All Quiet on the Eastern Esplanade, de The Libertines

La furia y la delicadeza se dan la mano

Por Marcos Arenas

Qué mal que esteremos en el Siglo XXI a nivel cultural que ya prácticamente no existe un movimiento ni en el mainstream ni en el indie que se acerque a la peligrosidad, algarabía y desparpajo del punk de los años 70 de la centuria pasada, de hecho lo más parecido a escala de aquel caos y vitalidad fue la aparición a comienzos del nuevo milenio en Londres de The Libertines, la querida banda liderada por los amigos Pete Doherty y Carl Barât, ambos en voces y guitarras, y completada por John Hassall y Gary Powell, especialistas del bajo y la batería, respectivamente. Si bien los británicos a nivel general fueron englobados en el revival rockero de bandas como The Strokes, Yeah Yeah Yeahs, The Rapture, Interpol, Franz Ferdinand, Arcade Fire, The Black Keys, TV on the Radio, Arctic Monkeys, Black Rebel Motorcycle Club, The National, Death Cab for Cutie, LCD Soundsystem y muchas más, lo cierto es que su corazón musical siempre estuvo del lado del punk de la primera camada inglesa, tanto la efervescente y suicida de Sex Pistols como la más heterogénea de gente como The Clash, Buzzcocks, The Damned, Wire y los gloriosos The Jam de Paul Weller, algo que queda de manifiesto en el encargado de la producción de sus dos primeros discos, los hoy legendarios Up the Bracket (2002) y The Libertines (2004), nada menos que Mick Jones, otrora líder de The Clash junto con el fallecido Joe Strummer. En medio de un vendaval de peleas, adicciones, giras eclécticas, rupturas y problemas varios con la ley, Barât y Doherty se las arreglaron para transformarse en los últimos representantes de la tradición iconoclasta rockera del Reino Unido y en unos artistas muy sensatos que siempre prefirieron no forzar las reuniones y privilegiar la calidad del material ofrecido al público y la prensa por sobre la cantidad, de allí que la respuesta a los dos álbumes históricos del grupo se haya limitado a apenas otras dos placas, léase Anthems for Doomed Youth (2015) y el flamante All Quiet on the Eastern Esplanade (2024), que también son excelentes y refuerzan la idea -una verdad ampliamente ratificada entre los fans- de que lo mejor de la producción artística de los señores se da cuando dejan de lado sus diferencias e inconvenientes privados y vuelven al estudio para trabajar en armonía.

 

Por supuesto que en separado han generado álbumes muy encomiables en línea con los solistas propiamente dichos de ambos, por un lado Carl Barât (2010) y por el otro Grace/ Wastelands (2009) y Hamburg Demonstrations (2016), las joyitas del gran Pete, no obstante existen más pruebas de la necesidad urgente de la colaboración que de una hipotética defensa de la distancia mutua o quizás del trabajo con otras bandas, en este sentido podemos citar primero los discos fallidos recientes de los señores con otros músicos o agrupaciones de acompañamiento del montón, ese Let It Reign (2015) de Carl Barât and the Jackals y aquellos Peter Doherty & the Puta Madres (2019) y The Fantasy Life of Poetry & Crime, en este caso un trabajo sutilmente barroco bajo la compañía del galo Frédéric Lo, y segundo el carácter demasiado desparejo de los álbumes de las bandas paralelas por antonomasia de cada uno, nos referimos a los Dirty Pretty Things de Carl, artífices de Waterloo to Anywhere (2006) y Romance at Short Notice (2008), y los inefables Babyshambles de Doherty, colectivo que de todos modos fue creciendo desde la inconsistencia de Down in Albion (2005), pasando por el sustrato más coherente de Shotter’s Nation (2007), hasta llegar al sorpresivo y admirable Sequel to the Prequel (2013). Así las cosas, son los cuatro discos de The Libertines las verdaderas cúspides del dúo y de su potencia arrolladora dentro del punk furioso pero también del rock clásico anglosajón que unifica a The Kinks y The Rolling Stones con The Smiths y Echo & the Bunnymen sin desconocer el garage, el indie, el post punk e incluso el pop beatlesco más melodioso, por ello en Up the Bracket brillaron clásicos de la suciedad fascinante de la talla de Vertigo, Death on the Stairs, Horror Show, Time for Heroes, Boys in the Band, Up the Bracket, The Boy Looked at Johnny, I Get Along y el bonus track What a Waster, en The Libertines se destacaron Can’t Stand Me Now, Last Post on the Bugle, Don’t Be Shy, The Man Who Would Be King, Music When the Lights Go Out, The Ha Ha Wall, Campaign of Hate, What Katie Did y What Became of the Likely Lads, y por su parte Anthems for Doomed Youth, producido por Jake Gosling, nos legó las exquisitas Gunga Din, Fame and Fortune, Heart of the Matter, The Milkman’s Horse, Dead for Love, Anthem for Doomed Youth y la siempre sublime You’re My Waterloo, amén de este All Quiet on the Eastern Esplanade, ahora con producción del francés Dimitri Tikovoï, que no se queda atrás gracias a composiciones de primer orden que repasaremos a continuación porque reafirman una magia de vieja cepa tendiente a renacer cuando estos cuatro genios sincronizan su creatividad y esa hermosa energía tan parecida a la libertad.

 

Run Run Run abre el disco con la misma fuerza de Vertigo o el himno Can’t Stand Me Now y explora uno de los tópicos favoritos de la banda, la necesidad de escapar de los cataclismos y estigmatizaciones del pasado en dirección hacia un mundo inconformista semejante al que encontraba aquella Alicia de Lewis Carroll aunque no para sentar cabeza, como todos esos “ciudadanos modelo” que hacen lo que se les dice, sino para que la noche dure un poco más, de allí la constante invitación del estribillo y el título a correr tanto en plan de celebración del hedonismo, la felicidad y la picardía callejera del sobreviviente como con el objetivo de huir de la ley, algo que a su vez se vincula con el nombre del grupo y su correlación con la retahíla de libertinos que siempre poblaron los textos de Donatien Alphonse François de Sade alias Marqués de Sade, perseguido incansablemente durante su vida por las autoridades galas. Mustangs cuenta con una estructura curiosa ya que arranca como un tema jocoso a medio tiempo, entre el reggae y el country freak con coritos irónicos de Doherty acompañando la voz central de Barât, y en su final se transforma en una odisea soulera insólita en la tradición de los Stones circa Exile on Main St. (1972), todo mientras la letra nos pasea por los anhelos de una ama de casa, a quien le gusta tomar unos tragos cuando los niños están en la escuela, y de una monja joven, la cual reprime su sexualidad mientras recibe las miradas lascivas de la fauna masculina, esquema que incluye a Pete fumando y observando estas dos escenas mundanas y a esos Ford Mustangs surrealistas que conducen a las hembras hacia sus sueños ignotos, más íntimos. I Have a Friend es otra de las canciones magistrales de The Libertines situadas entre lo político y lo lírico descarnado, ahora en marco semi punk y unificando la tristeza enquistada, los lobos en la puerta, la velocidad virtual, el porno gratis, la supuesta libertad de expresión, el imperialismo del Primer Mundo, la ignorancia e improvisación masiva, los desalojos de la gentrificación, la televisión basura, la vacuidad de los discursos sociales y esos “malos que necesitan a los buenos como los ricos necesitan a los pobres”, siempre adoptando la perspectiva del lumpenproletariado porque “es difícil teorizar cuando te están brutalizando y las lágrimas caen como bombas, sin previo aviso”.

 

Insólito ejemplo de lo que sería la versión garage del pop barroco sesentoso con orquesta a lo Scott Walker y a su vez tamizado por la bella grandilocuencia de Phil Spector, Merry Old England es en simultáneo una parodia del chauvinismo británico y una denuncia de la xenofobia y el cruel tratamiento de los inmigrantes y refugiados en el país, amén de además subrayar las aventuras imperialistas encaradas por el Reino Unido junto con yanquilandia en distintas partes del planeta y las acciones políticas y bélicas indirectas mediante la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que desembocan en tragedias humanitarias de diversa envergadura, precisamente como las citadas en la letra que involucran a sirios, iraquíes, rusos, ucranianos y cualquier otro contingente nacional que se vea desplazado por la guerra, el asedio genocida o las infaltables hambrunas del capitalismo de la especulación, el garrote y la miseria. Con algo del nihilismo sarcástico de nuestros veteranos de la música de Run Run Run, Man with the Melody sigue la estela barroca de la composición previa y se mete de lleno en la relación entre la agrupación y los fans por un lado, trazando la distancia de la recepción cultural vía la creación de melodías y su reapropiación por parte del público, y los medios de comunicación por el otro, aquí de hecho acusándolos de necios, mentirosos, déspotas y mediocres, lo que implica que el artista verdadero lo seguirá siendo hasta la muerte y que los demonios de siempre de la banda son inherentes al mundo del espectáculo y sus vicisitudes, como explícitamente lo aclaran los señores en la primera estrofa.

 

Mientras que Oh Shit funciona como un nuevo arrebato punk -en esta oportunidad un poco más plácido- sobre un gracioso triángulo amoroso de amantes de corta edad, léase un macho errante y parrandero llamado Jamie que deja a su novia Imo por otra chica mucho más alocada y aguerrida, Niki, la genial Night of the Hunter se ubica entre el folk, la balada y el spaghetti western modelo Ennio Morricone para citar This Is a Low (1995), de Blur, y aquellos tatuajes de “amor” y “odio” en los nudillos de Harry Powell (Robert Mitchum), el protagonista de La Noche del Cazador (The Night of the Hunter, 1955), obra maestra cinematográfica de Charles Laughton, y en esencia para tomar la forma de una llamada telefónica a la pareja del narrador con la meta de comunicarle que lo llevan detenido por asesinato con arma blanca entre sirenas, luces intermitentes, esposas y la certeza de que “todos los policías son unos bastardos”, otro de los tatuajes de este alter ego musical de Doherty, él mismo todo un experto en pasar tiempo en prisión o esquivar la cárcel por poco debido a posesión de drogas, robo de autos, manejar intoxicado, violar la libertad condicional, pelear con los inmundos uniformados o por aquella pelea del 2005 con el documentalista Max Carlish y el mítico destrozo del departamento de Barât del 2003. La misteriosa Baron’s Claw es una suerte de blues de aires prostibularios, con saxofón y risas lúgubres finales, que juega con el pacto faustiano y específicamente con la figura mefistofélica del barón de antaño del título, un oligarca de temer que está rodeado de oro y plata, posee un “gran coche negro”, extorsiona a los burgueses de una tienda de comestibles y vive en una mansión enorme con el primer teléfono de la zona, panorama que despierta la devoción y curiosidad de esos purretes vecinos que poco y nada entienden.

 

En sí una canción amable/ sosegada para el promedio agitado de los Libertines del pasado pero bastante estándar para nuestros Libertines mayorcitos y su apego a la tranquilidad, Shiver sorprende al manifestar un sincero desconcierto frente a la desaparición del Imperio Británico, eje temático que la banda tomó de The Kinks, The Jam y el brit pop de los años 90, el funeral del 2022 de Isabel II del Reino Unido, luego de un reinado de siete décadas, y la coronación de Carlos III, su hijo mayor, lo que deja todo servido para que Doherty recupere New Love Grows on Trees, gran canción del Grace/ Wastelands, y retome su viejo universo poético vinculado al navío Albion, una designación arcaica de Gran Bretaña, en eterno viaje hacia Arcadia, tierra utópica donde no existen leyes ni autoridad alguna y prima un socialismo real sin mediaciones. Be Young incluye un puente reggae pero el grueso del tema funciona como un contrapunto símil grunge o Pixies entre el brío punk de las estrofas y la apacibilidad del estribillo, en esta ocasión de la mano de una letra que invita a retomar el amor ardoroso de la juventud, porque está cerca la “puta aniquilación total y definitiva”, y que retrata el delirio del nuevo milenio en versos estupendos como “esta tautología lírica, libertad y democracia/ esclavitud y autocracia, el planeta de seguro se pudrirá, ya ves/ música y mitología, Dioses del fuego, astrología/ autoeroticología, ¿saldrás esta noche?”. Songs They Never Play on the Radio, el cierre del álbum, recupera algunos latiguillos de Babyshambles y constituye al mismo tiempo un homenaje a los vinilos y la escucha paciente y detallada de antaño y un análisis de las paradojas de la industria musical de ayer y hoy, antes dependiendo de las cadenas de radio, los magnates y aquellos “cazatalentos” despistados de las compañías discográficas, lo que generaba contratos leoninos que padecían los artistas, y en este presente digital del Siglo XXI prácticamente no viendo dinerillo alguno por las regalías de la reproducción de los temas, cortesía de las sumas irrisorias que las plataformas como Spotify le pagan a los músicos, aunque con la posibilidad de llegar de manera más directa al oyente, planteo que asimismo conlleva la sobreabundancia de material nuevo y la facilidad con la que lo valioso se pierde en el mar de la chatarra intercambiable del mainstream y el indie del nuevo milenio.

 

En general más crudo en su producción y menos popero o radio friendly que el más baladístico, prolijo y concienzudo Anthems for Doomed Youth, de hecho un regreso al ruedo largamente meditado, All Quiet on the Eastern Esplanade se reapropia de la espontaneidad de antaño para filtrarla mediante la experiencia acumulada a lo largo de los años por Barât, Doherty, Hassall y Powell, un cuarteto que por supuesto aquí no supera lo hecho en Up the Bracket y la placa homónima del 2004 pero sabe desparramar entusiasmo contracultural de vieja escuela y en especial poner en vergüenza a tantas bandas de la actualidad que no llegan -ni jamás llegarán- a este nivel de dinámica creativa, a la par construyendo canciones memorables y sacándole lustre a la iconografía rockera de choque social e ideológico que tanto amamos, no la de la legión de burgueses aburridos y patéticos haciendo bedroom pop sino la de grupos tocando en salas de ensayo, interactuando con el público que los viene a ver y defendiendo a las guitarras gritonas y la marginalidad de izquierda más estrafalaria. Esta comunión de fondo entre la brevedad, sustentada en el hecho de que ninguna canción supera los cinco minutos de duración, y la fascinación de siempre de The Libertines con los forajidos, los poetas malditos y los sufrientes rebeldes que no caen en la apatía o la depresión, gustito por los enfrentamientos antihipocresía y antifascistas de mierda de por medio, sostiene de maravillas al disco y lo convierte en un trabajo muy disfrutable y adictivo en el que los ingleses nuevamente alcanzan la mejor versión de ellos mismos en el rubro para el que el universo los ha convocado desde el vamos, el rock con cojones e idiosincrasia subversiva, donde la furia y la delicadeza se dan la mano.

 

All Quiet on the Eastern Esplanade, de The Libertines (2024)

Tracks:

  1. Run Run Run
  2. Mustangs
  3. I Have a Friend
  4. Merry Old England
  5. Man with the Melody
  6. Oh Shit
  7. Night of the Hunter
  8. Baron’s Claw
  9. Shiver
  10. Be Young
  11. Songs They Never Play on the Radio