo como los desniveles de una ruta y la velocidad de un camión que trasporta el posible catalizador de un millón de pequeñísimos trozos de carne pulverizada, de allí se explican la ira y la animadversión fanática de un Livi que ve caerse a pedazos su modelo de masculinidad sabia a medida que lo necesita en serio como apoyo y que el personaje de Vanel deja entrever cuánto se aferra a la vida en detrimento del prójimo y de riesgos inútiles que los otros homologan a una utopía de libertad facilitada por la recompensa monetaria que recibirán si logran entregar los camiones en el yacimiento petrolífero incendiado. En este sentido, el parco Bimba y el jovial Luigi terminan siendo mucho mejor equipo a pesar de no tener nada en común a simple vista, logrando la proeza de despertar la simpatía del espectador sin que importe su rol secundario dentro del relato y sobre todo debido a lo doloroso que resulta ver los intercambios de la pareja principal, esos dos franceses que parecen resumir la masculinidad de las humillaciones entrecruzadas cual pivote del dominio impuesto y/ o consensuado y que parecen ser el producto de un vínculo solapado homoerótico, una y otra vez peleándose con un grado de animosidad y saña digno de una pareja de muchísimos años de convivencia, precisamente por ello la desaparición de Linda en la vida de Mario, metáfora femenina con patas de su costado positivo del período en Las Piedras previo a conocer a Jo, equivale a una profundización de su faceta perversa, planteo retórico cuyo complemento fundamental pasa por el desenlace, recordemos que la caída de la chica es equivalente al declive/ derrumbe de este camionero improvisado hacia el precipicio como si todo el asunto, además, se tratase de una parábola ya no sólo del carácter bipartido del ser humano, léase su bondad y su maldad, sino también de un destino fatalista aunque tragicómico que no perdona a nadie, ya que incluso recuperando nuestra alegría de vivir y nuestro costado más tierno no estamos exentos del acecho repentino de la parca y todo lo que trae a colación en materia de sufrimiento, desengaños y sarcasmo implícito agridulce cual burla de la aleatoriedad. Ahora bien, la conexión delictiva de esta fauna de marginados en el destierro asimismo enfatiza el sustrato comunitario baladí de una colectividad de europeos que privados de sus privilegios circunstanciales no cuentan con nada que los coloque en su pretendida pose supremacista, etnocéntrica o racista de base, así al verse transformados en un paria más de un país tercermundista no les queda otra opción que sumarse al sueño del progreso mediante las migajas que tiran los intereses capitalistas más concentrados y tendientes a la depredación irrestricta de los recursos vernáculos, todo por supuesto ante un Estado cómplice que brilla por su ausencia y que delegó sus funciones administrativas en un sector privado mafioso adepto a calzarse los zapatos del latifundista o del gerente o del patrón de estancia dueño de todo y todos en la región, por ello mismo la SOC no representa exclusivamente el saqueo y la explotación de las multinacionales sino la ironía de los otrora ciudadanos del Primer Mundo desarrollado y rico ahora devenidos en esclavos de los testaferros más atroces del nuevo colonialismo, ese económico foráneo que garantiza y compra su impunidad mediante la connivencia con las elites políticas locales. El director y guionista construye una odisea extraordinaria acerca de las relaciones de poder entre los países y entre las clases sociales dentro de cada nación, haciendo especial foco en la inmanencia de la condición de excluido con respecto a la peligrosidad de una existencia condenada a un presente perpetuo sin ninguna seguridad de supervivencia porque si Las Piedras simboliza algo es efectivamente por un lado ese pasado negado del que escapan los fugitivos, unos lúmpenes lastimosos del entramado social/ cultural/ criminal, y por el otro lado ese futuro frustrante cual promesa de un ascenso por enriquecimiento o promoción comunitaria que nunca llega, reforzando en última instancia la espiral de esa angustia que lleva a un raudo suicidio a Bernardo, mendigo sin tantos problemas de dignidad deshecha porque pide limosna de manera explícita en contraposición a la altanería del resto de los personajes que hacen exactamente lo mismo aunque de modo subrepticio y llamándolo “trabajo”. Más allá de todo el entramado ideológico del convite, la hora y media final de los gloriosos 153 minutos de metraje funciona como una de las cimas inalcanzables del cine de suspenso a secas porque cada uno de los retos del camino desencadena una secuencia magistral, en verdad perfecta, que pone los pelos de punta sin que importe quiénes estén al volante, si los insufribles de Mario y Jo o los amenos de Luigi y Bimba, hablamos de las escenas del fibrocemento, las del frágil puente de madera, la de la roca en el camino y aquella del pozo de crudo que engulle como arenas movedizas, capítulos fotografiados de manera sublime por Armand Thirard, colaborador habitual del realizador, y sin música incidental que sobredimensione una tragedia que habla por sí misma mediante el espléndido desempeño del elenco y una puesta en escena inobjetable por parte de Clouzot, un artesano con un ojo clínico para la tensión despojada de todo artificio innecesario y para ese discurso nihilista hoy sublimado en una experiencia arrolladora en la que el anhelo o el instinto de autoconservación le gana a la avaricia vía el temor y la muerte, sin duda síntomas de que poco importan la valentía de Mario, la sensatez y el cuidado de Luigi, la abulia del terror de Jo o la frialdad y vasta inteligencia de Bimba, ya que la nitroglicerina desparrama un caos destructor de lo más antojadizo y superador para con la voluntad individual de los sujetos.

 

El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, Francia/ Italia, 1953)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot y Jérôme Géronimi. Elenco: Yves Montand, Charles Vanel, Folco Lulli, Peter van Eyck, Véra Clouzot, William Tubbs, Darío Moreno, Jo Dest, Luis De Lima, Antonio Centa. Producción: Henri-Georges Clouzot y Raymond Borderie. Duración: 153 minutos.

 

 

Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955):

 

Cuenta la leyenda que Clouzot le ganó por muy poco a Alfred Hitchcock en materia de la adquisición de los derechos de adaptación cinematográfica de la novela El que ya no era (Celle qui n’était plus, 1952), de Pierre Boileau y Pierre Ayraud alias Thomas Narcejac, desencadenando a su vez no sólo la envidia del gran director británico al chequear la obra maestra resultante sino que éste luego tomase algunos elementos de Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955) para su Psicosis (Psycho, 1960), como por ejemplo el fetiche macabro exacerbado y ese “final sorpresa” a lo M. Night Shyamalan, y hasta adaptase otro trabajo literario del dúo de escritores franceses, De entre los Muertos (D’entre les Morts, 1954), lo que derivó en nada menos que Vértigo (1958), película que como en el caso del opus del galo sobrepasó por mucho al relato original al punto de enterrarlo en el arcón del presuroso olvido popular. Clouzot, fiel a su estilo, se aleja considerablemente del libro de Boileau y Narcejac, en esencia una historia de un amor clandestino que deriva en muerte y misterio cuando un vendedor ambulante y su amante médica deciden conspirar para matar a la esposa del hombre simulando un ahogamiento accidental para cobrar el seguro de vida pero el cuerpo pronto desaparece ya que en verdad las dos mujeres son lesbianas y la víctima ingenua de fondo es el varón, e introduce diversos cambios que abarcan detalles en sintonía con un nuevo contexto general de la acción, ahora un internado de segunda categoría para mocosos, la desaparición de la estafa del seguro de vida, en esta oportunidad una venganza al cien por ciento por una catarata de maltratos que esconde detrás el anhelo de quedarse con el colegio, la modificación del desenlace, antes con los culpables saliéndose con la suya luego de la enrevesada manipulación y hoy por hoy siendo desenmascarados/ atrapados por el policía que investiga el caso, y especialmente el intercambio de los géneros sexuales con respecto a lo que ocurría en las páginas, en pantalla con las dos mujeres cometiendo el supuesto crimen y a posteriori resultando ser parte de un esquema de engaño más vasto en el que el hombre, la hipotética víctima, y su amante se confabularon para enloquecer a la esposa y matarla sirviéndose de la debilidad de su corazón, metamorfosis que obedece tanto a los intereses disruptivos del director como a la necesidad bien práctica de construir un papel acorde con la capacidad histriónica de su esposa, Véra Clouzot, una actriz que había debutado en El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953), y es por ello que movió las piezas del croquis narrativo para situarla en el rol de la víctima y trasladó el peso de la cómplice más veterana y maquiavélica hacia la genial Simone Signoret, aunque por cierto eliminando todo rastro de ese lesbianismo proveniente de la novela. Si bien es verdad que Las Diabólicas constituye un regreso a los días de los amores frustrantes, la perfidia y las ansias homicidas de El Cuervo (Le Corbeau, 1943) y Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947), ya dejando atrás aquella combinación entre epopeya de aventuras y una arquitectura dramática desesperanzadora y cruel digna del film noir de El Salario del Miedo, la película que nos ocupa continúa con la amalgama brillante de géneros del opus inmediatamente previo pero ahora unificando el thriller de suspenso, algo de humor negro, el terror de fantasmas, un contexto de film de internados y un drama de estudio cruzado de personajes basándose precisamente en un motivo muy querido por el realizador, el del triángulo amoroso, y en el estupendo trabajo del trío actoral en cuestión; pensemos que Paul Meurisse, el encargado de componer al déspota, ya acumulaba una atendible retahíla de villanos sofisticados y había conocido a Clouzot en 1939 cuando éste trataba de venderle sus letras de canciones a Edith Piaf, amante de Meurisse por entonces, por otro lado Véra arrastraría por siempre un dejo melancólico en la mente de los cinéfilos porque moriría apenas un lustro después, en 1960, a los 46 años de edad de un ataque al corazón que sin duda pareció reproducir el trágico destino de su personaje en Las Diabólicas, con sólo tres películas en su haber y todas dirigidas por su marido, siendo la tercera la bastante inferior Los Espías (Les Espions, 1957), y finalmente Signoret constituyó la gran personalidad escénica del convite y por ello entró en un permanente conflicto con Clouzot que incluyó múltiples disputas por la prolongación del rodaje de las ocho semanas pautadas a la friolera de 16, por la falta de pago de ese tiempo adicional ya que no correspondía según contrato, por una caracterización de su personaje que a ojos del director adelantaba los rasgos finales de villana volcada al engaño, por los intentos del cineasta en pos de opacar en materia de la fotografía a Simone en favor de Véra y por las jornadas extenuantes de una Signoret que pretendía estar libre para ensayar una puesta teatral de Las Brujas de Salem (The Crucible, 1953), de Arthur Miller, pero se vio arrinconada entre el rodaje y aquel otro compromiso. Michel Delassalle (Meurisse), un vividor similar al recordado Mario Livi (Yves Montand, pareja de Signoret) de El Salario del Miedo aunque incluso peor, más ruin, es un ex tenista profesional y playboy consumado de 34 años que se casó por dinero hace ocho inviernos con Christina Delassalle (Véra), una venezolana que heredó una pequeña fortuna en Francia y decidió invertirla en un internado algo precario para niños varones de los suburbios parisinos, el Instituto Delassalle, donde trabajan el conserje Plantiveau (Jean Brochard), los docentes/ celadores lambiscones Drain (Pierre Larquey, ya visto en Muelle de los Orfebres) y Raymond (debut del mítico Michel Serrault en un papel de real importancia) y la recia y eficaz profesora Nicole Horner (nuestra amiga Simone), amante de un Michel convertido en director sólo por su vínculo matrimonial que ejercita su instinto ultra sádico con todos a su alrededor y en especial con las dos mujeres de su vida. Consagrado a humillar a las hembras sin molestarse en ocultar su affaire con la docente, a castigar sistemáticamente a los purretes del internado y a obligar a su esposa a comer pescado semi podrido como buen tirano que hace de la tacañería su berretín, incluso aguando el vino que toma el personal educativo en las comidas para que rinda mucho más, Michel se ha ganado tanto odio en el establecimiento que Christina y Nicole se han mancomunado en su desprecio a pesar de sus categorías de esposa y amante, para colmo la segunda, una femme fatale en potencia que inspira respeto entre sus estudiantes a contrapelo de lo que ocurre con los otros maestros, logra convencer a la primera de llevar adelante un plan homicida que implica aprovechar un fin de semana largo de tres días para atraer al ex tenista al hogar de Horner con la excusa de un intento de divorcio del personaje de Clouzot, drogarlo con un somnífero camuflado en una botella de una bebida espirituosa, comprobar que está fuera de combate levantando sus párpados y finalmente ahogarlo en la bañera de la casa en el más absoluto silencio para que no escuchen nada de nada los inquilinos de Nicole, el matrimonio Herboux (Thérèse Dorny y Noël Roquevert, este último partícipe de El Cuervo), un dúo muy hilarante fanático de los programas radiales de preguntas y respuestas al extremo de que el hombre se exaspera cuando las féminas abren el grifo para llenar la tina del baño y los ruidos ensordecedores de las cañerías de mediados del Siglo XX le impiden escuchar el show al inquilino. Como la víctima se la pasaba basureando a los docentes, verdugueando a los purretes, violando a su esposa y golpeando a su amante, en sí nadie llora su inesperada ausencia y las homicidas no tienen mayores problemas al transportar el cadáver en una cesta de mimbre a bordo de una versión furgoneta del Citroën 2CV, vehículo que el director utiliza en el inicio para pisar un barquito de papel que flotaba en un charco de agua, y al arrojar el cuerpo adentro de la piscina mugrosa del Instituto Delassalle, todo bajo la idea de que el finado eventualmente saldrá a la superficie cuando su anatomía se empiece a hinchar y sea descubierto por algún empleado del colegio. Los nervios e impaciencia de Christina resultan ser tan inestables como la nitroglicerina de El Salario del Miedo y por ello presiona a Nicole para que acelere los acontecimientos, la cual a su vez arroja un llavero en las aguas pútridas de la pileta para forzar su vaciado a instancias del conserje aunque no sin antes provocar que un alumno preadolescente, Soudieu (Georges Poujouly), se arroje y rescate de las profundidades el encendedor de Michel. La pobre esposa cornuda se desmaya al comprobar que el cadáver desapareció porque la piscina se vacía y no hay nada extraño adentro, así el médico de la mujer, el Doctor Loisy (Georges Chamarat), le recomienda descanso y tranquilidad para alejarla de una posible falla cardíaca por emociones fuertes, disgustos o sobresaltos. De repente comienzan las peleas entre las dos secuaces y las acusaciones mutuas acerca de quién cometió más descuidos o errores y quién está más implicada en el asuntillo de fondo, angustia agresiva que va en aumento cuando de una tintorería mandan al instituto el traje que llevaba la víctima al morir, un denominado Príncipe de Gales, descubriendo ambas una llave del Hotel Edén que deriva en callejón sin salida porque la persona que limpia el cuarto de turno (Jean Témerson) jamás vio al enigmático ocupante. Por un periódico la Señora Delassalle se entera que fue hallado un cuerpo en el Río Sena que podría ser Michel, por ello se presenta en la morgue para identificarlo pero todo despierta más frustración debido a que el cadáver es de otro sujeto, encima es seguida por un simpático inspector de policía retirado, Alfred Fichet (Charles Vanel, coprotagonista de El Salario del Miedo junto a Montand), veterano que se impone ante la siempre endeble y/ o ciclotímica Christina como una suerte de detective privado asignado al caso símil hobby macabro de la tercera edad. Horner resiente que Delassalle haya permitido el involucramiento de un policía en la desaparición de su marido y la cosa se vuelve más bizarra cuando un niño, Moinet (Yves-Marie Maurin), afirma que fue castigado por el director y puesto a recoger las hojas del jardín por haber destruido con una gomera/ resortera un vidrio del edificio, arma infantil que luego aparece de la nada en el escritorio de la dueña del lugar. La llegada del fotógrafo (Camille Guérini) para el clásico retrato anual de los mocosos y el plantel educativo resulta la gota que rebalsa el vaso ya que en la imagen resultante se ve en una ventana del fondo a un hombre que bien podría ser Michel, lo que provoca la veloz huida de Nicole hacia su hogar y la confesión irrestricta de Christina ante el cauto Fichet, quien habla con los niños e inspecciona la pileta y la cesta de mimbre. Durante una noche fatídica la Señora Delassalle es atormentada por una figura misteriosa entre las penumbras de los cuartos, las escaleras y los pasillos del instituto y conducida primero hacia una máquina de escribir con el nombre del fallecido en una hoja y sus guantes y sombrero al lado y a posteriori hacia el baño de su propia habitación y su tina, desde donde surge un Michel de apariencia espectral -con su traje reglamentario, corbata y ojos emblanquecidos de zombie- para provocarle el infarto tan deseado, cayendo muerta sin más. Michel se saca los lentes de contacto y se reúne con una Horner con la que planea vender la escuela, sin embargo el inspector jubilado los descubre in fraganti y les aclara que les caerán entre 15 y 20 años de cárcel por el asesinato. El epílogo se sitúa también en el internado pero en proceso de cierre definitivo y se centra en un Moinet, cuya fama de mitómano lo precede aunque sin que nunca podamos saber a ciencia cierta cuándo miente y cuándo dice la verdad, afirmando ante Drain que Christina continúa con vida y que le devolvió la gomera para que se divierta, con la cual nuevamente rompe una ventana y termina siendo castigado con la cara contra la pared por el personaje de Larquey. Gran parte del eje conceptual del film, ese sobre el cual Clouzot vuelve una y otra vez, está sintetizado de hecho en el pequeño Moinet, por un lado espejo pueril de la red de embustes, trampas y fraudes variopintos de los adultos y por el otro lado disparador de una reflexión en torno al conocimiento que cada uno tiene del prójimo y de su ideario y sus disposiciones a nivel cotidiano, de allí que los niños del colegio pupilo en primera instancia se identifiquen con lo que sucede o hasta pretendan imitarlo a futuro, en una escena incluso los vemos charlando sobre la posibilidad de convertirse en alcahuetes tácitos como Michel y estar rodeado de putas apetecibles a montones como Napoleón Bonaparte o Luis XIV de Francia, y en segundo lugar colaboren con el manto difuso/ ausente de precisiones taxativas del relato mediante el gracioso personaje de Maurin, no sólo un chico adepto a una máscara de inocencia cuando en realidad es culpable sino además un vórtice unificador de las dos principales facetas de la película, hablamos de la realista mundana homologada al crimen, léase esas ventanas rotas y ese asesinato por un desprecio bien ganado, y la sobrenatural vinculada al cuento de fantasmas que vuelven desde la muerte para acechar a sus verdugos, en pantalla la presencia del maquiavélico Michel pero también de una Christina que puede ser otro engendro más de ultratumba o no, dependiendo por supuesto de si creemos en las aseveraciones del mocoso de los últimos segundos o las descartamos de lleno como otra de las tantas mentiras de las que fuimos testigos a lo largo del metraje. La misma Señora Delassalle funciona como un ejemplo perfecto del carácter bipartito, maligno/ benigno, de los campeones delictivos del director y guionista, aquí firmando nuevamente la historia con su hermano Jean Clouzot alias Jérôme Géronimi más colaboraciones de René Masson y Frédéric Grendel, ya que la susodicha es capaz de sumarse con iguales dosis de desagrado y entusiasmo al plan del ahogamiento aunque sólo después de recibir unas cachetadas por parte del ex tenista a raíz de que en un principio se arrepintió y evitó que ingiriera la bebida blanca con el somnífero, provocando que se vuelque el líquido sobre el traje del varón al punto de enfurecerlo, titubeos femeninos que en conjunto Clouzot explica a través del pasado de Christina como alumna obediente de un colegio de monjas y que más adelante se magnifican vía la típica culpa cristiana/ católica y el masoquismo de pretender hacerse cargo cuanto antes de los pecados cometidos. Incluso las aparentes dureza y crueldad de los amantes en connivencia criminal, Nicole y Michel, terminan un poco mucho relativizadas en el desenlace cuando mediante un beso apasionado entre ambos, con el cadáver de la cornuda adelante de ellos en el baño, aflora una vulnerabilidad hasta ese momento insólita que tiene que ver precisamente con el amor real compartido y disfrazado de la pose del hombre en tanto macho explotador y de la mujer en materia de hembra victimizada. El carácter frágil, delicado y profundamente femenino del personaje de Véra, como decíamos antes comparable a la nitroglicerina o a su Linda de El Salario del Miedo, genera un perpetuo desfasaje con respecto a un entorno educativo por demás mediocre, conventillero y caracterizado por un cinismo que demuestra ser mortal, así este dejo de exiliada de la venezolana en Francia en general y el Instituto Delassalle en términos concretos homologa al establecimiento con aquel pueblito hiper sórdido donde transcurría el opus previo del realizador, Las Piedras, esa otra coyuntura claustrofóbica y cuasi onírica en la que los personajes marchaban hipnotizados/ ciegos hacia un suicidio inducido que se entrelazaba con un asesinato contextual, por clara desesperación y por un colapso que se escondía debajo de la rutina anodina del día a día y los abusos padecidos. Mientras que por un lado la presencia de Fichet confirma un ardid del policial, el detalle de reservarle al inspector el privilegio del metiche insistente que resuelve a último momento el caso, por el otro lado la estampa zaparrastrosa y ajada del investigador retirado introduce una mueca burlona dentro del querido cliché y nos coloca en la posición de aceptar que la apariencia, la edad y la ascendencia social o personal poco importan al momento de la inteligencia y el inefable arte de porfiar hasta obtener lo que se quiere o morir en el intento, dos destinos que quedan representados en pantalla -y en simultáneo- de la mano del fallecimiento de Christina, el éxito de la complicadísima estratagema de sus victimarios y el descubrimiento del asunto por parte del veterano, indicando finalmente que nadie obtuvo al cien por ciento lo que deseaba porque los fracasos y victorias son parciales y un nihilismo socarrón parece taparlo todo con su rebeldía e inconformismo antimaniqueísta. La aparición de Las Diabólicas dentro del marco del cine de suspenso fue equivalente a la llegada de un huracán que no ha dejado de soplar y sacudir los cimientos del género en ningún momento desde aquel 1955, basta con pensar que la joya del galo ha sido objeto de cuatro tristes remakes anglosajonas, La Casa de Terciopelo (The Corpse, 1971), de Viktors Ritelis, Angustia de un Crimen (Reflections of Murder, 1974), de John Badham, La Casa de los Secretos (House of Secrets, 1993), de Mimi Leder, y el opus más célebre del lote, Diabolique (1996), de Jeremiah S. Chechik, y su influencia se ha sentido desde entonces en muchas obras similares que han retomado sus engranajes narrativos y latiguillos formales varios en línea con Mansión Siniestra (House on Haunted Hill, 1959), de William Castle, Un Grito de Terror (Taste of Fear, 1961), de Seth Holt, Cálmate, Dulce Carlota (Hush Hush, Sweet Charlotte, 1964), de Robert Aldrich, La Muerte Toca la Puerta (Games, 1967), de Curtis Harrington, Orgasmo (1969), de Umberto Lenzi, Una Historia Perversa (Una Sull’altra, 1969), de Lucio Fulci, Miedo en la Noche (Fear in the Night, 1972), de Jimmy Sangster, Impulso Criminal (The Killing Kind, 1973), también de Harrington, El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, Hex (Xie, 1980), de Kuei Chih-Hung, El Más Allá (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981), otra del tremendo Fulci, Cuento de Fantasmas (Ghost Story, 1981), de John Irvin, Trampa Mortal (Deathtrap, 1982), de Sidney Lumet, Criaturas Salvajes (Wild Things, 1998), de John McNaughton, Ling (1999), de Kim Dong-bin, Revelaciones (What Lies Beneath, 2000), de Robert Zemeckis, Mulholland Drive (2001), de David Lynch, y Un Pequeño Favor (A Simple Favor, 2018), de Paul Feig, entre muchas otras creaciones del montón. Como hiciese en películas previas, el francés no intensifica la tensión natural de la faena mediante la música porque apenas si la relega a la secuencia inicial de créditos, en este caso cortesía de una partitura extraordinaria de Georges Van Parys que no tiene nada que envidiarle a las maravillosas piezas del colaborador asiduo de Hitchcock, Bernard Herrmann, lo que sumado a la fotografía meticulosa de Armand Thirard, socio de siempre de Clouzot, redondea una propuesta exquisita de la mejor manipulación dentro y fuera de la pantalla en lo que atañe al retrato del quid depredador del ser humano, el parasitismo dentro de la propia pareja, la mendacidad como arma de doble filo y esos delitos de impetuosidad y vehemencia que siempre esconden un trasfondo de avaricia que puede o no ser laboral, monetaria, existencial, romántica, comunitaria o quizás narcisista paradigmática sin muchas más justificaciones que la súbita reafirmación del ego a expensas de un tercero juzgado como competencia o obstáculo latoso para el verdadero desarrollo, sea éste del tipo que sea.

 

Las Diabólicas (Les Diaboliques, Francia, 1955)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot, Jérôme Géronimi, René Masson y Frédéric Grendel. Elenco: Simone Signoret, Véra Clouzot, Paul Meurisse, Charles Vanel, Jean Brochard, Michel Serrault, Georges Chamarat, Yves-Marie Maurin, Noël Roquevert, Pierre Larquey. Producción: Henri-Georges Clouzot y Georges Lourau. Duración: 117 minutos.

 

 

El Misterio de Picasso (Le Mystère Picasso, 1956):

 

Con El Misterio de Picasso (Le Mystère Picasso, 1956) Clouzot por fin se saca el gusto de realizar un largometraje documental, género que había intentado encarar previamente con sus registros de las favelas, esos que derivaron en el corto El Viaje a Brasil (Le Voyage en Brésil, 1950), y que más adelante retomaría cuando en el segundo lustro de la década del 60 filma un ciclo de documentales para televisoras francesas, italianas y alemanas en torno a presentaciones bien fastuosas, a cargo del famoso director de orquesta austríaco Herbert von Karajan, de la Misa de Réquiem (1874), de Giuseppe Verdi, la Sinfonía Número 9 en mi menor, Op. 95 alias Sinfonía del Nuevo Mundo (1893), de Antonín Dvořák, la Sinfonía Número 4 en re menor, Op. 120 (1841), de Robert Schumann, la Sinfonía Número 5 en do menor, Op. 67 (1808), de Ludwig van Beethoven, y el Concierto para Violín Número 5 en la mayor, K. 219 alias Concierto Turco (1775), de Wolfgang Amadeus Mozart. El cineasta francés había conocido al pintor español durante su adolescencia, a comienzos de la década del 20, por ello llama la atención la vitalidad del artista plástico porque al momento del rodaje ya era un septuagenario que no tenía problema alguno para seguirle el ritmo al casi cincuentón Clouzot, cuyo planteo retórico para el documental es muy sencillo y en esencia se inspira en una técnica ya utilizada en un cortometraje del cineasta belga Paul Haesaerts, Visita a Picasso (Bezoek aan Picasso, 1949), hablamos de utilizar un lienzo transparente que absorbe con milagrosa estabilidad la tinta del pincel y el marcador o el grafito del lápiz de igual manera de ambos lados para que el artista pinte o dibuje tranquilo y al mismo tiempo nosotros, en el extremo opuesto de la dimensión productiva y mediante una cámara fija, vayamos viendo/ contemplando la concepción del cuadro como si se tratase de una animación o un papel translúcido que nos regala la génesis del enigmático proceso creativo pero siempre en términos invertidos con respecto al punto de vista de base del artífice, por cierto de sopetón una bella metáfora en torno a la incapacidad del público, la crítica o los espectadores individuales circunstanciales de llegar a comprender o interpretar en un cien por ciento lo que esconde la obra de arte a escala del intelecto, el ideario, los anhelos, las preocupaciones y la sensibilidad del responsable máximo. Picasso, uno de los artistas más importantes del Siglo XX y en gran medida padre ineludible del cubismo y del surrealismo en los campos hermanados de la pintura, la escultura, el grabado, el dibujo y la ilustración de libros, es registrado en blanco y negro en la intimidad del atelier por el director de fotografía Claude Renoir, hijo del actor Pierre Renoir, sobrino del director Jean Renoir y nieto del pintor Pierre-Auguste Renoir, una jugada que se contrapone al esplendoroso color empleado para los cuadros y dibujos, de por sí la primera aproximación a la fotografía cromática por parte de un Clouzot que hasta el presente esquema de impronta híbrida había preferido condensar sus faenas ficcionales en el blanco y negro, registro por antonomasia del film noir. Son 22 las obras que concibe Picasso para la cámara entre intercambios verbales espaciados con el director y Renoir, todas supuestamente destruidas después del rodaje y siguiendo una lógica particular que arranca en semi dibujos tradicionales y termina en lienzos coloridos a toda pompa y cada vez más y más complejos, a saber: una paloma con un rostro humano en su cuerpo, un pintor retratando a una mujer desnuda, dos artistas plásticos viendo a otra musa femenina en su estado natural, una mujer recostada en el césped, una escena de tauromaquia en una colina, otra de un toro corneando fatalmente al torero, un cuadro típicamente cubista con caras subdivididas y siempre rodeadas de figuras geométricas con múltiples adornos, otro similar con figuras humanas y un animal símil jirafa, un experimento que comienza siendo un pez, muta en gallina y finaliza como un rostro ennegrecido, un retrato de dos mujeres más un payaso y un torero, una naturaleza muerta con una bandeja con comida, una jarra y una ventana de fondo, una abstracción con una calavera y detalles misteriosos, una escena cuasi circense con un enano, un caballo con una señorita encima y un hombre y una mujer coronando cada lado, la cabeza de un toro exaltada por una pluralidad de tonos azulados y un fondo acorde aunque en rojo, un collage con recortes pintados símil otra naturaleza muerta, una mujer tirada en el suelo y también construida a partir de recortes varios, una variación sobre el lienzo anterior aunque más abstracta y sin un rostro propiamente dicho, otro episodio de tauromaquia bien trágica con el cráneo del toro y el cuerpo fragmentado/ descompuesto del torero, un lienzo de figuras difusas cual montaña con público de fondo y finalmente un retrato de una escena de playa que atraviesa un sinfín de metamorfosis que vienen a subrayar el carácter hiper caótico, heterogéneo, vacilante, confuso y de autosabotaje del arte y el artista, incluso con Picasso abandonando el cuadro y empezándolo de nuevo bajo una arquitectura general mucho más sencilla en la que una pareja se abraza en la arena mientras otros veraneantes se divierten en la mitad opuesta del espacio destinado a la creación visceral. Clouzot, oficiando además de narrador en off al comienzo del metraje, utiliza con gran perspicacia la paradójica alegoría del lienzo en blanco como sinónimo de oscuridad primigenia y de la tinta negra en tanto ese dejo lumínico equivalente a una obra de arte que va tomando forma a medida que seguimos las manos invisibles del artista, una aventura que responde a un mecanismo secreto de la psiquis que el documental más que desnudar sin tapujos a lo prensa anodina burguesa, lo que pretende es interpretar desde un marco psicológico afable y de cordial intimidad basada a su vez en la amistad entre el galo y el legendario pintor. El realizador mantiene un ritmo frenético de pintura/ dibujo tras pintura/ dibujo apoyado en la excelente música de Georges Auric, señor con el que ya había colaborado en El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953) y que supo trabajar para profesionales de la más variada tesitura como René Clair, Jean Cocteau, John Huston, Charles Crichton, Jules Dassin, Max Ophüls, Roger Vadim, Anatole Litvak, René Clément, Otto Preminger, Jack Clayton, Georges Franju, Gérard Oury y Terence Young, aquí entregando un acompañamiento que va desde las partituras orquestales floridas tradicionales y los chispazos de melodías jocosas o cuasi circenses hasta el flamenco, el tribalismo, la balada, el jazz, la pompa hollywoodense y los juegos fascinantes con la percusión más rimbombante, en suma consiguiendo transmitir según el cuadro de turno instantes de romanticismo, algarabía, debacle, rabia, ciclotimia, fetichismo macabro y/ o sutil desconcierto ante los cambios acaecidos sobre el lienzo en cuestión. Renoir, quien reemplaza en la fotografía al socio habitual de Clouzot en estos menesteres, Armand Thirard, asimismo era un experto en lo suyo de larga data como Auric ya que había colaborado previamente con su tío Jean y Jacques Becker, Georges Lacombe y Rudolph Maté, más adelante incluso uniendo fuerzas con muchas luminarias del séptimo arte de ambos márgenes del océano en sintonía con Vadim, Oury, Litvak, Marcel Carné, Jacques Deray, Alain Cavalier, Michael Powell, Bryan Forbes, Jean-Paul Rappeneau, John Frankenheimer, Henri Verneuil, Lewis Gilbert, Bertrand Blier, Claude Zidi, Serge Leroy y Franklin J. Schaffner, entre otros. Más allá de la hilarante indecisión de Picasso en torno a los objetivos estéticos de cada cuadro y los detalles de cada una de las formas y figuras que los componen, lo que queda en claro a lo largo del metraje es por un lado su disposición a utilizar casi siempre todo el espacio del lienzo, alejándose por cierto de ese minimalismo estéril, desabrido y vacuo del arte posmoderno, y por el otro lado el carácter lúdico de sus creaciones cual jovencito que experimenta y vuelve a experimentar hasta conseguir un resultado lo suficientemente enriquecido y ampuloso que lo satisfaga de manera definitiva, panorama en el que la confianza con el cineasta resulta fundamental para poder registrar con naturalidad y exhibir en público un proceso netamente propio del ámbito privado y de la soledad más absoluta como el trabajo cotidiano o prosaico del artista, como afirmábamos con anterioridad una magia y unos entretelones en el fondo inaprehensibles para el ojo o la cámara a los que apunta el título del documental, en buena medida también empardado al barroquismo de la iconografía del español y a los problemas itinerantes del dispositivo gráfico en cuanto a su fijación material y ese escurridizo sentido último de completitud. La fraternidad entre Clouzot y Picasso, de hecho, permite bromas acerca del cansancio del anciano, una gloriosa imagen en retroceso para deconstruir aquel primer cuadro de índole cubista una vez finalizado y hasta una suerte de competencia de pintura contra reloj porque en un momento la cámara se queda con película suficiente para apenas cinco minutos entre blanco y negro y color y paradas varias con vistas a preparar la tinta, todo con motivo del cuadro del pez transformado primero en gallina y luego en semblante humano, amén de la ponderación en diálogos del riesgo en tanto faceta esencial del arte, de la superposición de creaciones distintas como mecanismo anárquico de la complejidad, y del trabajo mismo del artista en pos de que quede en evidencia que lo que en pantalla parece llevar diez minutos en la praxis real es producto de cinco horas de manos pintando sin parar. En este sentido el lienzo final del film, aquel revelador de la playa, sintetiza de maravillas el inconformismo que debería primar en el arte y -en lo posible- en la vida por la sencilla razón de que va cambiando con el tiempo no sólo en términos intrínsecos de dialéctica inmanente sino siguiendo además una coyuntura que pasa del día a la noche, en función de lo que ocurre en el exterior del atelier/ estudio de filmación, del dibujo clásico al collage más embrollado, ahora respetando una tranquilidad que deriva en frustración, y de las formas definidas a las abstracciones desnudas o más sencillas en comparación con el trasfondo creativo anterior, ya con la angustia dejando paso a una calma de acento esencialista que busca la pureza de lo simple. Pensando tanto a la obra como a su responsable humano y evitando el viejo ardid de los documentales sobre pintura de seguir la mano desde una cámara situada de costado o a la altura de los hombros del artista plástico, El Misterio de Picasso, sin duda uno de los mejores y más despampanantes documentales sobre arte de la historia del cine, consigue la proeza de indagar en el alma misma del hecho artístico combinando estilos y géneros distintos e invisibilizando al artífice durante gran parte del recorrido, lo que genera una aproximación etérea y deliciosamente contradictoria sobre el tópico de cabecera que pone al descubierto, siempre en parte y de acuerdo con la interpretación de cada persona que ve, el quid identirario del genial Picasso cual ejemplo supremo de un talento irrefrenable para el andamiaje expresivo visual cuya imaginación se adapta a cualquier circunstancia porque la espontaneidad de esta destreza, trabajada a lo largo de tantas décadas de experiencia y de tantos juegos creativos vanguardistas, puede darse el lujo de dejarse llevar sin sonseras ni constricciones sociales, económicas, afectivas o culturales, enfatizando de paso que la dimensión política o actitudinal del trabajo siempre termina primando en el día a día ya sea que nos encontremos ante las legiones de esclavos del espectro cultural de nuestro presente o frente a un iconoclasta consumado como el querido Pablo, a quien el público y su gusto antojadizo y manipulado desde las cúpulas capitalistas siempre le importaron un comino.

 

El Misterio de Picasso (Le Mystère Picasso, Francia, 1956)

Dirección y Guión: Henri-Georges Clouzot. Elenco: Pablo Picasso, Henri-Georges Clouzot y Claude Renoir. Producción: Henri-Georges Clouzot. Duración: 78 minutos.

 

 

La Verdad (La Vérité, 1960):

 

De una forma similar a lo que ocurrió con el paralelismo entre el trágico destino en la vida real de Véra Clouzot en 1960 y su homólogo en pantalla en ocasión de Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955), un paro cardíaco en ambos casos que derivó en muerte, Brigitte Bardot también parece haber padecido en carne propia el hecho de haber interpretado a la hermosa protagonista principal de La Verdad (La Vérité, 1960), Dominique Marceau, quien en el relato intenta suicidarse con barbitúricos, gas y cortándose las venas en una seguidilla enmarcada en un colapso nervioso por haber asesinado a su ex novio, Gilbert Tellier (Sami Frey), que de seguro caló hondo en la psiquis de la actriz porque tiempo después, luego de finalizado el rodaje, Bardot asimismo intentó suicidarse cortándose las muñecas porque la abandonó su esposo de entonces, el también actor Jacques Charrier, debido a que durante la filmación tuvo un affaire con su coprotagonista Frey, episodio que por cierto a su vez duplica uno inmediatamente anterior cuando en 1958 estalló por los aires su relación con su colega Jean-Louis Trintignant por la presencia de otro amante de ella, el músico Gilbert Bécaud, lo cual desencadenó una crisis, otro intento de suicidio aunque ahora con píldoras para dormir y el nacimiento del vínculo romántico -supuestamente sanador- con Charrier. A pesar de que a nivel narrativo Clouzot recupera unos cuantos de sus latiguillos retóricos de siempre y específicamente aquellos que usufructuó en Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947), como por ejemplo el triángulo amoroso, los celos patológicos, el amor homologado a posesión, la promiscuidad femenina, las neurosis masculinas, las relaciones que no pueden ocultar su dejo enviciado, el tópico de los opuestos que se atraen, el masoquismo emocional, las pequeñas revanchas bien sádicas del día a día, el embrollo melodramático de las mentiras, una guerra de ventajismo psicológico, la bohemia parisina, los recodos marginales de las grandes metrópolis, una coyuntura campestre sinónimo de hastío, la indiferencia de las instituciones públicas y unas vidas siempre bordeando la pobreza y/ o miseria, en realidad gran parte de la película que nos ocupa sigue al pie de la letra la historia de Pauline Dubuisson, una joven auxiliar de enfermería y estudiante de medicina que en 1951 mató a su ex novio Félix Bailly luego de una relación tormentosa caracterizada por las infidelidades de ella y su negativa a las propuestas de casamiento de él, quien eventualmente la deja por una estudiante de letras llamada Monique Lombard, con la que planeaba casarse, generando que la veinteañera cambie radicalmente su posición y comience a luchar por recuperar el cariño de un Bailly que la ninguneaba sin cesar, lo que le gana que -luego de una noche juntos y de un nuevo desaire posterior- le vacíe una pistola encima y después pretenda suicidarse aunque ya con el arma atascada, por ello abre el gas y lo inhala con una manguera conectada al pico de salida. El guión del realizador, su esposa Véra, Simone Drieu, Michèle Perrein, Christiane Rochefort y Jean Clouzot alias Jérôme Géronimi recupera el fetiche de Dubuisson con los intentos de suicidio y el escarnio que sufrió durante el proceso judicial a instancias del fiscal, los jueces y la misma prensa pero deja de lado las vejaciones que tuvo que comerse la muchacha no sólo de parte de los amigos de la futura víctima, en concreto cuando le era infiel y repudiaba sus propuestas de casamiento, sino de un denominado “tribunal popular” cuando en 1945 fue afeitada por completo, desnudada, cubierta con esvásticas y violada por haber mantenido una relación romántica durante la ocupación nazi de Francia de la Segunda Guerra Mundial con un médico y militar invasor de alto rango, el Coronel Von Dominik, hombre de 53 años a cargo de un hospital de los germanos, suceso del que pudo escapar -incluido un entusiasta pelotón de ejecución- gracias a su padre, oficial de la reserva gala que de todos modos no pudo evitar un posterior intento de suicidio de la joven por el trauma. Clouzot en esencia mantiene todos los protagonistas centrales en su lugar pero modifica los detalles para volcar el asunto hacia el contexto de una tragedia griega de base familiar y comunal idiosincrásica, reconvirtiendo a Dubuisson/ Marceau de la chica trabajadora real a una perezosa hedonista, a Bailly/ Tellier de extrovertido y rodeado de amigos a un ser solitario, egoísta y ambicioso a escala profesional y a la tercera en discordia, Lombard, en nada menos que la hermana de la protagonista, Annie Marceau (la eficaz Marie-José Nat), una chica estudiosa y previsible a más no poder que es el opuesto exacto con respecto a Pauline/ Dominique, amén de que el cineasta modifica sutilmente el desenlace porque en pantalla el personaje de Bardot muere cortándose las venas a la espera de la sentencia judicial y en la praxis mundana la chica se salvó de la guillotina y fue liberada menos de una década después de cometido el crimen, en aquel 1960, partiendo hacia el exilio en Marruecos y hasta pretendiendo casarse con un ingeniero de la industria petrolera, Jean Lafourcade, relación que se cae a pedazos cuando la mujer finalmente le revela su identidad y decide suicidarse en 1963 ingiriendo una tanda de barbitúricos. La historia en sí es muy sencilla y está estructurada a través de una serie de flashbacks que tienen por presente al juicio por el homicidio, con Marceau recluida en una insólita prisión controlada por monjas, siendo llevada a diario a atestiguar el proceso en el que se la juzga y siendo eje de munición pesada y farsesca que se lanzan mutuamente el fiscal general, Éparvier (Paul Meurisse), y el abogado defensor, Guérin (Charles Vanel), dos sujetos que empiezan y terminan esta pantomima legal de índole kafkiana en términos de lo más cordiales porque consideran que la caracterización exacerbada de los discursos ante el tribunal, encabezado por un presidente con un claro prejuicio contra la acusada (Louis Seigner), es un requisito fundamental de su oficio, en suma orientado a influir sobre un jurado bastante bobalicón sorteado en el momento y ante los ojos y oídos de una prensa carroñera e hiper amarillista que se alimenta de las tribulaciones más escabrosas de la corte. Dominique y Annie son dos hermanas de un pueblo del interior de Francia cuyos padres (Christian Lude y Suzy Willy) están a punto de pagarle a la segunda, una violinista, un viaje y estadía en París para que asista a un conservatorio, no obstante como el progenitor le niega a la primera la posibilidad de acompañar a su hermana la chica intenta suicidarse tragando una sobredosis de pastillas. El personaje de Bardot se sale con la suya y ambas se mudan a la capital y viven en una pequeña habitación alquilada en la que la convivencia se vuelve imposible porque Annie se encarga de las tareas domésticas y Dominique se pasa todo el día en la cama, teniendo sexo con varones al paso y pernoctando con sus flamantes amigos bohemios y anarquistas, como Daisy (Barbara Sommers) y Michel Delaunay (Jean-Loup Reynold), un escritor e intelectual que se transforma en su amante por un reducido período de tiempo, con quienes se muda a posteriori de la pelea definitiva con su hermana cuando, precisamente, conoce a Gilbert, un estudiante de dirección de orquesta que viene de recibirse de piano, órgano y composición y que está en medio de una relación aún platónica con Annie, la cual se da cuenta de que Dominique estuvo coqueteando de manera nada disimulada con el macho porque los encuentra solos en la habitación y a ella sin ropa alguna moviendo su delicioso trasero debajo de las sábanas al contagioso ritmo de Yo Tengo una Muñeca, de Juanito Tremble. Tellier se enamora de inmediato, abandona a la violinista y comienza a frecuentar al personaje de Bardot, quien a su vez lo tolera como si fuera una pareja tácita de la que se espera mucho más que un simple affaire pasajero, lo que en la mentalidad prostibularia aunque honesta y lúdica de la chica implica hacerlo sufrir esperando un encuentro sexual que tarda mucho en llegar mientras al mismo tiempo se acuesta con otros hombres a lo largo de varias semanas, sin embargo todo cambia cuando la muchacha de repente se va con un motociclista carilindo amigo de Michel, Jérôme Lamy (Jacques Perrin), y Gilbert espera su regreso durante toda la noche en la puerta del hotel en donde vive con Daisy y Delaunay, después de lo cual van a una boda en la que el joven toca el órgano cual acompañamiento musical y efectivamente tienen sexo, despertando al amor entre ambos a pesar de sus múltiples diferencias. En un mismo movimiento se termina de destruir el vínculo entre las hermanas, ya que Annie los ve juntos en un ensayo, y Gilbert se topa con la negativa de ella cuando le propone casamiento porque implicaría renunciar a su libertad y a la quimera de la felicidad sin compromisos, lo que no impide una convivencia en el cuarto que Tellier le alquila a una veterana (Colette Régis), a su vez testigo de las peleas de la pareja ya sea por el carácter amargado del varón, siempre obsesionado con la música y con coger, o por el aburrimiento de ella y sus ganas de frecuentar a Michel y su círculo de amigos, circunstancia que la lleva a una infidelidad con Jérôme y a recibir de respuesta una paliza de parte del aspirante a director de orquesta. De golpe su padre le deja de enviar dinero cuando se entera del enredo de polleras con su hermana, así Dominique comienza a buscar trabajo y lo encuentra atendiendo el guardarropas de un club nocturno, Le Spoutnik, propiedad del treintañero Ludovic Toussaint (André Oumansky), pero el asunto deriva en una nueva excusa para peleas porque el novio resiente que ella coquetee con los clientes para sacar mejores propinas y que ya casi no se vean porque el muchacho trabaja de día y su novia de noche. La gota que rebalsa el vaso se da a la salida de una jornada laboral de ella, quien venía recibiendo aventones de parte de Toussaint en su auto hasta el domicilio de la pareja, cuando Tellier los ve juntos y decide poner un punto final a la relación, derivando en un affaire de una noche con su jefe. La protagonista abandona el trabajo en el club, cae en la depresión, vende sus posesiones y como ya no puede convivir ni con Michel ni con Daisy, el primero porque trata de evitarla y la segunda debido a que se marchó a Estados Unidos, se hace prostituta y subsiste como puede en las calles parisinas. En el funeral de su padre, de vuelta temporalmente en su pueblo, se entera del compromiso de casamiento entre unos reconciliados Gilbert y Annie y de a poco cae en una ponzoñosa manía romántica con su ex que la lleva a adquirir una pistola en plan de suicidio imitando a Delaunay, quien siempre llevaba consigo una soga para un eventual ahorcamiento cual flirteo macabro autodestructivo o idealismo fatalista de corte barroco. La chica se presenta en el departamento del joven, ya convertido en director de orquesta y con un concierto televisado en su haber, y hasta consigue que baje sus defensas y ambos terminen en la cama, no obstante a la mañana siguiente le aclara que nunca la amó y que se casará con Annie, provocando un estado semi autista que la hace cruzar una calle sin mirar a los costados y así termina atropellada por un ómnibus aunque sin mayores daños más allá del susto. Michel descubre el arma en la cartera de Dominique y todo llega a los oídos de Gilbert por diversos rumores entre amigos, pero ello no persuade a Tellier de no atacarla e insultarla cuando se cuela en su departamento en un intento por matarse o recuperar ese amor que en un principio rechazó, desencadenando una lluvia de balas sobre la víctima y el hecho de que olvidó dejar una última para ella misma, a raíz de lo cual opta por enchufarse una manguera de gas en la garganta aunque es hallada antes de morir por los vecinos del finado gracias al olor que cubre por completo el inmueble. Como es de esperar, Éparvier construye a la acusada como una manipuladora y una furcia inmunda que jugó con los sentimientos de la víctima desde el principio hasta el extremo de asesinarlo en plan de desquite por su relación con su hermanita perfecta, incluso desestimando como payasadas sus intentos de suicidio, y Guérin por su parte traslada el maquiavelismo al posesivo y workaholic Gilbert y pinta al homicidio como un crimen pasional improvisado en medio de un ataque de nervios derivado del amor genuino que la mujer sentía por Tellier, colapso similar al que experimenta en la corte cuando es forzada por el fiscal a reconstruir ese último encuentro y el asesinato en sí, panorama que la conduce primero a denunciar con razón al tribunal como unos ridículos patéticos que se sumergen en una farsa sin entender nada de lo que realmente ocurrió y luego a romper un espejo en su celda y cortarse las venas. La chica, ya moribunda en un hospital, escribe una carta de resignación pidiendo perdón que es leída en voz alta y en público por el presidente hasta que se le informa que la acusada falleció debido a la hemorragia, por lo que interrumpe la lectura y da por finalizado el juicio. Éparvier parece algo afectado por haber forzado el fallecimiento de la muchacha pero un Guérin indiferente rápidamente lo consuela diciendo que son “gajes del oficio” y a sabiendas de que la semana siguiente desempeñará el rol de fiscal en otro proceso legal en donde los papeles son intercambiables porque la apatía y la inoperancia constituyen el gran leitmotiv del Estado y las instituciones. Si se la piensa desde la perspectiva del desarrollo de personajes, la complejidad conceptual y en especial el pesimismo de fondo, La Verdad es sin duda una de las cúspides supremas de la carrera de Clouzot porque el entramado nihilista de relaciones entre los personajes, marcado a fuego por los celos y la frustración, se da la mano con la ciclotimia en lo que atañe a los criterios de verdad que trae aparejado no sólo el sainete jurídico sino además los distintos puntos de vista de cada hecho en particular, por supuesto con preeminencia del calidoscopio tragicómico que corresponde a Marceau y Tellier, ninguno un monstruo ni una víctima al cien por ciento porque ambos están atrapados en primera instancia en comportamientos bastante pueriles, pensemos que ella recurre al cliché femenino de la promiscuidad para rebelarse contra todo y todos y él al estereotipo masculino ingenuo en su acepción “sensibilidad a flor de piel” de consagrarse fanáticamente al amor de una sola mujer sin que importe el masoquismo del caso ni su preocupante tendencia a la posesión individualista y la cosificación del ser querido; así de a poco la pareja desemboca en las versiones adultas enfermas de las dos conductas citadas cuando Dominique se arrepiente de su condición de meretriz tácita por gusto y canaliza la culpa en un enamoramiento/ limerencia en diferido para con un Gilbert que cesó en su pretensión de “domar” a la fiera salvaje, esa que lo atraía en el pasado, y que optó por la opción más conservadora de la fémina anterior, una Annie que -como su hermana grita en el juicio con todo su corazón- jamás se acostó con Tellier porque puede simbolizar a nivel macro la alternativa social aceptada por esa burguesía dispuesta a la construcción de una familia con un igual, un músico como ella, aunque ello asimismo conlleva su carácter de frígida o anodina que no invita al tan anhelado peligro que excita a la masculinidad, de allí mismo se explica la paradoja que recorre la obra maestra de Clouzot en materia de esta atracción que repele de parte de Dominique hacia Gilbert y viceversa, claros polos opuestos que sin embargo no pueden terminar de prescindir el uno del otro porque la fascinación con lo prohibido, el tabú, lo dañino y el círculo vicioso a la larga genera un placer que satisface la pulsión de muerte de una manera que la previsibilidad santificada por el vulgo y/ o las instituciones nunca igualará. Más allá de este ping pong emocional y por demás histérico entre los dos extremos de la pareja, alegoría acerca del amor loco/ amour fou que encandila a los franceses desde siempre, como afirmábamos antes también entra en juego el doble sentido de “la verdad” al que apunta el título, hablamos por un lado de la verdad última y definitiva que es la de la superviviente, Marceau, la cual en el último acto enfatiza que su amor siempre fue auténtico más allá de las contradicciones y que incluso fue ratificado por un Tellier que compartía el cariño a pesar de sus rabietas ante el cansancio y la angustia de no poder controlar el instinto de libertad de su contraparte, y por el otro lado de la verdad raquítica y maquiavélica procesal que está construida como una comedia a partir de una superposición maleable de testimonios cruzados que en vez de estar orientada a identificar con precisión los hechos se convierte desde el vamos en un pretexto para riñas verbales grandilocuentes en donde el poder de convencimiento y la peor dimensión de la palabra y el lenguaje, léase su faceta de facilitadores de engaños, hegemonizan el horizonte discursivo como si todo se tratase de una parodia de la objetividad mediante la exaltación circense de su extremo opuesto, una subjetividad que gusta de calzarse el ropaje de la certeza y la rúbrica comunitaria. A diferencia de tantos directores de la Nouvelle Vague, el veterano detrás de cámaras no se engolosina con la distancia generacional entre los juzgados, unos jóvenes diletantes de la protocontracultura de la posguerra, y sus prejuiciosos jueces, los adultos arraigados en las tradiciones de la preguerra y los valores petrificados de la familia, la patria y la religión, dejando al conflicto flotar por sí sólo en el fondo indeterminado de la trama y concentrando con sabiduría las energías retóricas en el apasionante ida y vuelta entre el juzgado y sus simplismos interpretativos y aquella realidad de antaño de la relación en concreto y su sustrato enrevesado, por supuesto éste sustentado en el magma apasionado de ella, capaz de torturar al ser querido aunque también de inmolarse en su nombre ante el rechazo, y en la ambición ortodoxa y muy poco proclive a los cambios de él, igualmente capaz de lanzarse de cabeza en un vínculo romántico ultra imprevisible y tiempo después replegarse cuando la época de las penurias económicas quedó atrás y ahora hace falta una pátina de credibilidad burguesa para seguir progresando en su concienzuda carrera de director de orquesta, movida que se traduce en el desdén paulatino hacia Dominique y la reconciliación con la mucho más modosita Annie, ejemplo de la perfección que la propia parentela Marceau esperaba de sus dos vástagos con vagina. Desde ya que Vanel, ya visto en Las Diabólicas y El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953), y Meurisse, aquel tremendo Michel Delassalle de la joya de 1955, se sacan chispas en las escenas del drama en los estrados, dos intérpretes todo terreno que vuelven a adaptarse al pulso retórico impiadoso de Clouzot a la hora de desnudar con sutil humor negro la hipocresía de estos burócratas execrables del delirio institucional, no obstante las verdaderas revelaciones en pantalla son Frey, un actor prácticamente desconocido por entonces que aquí se acopla sin problema alguno a un rol muy exigente, y la inefable Bardot, una desquiciada de toda la vida que enloqueció aún más con el insoportable acoso de la prensa durante su juventud, sus arrebatos hedonistas a lo autosabotaje eterno y la presión que Clouzot evidentemente ejerció sobre ella para que deje de ser una cara bonita encasillada en comedias y propuestas sensuales y comience a actuar con una naturalidad putona y/ o un suplicio demoledor según las necesidades de cada secuencia, efigie erótica lo suficientemente ardiente como para ungir de catalizadora del huracán de la libido en pantalla y señorita que por aquellos años todavía se encontraba en la primera fase de su trayectoria aunque ya había alcanzado el estrellato y contaba en su haber con clásicos como Las Maniobras del Amor (Les Grandes Manoeuvres, 1955), de René Clair, Helena de Troya (Helen of Troy, 1956), de Robert Wise, Y Dios Creó a la Mujer (Et Dieu Créa la Femme, 1956), de su marido de turno Roger Vadim, Una Parisina (Une Parisienne, 1957), de Michel Boisrond, y En Caso de Desgracia (En Cas de Malheur, 1958), de Claude Autant-Lara. Una vez más la elegante fotografía de Armand Thirard y la exhaustiva e inmaculada puesta en escena de Clouzot constituyen los complementos perfectos para este retrato amargo de un primer amor que se desvanece por la mentada incompatibilidad de caracteres, por la impaciencia narcisista, por pretensiones demasiado contrastantes, por una autonomía irrestricta que no da el brazo a torcer, por la opinión invasiva de terceros y por la utopía de un edén futuro laboral, familiar o existencial que nunca se condice con la realidad, en suma poniendo de manifiesto que el eje de la faena en su conjunto es una ilusión privada y otra social, la primera representada en la pequeña agenda que Gilbert rellena con el nombre manuscrito de Dominique en cada una de sus páginas, síntoma de su obsesión posesiva pero sincera, y la segunda simbolizada en el hilarante testimonio judicial de la conserje del edificio del muchacho (Jackie Sardou), esa regordeta que se niega a reconocer que se quedó dormida o se ausentó de su puesto y por ello no vio salir a Marceau en la mañana posterior a la noche de pasión tardía entre ella y Tellier, la previa al día del homicidio, dos espejismos que pretenden tapar una verdad que no se acepta y que pasa del fariseísmo naif o explícito pancista promedio al cataclismo de los sentimientos en caída libre hacia el desapego, la humillación gratuita y el fallecimiento.

 

La Verdad (La Vérité, Francia, 1960)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot, Véra Clouzot, Jérôme Géronimi, Simone Drieu, Michèle Perrein y Christiane Rochefort. Elenco: Brigitte Bardot, Sami Frey, Charles Vanel, Paul Meurisse, Marie-José Nat, Jean-Loup Reynold, André Oumansky, Jacques Perrin, Barbara Sommers, Louis Seigner. Producción: Raoul Lévy. Duración: 128 minutos.

 

 

La Prisionera (La Prisonnière, 1968):

 

Clouzot, luego de La Verdad (La Vérité, 1960), cae en una depresión muy aguda debido al fallecimiento de su esposa Véra Gibson-Amado en 1960 de un ataque al corazón y a las furibundas críticas que recibía de algunos de los imbéciles de la Nouvelle Vague a través de la revista insignia del colectivo, Cahiers du Cinéma, quienes lo atacaban a pura hipocresía y sólo por ser francés -nadie es profeta en su tierra, ya se sabe- porque su persona englobaba características que ellos homologaban a la “vieja escuela” de la realización cinematográfica y que contradictoriamente poseían otros directores que sí eran del agrado de los redactores/ cineastas del movimiento, como por ejemplo Alfred Hitchcock, hablamos del fetiche con planificar cada film hasta el más mínimo detalle, el gracioso desprecio hacia los actores, el pesimismo con pinceladas de humor negro y en especial el rol del realizador en tanto tirano absoluto al momento del rodaje. Ambas situaciones las resuelve mirando hacia adelante y es por ello que en 1963 se casa con Inés de González, a quien había conocido en el casting para una adaptación de la novela Cámara Oscura (Ка́мера Oбску́ра, 1932), de Vladimir Nabokov, que jamás llegó a materializarse, y eventualmente encara el rodaje de una película con la que pretendía ser mucho más vanguardista que la retrocinefilia de manual de la Nouvelle Vague, El Infierno (L’Enfer, 1964), sin duda uno de los proyectos inconclusos más famosos de la historia del cine y un relato que, entre alusiones a En Busca del Tiempo Perdido (À la Recherche du Temps Perdu, 1913-1927), de Marcel Proust, y la Divina Comedia (Divina Commedia, 1304-1321), de Dante Alighieri, se proponía retratar por un lado en blanco y negro la relación tormentosa entre el dueño de un hotel, Marcel (Serge Reggiani), y su esposa, Odette (Romy Schneider), y por el otro lado en color las fantasías enajenadas del hombre en pleno descenso hacia la locura debido a unos celos patológicos que derivan en fijación, delirios, un constante acecho hacia la mujer y la esperable tragedia, lo que generó que Clouzot lleve su perfeccionismo hasta las últimas consecuencias al aprovechar el presupuesto ilimitado que había conseguido de un estudio estadounidense, la Columbia Pictures, poner a trabajar en simultáneo tres unidades de filmación con 150 técnicos y retrasar considerablemente el rodaje en sí mediante múltiples tomas para detalles ínfimos y sobre todo los efectos visuales del célebre clímax psicodélico de la trama, en el que pretendía emplear toda la sapiencia de los directores de fotografía, Andréas Winding y Armand Thirard, de la mano de lentes deformantes, dispositivos lumínicos giratorios y juegos cromáticos varios que funcionarían como equivalentes ópticos de la esquizofrenia y la psicopatía del protagonista masculino. Todo derivó en un cataclismo escalonado cuando Reggiani abandonó el set de filmación por una enfermedad muy misteriosa, Jean-Louis Trintignant llegó como reemplazo pero el asunto quedó en punto muerto, un lago artificial que sería una locación fundamental estaba a punto de ser vaciado y para colmo de males el propio director sufrió un paro cardíaco, desencadenando que el rodaje se detuviese de manera definitiva a posteriori de tres semanas de haber comenzado. Más allá del hecho de que el opus maldito de 1964 sería retomado más adelante por Claude Chabrol, quien retocaría el guión original de Clouzot, Jean Ferry y José-André Lacour para adaptarlo a la década del 90 y filmarlo respetando el título original vía la excelente El Infierno (L’Enfer, 1994), y por Serge Bromberg y Ruxandra Medrea en ocasión del documental El Infierno de Henri-Georges Clouzot (L’Enfer d’Henri-Georges Clouzot, 2009), una muy interesante reconstrucción de la película fallida y sus entretelones a partir del material que entregó la viuda a los realizadores y que pudo rodarse aunque sin sonido, por ello se utilizó a los actores Bérénice Bejo y Jacques Gamblin en las escenas en las que eran necesarios los diálogos, lo cierto es que el propio Clouzot recuperó elementos de El Infierno cuatro años después en el que sería su último film, La Prisionera (La Prisonnière, 1968), epopeya anímica de lo más curiosa porque constituye en simultáneo ese tan temido punto final a escala profesional, en especial debido a que de allí en adelante ya ninguna aseguradora y ningún productor quería arriesgarse a comenzar un rodaje con el señor a sabiendas de su cada vez más deteriorado estado de salud, y una especie de renacimiento porque de hecho logra dotar de nueva vida a tópicos de antaño como los celos, el influjo sadomasoquista, la complicidad femenina en su destino, la dinámica del poder social y los muchos desvaríos de la mente a partir de una situación traumática o considerada angustiosa, algo que puede derivarse tanto de El Infierno como de aquellas primeras obras de marcado pulso autoral en línea con las queridas El Cuervo (Le Corbeau, 1943) y Muelle de los Orfebres (Quai des Orfèvres, 1947). Encarada luego de un ciclo de documentales para la TV francesa, italiana y alemana alrededor de presentaciones del director de orquesta Herbert von Karajan interpretando trabajos de Giuseppe Verdi, Robert Schumann, Antonín Dvořák, Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven, La Prisionera es una flamante exploración en la naturaleza bipartita del ser humano, léase su maldad y su bondad, aunque enfocada en esta oportunidad desde la óptica del placer derivado de la humillación, el sometimiento y la frialdad más cruel, típico esquema abrazado por un veterano como Clouzot que sirviéndose de las libertades formales y conceptuales de la década del 60 se deja llevar y juega con un sustrato erótico explícito hasta ese instante en verdad impensado por la censura comunal, cinematográfica y cultural general que imperaba a escala de todo el negocio internacional del séptimo arte hasta mediados del Siglo XX, en parte semejante al Hitchcock subido de tono de Frenesí (Frenzy, 1972) y Marnie (1964) y a su versión iconoclasta/ lúdica/ morbosa de Trama Macabra (Family Plot, 1976) y Cortina Rasgada (Torn Curtain, 1966). El opus forma parte de una larga tradición de obras sobre el voyeurismo, la represión sexual y la dominación símil esclavitud que incluye a odiseas de la misma época como Peeping Tom (1960), de Michael Powell, Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock, El Coleccionista (The Collector, 1965), de William Wyler, Blowup (1966), de Michelangelo Antonioni, Belle de Jour (1967), de Luis Buñuel, y La Bestia Ciega (Môjû, 1969), de Yasuzô Masumura, y faenas posteriores como Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974), de Liliana Cavani, Audición (Ôdishon, 1999), de Takashi Miike, y La Secretaria (Secretary, 2002), de Steven Shainberg. La historia, en esencia un triángulo amoroso, se centra en un millonario solitario que acaba de inaugurar una galería parisina de arte especializada en posmodernismo y pop art, Stanislas Hassler (el genial Laurent Terzieff, colaborador previo de Marcel Carné, Mauro Bolognini, Gillo Pontecorvo, Roberto Rossellini, Jacques Demy y Claude Autant-Lara, entre otros), y un matrimonio amigo compuesto por Gilbert Moreau (un Bernard Fresson ya veterano y muy eficaz), un artista avant-garde y eje del mecenazgo del anterior, y José (la estupenda Elisabeth Wiener, aquí en su primer rol de importancia), una hermosa editora de televisión que está trabajando sobre un informe acerca de mujeres que participan de manera semi voluntaria en rituales sadomasoquistas, golpizas, fotografías pornográficas y orgías del montón entre drogadictos y homosexuales. En la apertura en sí de la galería, un evento con invitados y miembros de la prensa, Gilbert, que mantiene una relación abierta con José en la que afirman contarse todo, se marcha con una influyente crítica de arte con la esperanza de seducirla para que escriba un artículo sobre él y su producción artística, lo que genera que su esposa haga lo propio con Stanislas en pos de tomar un trago en el lujoso aunque bizarro departamento del joven, repleto de objetos y esculturas hindúes folklóricas y posmodernas de pretensiones industriales, donde vive con su mayordomo Sala (Darío Moreno). Hassler, suerte de regreso espiritual aunque mucho menos desagradable de aquel avejentado y encorvado Georges Brignon (Charles Dullin) de Muelle de los Orfebres, le muestra a su invitada una colección de diapositivas de palabras manuscritas de distintos novelistas y poetas galos con vistas a ilustrar cuánto esconde el trazo de la mano en materia de la personalidad particular de cada sujeto, sin embargo de repente se cuela una imagen sadomasoquista de una mujer ignota en cuatro patas, encadenada y con la cabeza gacha que genera una risita de nervios y vergüenza por parte de José, quien a partir de ese momento comienza a fantasear con el sometimiento y queda prendida de una atracción que también es repulsión hacia la figura del mecenas de su marido. Cuando aparece la nota periodística de la crítica de arte y resulta ser sobre Stanislas y no sobre Gilbert, el cual en suma fue utilizado para sacarle datos acerca del millonario en medio de una borrachera y una sesión de sexo, Moreau pretende evitar a Hassler y así manda a su esposa a entregar a la galería unos cubos giratorios multicolor bastante ridículos que construyó junto a su asistente de corta edad, Maurice (Daniel Rivière), situación que la mujer aprovecha para interrogar a Stanislas sobre su hobby como fotógrafo de modelos amateurs, a quienes contacta a través de avisos en una revista y jamás toca pero gusta de someter verbalmente con directrices para que se planten ante su cámara en poses sensuales y/ o denigrantes. Tanta curiosidad deriva en la presencia como testigo de José en una sesión de fotos en el departamento del galerista en la que una meretriz tácita, la sensual Maguy (Dany Carrel), se deja fotografiar y tiene un orgasmo adelante del lente, no obstante cuando el dueño de casa pretende que la invitada protagonice un encuentro lésbico, ya que de hecho disfrutó del evento cual ama de casa culposa pero fascinada, José se retira de golpe del lugar. Tiempo después se presenta en la galería y así en la oficina de Hassler se termina de someter como buena puta que necesita que la humillen y que le digan qué hacer cual sucio animal, incluso accediendo al mentado encuentro con Maguy en el departamento luego de un ensayo previo recibiendo órdenes de Stanislas, como sacarse un zapato, abrirse de piernas, agacharse, mostrar el culo, arrodillarse y abrir bien la boca, y en simultáneo impartiéndolas a la tercera en cuestión, la modelo/ prostituta. Ella rápidamente se da cuenta de que el magnate es esclavo de una compulsión vacua y repetitiva de la que no puede salir y que subraya su incapacidad de dar amor real y sincero, por ello le comunica su necesidad de ya dejar de lado el plano virtual/ artificial de las fotografías y el voyeurismo y pasar al coito, pero el hombre se niega y la mujer rompe el vínculo porque lo considera un inmaduro y egoísta cual nene mimado. Gilbert sospechaba de la infidelidad y de la sutil destrucción del pacto que tiene con su mujer por sus ausencias prolongadas y corta la relación laboral con Hassler cancelando una exposición que tenían pautada, por lo que cuando José le confirma el asunto, diciéndole que es sólo un enamoramiento platónico, Moreau opta por abandonar temporalmente el hogar conyugal en pos de un viaje de trabajo hacia Alemania. Stanislas, que además coquetea con el suicidio vía la posibilidad de saltar desde lo alto de su edificio, y José, ya encontrándose sola por completo, caen en paralelo en la depresión y terminan volviéndose a ver porque de hecho el afecto resulta innegable, ahora con la mujer ganando la pulseada porque encaran una relación tradicional que incluye asistir a la ópera, abrazarse y besarse en la costa rocosa del mar, alojarse en la habitación de un hotel de impronta turística y finalmente tener sexo para sellar un cariño de pareja clásica. La felicidad dura poco debido a que el millonario se arrepiente de su vuelco al tradicionalismo al encontrar en el abrigo amarillo de ella una foto de ambos, tomada de casualidad en público, y una postal del hotel donde se alojan dirigida a una amiga de ella simplemente diciéndole que está enamorada, que todo es maravilloso y que se lo contará a su vuelta. Hassler rompe la postal y la foto, se marcha de inmediato sin explicación alguna y provoca que ella le narre con lujo de detalles las sesiones de fotos y el affaire a su marido, quien parte enfurecido para matar a un Stanislas que es advertido por José y que espera utilizar el episodio como una oportunidad tercerizada para quitarse la vida, sin embargo llegado el momento, arriba del techo del edificio, Gilbert reconoce que no tiene el valor suficiente para asesinarlo y se produce una reconciliación implícita entre ambos ya que Moreau manifiesta que ella le repugna pero su mecenas le responde que si así fuese no estaría frente a él tan exaltado, incluso lo insta a que regrese con José y salve la relación. En simultáneo la chica, casi autista por los acontecimientos, choca con su coche contra una barrera ferroviaria y termina varada en las vías, por las cuales llega un tren a toda máquina y arrastra el vehículo al punto de expulsarla totalmente herida y llena de contusiones. La mujer entra y sale de un coma, es sometida a una cirugía y consigue salir del peligro de muerte, aunque el matasanos a cargo (Michel Etcheverry) le aclara al esposo que puede que jamás lo reconozca, algo que efectivamente es así ya que después de una alucinación producto de los calmantes y los golpes en la cabeza lo confunde con el galerista al verlo parado al lado de su cama en el hospital. El director y guionista, en este último apartado apoyado por Monique Lange y Marcel Moussy, analiza una retahíla de temáticas que por aquellos años por primera vez podían encararse en pantalla de modo franco y sin la lastimosa obligación de contentar -o por lo menos no ofender- a los mojigatos castrados del hipotético público, paparulos que por cierto casi nunca consumen arte, pensemos para el caso en la doble dialéctica del cautiverio emocional y material, el manto placentero de la escenificación dolorosa a lo pulsión de muerte sublimada como ficción, la abulia de la vida doméstica más previsible y claustrofóbica y finalmente el círculo vicioso de una perversión que es fotografiada por Winding desde la iconografía del expresionismo germano y aquella psicodelia de la época en general y de El Infierno en términos específicos. Gran parte del trabajo técnico y visual acumulado para el proyecto inconcluso es reutilizado con mano maestra por Clouzot en primera instancia en la secuencia de la inauguración de la galería de arte, un ámbito saturado de colores chillones, espejos deformantes, figuras geométricas de plástico o alambre, dispositivos vinculados a la ilusión onírica, juegos lumínicos, resortes flotadores, listones, tornillos gigantes, movimientos hipnóticos, colgantes, un laberinto de negritud y hasta cameos de gente como Michel Piccoli, Pierre Richard y Charles Vanel, actor fetiche del cineasta ya visto en La Verdad, Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955) y El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953). Más allá de otro breve chispazo de fetichismo sesentoso con los arcanos y calidoscopios de la imagen, nos referimos al viaje en tren inicial del matrimonio hacia la galería y los experimentos improvisados de Gilbert en cuanto a cerrar uno u otro ojo, mirar fijamente a una persona entre medio de un tren a toda velocidad, mover su mano derecha raudamente sobre una camisa de colores pasteles y simular un encuadre cinematográfico sobre el paisaje urbano a través de la ventana de la formación ferroviaria en movimiento, a decir verdad el gran contrapunto de la escena de la apertura del enclave artístico de Hassler es la secuencia final de la compleja alucinación de José en el nosocomio, en la que Clouzot se vuelca por unos segundos al blanco y negro del pasado y a posteriori arranca con una andanada de colores difusos y ondulantes, reflectores, espejos rotos, ella encadenada, violencia y tortura entre los dos machos, arte hindú pero también posmoderno vaginal, Maguy desnuda, multiplicidad de rostros, lentes y ojos, soles ennegrecidos símil agujeros negros, orgasmos al paso, un striptease de José, imágenes de cadencia acuosa, torbellinos que marean, aquella foto de ella y su amante que pasa a ser reconstruida vía cámara invertida, laberintos de listones rojos y azules, un regreso del tren fatídico aunque en penumbras, alarmas y sirenas varias, llantos, huidas infructuosas, una buena tanda de zooms histéricos y la presencia intermitente de Stanislas sacando fotos o suicidándose en las vías y un Gilbert que observa pasivamente, desparrama vehemencia y hasta llega a fusionarse en un mismo individuo con el magnate, alegoría de la confusión identitaria de la muchacha. Clouzot, fiel a su idiosincrasia nihilista, parece contraponer la algarabía cromática y la sinergia positiva algo mucho ingenua del comienzo, basada en el concepto del personaje de Terzieff a lo pop art de transformar a las galerías de “almacenes de cuadros” en “supermercados de arte” en pos de una supuesta democratización cultural en donde el aura de la obra primigenia se licúa en la uniformidad de reproducciones que dicen ser originales pero no lo son, con el adverso de la esperanza o específicamente su costado ultra pesadillesco, por ello mismo la retahíla de imágenes de paranoia, desesperación y miedo del desenlace se aleja de la experiencia tradicional de descubrimiento o apertura de la conciencia, semejante al remate de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, o al final original de Fase IV (Phase IV, 1974), de Saul Bass, y se acerca a la angustia paradigmática del terror más abstracto e inasible, ese que queda fijado en la psiquis del sujeto para trastocar sus pivotes de cabecera a pura ironía. En este sentido, el periplo hacia el mundo del sadomasoquismo desemboca en una derrota total y cruzada para los tres vértices del triángulo protagónico, basta con considerar que José en última instancia hace turismo por las regiones del dolor placentero con la meta de pescar a un nuevo compañero que reemplace a su esposo, readaptación hacia el conservadurismo de por medio, Hassler por su parte se coloca en el rol del amo taciturno inexpugnable aunque llegado el momento la fémina lo baja del trono tácito y lo amolda a sus criterios al punto de dejarlo al borde del colapso ya definitivo ante su renuncia patética a sus creencias/ utopías eróticas de sumisión, y finalmente Moreau, gran ejemplo del lumpen bobalicón, inútil y desinteresado en su pareja atrapado en su obsesión laboral monotemática y alguna traición sexual ocasional, no pasa del papel del cornudo que no sólo no comparte el gusto reprimido por las orgías de su mujer sino que para colmo debe hacerse cargo de lo que queda de ella a nivel psicológico luego de que chocan de frente la moral burguesa de cuna y los principios sádicos que impone el galerista, en este caso con la metáfora de la colisión entre el auto y el tren como símbolo evidente de lo anterior. La Prisionera, precisamente, sobresale en materia del desmenuzamiento de los conflictos que se mueven por detrás de las múltiples variantes del amor y del sexo, así la frustración siempre es un resultado a esperar ya que todos quieren cosas distintas para sí mismos y del otro/ pareja/ amante, es por ello que las negociaciones de la convivencia son tumultuosas en función de una comunicación que muchas veces se empantana, de un aburrimiento que no tarda en aflorar y de una pretensión de novedades que terminan cayendo en el esquema ya transitado con antelación porque la lógica del poder en la intimidad implica que alguien domina y alguien es dominado como ocurre en el sexo y la naturaleza en general, conduciendo de nuevo a categorías estancas en la cama o el hogar que producen más hastío y más ansias de vanguardia o súbita evolución.

 

La Prisionera (La Prisonnière, Francia/ Italia, 1968)

Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot, Monique Lange y Marcel Moussy. Elenco: Elisabeth Wiener, Laurent Terzieff, Bernard Fresson, Dany Carrel, Michel Etcheverry, Daniel Rivière, Darío Moreno, Michel Piccoli, Pierre Richard, Charles Vanel. Producción: Robert Dorfmann. Duración: 106 minutos.