Efectos Especiales (Special Effects)

La glorificación del don nadie

Por Emiliano Fernández

Resulta muy hilarante que en el mismo año en que Brian De Palma nos regaló Doble de Cuerpo (Body Double, 1984), una de sus películas más suntuosas y hitchcockianas con claros elementos tomados prestados de La Ventana Indiscreta (Rear Window, 1954), La Llamada Fatal (Dial M for Murder, 1954) y sobre todo Vértigo (1958), el destino haya querido que el inefable Larry Cohen ofrezca su propia versión de esta última película de Alfred Hitchcock mediante la prodigiosa Efectos Especiales (Special Effects, 1984), jugada azarosa que unifica a ambas realizaciones bajo determinados ejes en común, como por ejemplo la obsesión romántica, el intercambio identitario, el voyeurismo, la manipulación más prosaica y la sátira intra gremio cinematográfico, y en simultáneo diferencia a los dos films ya que la fastuosidad y aquel preciosismo de la fotografía de Stephen H. Burum y la música de Pino Donaggio, correspondientes al opus de De Palma, poco tienen que ver con el gracioso sustrato grasiento de sus homólogas del trabajo de bajo presupuesto de Cohen, a cargo de Paul Glickman y Michael Minard, respectivamente. Ahora bien, en lo que atañe en concreto al terreno de las ideas iconoclastas y/ o sarcásticas, ambas películas están repletas de ellas y hasta se podría afirmar que la perspectiva hiper underground de Cohen supera en virulencia ideológica a lo hecho por De Palma gracias a que se tira de cabeza en la pileta de un terrorismo metadiscursivo insólito a través del cual va más allá del ardid de presentarnos variantes del falso culpable, el testigo creado a conveniencia o la incriminación del perejil de turno porque en sí apuesta a incorporar como núcleo del relato a la fascinación hipnótica tragicómica del séptimo arte y a un director ególatra en decadencia, típico “niño mimado” de Hollywood que gastó 30 millones de dólares en efectos especiales y eventualmente fue echado de su propio rodaje por pasarse de presupuesto y caprichos varios del montón, quien para colmo de males es adepto a filmar a escondidas sus encuentros sexuales pasajeros al punto de eventualmente traspasar la frontera que separa al coito fetichizado de la muerte y convertirse en artífice de un corto improvisado de cine snuff cuando asesina a una chica que descubre que está siendo grabada sin su consentimiento y que de inmediato decide burlarse del realizador, tanto por sus desgracias recientes como por su “virilidad alicaída”.

 

Prácticamente todos los personajes tienen la psiquis partida o gustan de saltar de un plano de la existencia a otro para moverse en una coyuntura bien distinta y a veces bastante confusa, basta con pensar en la protagonista inicial, una mujer en la gloriosa piel de Zoë Tamerlis que responde al nombre profesional de Andrea Wilcox, léase cuando trabaja en la industria pornográfica, y de Mary Jean en materia de su contexto familiar o de cuna, siendo precisamente por ese nombre que la conoce su joven esposo, Keefe Waterman (Brad Rijn), el cual viajó del campo profundo a Nueva York para buscarla y llevarla de nuevo ante su hijo pequeño, un nene que abandonó en pos de una carrera como actriz en la Gran Manzana que derivó en esencia en sesiones de modelaje porno ante onanistas furiosos con cámaras de fotos cual cazadores en un safari erótico. Waterman, de hecho, la encuentra en esos menesteres y la conduce hacia su departamento para que recoja sus cosas y regresarla al hogar del matrimonio, no obstante la chica lo engaña diciéndole que está en contacto con el cineasta famoso en cuestión, Christopher Neville (Eric Bogosian), y se escapa sin más para presentarse en el voluminoso hogar del magnate en crisis del séptimo arte, donde muere cuando surge una discusión por la cámara detrás de un espejo destinada a registrar la sesión amatoria. A partir de este momento Neville se obsesiona con rodar un film utilizando el metraje que tiene de sí mismo fuera de campo asesinando a Wilcox, para lo cual suma al proyecto no sólo al detective del caso de homicidio en calidad de “asesor técnico”, un tal Philip Delroy (Kevin O’Connor) que sospecha del marido de la occisa en especial porque el cadáver apareció en el auto del hombre, sino además al propio Keefe, a quien le pone un abogado de alto perfil y saca de la cárcel pagándole esa fianza dictaminada por falta de pruebas. Cuando el director le dice a Waterman que necesita la ropa de Andrea, el joven trata de recuperarla luego de haberla donado al Ejército de Salvación, donde conoce a una voluntaria idéntica a su esposa, Elaine Bernstein (Tamerlis de nuevo), que por supuesto también participará del rodaje de la película tiñendo su pelo castaño de rubio y dejándose someter bajo la promesa de una fama que supuestamente llegará reconstruyendo el devenir de Wilcox, enfrentada a su marido y estrangulada por el siempre maquiavélico Christopher.

 

Así como Wilcox aglutina características de Norma Jeane Baker alias Marilyn Monroe (1926-1962), siendo Mary Jean en su etapa previa a la “industria del espectáculo” y Andrea en el período pornográfico, lo mismo puede decirse de un Waterman que también termina corrompido por la metrópoli, al pasar de pretendido salvador de su esposa a cómplice del macabro film de Christopher sobre la existencia de la mujer, y de un Delroy que termina obnubilado por la fábrica de estrellas al punto de descuidar la investigación en torno al homicidio y dedicarse en cuerpo y alma a formar parte de la producción y el rodaje de la película, amén del mismo Neville que la va de “autor maldito” en público, un esteta del óbito y el sexo incomprendido por el mainstream de su tiempo, aunque en privado es un psicópata con todas las letras que no sólo asesinó a la fuente de inspiración de su proyecto, uno de bajo presupuesto con el que espera regresar a las grandes ligas, sino que anhela incriminar al pobre diablo de Keefe finalizada la filmación e incluso también silencia al técnico que reveló el mentado corto, uno reversible y sin copia de protección, Leon Gruskin (H. Richard Greene), al cual estrangula en su laboratorio con algo de celuloide porque se encaminaba a chantajearlo después de ver el jugoso material snuff. El título hace referencia tanto al fracaso del cineasta en el aparato hollywoodense, típica parábola del director que es engullido por su narcisismo exponencial dentro de la gigantesca maquinaría de los estudios de Los Ángeles, como a la manipulación del dispositivo cinematográfico en cuanto a la destreza de convertir a la realidad en una ficción freak que a su vez alimenta a la realidad al extremo de modificarla en este juego de espejos paulatinamente más deformados y sin que sea posible determinar cuál es el verdadero origen de cada ingrediente de la praxis material y del andamiaje narrativo en pantalla, algo a lo que alude en repetidas ocasiones el propio Neville mediante su obsesión con las estrategias retóricas de los medios de comunicación para espectacularizar la muerte y difundirla sacándole provecho al morbo social, por ello le muestra a Wilcox el fragmento televisivo de Jack Ruby cargándose en 1963 a Lee Harvey Oswald o cita ante la prensa como influencia profesional decisiva a Abraham Zapruder, nada menos que el hombre que registró el asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas.

 

Más allá de queridos latiguillos eternos de Cohen como una Nueva York de impronta bien antropófaga, la pesquisa policial de fondo, los giros alucinados y/ o semi surrealistas de la trama, la entrañable efusividad de la faena en su conjunto, los múltiples apuntes paródicos y la originalidad de una propuesta que saca partido con inteligencia y desparpajo de recursos de antaño, en Efectos Especiales queda muy en primer plano la idea del señor de explorar la crueldad del negocio audiovisual masivo en tanto mega picadora de carne que desecha a cualquiera que no se adapta a sus deseos y pretende conservar su dignidad sin prostituirse, planteo insinuado mediante su álter ego perverso, Neville, a la vez denunciante y cómplice del asunto, cuando nos habla de nuestra contemporaneidad, la era de la banalidad y la nada misma, una especie de glorificación del don nadie siempre y cuando este ser anodino sea una víctima, canibalismo mediático amarillista de por medio que desde su perspectiva trae a colación las carreras casi inexistentes de Dorothy Stratten (1960-1980), eje de la genial Star 80 (1983), dirigida por Bob Fosse y protagonizada por Mariel Hemingway como la célebre Playmate asesinada por su esposo Paul Snider (en pantalla compuesto por Eric Roberts), y de Frances Farmer (1913-1970), catalizadora de la excelente biopic Frances (1982), de Graeme Clifford y con Jessica Lange en el rol de la famosa actriz del Hollywood Clásico que cayó en una infinidad de problemas mentales, episodios de violencia, comportamientos erráticos y una estadía de casi una década en varias instituciones psiquiátricas, donde fue sobremedicada, torturada y violada con el consentimiento del personal médico a cargo. Sin contenerse para nada en materia de un desenlace muy irónico, aquí con Delroy finalizando la película a posteriori de la muerte reglamentaria de Neville y con Elaine ocupando el lugar de Andrea como esposa y madre del niño de Keefe, y de los desnudos de Tamerlis, la cual en 1999 tendría un final trágico como Monroe al fallecer producto de su adicción a la cocaína y la heroína, el amigo Larry redondea una epopeya inigualable de la mejor Clase B norteamericana sobre el placer/ goce voyeurista y los diversos mecanismos de explotación, sometimiento y normalización de los cuerpos y las mentes de todos aquellos que ingresan a la industria o el mercado cultural, ya sea en calidad de consumidores o artistas novicios…

 

Efectos Especiales (Special Effects, Estados Unidos, 1984)

Dirección y Guión: Larry Cohen. Elenco: Zoë Tamerlis, Eric Bogosian, Brad Rijn, Kevin O’Connor, H. Richard Greene, Bill Oland, Steven Pudenz, Heidi Bassett, John Woehrle, Kitty Summerall. Producción: Paul Kurta. Duración: 106 minutos.

Puntaje: 9