Y pensar que ya para mediados de la década del 90 Marco Ferreri consideraba que el cine como experiencia colectiva enriquecedora estaba muerto y lo que quedaba en pie era apenas un producto controlado casi por completo por los agentes oligopólicos del gremio cultural y destinado a un consumo de corte individual, ya sin la complejidad comunitaria de aquellas salas de antaño y esas maratones de películas que ofrecían la excusa perfecta para socializar en la oscuridad uterina de las proyecciones mediante films que apuntaban a las entrañas, al intelecto o en muchas ocasiones a ambos, justo como los opus del director y guionista italiano. Muchas veces al hablar de Ferreri se repite aquello de que su cine es profundamente nihilista y misantrópico al extremo de denunciar de manera permanente la desaparición o futilidad de la capacidad de hombres y mujeres para comunicarse entre sí, vivir bajo un mismo techo, llegar a un acuerdo y/ o formar parte de una sociedad cada día más y más enferma e injusta, y si bien gran parte de su producción artística se condice con dicha descripción lo cierto es que detrás asimismo anida un gran humanismo porque concentrarse en las facetas negativas de nuestra existencia tiende a esconder un mundo anhelado que es precisamente el opuesto exacto con respecto al deprimente y apocalíptico retratado en pantalla. La mordacidad, el surrealismo y la fisiología desatada o bien visceral fueron las tres herramientas retóricas predilectas del realizador a la hora de aligerar la carga de desesperación de sus personajes y señalar la dimensión ridícula de muchos de los castigos que les llegaban cortesía de la sociedad o que se imponían ellos solitos bajo el peso de sus obsesiones y manías, pensemos para el caso en el departamento soñado de El Pisito (1958), ese triciclo para veteranos de El Cochecito (1960), la hembra con hipertricosis de La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964), el revólver antiguo de Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969), la búsqueda del vástago propio de La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969), el perro fiel de Liza (1972), los alimentos que inundaban La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), el falo del tremendo Gérard Depardieu de La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976), la cría de chimpancé de Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), el alcohol en su versión bukowskiana de Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981) y aquel bebé por nacer de El Futuro es Mujer (Il Futuro è Donna, 1984). Ya casi nadie recuerda al maestro Ferreri porque los imbéciles que ven cine hoy por hoy son hijos de las estampitas de siempre en materia de los autores más estereotipados y repetidos de los ambientes norteamericano y europeo, amén de que su forma de encarar la narración cinematográfica, volcada a pegarle constantes patadas en los huevos o los ovarios a los espectadores para que la pasen para la mierda, cayó en desuso a instancias de ese patético fetiche de fines del Siglo XX y el nuevo milenio, la empatía marketinera castrada, inofensiva o de cotillón que cuando quiere ser popular resulta falsa y mediocre y cuando sueña con ser inteligente hace agua por todos lados porque ya desapareció aquellas valentía y provocación de antaño amparadas en una concepción del arte que apostaba por cagarse en todos y decir la verdad que a uno se le dé la regalada gana aunque siempre teniendo en cuenta esa doble faceta del discurso a la que nos referíamos con anterioridad, la de la sátira amarga y distante que esconde una quimera melancólica cuasi disimulada. Podríamos haber rescatado apenas La Gran Comilona, la única película que tienen presente los pocos que aún tienen presente al italiano, pero nuestra verdadera intención es homenajear a uno de los más grandes y más olvidados cineastas de la historia, por ello elegimos otras diez de sus mejores y más fascinantes realizaciones para analizarlas, reírnos con sus ironías hiper cáusticas y terroristas y repensar el legado de un creador maravilloso que estuvo siempre a la vanguardia de su tiempo y gustaba de patear el tablero para despertar de su letargo a las legiones de muertos en vida que componen la industria cinematográfica, la crítica y en especial el público, último eslabón de la cadena y generalmente el menos capacitado para juzgar lo que acontece a su alrededor -y delante de sus ojos- porque las urgencias de la vida cotidiana no permiten mucha reflexión valiosa acerca del sentido común, el canibalismo y los patrones de comportamiento en las sociedades capitalistas, tres comarcas que serían desmenuzadas incansablemente por Ferreri al punto de llegar al gran meollo de la angustia moderna y a los callejones sin salida que le plantea al bípedo de hoy en día vía procesos de deshumanización y explotación mutua que o conducen a la debacle a mediano o largo plazo o permiten el nacimiento de una nueva sociedad, por supuesto en una playa semi desierta y con todos en pelotas como tantas veces ocurría en las películas del genio milanés del sarcasmo.
Índice:
Sobre Ferreri, como de tantos otros grandes autores del séptimo arte, se suele decir que se la pasó filmando una y otra vez la misma película y en gran medida fue así, no obstante llama poderosamente la atención cómo la primera de ellas, su ópera prima El Pisito (1958), desde el vamos parece la obra de un realizador veterano que ha estado trabajando/ puliendo durante muchos años un formato que le es propio y totalmente característico. Casi todos los rasgos que dominarían a posteriori la producción creativa del italiano ya están condensados en su puntapié profesional como director luego de haber firmado los guiones de Mujeres y Soldados (Donne e Soldati, 1954), de Luigi Malerba y Antonio Marchi, y el opus colectivo Amor en la Ciudad (L’amore in Città, 1953), de Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Francesco Maselli, Dino Risi y el gran Cesare Zavattini, hablamos de la obsesión con la muerte y/ o la vejez, la glotonería crónica, la presencia de las mujeres como éxtasis, putas y condenas de los hombres, el deambular afable de niños y animales, las fantasías que van penetrando en la realidad de manera catastrófica/ fatalista, un marco religioso que lo ve todo con indiferencia y esa clásica ansiedad ciclotímica del hombre contemporáneo que siempre se daba cita en primer plano en las obras de Ferreri. El guión de Rafael Azcona y el italiano, basado en la novela homónima de Azcona de 1956, funciona como una suerte de reinterpretación a la española del neorrealismo ahora haciendo foco en la primera oleada de mega especulación inmobiliaria del Madrid moderno como consecuencia del éxodo campesino hacia las grandes ciudades del país luego del fin de la Guerra Civil, todo en función de las políticas de pretendida autarquía del dictador Francisco Franco, la miseria que generaron en el interior de la nación en el corto plazo, el generoso ajuste económico subsiguiente para recurrir al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, las ansias generales de los habitantes bucólicos de mejorar sus condiciones de vida y los coletazos de las penurias bélicas que aún se sentían. Rodolfo (José Luis López Vázquez) es un empleado contable de una empresa que se dedica a vender almendras propiedad de Don Manuel (Gregorio Saugar), un negrero inmundo al que recurre para que hable en su nombre con un procurador en las sombras para ver si puede heredar el alquiler del departamento de Doña Martina Rodríguez (Concha López Silva), una anciana siempre al borde de la muerte que a su vez le subalquila la propiedad a tres personas, el médico callista Dimas (José Cordero), la prostituta Mery (Celia Conde) y el propio Rodolfo, cada uno viviendo en un cuarto del departamento y compartiendo cocina y baño y la obligación de cuidar a la vieja, faena que de todos modos cae en su mayoría sobre la sirvienta, Mari Cruz (Andrea Moro), quien duerme en un cuarto minúsculo símil despensa de la cocina. La novia enfermera del protagonista, Petrita (Mary Carrillo), con la que mantiene una relación desde hace ya doce largos años, tampoco está mucho mejor ya que ella también padece el hacinamiento madrileño de las casas de familia subalquiladas o repletas de gente, mujer que vive en un cuarto pequeño con su hermana embarazada (María Luisa Ponte), sus hijos y diversas personas más. Ambos rondando los 40 años, Rodolfo y Petrita desean casarse pero necesitan de un lugar donde vivir relativamente en paz y sus ingresos combinados no lo permiten en medio del alza de precios, así las cosas es Don Manuel quien propone la idea de que el varón contraiga matrimonio con Doña Martina para heredar el departamento en su condición de hipotético cónyuge y con un alquiler sumamente bajo. El casero, Luisito (el propio Ferreri), es un hipocondríaco risible al que no se puede recurrir porque lo único que quiere es que se muera la vieja para poder desalojar el inmueble, derribarlo y vender sin más el terreno, llevando a la desesperación a la mandona de Petrita y al remilgado y pasivo de Rodolfo, pareja que eventualmente acepta que el hombre se case con la anciana después de idas y vueltas en materia de crisis, discusiones cíclicas, separaciones y reconciliaciones. Rodríguez vive dos años más y deriva en una controladora absoluta de la vida de su marido por conveniencia hasta que finalmente cae agonizante y por ello Petrita se presenta en la propiedad para imponer su voluntad, tratando a Mari Cruz de inútil y pretendiendo echar a la meretriz y subirle el alquiler al cirujano callista. Como en muchas otras películas futuras de Ferreri, cuando los personajes protagónicos obtienen lo que quieren aquí tampoco se topan con la felicidad debido a que el fallecimiento de la mujer, justo en el momento en que Petrita encuentra su cartilla de ahorros bancarios cual símbolo del canibalismo de entrecasa, sólo prolonga el malestar moral e ideológico de sujetos que por acoplarse/ adaptarse a lo que se espera de ellos a nivel social, en esencia formar una familia y construir un proyecto sustentable en conjunto mediante el ideal burgués del techo propio sin vecinos a la vista o cohabitantes molestos, terminan renunciando a todo principio ético y vampirizando a una viejita que de por sí tampoco era una joya humana resplandeciente pero por lo menos no le saltaba de lleno a la yugular de sus semejantes. Azcona y Ferreri, una sociedad creativa que se extendería a muchas otras películas, no demonizan en sí a ningún personaje porque los engloban a todos en una sociedad muy enferma que es la española de entonces y que puede trasladarse a la actual o sin duda a gran parte de Latinoamérica, pensemos en problemillas sin fin como las constricciones económicas, la explotación laboral, la desidia del Estado, el conformismo de buena parte de la comunidad, los matrimonios arreglados, la prostitución, los sueños destruidos con los años, la falta de amor o verdadero respeto en la pareja, la abulia y el egoísmo de la burguesía, la ignorancia del lumpenproletariado, el hacinamiento de las grandes urbes, la especulación con los precios de las propiedades y los alquileres, la inflación en materia de los alimentos del día a día, los abusos empresariales de toda índole y el maquiavelismo hogareño o entre clanes distintos forzados a convivir. Así como Doña Martina veía en Rodolfo, su inquilino, la posibilidad de mantener todas sus pertenencias en su lugar y seguir cuidando de su gato, Petrita también utiliza al hombre como un trampolín para conseguir el preciado “pisito” del título en Madrid dentro de una concepción general que señala el carácter sutilmente depredador de las mujeres para con los hombres, algo que está reforzado por la escena inicial en la que Mery llega al sitio donde vive luego de una farra nocturna con un turista idiota anglosajón. Los hombres, quienes gustan de jactarse en privado o entre ellos, también quedan escrachados en su cobardía, basta con recordar cómo Don Manuel ridiculiza cotidianamente a sus empleados, cómo el hilarante Sáenz (Ángel Álvarez), un compañero de trabajo de Rodolfo, se la pasa prometiendo que abandonará la empresa de venta de almendras y cómo el mismo protagonista adora quejarse de las quejas de su novia/ esposa tácita, Petrita, al mismo tiempo que convalida cada uno de los planteos revanchistas y de las frustraciones de la odiosa mujer. En el mundo claustrofóbico de El Pisito los machos se conforman con poco hasta que llegan las hembras con su ambición y los terminan llevando al ocaso existencial en un juego en donde mejorar la situación de los individuos implica traicionar sus convicciones humanistas para pisotear al otro, a ese que tenemos enfrente. Las paradigmáticas escenas del grotesco coral de la segunda generación neorrealista, aquella inolvidable de Pier Paolo Pasolini, Ettore Scola, Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio, Lina Wertmüller o los hermanos Vittorio y Paolo Taviani, se combinan con duelos actorales supremos entre José Luis López Vázquez, José Cordero, Mary Carrillo y Concha López Silva, entre otros, todos intérpretes maravillosos que extraen el patetismo y la humanidad agridulce de sus personajes tanto a través de diálogos mordaces como en secuencias más reposadas, pensemos para el caso en aquella recordada del baile en Sésamo, donde él y Petrita ven con amargura la pasión de otras parejas y comienzan a danzar casi por obligación contextual aunque sin poder disimular su tristeza, al punto de que la fémina reconoce explícitamente que deberían haberse casado cuando eran más jóvenes por más que hubiesen tenido que vivir en una chabola. El realizador italiano en El Pisito, acreditada por exigencias del aparato legal franquista al falso codirector español Isidoro M. Ferry, no sólo anticipa las debacles y penurias habitacionales de la segunda mitad del Siglo XX y lo que va del Siglo XXI sino que pone el dedo en la llaga de las injusticias, inequidades y delirios del capitalismo de siempre, ese que obliga a vivir en cuchitriles a la enorme mayoría de la población y condena a los asalariados del montón pero también a casi toda la capa burguesa privilegiada a mantenerse aferrada a trabajos cada día más esclavistas bajo la condición de no perder lo obtenido hasta entonces, en especial considerando lo oneroso que es mantener un estilo de vida metropolitano en donde se hace necesario pagar precios exorbitantes por absolutamente todo bien y servicio. Comedia negra de influjo documentalista y descarnado por antonomasia, el film es un retrato de la catástrofe ética y habitacional de la modernidad que sobrepasa la faceta costumbrista del cine de su época para incorporar un sustrato bien trágico que amplifica el absurdo de fondo y no tiene nada que envidiarle a las ironías, el desparpajo y la acidez del asimismo genial Luis García Berlanga, otro colaborador asiduo del talentoso Azcona como lo demuestran las eternas Plácido (1961) y El Verdugo (1963).
El Pisito (España, 1958)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri y Rafael Azcona. Elenco: José Luis López Vázquez, Mary Carrillo, Concha López Silva, Ángel Álvarez, María Luisa Ponte, Andrea Moro, Gregorio Saugar, Celia Conde, José Cordero, Marco Ferreri. Producción: José Manuel M. Herrero. Duración: 79 minutos.
Del mismo modo en que aquel protagonista de El Pisito (1958), Rodolfo (José Luis López Vázquez), se obsesionaba con heredar un departamento subalquilado de Madrid en tanto eje de una reflexión sobre el hacinamiento, especulación inmobiliaria y pobreza del primer franquismo por el fetiche del gobierno con montar una economía autárquica que resultó ser inviable y para colmo llevó a raudas medidas de ajuste para recurrir a los organismos de crédito internacionales, verdaderos buitres del esquema financiero planetario, su homólogo de El Cochecito (1960), el jubilado septuagenario Don Anselmo Proharán (José Isbert), lo único que desea en la vida es adquirir un triciclo con motor especialmente diseñado para minusválidos, algo así como un ejemplo de esos híbridos todo terreno entre silla de ruedas y motocicleta orientados al transporte público autónomo de los discapacitados que durante las décadas del 40, 50 y 60 se popularizaron en España debido a la gran cantidad de tullidos producto de la Guerra Civil y de la mano de un fabricante especializado llamado Norberto Abad Prieto que auguró el negocio en ciernes y decidió explotarlo vía lo que llamó los Triciclos Abad, a su vez símbolo indeleble de la siguiente fase de la dictadura o Segundo Franquismo (1959-1975) gracias al evidente hecho de que la independencia y amplitud de movimientos que permitían a sus usuarios estos pequeños vehículos de fabricación local, a partir de componentes cruciales extranjeros, resultaban fácilmente equiparables a algunas características del denominado Milagro Económico Español, como por ejemplo el auge del consumo, el desarrollismo con base industrial, la obsesión con la tecnología, el declive y tecnificación forzosa del campo ante el éxodo de los trabajadores rurales hacia las urbes, el aumento de la marginación y las inequidades sociales en todos los estratos y en especial el recambio del paradigma ético/ ideológico social desde la solidaridad de marco religioso hacia un individualismo moderno que pondera las comodidades de la vida metropolitana y sobre todo la paz de los suburbios por sobre la rusticidad bucólica y los centros urbanos tradicionales con su bullicio ensordecedor. Ferreri vuelve a asociarse con Rafael Azcona para un guión que adapta el cuento corto Paralítico de una célebre antología de tres relatos del propio Azcona, Pobre, Paralítico y Muerto (1960), una historia de envidia, ninguneo y traiciones que nos presenta la situación claustrofóbica del viudo Proharán, quien le dejó su departamento a su hijo de mediana edad Carlos (Pedro Porcel), un procurador forrado en plata que vive allí con su esposa Matilde (María Luisa Ponte) y su hija Yolanda (Chus Lampreave) y que convirtió una habitación en su despacho para recibir clientes y trabajar en la burocracia legal de turno con un asistente/ pasante de corta edad, Alvarito (regresa López Vázquez), prometido de una Yolanda que comparte cuarto con el viejo y le amarga la vida porque no lo deja descansar con sus clases de francés tracción a discos de vinilo. La soledad absoluta que siente en su casa, homologada a una prisión, se hace manifiesta en el ninguneo de Yolanda, los maltratos de Matilde y la condescendencia risible y petulante de Carlos, a quien el carcamal le pagó la carrera de procurador, un escalón por detrás de la de abogado porque se encarga sólo del papelerío, “agradeciéndole” a su padre al tratarlo cotidianamente como un niño porque hasta le controla la pensión por lo que el vejete debe pedirle dinero a su vástago cada vez que quiere salir a juntarse con sus amigos, con el dueño de una vaquería a la cabeza, Don Lucas (José Álvarez Joudenes alias Lepe), ya sea para ponerle flores a las tumbas de sus respectivas esposas o para charlar y tomar aire puro en los campos de las afueras de Madrid. Todo cambia en la vida de Don Anselmo cuando Lucas, quien ya no puede caminar por cuenta propia por la edad, se compra el mentado cochecito y de inmediato forma una pandilla de hilarantes e insólitos motociclistas que incluyen a otros ancianos pero también a discapacitados de menor edad como la parejita conformada por Faustino (Eusebio Moreno), un muchacho en silla de ruedas que no puede mover sus brazos y se dedica a la venta callejera de banderines, cigarrillos y postales, y Julita (Carmen Santonja), una chica que usa aparatos ortopédicos en sus piernas, dibuja a transeúntes por dinero en la vía pública y suele llevar a Faustino con su triciclo atado a unas cuerdas bien precarias. Proharán disfruta mucho de la libertad y afabilidad de la que gozan los miembros del grupo de minusválidos en tanto contrapeso de la falta de cariño y respeto de su familia, no obstante al estar a pie no puede acompañarlos como quisiera y termina inevitablemente excluido del grupo, circunstancia que a su vez lo lleva a interesarse cada vez más en adquirir un cochecito propio para recuperar ese compañerismo de juventud y lo hace visitar el local del mercachifle de la ortopedia que los vende, el médico Don Hilario (Antonio Gavilán), el cual manipula al anciano para que encargue una unidad tuneada y después charlen cómo piensa pagarla. En el local en cuestión el protagonista conoce a un nuevo amigo, Álvarez (Ángel Álvarez), el encargado pícaro y gordinflón de cuidar a Vicente (Antonio Jiménez Escribano), un paralítico y retrasado mental millonario hijo de una marquesa que descuida a su vástago y traslada su responsabilidad hacia sus múltiples empleados como el propio Álvarez, el cual está todo el día paseando y entreteniendo a Vicente e insistiendo a Don Hilario para que asimismo presione a la fábrica así les entrega cuanto antes el triciclo que encargaron hace ya dos largos meses. Después de ver a todos sus amigos participar en una competencia de motocicletas para discapacitados de Madrid, donde prueba el cochecito que el ortopedista tiene pensado para él, Proharán entra en una espiral de desesperación para obtener sí o sí el vehículo que lo conduce a simular una caída en la puerta de su departamento, a quejarse de dolor en las piernas ante su reticente doctor, Julio (Antonio Riquelme), el cual le dice que sillas de ruedas o cochecitos son sinónimo de anquilosamiento de las extremidades inferiores, a rechazar un bastón mugroso que su parentela pidió prestado, a reclamarle directamente al hiper tacaño de su hijo que le compre el triciclo, quien se niega rotundamente porque hasta le duele tener que pagarle a Alvarito, a empeñar por cinco mil pesetas las joyas de la familia que supuestamente irían a Yolanda cuando se case, las cuales son recuperadas por el histérico de Carlos, y a rogarle a Hilario por un plazo de tres días antes de confiscarle el cochecito definitivamente por falta de pago y frente al escándalo que monta el procurador en su negocio, período en el que Anselmo le pide prestado en vano la suma adeudada a Álvarez y al malhumorado perpetuo de Lucas. Asqueado de la actitud ultra mezquina de su clan, incluso amenazándolo con encerrarlo en un instituto geriátrico, el viejo envenena la comida de su familia, le roba el dinero a su vástago de su escritorio y hasta se escapa campante en el cochecito, primero jugándole una carrera a Don Lucas y a posteriori incitando la reconciliación de unos Faustino y Julita que se habían peleado. Como decíamos previamente, la película puede ser leída en simultáneo como una metáfora de toda España, con el anciano representando al pueblo marginado y la parentela a una sociedad franquista en general que asfixia a los excluidos o “indeseables” y asimismo ahogada en la autocomplacencia, la mojigatería hogareña más hipócrita y rancia y un olvido a conciencia de los horrores no sólo de la Guerra Civil sino de la represión actual y salvaje del régimen contra todo opositor político, y como una alegoría específica de aquel desarrollismo franquista que llevó a la nación a una etapa de esplendor económico que a futuro volvería a desembocar en el estancamiento y las crisis cíclicas del capitalismo y el libre mercado, por ello mismo es posible interpretar al magistral opus de Ferreri y Azcona en tanto lucha de dos egoísmos exacerbados, primero el del viejo y su fetiche semi infantil con el vehículo motorizado a lo consumo suntuario vinculado al estatus social/ cultural/ económico y segundo el de su hijo explícitamente empardado a la acumulación capitalista como fin patológico en sí mismo, de allí que se dedique a una profesión siempre parasitaria como la legal o burocrática o procesal y se niegue a “dilapidar” sus billetitos, a pesar de tener dinero de sobra, en minucias como pagarle a su empleado o darle un gusto a su mísero padre, quien nunca obtiene paz en el conventillo de su casa ni tampoco tiene vida privada por la presencia constante de la tarada de Yolanda. Al igual que El Pisito, con la que comparte un pulso narrativo de comedia negra muy sarcástica, semi documentalista y cercana al neorrealismo aunque sin ningún planteo idílico u optimista, El Cochecito atesora una enorme vigencia gracias a la perspicacia con la que trabaja una pluralidad de temáticas como el pancismo comunal, la abulia del sector servicios, el maquiavelismo de la pequeña y gran burguesía, el olvido y animadversión que padecen los exponentes de la tercera edad, el auge del consumismo más vacuo, la dependencia para con una tecnología que de servir al ser humano pasa a esclavizarlo, el conformismo político del vulgo, la tiranía en hogares con figuras de autoridad muy claras símil “pater familias”, el grotesco más o menos camuflado o explícito como principal vínculo entre los hombres, el absurdo que se mueve por detrás de la existencia prosaica, la discriminación hacia los tullidos y semejantes, las rivalidades tontuelas dentro de la masculinidad, el cansancio que traen los años, las ilusiones que se deshacen a medida que hablamos con nuestros pares, los desajustes en materia de la adaptación a nuevos contextos, las diversas similitudes entre la vejez y la etapa pueril, los misterios de la amistad con sus pros y sus contras, la terquedad cruzada que parece nunca extinguirse, la necesidad de aprobación a instancias del entorno más próximo y finalmente esa antropofagia de los ambientes citadinos en los que todos creen tener razón porque nadie es capaz de ponerse en el lugar del otro y generar una solución negociada entre ambos -o más- extremos. Ferreri, como haría tantas veces en faenas por venir, ofrece una especie de versión esperpéntica y cuasi surrealista del costumbrismo de entonces para señalar la hipocondría y la angustia melancólica del sentir masivo contemporáneo, llegando él mismo a vivir en carne propia la faceta más represiva e intolerante de las sociedades de la segunda mitad del Siglo XX en adelante cuando la vigilancia cultural del franquismo le impusiese cambiar el desenlace de El Cochecito, del original en el que quedaba en evidencia el fallecimiento del clan Proharán a uno más ambiguo que implicaba el arrepentimiento de Don Anselmo, una llamada telefónica para avisar del veneno a los suyos y su detención por parte de esbirros de la Guardia Civil cuando pretendía abandonar Madrid, lo que de paso le permite al realizador denunciar el sustrato tragicómico del acoso/ persecución institucional y terminar de marcharse de aquella España castradora luego de las dos propuestas que nos ocupan y la también interesante y mucho menos conocida Los Chicos (1959), coescrita con Leonardo Martín y más en sintonía con el neorrealismo clásico. El director y guionista italiano aquí arremete como siempre con una presencia constante de la comida y filma una de las mejores escenas del rubro, aquella en la que el personaje del genial Ángel Álvarez invita a Proharán a almorzar en la mansión de la marquesa, en esencia con ambos más Vicente degustando en la cocina -y con la servidumbre como testigo- las cuantiosas sobras de los manjares de la alta burguesía, otra de las tantas excusas narrativas para explorar las injusticias del entramado de explotación capitalista y viabilizar una nueva y prodigiosa actuación del querido José Isbert, gran monstruo sagrado del cine español de la época con una voz rasposa y una personalidad única que supo participar de un mega éxito de taquilla de entonces, La Gran Familia (1962), de Fernando Palacios, y trabajar bajo la dirección de Luis García Berlanga en Bienvenido, Mister Marshall (1953) y El Verdugo (1963), algo que puede extenderse a López Vázquez, quien estuvo en El Verdugo, Plácido (1961) y la excelente trilogía iniciada con La Escopeta Nacional (1978), todas parodias demoledoras del cruel franquismo, amén del clásico de terror La Cabina (1972), de Antonio Mercero, y colaboraciones varias con un Carlos Saura que aquí tiene un cameo junto a Azcona como un par de frailes, pensemos en Peppermint Frappé (1967), El Jardín de las Delicias (1970) y La Prima Angélica (1974). El Cochecito arrincona al triste sentido común español, que es también en gran medida el latinoamericano, para hacerlo estallar por los aires en función de un relato en apariencia sencillo y minimalista pero que esconde capas y capas de miserias, delirios e impostaciones en las que el parecer y la libertad de uno parecen ser la condena de ese prójimo que hará todo lo posible para no dar el brazo a torcer a puro porfiar irrestricto.
El Cochecito (España, 1960)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri y Rafael Azcona. Elenco: José Isbert, Pedro Porcel, José Luis López Vázquez, María Luisa Ponte, José Álvarez Joudenes, Ángel Álvarez, Antonio Gavilán, Chus Lampreave, Carmen Santonja, Antonio Jiménez Escribano. Producción: Pere Portabella. Duración: 87 minutos.
La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964):
Ya en la película inmediatamente anterior de Ferreri, La Abeja Reina (L’Ape Regina, 1963), se notaba el nacimiento de uno de los motivos que dominaría su carrera en adelante, las complejas relaciones entre hombres y mujeres, sin embargo es en la recordada La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964) donde se complejiza el asunto y aparece llevado hasta sus últimas consecuencias en lo que respecta a los dos componentes fundamentales de la pareja, hablamos de un hombre que pasa de explotar a la mujer o de tratarla como mercancía o de cosificarla como cuerpo sexualizado de su propiedad a humanizarla y enamorarse al punto de terminar sufriendo por ella ante su ausencia o quizás también una presencia insoportable en función de desacuerdos, peleas, histeriqueos y demás, por un lado, y de una fémina que de dejarse objetivar en términos eróticos pasa a ganarse el respeto, la admiración o el cariño del macho para eventualmente llevarlo a la locura o la contradicción como un mecanismo paulatino de dominación que pone patas para arriba cada una de las nociones originales del hombre en cuestión, por el otro lado, introduciendo un relativismo humanista actitudinal que suele ser “natural” para la mujer y trágico/ bizarro/ grotesco en el caso del hombre y su voluntad explícita de hegemonía romántica. En esta oportunidad el italiano, nuevamente uniendo fuerzas con Rafael Azcona para el guión, se inspira en -y sigue con maravillosa e insólita precisión- la historia de Julia Pastrana (1834-1860), una indígena mexicana que sufrió tanto de hipertricosis, una enfermedad que lleva a los que la padecen a estar cubiertos de un vello largo y espeso en toda su anatomía cual “hombre lobo”, como de prognatismo, una deformidad facial que provoca que la mandíbula sobresalga más allá del límite estándar del cráneo, en el caso de la mujer que nos ocupa una afección caracterizada por una hilera extra de dientes dentro de su boca que, junto a orejas y nariz grandes, le daban a Pastrana un aspecto muy cercano al de los primates. La chica trabajaría como sirvienta esclavizada en la casa del gobernador del Estado Federal de Sinaloa, Pedro Sánchez, y después de ser “descubierta” por un funcionario de aduanas llamado Francisco Sepúlveda y vendida a un par de empresarios norteamericanos del mundo del espectáculo vinculados a los shows circenses o de feria ambulante, Rates y Beach, Julia terminaría como propiedad personal de Theodor Lent, con el cual no sólo recorrería toda Europa y Estados Unidos en un tour de exhibiciones incesantes sino con quien se casaría y tendría un hijo, bebé que arrastraría los mismos problemas fisiológicos de la madre y que moriría tres días después de nacer. A posteriori de su fallecimiento a los 26 años por complicaciones postparto cinco días luego de dar a luz, Pastrana fue vendida por su manager y esposo al Profesor Sukolov de la Universidad de Moscú, académico que momificó los cadáveres de Julia y su vástago y los expuso en el Instituto Anatómico, donde se transformaron en una sensación en materia de visitantes y por ello Lent inició una batalla legal para recuperarlos, exhibirlos una vez más al público y alquilárselos a un pretendido museo británico de curiosidades una vez que el interés masivo desapareció. El hombre quiso reemplazar a Pastrana con otra hembra de padecimientos similares aunque no tan extremos, María Ibartel, una mujer barbuda a la que rebautizó Zenora e hizo pasar como la hermana de Julia, por ello nuevamente se hizo de las momias para recorrer Europa y terminar asentándose en aquella San Petersburgo de 1880, metrópoli en la que él e Ibartel inauguraron un museo de cera que permaneció abierto hasta que Theodor quedó preso de una enfermedad mental que lo llevó a una institucionalización psiquiátrica y al óbito. Los restos mortales de ella y su pequeño hijo pasarían por Alemania, Austria y Noruega hasta regresar a México en 2013, año en el que por fin fue sepultada en un cementerio de Sinaloa luego de una explotación y fetichización social enferma que se extendió a lo póstumo entre nuevas exhibiciones, robos, vandalismo, mutilaciones, olvido estatal y hasta un abandono callejero que generó que el cuerpo del bebé fuese en parte devorado por ratones y se diese por perdido. Ferreri suaviza en cierta medida semejante periplo pero mantiene su núcleo duro intacto en lo referido a esta metáfora de fondo del patetismo caníbal y depredador del ser humano, en esta ocasión trasladando la acción a aquel presente del primer lustro de la década del 60 del Siglo XX y ofreciéndonos a una Julia que aquí responde al nombre de María Esposito (Annie Girardot), una joven humilde y muy tímida con hipertricosis que trabaja y vive en la cocina de un convento católico de Nápoles hasta que es descubierta por un empresario y/ o representante cínico del mundo del espectáculo, Antonio Focaccia (Ugo Tognazzi), el cual concurre al lugar en calidad de encargado técnico de una hilarante presentación de diapositivas por parte de las autoridades ante un cónclave de mendigos y menesterosos en torno a la labor como misionero en África de un ignoto sacerdote (el propio Ferreri) que termina siendo decapitado cuando pretendía llevarles la palabra de Jesús a los miembros de una tribu del “continente negro”. María vive recluida y avergonzada del vello que recorre su cuerpo pero Antonio consigue desinhibirla para montar con ella un espectáculo de tipo circense en el depósito/ hogar que tiene el varón en una zona de mucho comercio y shows populares de Nápoles, una farsa que incluye personificar a la fémina como la mujer simia del título y al hombre como su descubridor en África, explorador que supuestamente la capturó y la trajo a Europa para mostrarla al vulgo por entradas módicas regulares. La primera gran pelea del dúo se produce porque Focaccia pretende convertirse en proxeneta cuando un tal “profesor” especializado en el estudio de este tipo de casos, un barón pervertido y muy ricachón (Ugo Rossi) obsesionado con verla desnuda y con el hecho de que es virgen, desea “alquilársela” por dos días y pagarle cien mil liras, algo a lo que la mujer se niega rotundamente y por ello regresa de inmediato al convento. La única forma que encuentra el pícaro de Antonio de recuperar a su mina de oro es casándose con Esposito como principal requisito impuesto por la máxima autoridad del convento, la Hermana Furgonicino (Ermelinda De Felice), movida que obliga al hombre a compartir cama y tener sexo con la evidentemente enamorada María por más que hubiese preferido mantener todo en lo estrictamente profesional símil artista y representante. Con el tiempo aparece la chance de viajar a París para presentar un redituable número libidinoso en un cabaret con ella ligera de ropas y él nuevamente interpretando al europeo explorador, no obstante la tranquilidad se viene abajo cuando un médico galo (Jacques Ruet), a través de la traducción que aporta una camarera avejentada de hotel (Elvira Paolini), le confirma a la pareja que la fémina está embarazada y por ello recomienda que se practique un aborto cuanto antes por el riesgo en general ante las posibles complicaciones. Los dos deciden seguir con el embarazo y caen en distintos tipos de supersticiones, ella haciendo que un cura rece por ella en un localcito acorde símil templo y él haciéndola mirar fotos de bebés normales para que “por sugestión” consigan que el crío nazca sin pelo cubriendo todo su cuerpo, pero eventualmente tanto el purrete como ella fallecen luego del parto y el hombre entre lágrimas dona los cuerpos a un museo de ciencias naturales que los embalsama sin más, después arrepintiéndose para recuperarlos diciendo falsamente que los sepultará y exhibiéndolos en un espectáculo itinerante en donde la única atracción son los restos de los que fueran su hijo y su esposa. Azcona y Ferreri encaran a la faena desde el lenguaje de la comedia negra sutilmente volcada hacia el drama de metamorfosis mutua en función de la presencia de un otro que modifica de a poco el ideario y las conductas de cada personaje central, en suma como si se tratase de una mixtura entre lo que sería una versión invertida de La Bella y la Bestia, cuento de hadas francés cuyas dos acepciones literarias más famosas son las de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve de 1740 y de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont de 1756, y aquel amor surgido de una semi esclavitud de La Strada (1954), obra maestra eterna de Federico Fellini, con Gelsomina (Giulietta Masina) siendo comprada a su familia por parte del forzudo Zampanò (Anthony Quinn) como amante y asistente para sus numerosos espectáculos del camino. En La Mujer Simia nada es lo que parece a simple vista porque el relato está trasladado a esa modernidad maquiavélica y por demás paradójica que tanto obsesionaba al realizador en la que un importante grado de complicidad por parte de la víctima tiende a suplantar a la sumisión esclavista de otras épocas más burdas o extremas en cuanto a los regímenes de subordinación, por ello ambos miembros de la pareja principal sopesan pros y contras de la relación y ésta subsiste a pesar de los innumerables roces, pensemos para el caso que ella logra romper la burbuja de la pacatería religiosa y aceptarse como mujer adulta aunque teniendo que ratificar la opción de hiper sexualizar su cuerpo para incorporarlo al mercado de la libido hipócrita y morbosa social del capitalismo, a lo que se suma un Antonio que se encariña a su pesar con la chica y hasta va relativizando sus innegables ansias de vivir de ella e incorporarse siempre como actor dentro de los números que representan en público teniendo por eje la apariencia de la mujer y su estigmatización, por ello Focaccia se muestra cada vez menos salvaje a nivel comercial a medida que avanza el metraje y más como un esposo que sufre cuando fallece María en la cama del hospital ante unos médicos que también especulan con la utilización del caso de la mujer para su propio beneficio en tanto curiosidad absoluta. En este sentido, el desenlace del film no sólo duplica la vida real de Pastrana sino que calza perfecto con la versión aún neorrealista pero cada día más barroca y fatalista de la existencia humana que tenía Ferreri, un señor que en el final parece decirnos que el manager y esposo de hecho humanizó su postura ideológica ante la presencia y el sentir de la hembra, como ocurrió con la liberación del yugo católico y la desinhibición comunal de ella con la ayuda de él, pero al desaparecer la fuente original y/ o inspiración del cambio, Esposito, el macho vuelve a ser lo que era antes repentinamente y continúa preso de la mentalidad explotadora típica de ese egoísmo moderno que en lugar de ver a seres de carne y hueso sólo augura potencialidad económica a partir de pantomimas y especulación con la ignorancia popular, pasando de la morbosidad en vida al sustrato curioso macabro a posteriori del fallecimiento del niño y la madre. Como ocurriese con El Cochecito (1960), el director y guionista se vio obligado a filmar otra versión del remate de la historia aunque por suerte en esta ocasión sólo para el mercado anglosajón, en donde por supuesto María sobrevivía al parto junto a su vástago y Antonio debía buscarse un trabajo prosaico debido a que la muchacha perdía todo su vello de golpe, prueba adicional de la capacidad de Ferreri para sobreponerse a las constricciones porque hasta en ese contexto era capaz de introducir un trasfondo irónico en consonancia con una redención del personaje masculino que es más compulsiva/ por la fuerza de la coyuntura que decidida de primera mano por el susodicho. El desempeño de Ugo Tognazzi y Annie Girardot es magnífico ya que se mueve en la línea divisoria entre lo caricaturesco circense impostado y la nostalgia ante un mundo añorado que nunca se acerca del todo a la praxis mundana, región anímica en la que se ubica gran parte de la producción artística de un Ferreri que sabía escudriñar en ese dejo tragicómico de los bípedos, siempre entre la necedad conservadora, la apertura a los cambios urgentes y el repliegue ortodoxo hacia lo ya conocido en pos de una sensación de seguridad que jamás escapa de lo ilusorio y fugaz.
La Mujer Simia (La Donna Scimmia, Italia/ Francia, 1964)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri y Rafael Azcona. Elenco: Ugo Tognazzi, Annie Girardot, Ermelinda De Felice, Elvira Paolini, Ugo Rossi, Achille Majeroni, Filippo Pompa Marcelli, Antonio Altoviti, Jacques Ruet, Donna Badoglio. Producción: Carlo Ponti. Duración: 89 minutos.
Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969):
Para el momento de su realización y su estreno Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969) fue una película verdaderamente revolucionaria porque consiguió profundizar el análisis en torno a la alienación moderna, uno de los grandes fetiches temáticos de Ferreri desde el principio de su carrera, y en simultáneo expandir el concepto mismo del séptimo arte al incorporar una intimidad digna de las filmaciones caseras que asimismo destruía los diversos prejuicios y previsibilidades que podrían llegar a surgir no sólo en términos de la comedia, género con el que el director y guionista italiano ya estaba vinculado a nivel del inconsciente colectivo cinéfilo, sino también en materia del drama, planteo retórico de barricada que lleva hacia las ansias experimentales una trayectoria profesional que hasta ese momento todavía estaba hermanada a un realismo grotesco inicial que fue dejando paso paulatinamente a la commedia all’italiana de los opus inmediatamente posteriores, nos referimos a La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964), Marcha Nupcial (Marcia Nuziale, 1966), El Harén (L’Harem, 1967) y El Hombre de los Cinco Globos (L’Uomo dei Cinque Palloni, 1968), esta última una versión en clave de largometraje del segmento homónimo del realizador para la película ómnibus Hoy, Mañana, Pasado Mañana (Oggi, Domani, Dopodomani, 1965), codirigida por Eduardo De Filippo y Luciano Salce, todo para luego llegar a un surrealismo decididamente minimalista y abstracto que marcaría de aquí en más el devenir de un Ferreri que parece negar en parte -y de manera consciente- el sustrato cultural paradigmático de España e Italia con vistas a abrazar una relativa frialdad cerebral más cercana a su hogar adoptivo, Francia, donde viviría y rodaría durante mucho tiempo. El film piensa tanto de manera explícita como tácita tópicos como el aislamiento urbano, la unidimensionalidad de la existencia prosaica, la deshumanización en la sociedad industrial capitalista, la angustia silente cotidiana, las obsesiones, pavadas y delirios resultantes, la desaparición de la individualidad en la masa, la estandarización general, la incorporación del sustrato represivo externo en la psiquis de los sujetos, el borramiento de la identidad particular bajo el conformismo, la construcción de modelos de placer banales y apolíticos y la influencia de los medios de comunicación, la industria de la publicidad y el ecosistema artístico en dicho esquema escapista que pondera al consumismo y la uniformidad como únicos horizontes ideológicos/ actitudinales; hoy con el relato utilizando como metáfora principal a la profesión de cabecera del protagonista, Glauco (primera colaboración del gran Michel Piccoli con Ferreri), léase el diseño de máscaras de gas para ambientes tóxicos, en tanto alegoría de la agresividad para con la vida del entorno social, económico y cultural contemporáneo, por un lado, y de la necesidad subsiguiente de resguardarse o protegerse en implementos técnicos que paradójicamente exacerban la soledad y frustraciones de fondo neutralizando aún más las conexiones entre los sujetos y una hipotética solidaridad que por cierto va dejando paso al egoísmo promedio de las comunidades de la segunda mitad del Siglo XX en adelante, por el otro lado. Dillinger Está Muerto en sí no cuenta con historia tradicional alguna y está dividida en un prólogo, un desarrollo intermedio y un epílogo: luego de conocer a Glauco en la fábrica en la que trabaja, no sabemos si regularmente o en carácter freelance, vía un tal Marinaio (Gino Lavagetto) leyendo fragmentos de textos de Herbert Marcuse y Umberto Eco mientras se lleva a cabo una prueba de una de sus máscaras en un tanque cerrado, el protagonista conduce su coche hasta su casa y descubre que su esposa, Anita (Anita Pallenberg), está acostada en la cama con dolor de cabeza y que le dejó preparada la comida, no obstante lo cual Glauco la guarda en la heladera y decide encarar un plato gourmet en función de una receta de un libro de cocina y así buscando un frasco de especias en un armario termina tirando una pila de revistas viejas que dejan al descubierto un revólver antiguo y un tanto derruido envuelto en un diario, el Chicago Daily Tribune, con una investigación especial sobre el célebre gangster norteamericano John Dillinger (1903-1934), objeto que pronto se transforma en juguete fetichizado para el hombre porque desarma el revólver, lo sumerge en aceite, lo limpia con una lima y un trapo, lo recompone, lo pinta de rojo con puntos blancos y se pone a jugar con él en plan de homicidio/ suicidio mientras que ve televisión, escucha la radio, reproduce distintos discos de vinilo, cena lo preparado y ve con un proyector filmaciones vacacionales varias en España -corridas de toros y una bella señorita al paso incluidas- y un corto que le entregó Marinaio de unas manos que simulan un número de baile sofisticado sobre fondo negro, dejando además espacio para alcanzarle unos somníferos a su mujer, grabar los sonidos de su respiración o atosigarla ya dormida con una serpiente de juguete y hasta seducir a la sirvienta de “cama adentro” de la residencia burguesa, Sabina (Annie Girardot), a quien despierta para convidarle sandía, meterse en su lecho y embadurnarle miel en su espalda desnuda, después de lo cual carga el revólver con unas balas que tenía adentro de una bolsita en el mismo armario de antes y contra todo pronóstico mata a Anita de tres disparos amortiguando el sonido con dos almohadas y subiendo el volumen de la radio, lo que lo lleva a robarle un collar a la fémina, vestirse de manera semi formal y subirse a su auto para llegar a una formación rocosa a orillas del mar donde poder nadar con la alhaja femenina en su cuello, lugar desde el cual ve a un barco a la distancia que está en pleno rito fúnebre por el fallecimiento del cocinero de a bordo, así Glauco le consulta a la bella y joven “jefa” de la nave (Carla Petrillo), definitivamente la dueña porque su autoridad sobrepasa a la del mismo capitán (Mario Jannilli), si puede embarcarse con ellos hacia Tahití reemplazando al difunto en la cocina, con la chica accediendo a testear sus habilidades y pidiéndole que prepare un mousse de chocolate justo cuando la imagen se vuelca hacia un rojo terrorífico y la película llega a su fin. Al mismo tiempo que retoma su genial leitmotiv de la glotonería, a la vez remedio agradable aunque fugaz símil placebo y síntoma de la ansiedad, la crisis solipsista y la desesperación apenas disimulada de fondo, Ferreri edifica un convite de un talante lúdico muy marcado que no sólo distorsiona las imágenes, en este sentido basta con recordar cómo el protagonista juega con la amplitud/ tamaño de la lente del proyector y cómo con Anita en una de las filmaciones explícitamente ambos se paran delante de espejos deformantes, sino que incorpora algunos inserts iconoclastas y disruptivos a lo Jean-Luc Godard como por ejemplo ese insólito de Glauco lookeado como un mimo y rodeado de flores y las constantes “tomas de posesión” de la realización en su conjunto por parte de las filmaciones caseras y el corto de las manos de Marinaio, así de repente las corridas de toros, las salidas jocosas por España con la esposa o el ballet abstracto de los dedos pasan a hegemonizar la pantalla a mitad de camino entre la realidad y la ensoñación diurna a lo proto videoclip o futuro videoarte, amén de detalles documentales que también se cuelan como los registros en fílmico del propio Dillinger, las balaceras de la Gran Depresión y algunos hippones drogones en plena orgía psicodélica hiper sesentosa. Las referencias artísticas vanguardistas extra cinematográficas también están a la orden del día porque el hogar donde transcurre gran parte del metraje en realidad pertenecía a Mario Schifano, un pintor posmoderno muy famoso en la Europa de su tiempo cuyos cuadros decoran las paredes del inmueble, y debido a la misma presencia de Pallenberg, por entonces ex novia de Brian Jones de The Rolling Stones y del propio Schifano y pareja del legendario Keith Richards, modelo y groupie ultra conocida del jet set de la aristocracia contracultural de las décadas del 60 y 70 que supo participar a lo largo de su carrera como actriz en Asesinato y Homicidio Involuntario (Mord und Totschlag, 1967), de Volker Schlöndorff, Barbarella (1968), de Roger Vadim, El Rebelde Justiciero (Michael Kohlhaas: Der Rebell, 1969), también de Schlöndorff, Performance (1970), de la dupla Nicolas Roeg y Donald Cammell, El Amor es el Diablo (Love Is the Devil: Study for a Portrait of Francis Bacon, 1998), de John Maybury, Go Go Tales (2007), de Abel Ferrara, Chéri (2009), de Stephen Frears, y 4:44 El Último Día en la Tierra (4:44 Last Day on Earth, 2011), otra propuesta bien freak de Ferrara. Sin embargo es en el experimentado Piccoli, quien venía de trabajar con gente como Godard, Vadim, Jean Renoir, René Clair, Luis Buñuel, Jean-Pierre Melville, Alain Resnais, René Clément, Costa-Gavras, Peter Ustinov, Agnès Varda, Jacques Demy, Mario Bava y Henri-Georges Clouzot, sobre quien recae todo el peso retórico, intérprete que se adapta a la perfección a esta adultez infantilizada, antojadiza e inquieta que explora Ferreri anticipando la regresión pueril de una población mundial que a partir de los 80 pasaría a comportarse más y más como una colección de purretes idiotas dirigidos por las cúpulas de la plutocracia capitalista en el poder, panorama apocalíptico que todavía no resultaba tan evidente en aquella frontera entre los 60 y los 70 y que en gran medida quedaba reducido a la multiplicidad de “juguetes” banales que comenzaban a llenar la vida de una burguesía orientada a acumular cosas que sin duda no necesitaba, a cosificar a los seres humanos y a obsesionarse con artilugios tecnológicos o consumos suntuarios, esos nuevos filtros del placer que de servir al hombre pasaban a esclavizarlo bajo nuevas concepciones utilitaristas símil razón instrumental. La torpeza y/ o indiferencia de Glauco a la hora de comunicarse con su entorno inmediato, desde Marinaio hasta las dos mujeres de su casa, va de la mano con su ofuscación con los dispositivos y productos de la técnica moderna como el televisor, el tocadiscos, el proyector, la radio, la cocina y especialmente el revólver, a partir del cual aparentemente obtiene más deleite que el que podría llegar a experimentar con Sabina o Anita, a las que una y otra vez tiene desnudas a su disposición sin hacer nada al respecto porque en Dillinger Está Muerto el sexo termina fagocitado primero por la comida, luego por la industria audiovisual y finalmente por su homóloga morbosa de la muerte, hablamos de un arma que es sinónimo tanto de esta abstinencia libidinosa autoconsciente como del divertimento macabro a lo pulsión de muerte y de la “solución” destructora que Glauco encuentra, eso de matar a su esposa y dejar atrás la prisión hipócrita y acomodaticia urbana, para intentar resolver problemas como el insomnio, la ciclotimia, un aburrimiento muy agudo, la dependencia tecnológica, la generosa estupidez televisiva y el malestar con su propia vida burguesa y su decadente trabajo, como decíamos con anterioridad asimismo un símbolo de la cultura de replegarse en el hogar, en los caprichos infantiles y en los muros de la seguridad conservadora frente a un capitalismo nauseabundo que cercena la libertad e individualidad de los sujetos para amansarlos y sumarlos al redil de los lobotomizados. Dentro de este juego claustrofóbico en el que las causas y las consecuencias se confunden como una estructura de espejos plagada de complejas contradicciones porque las estrategias de resistencia a veces refuerzan la sumisión, con el domicilio supuestamente inviolable y lleno de lujos superfluos como bandera del asunto cual esclavitud externa hoy internalizada vía la sociedad de consumo, la masculinidad en crisis es otro tema recurrente de la película mediante esta pérdida del deseo hacia las hembras en función de lo cual sólo sobrevive un fantasma de la libido efervescente de antaño, precisamente por ello el título nos informa que los modelos de heroicidad aguerrida de los varones de otros tiempos -como el gangster estadounidense, los toreros españoles y hasta el gran campeón italiano de ciclismo Fausto Coppi, quien también desfila por la pantalla- se vinieron abajo con el Mayo Francés de 1968 y una revolución metafórica que sacudió las bases de las sociedades tradicionales de todo el mundo a través del surgimiento de una contracultura juvenil que puso en entredicho los valores de sus padres, de allí que este varón castrado que no puede soltar del todo los esquemas añejos opte por el homicidio cobardón surrealista de su esposa, principal cadena que lo sujetaba al hogar moderno irrespirable cual mazmorra, y apueste a un viaje idílico a Tahití símil fuga hacia adelante, representación de una utopía que por supuesto derivará en nuevas frustraciones y una muerte simbolizada en esas imágenes enrojecidas que auguran el reemplazo de un sometimiento por otro de distinta índole, por ello mismo la jefa del barco es otra mujer símil territorio inaprehensible e indescifrable para el varón. Sirviéndose de las improvisaciones de un Piccoli que sabía y mucho de alegorías sarcásticas disfrazadas de seriedad, recordemos sus colaboraciones de entonces con Buñuel, La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, 1956), Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, 1964), Belle de Jour (1967) y La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969), Ferreri crea una obra maestra del absurdo de hoy en día que retoma elementos del cine de Roberto Rossellini, como los devaneos con las imágenes proyectadas de Illibatezza, capítulo del señor de la película colectiva Rogopag (1963), junto a Godard, Ugo Gregoretti y Pier Paolo Pasolini, y los juegos del final de Edmund Köhler (Edmund Moeschke) de Alemania Año Cero (Germania Anno Zero, 1948) con una piedra cual pistola, en cierta medida hasta rearticulando aquella angustia melancólica omnipresente de Michelangelo Antonioni, uno de los ídolos de siempre de Marco, en una dialéctica irónica de los tiempos muertos que de contemplativa tiene poco y nada porque bajo la máscara de la pasividad burguesa siempre se cuece algo que clama por escapar de la abulia y la mediocridad y por explotar hacia una libertad que en última instancia termina siendo tan ilusoria como aquella prisión hogareña.
Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, Italia, 1969)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri y Sergio Bazzini. Elenco: Michel Piccoli, Anita Pallenberg, Annie Girardot, Gino Lavagetto, Mario Jannilli, Carla Petrillo, Carole André, Adriano Aprà. Producción: Ever Haggiag y Alfred Levy. Duración: 95 minutos.
La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969):
Combinando elementos de drama apocalíptico, ciencia ficción de supervivencia, horror caníbal, western de frontera y su típico sarcasmo barroco marca registrada, Ferreri en La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969) parece materializar aquel averno futuro apenas sugerido en el final de fotografía enrojecida de Mario Vulpiani de Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969), película también coescrita con Sergio Bazzini, conocido por algunas colaboraciones con Marco Bellocchio, Salvatore Samperi, Franco Brusati, Mauro Bolognini y Giuliano Carnimeo, y a la que se alude de manera directa mediante la reaparición pasajera de ese revólver pintado de rojo con puntos blancos que pertenecía a Glauco (Michel Piccoli), aunque en esta oportunidad invirtiendo la lógica narrativa ya que en vez de ir de lo individual enajenado progresivo hacia un posible cataclismo general a bordo del barco del desenlace nos topamos con una historia que comienza con una ignota debacle ya consumada para de a poco ir presentándonos cómo sobrelleva la situación una pareja de jóvenes compuesta por Cino (el eficaz Marzio Margine) y Dora (una esplendorosa Anne Wiazemsky), el primero heredando en parte la idiosincrasia lúdica y muy tontuela de Glauco y la segunda homologándose a las clásicas desconfianza, terquedad y personalidad semi conservadora de otras mujeres del cine del director y guionista, siempre prefiriendo hacer y opinar exactamente lo contrario con respecto a las conductas y el ideario del hombre de turno, como por ejemplo aquella María Esposito (Annie Girardot) de La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964) para con el parecer de Antonio Focaccia (Ugo Tognazzi). La película que nos ocupa marca el nacimiento con toda su fuerza y efervescencia de la etapa surrealista francesa de la carrera de Ferreri debido a que La Semilla del Hombre se aleja ya definitivamente no sólo del neorrealismo paradigmático del inicio español/ italiano y la fase de transición vinculada a la commedia all’italiana sino también del sustrato ultra experimental y de barricada de Dillinger Está Muerto, hoy con el realizador optando por darle un formato retórico tradicional al film para paulatinamente introducir disrupciones más o menos delirantes que tiran por la ventana ese racionalismo burgués fetichizado por las sociedades modernas, en esencia el núcleo favorito y la estrategia predilecta de los artistas surrealistas a la hora de atacar los preconceptos del público a través de una trama que parece adoptar un camino ya transitado en el pasado con el objetivo de sabotear dicha expectativa con dislates conscientes de talante terrorista narrativo/ sensorial/ ideológico. La culpable de diezmar gran parte de la población internacional es una peste sin especificar que sólo conocemos mediante imágenes de archivo en blanco y negro que evidentemente corresponden a la Segunda Guerra Mundial y a la por entonces en boga Guerra de Vietnam, lo que no impide que en el principio del relato el dúo protagónico esté almorzando lo más tranquilo unas hamburguesas en un restaurant de autopista, paseando por un supermercado de las instalaciones y hasta charlando con algunos representantes de un personal militar destinado en apariencia a ser el único sobreviviente a largo plazo según un reporte de TV bien fatalista que condena a la muerte a la población civil luego de un período de quietud de cinco décadas. Dora y Cino dicen estar viajando a su casa y que todavía restan 400 kilómetros de ruta que pretenden surcar mediante un hilarante vehículo anfibio, no obstante luego de atravesar un túnel muy oscuro y extenso el apocalipsis de fondo parece empeorar significativamente porque al pop italiano alegre de la radio rápidamente lo sustituyen sonidos electrónicos y voces indescifrables que para colmo derivan en el encuentro con un ómnibus con el chófer y sus pasajeros infantiles muertos y en la necesidad de detenerse en un puesto de control castrense, donde les confiscan el vehículo y los instan a encontrar una casa abandonada lo más rápido posible, resguardarse de una peste más intensa que antes, quemar todo cadáver y llevar una vida primitiva de supervivencia hasta que surjan nuevas novedades, inyectándole a ella un misterioso compuesto y dándoles a ambos apenas unas píldoras como inmunidad de seis meses ante la lepra, el cólera, el tifus y la mentada peste. Luego de toparse con una insólita máquina de venta de goma de mascar, presenciar la incineración de los cuerpos ensangrentados de una mujer y un niño y escuchar cómo los militares discuten acerca de la posibilidad de matarlos en el acto, la dupla parte del lugar y eventualmente llega caminando a un caserón a orillas del mar y en el medio de la nada que solía pertenecer a un taxidermista que yace muerto en el lobby del inmueble (Ferreri, en otro de sus cameos sardónicos). El cuerpo del dueño de la residencia es enterrado, el varón cuelga su retrato en una pared y su look parece ir a parar a un Cino que se deja la típica barba de Ferreri, precisamente en la barbilla, todo mientras los jóvenes atestiguan imágenes televisivas de una Londres destruida y en llamas, se informan sobre el hecho de que todas las decisiones administrativas pasaron a quedar en manos de los “cerebros electrónicos” y hasta ven cómo el Papa es sacado agonizante de un Vaticano totalmente en ruinas mientras el líder católico muestra indiferencia ante un locutor que le pide unas últimas palabras para los fieles. El muchacho empieza a montar un museo dentro de la vivienda con objetos banales del pasado reciente que descubre por ahí, entre ellos una gigantesca horma de queso parmesano que en lugar de comer consagra a la exhibición sin visitantes, y ambos confunden un globo publicitario de Pepsi con forma de botella que vaga perdido con un dirigible que los podría llegar a rescatar. De repente aparecen de la nada unos neofascistas fuertemente armados, vestidos de negro y a caballo encabezados por un comandante y una autoridad religiosa, quienes obligan a firmar con sangre a los dos protagonistas un libro gigantesco cual censo y comunican la obligación de que tengan hijos para repoblar el mundo luego de la catástrofe, detalle que molesta a Dora, así Cino aprovecha la situación para mostrar las “joyas” de su museo como unos posters de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick, un reloj, un frasco de agua de colonia, una cámara de fotos, una linterna, un tocadiscos, una heladera, un televisor portátil, el gracioso queso parmesano, unas diapositivas de Nueva York y un automóvil al que los forasteros ayudan a incorporan a la “exhibición permanente”. A posteriori de regalarle una pintura y una máquina de escribir y de ratificar lo evidente nombrando a Cino curador del museo, el comandante y los suyos se marchan para que momentos después aparezca una ballena muerta en la playa cercana a la casa, lo que dispara la euforia lúdica del hombre y el malhumor de la mujer, quien considera el asunto un augurio nefasto que les traerá mala suerte. Un día, mientras estaba dibujando el cadáver de la ballena, el muchacho se topa con una extraña mujer de mediana edad (Annie Girardot) que viene de robar tres tiendas en la ciudad y afirma con orgullo que entre sus pertenencias tiene lujos como crema, agua de colonia, dentífrico y cepillo de dientes, señora enigmática que comprende que la negativa de Dora a quedar embarazada provocó la frustración de un Cino que sí desea un hijo y al que seduce sin mayores problemas, incluso teniendo sexo con él en la misma cama que comparte con la chica, la cual presencia todo simulando estar dormida. Decidida a ocupar el lugar de la hembra residente, la visitante saca un hueso de un ramo de flores y golpea brutalmente a Dora, quien se defiende de su contrincante con un palo hasta lograr matarla por estrangulamiento, decidiendo luego cortarle una pierna, cocinarla y servírsela a su pareja sin comentarle nada de la lucha y muerte. La ballena comienza a descomponerse y emana un hedor insoportable que los jóvenes vinculan a una peste que a su vez pretenden combatir con humo, debiendo mudarse temporalmente a otro inmueble lejano en el que encuentran un montón de muñecos humanos de plástico que Cino eventualmente traslada hacia la mansión de la playa para que les hagan compañía cuando del cetáceo sólo queda su esqueleto y pueden regresar. El varón se cansa de la negativa porfiada de la fémina a traer un hijo a un mundo como el presente y por ello la droga con un compuesto que incorpora en una comida con ricota y miel y simplemente la viola estando dormida, tiempo después informándole -cuando ya padece náuseas, síntoma del embarazo consumado- lo ocurrido con suma alegría cual desquite por todo el dolor que le causó con su obstinación sabiendo que pretendía un vástago desde el principio, catalizador de un combate dialéctico histérico en el que la hembra grita “no teníamos derecho” y el joven le responde extasiado “te he fecundado, la semilla del hombre ha germinado, 10.000 millones de hijos, todos los hijos, los hijos de los hijos”, pero de repente la tierra estalla debajo del dúo porque la mujer en última instancia tenía razón y la humanidad jamás estuvo destinada a seguir existiendo. La estructura narrativa de la fábula, la más utilizada por Ferreri a lo largo de su trayectoria, regresa para imponer su lógica en La Semilla del Hombre porque más allá de la sátira en torno a la incompetencia absoluta del Estado para protegernos o garantizar un nivel digno de vida, el dejo represor imprevisible de las fuerzas armadas, el rol eventualmente inútil de los implementos tecnológicos, el desinterés de la Iglesia Católica para con sus feligreses, el consumismo más vano y risible, las relaciones de pareja dentro del egoísmo generalizado de la modernidad, los profetas ortodoxos, neofascistas o intolerantes que aparecen de tanto en tanto en todos los rubros, el matrimonio como “unidad modelo” de toda la comunidad, la fidelidad monogámica sacrosanta que siempre se esconde detrás, la amistad que deviene en competencia encarnizada, la imperiosa necesidad de estar rodeado de nuestros semejantes y las venganzas camufladas bajo el ropaje de la defensa de los ideales o intereses, en realidad el quid del relato se resume en el enfrentamiento entre la frigidez del ascetismo feminista de Dora y el hedonismo boludón y tendiente a la promiscuidad de Cino, planteo que en otras palabras simboliza el eterno choque entre la monogamia bajo la pretensión femenina de estabilidad hogareña, por un lado, y la búsqueda del disfrute en cualquier comarca disponible por parte del varón, por el otro lado, siempre con la idea de irse con la primera vagina y/ o con el primer par de tetas que no le amarguen demasiado la vida ni limiten su libertad de base bajo la ortodoxia de cotillón de las hembras en materia de los “requisitos” que debe cumplimentar el macho para constituir una presa deseable de ser mantenida/ conservada a lo largo del tiempo. Al choque de egos en cuestión, empardado en pantalla a la antropofagia de un capitalismo convertido en peste difusa, se suma la alegoría ecológica de la ballena pudriéndose en la playa y siendo testigo post mortem primero de las revanchas cruzadas entre Dora y Cino, ella dándole de comer a su amante y él embarazándola de manera compulsiva, y segundo de la explosión del desenlace como si el mismo Planeta Tierra estuviese hastiado de los seres humanos y sus estupideces y decidiese reventarlos de una buena vez para que el dilema entre perpetuar la vida y la extinción se resolviese para el bando de la desaparición definitiva de la especie de los homo sapiens en su conjunto, verdadero veneno para la naturaleza o quizás un parásito que jamás sabe cuándo detenerse antes de succionar toda la savia y asesinar a su anfitrión, muerte que por supuesto implica también su patético fallecimiento. El realizador no oculta para nada su identificación con el personaje de Margine mediante el detalle de la barba del muchacho y la incomprensión que el susodicho siente hacia su compañera, enigma como lo son algunas mujeres que prefieren no mostrar todas sus cartas a diferencia de otras mucho más resueltas y enérgicas como la intrusa de la genial Girardot, quien ya había colaborado con Ferreri en La Mujer Simia y Dillinger Está Muerto, aunque siempre dejando abierta la puerta de las paradojas porque así como Cino es elogiado sutilmente por su carácter despreocupado, su optimismo a prueba de desgracias y su afabilidad agitada y casi contracultural, asimismo es ridiculizado por su falta de compromiso, por su apego hacia la ortopedia técnica de la vida moderna y por esa misma concepción museística demacrada que lo lleva a juntar basura en la vivienda o a tapizar la hermosa playa frente a la casa con esos muñecos grotescos debajo de una capa de celofán. Esta contraposición central, entre artificialidad urbana y una naturalidad que de todos modos el hombre actual terminó perdiendo con la aparición de la técnica invasiva del Siglo XX, también se reproduce en una Dora que representa a la “mujer liberada” de la década del 60, esa que puede contradecir el mandato social de utilizar sí o sí su útero por cuestiones íntimas tan caprichosas y raudamente refutables como las que esgrimieron los hombres desde el principio de los tiempos ya sea para un lado o el otro, lo que nos devuelve al absurdo del devenir de los seres humanos y de los entornos culturales en los que viven y en los que luchan entre sí hasta el óbito, gran cúspide del nihilismo en la que se produce el inevitable emparejamiento cuando todos se metamorfosean en ese polvo y ese humo que vemos en los segundos finales del metraje cual antesala a la paz que reclama la naturaleza.
La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, Italia, 1969)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri y Sergio Bazzini. Elenco: Marzio Margine, Anne Wiazemsky, Annie Girardot, Rada Rassimov, Milvia Deanna Frosini, Maria Teresa Piaggio, Angela Pagano, Adriano Aprà, Vittorio Armentano, Marco Ferreri. Producción: Roberto Giussani. Duración: 101 minutos.
A simple vista Liza (1972) parece anticipar varios de los planteos retóricos de Insólito Destino (Travolti da un Insolito Destino nell’Azzurro Mare d’Agosto, 1974), aquel clásico absoluto de Lina Wertmüller en el que un marinero comunista, Gennarino Carunchio (Giancarlo Giannini), y una ricachona soberbia e insoportable, Raffaella Pavone Lanzetti (Mariangela Melato), terminaban varados en una isla desierta y así el juego de erotismo y poder entre ambos pasaba de una primera mitad del relato en la que el hombre se sometía obediente a la fémina, según las reglas sociales/ económicas explícitas, a una segunda parte en la que el varón tomaba el mando e invertía el esquema hegemónico cultural para él comenzar a humillar a la engreída mujer y tratarla como una esclava sexual, una sirvienta o apenas un juguete al servicio de su libido, sin embargo el opus que nos ocupa de Ferreri es mucho más abstracto y filosófico esencialista que su homólogo de Wertmüller ya que el determinismo ideológico y de recursos contrastantes de antaño, empardado a la pobreza y a la ostentación, aquí se desvanece para dejar espacio a una especie de reflexión muy sutil e intra burguesa no sólo sobre las relaciones de dominio y el ventajismo silente dentro de las parejas y del “sacrosanto” matrimonio sino también acerca de la distancia entre por un lado la amistad masculina, basada en el compañerismo y una relación de iguales con gustos e intereses compartidos que se retroalimentan, y por el otro lado el amor hacia las mujeres y la tragicómica convivencia que surge de él, apuntalada a su vez en una competencia que puede disimularse pero siempre está presente porque el cariño pronto queda homologado al sexo y su literalidad en eso de que siempre hay uno que penetra, el dominante, y otro que es penetrado, el dominado, de allí se deriva toda la estructura psicológica que permite el generoso volumen de fantasías de degradación propia o de terceros que caracterizan desde siglos y siglos a los seres humanos, muchas veces aplicadas a la intimidad hogareña y en otras ocasiones trasladadas a lo público/ comunal cuando los sujetos cuentan con poder institucional rubricado por las autoridades o las normas. Ferreri asimismo retoma y sigue examinando tópicos que hacen a la angustia contemporánea como la soledad, la abulia autoimpuesta, el desamparo existencial, el ridículo, los dilemas reduccionistas binarios, la muerte de la esperanza, el ensimismamiento doctrinario, la intolerancia hacia el prójimo, el afecto como placebo fugaz, la desesperación, el caraculismo del caprichoso, las prisiones que los individuos se construyen para sí mismos, el ansia en pos de encontrarle un sentido a la vida, las fugas existenciales hacia adelante, los juegos de roles intercambiables, la utopía de la liberación de las cadenas metropolitanas, el suicidio apenas maquillado, los delirios de sustitución en el amor y por sobre todas las cosas aquellas fantochadas sadomasoquistas superpuestas en las que la ilusión de sometimiento total se mezcla con la venganza, el dolor placentero, la catarsis, la pulsión de muerte y un sustrato lúdico antropológico que siempre promete más que lo que entrega en la praxis al punto de colaborar en esta espiral de abusos cíclicos y pomposos. En esta oportunidad la burguesa insufrible no lo es tanto y es esa Liza del título (Catherine Deneuve), en un principio sí algo presuntuosa y llorona pero luego ya menos inaguantable, una mujer que estaba de vacaciones con su novio Ludwig y unos amigos y que deja atrás el yate reglamentario por motu proprio después de una pelea con el susodicho, zambulléndose en el agua para terminar en una isla desierta sin especificar del Mar Mediterráneo, en el Estrecho de Bonifacio, donde es abandonada por los suyos sin dinero ni calzado aunque con sus bolsos de ropa y demás. En la isla vive Giorgio (Marcello Mastroianni), un marxista fanático de Espartaco y dibujante bastante mediocre de cómics que gusta de pescar en soledad, pasear por el lugar, recoger lo que trae el mar y mantener “conversaciones” con su fiel perro Melampo, bautizado así en honor al can guardián de Las Aventuras de Pinocho (Le Avventure di Pinocchio, 1883), de Carlo Collodi, quien muy a su pesar termina aceptando la compañía de la hermosa Liza y ayudándola al sacarle con los dientes una espina de su pie, al mostrarle dónde hay agua y al llevarla en sus hombros hasta donde vive en su aislamiento concienzudo, un domo de cemento símil iglú en medio de la nada, a posteriori de haber abandonado en París a su mujer (Corinne Marchand), un hijo adolescente (Pascal Laperrousaz), una hija pequeña (Valérie Stroh) y hasta una sirvienta (Dominique Marcas). El hombre le confecciona unas sandalias, tiene sexo con ella y en esencia la hembra pasa a ocupar la mitad del lecho en el búnker que antes le correspondía a Melampo, compañero mudo de este Robinson Crusoe moderno que incluso confía en él al punto de taparse los ojos y dejar que lo guíe entre las peligrosas rocas del islote. Liza lo hace llevarla al continente en un bote para reencontrarse con sus amigos burgueses pero a último momento cambia de parecer y regresa a la inhóspita morada del dibujante y su perro, donde al darse cuenta de que el animal es el principal objeto del cariño de Giorgio opta por matarlo por celos haciéndolo nadar hasta el cansancio y el eventual fallecimiento en medio de un juego que termina siendo una trampa mortal para el inocente cuadrúpedo. Ya sin competencia a la vista en la hegemonización afectiva del hombre, la señorita pasa de reclamarle “ternura y calor” a ofrecerse a reemplazar a Melampo como la nueva “perra” de Giorgio, colocándose el collar del animal y dejando que la trate como un súbdito, aunque ahora con los términos visiblemente cambiados porque la amistad afable del pasado muta en una atracción revanchista y envilecida debido a que la fémina le confiesa al varón el atroz asesinato del can a sabiendas del trato que recibirá a cambio. Mientras que la hembra busca obediente el palo que su amo le tira al mar para castigarla y le lame las manos y el rostro cual señal de afecto irrestricto, Giorgio le brinda soliloquios sobre el proletariado, Espartaco y la conciencia de clase y le cuenta la historia de un monje alemán del Siglo XVIII que disfrutaba de la paz y el ascetismo hasta que un día una perra llegó para tentarlo, clara enviada de Satanás, al extremo de que hicieron el amor y ambos fueron juzgados por bestialismo y herejía y quemados vivos. Eventualmente cae de visita el hijo del náufrago conceptual de la sociedad capitalista para informarle que su esposa, la madre del púber, se cortó las venas en un intento de suicidio bastante patético que funciona como un chantaje emocional para que el hombre regrese a París, hacia donde parte prometiéndole a Liza que volverá y diciéndole que necesita que lo espere en la isla para tener el coraje y la urgencia de regresar a la soledad del exilio. En la capital gala Giorgio visita a su esposa en el hospital, toma algo en un café con un amigo vagamente maoísta (Michel Piccoli), lugar en el que se topan con unos Hare Krisna muy inocentones que proclaman la gratuidad de las “mejores cosas de la vida” como el Sol, la comida que nos da la naturaleza o el amor de Dios, y finalmente comparte una comida en el hogar familiar una vez que la convaleciente deja el nosocomio, así descubrimos que la mujer del protagonista esconde sus emociones bajo una máscara de frialdad calculadora y que la hija pequeña del clan es una pichona risible de privilegiada new age que sólo come zanahorias y manifiesta un apego fanático por su mascota, un gato, que se asemeja al vínculo entre el hombre y Melampo, siendo la sirvienta, María, la única del lugar con la capacidad de sonreír de manera natural o sincera. De repente llega al departamento en cuestión Liza, quien viene a reclamar el amor de su amo y sigue manifestando devoción al punto de comer sólo lo que se le sirve en el plato y beber lo que se le ordena, leche símil semen por supuesto, lo que genera que la mujer del dibujante la acuse de sucia y desagradable, insista con retomar la relación de la pareja y hasta se ofrezca a ser penetrada en cuatro patas como buena perra, no obstante el varón ya no quiere saber nada con ella porque la considera una burguesa aburrida con la que ni siquiera puede entablar una amistad ya que carece de imaginación y un mínimo de amor propio. La curiosa pareja de amantes vuelve a la isla pero ya nada es lo mismo porque una andanada de situaciones van complicándolo todo: primero llega un comando de la Legión Extranjera para dar caza y golpear salvajemente a un desertor español, frente a lo cual Liza pretende en vano que el hombre intervenga y pasa ella misma a preguntar por el destino del cautivo, ganándose una paliza de parte de Giorgio por desobedecerlo, luego cae un piloto alemán que supo ser el habitante de la isla durante la Segunda Guerra Mundial, un sujeto testarudo que vivió en el iglú/ búnker y plantó unos olivos a los cuales golpea con un palo para el espanto de Liza y Giorgio porque son los únicos árboles del islote y cuentan con las aceitunas, nuevamente con la mujer haciéndole frente al intruso y Giorgio adoptando una postura cobarde conciliadora que deriva en apatía y pasividad depresiva, y para colmo las condiciones de vida empeoran significativamente una vez que desaparecen los peces en las inmediaciones y el bote se suelta y se lo lleva el mar, cayendo ambos en un aislamiento absoluto, la inanición, una locura tácita y problemas varios de salud ante el frío nocturno, la falta de alimentos y la humedad que se filtra por el domo vía las lluvias torrenciales. En un episodio final de enajenación surrealista, los habitantes de la isla “reparan” y pintan de rosa un viejo avión militar destartalado con el que planean abandonar el lugar para llegar a algún sitio donde haya comida, logrando que el aparato se mueva a lo largo de la polvorienta pista aunque con el motor definitivamente muerto y las hélices inmóviles. Ferreri desde el vamos se mantiene muy alejado de lo que podría ser una representación visual descocada o semi pornográfica del vínculo sadomasoquista, siempre sustentado en los roles voluntarios de “dueño/ hombre” y “perra objetivada/ mujer”, y analiza al asunto desde una serie de viñetas misteriosas, intuitivas y de índole fragmentada que edifican un retrato tan astuto como distante de -primero- la pusilanimidad de la enorme mayoría de los hombres, quienes como el protagonista adoran de inflarse el ego ante las féminas pero al momento de enfrentarse con un igual se repliegan como Giorgio frente a los esbirros de la Legión Extrajera o el piloto alemán que le destroza los olivos de puro antojo posesivo masculino semejante al de él para con Liza, y -segundo- la crueldad de la que son capaces las mujeres cuando se les mete algo en la cabeza homologado a la comarca de los sentimientos y las afinidades, emparejamiento en rauda destreza desoladora con respecto a los hombres aunque bajo una superficie lustrosa que gusta de venderse a sí misma como débil, bella, crédula, delicada, dependiente o parsimoniosa para de repente blandir un cuchillo en el momento menos pensado, estratagema que abarca el asesinato de Melampo por parte de la visitante y el mismo intento de suicidio de la esposa de Giorgio con el objetivo manifiesto de recuperarlo cuanto antes como pareja estable. Esta adorable misoginia de fondo y esta denuncia de la estrechez mental jactanciosa de los varones se complementan con alegorías que van desde las langostas, insectos un tanto enigmáticos que pasan de lo individual a lo comunal como las mujeres para reproducirse y vivir de allí en más en grupo renunciando en buena medida a su singularidad vía un andamiaje psicológico volcado a la multitud, hasta el propio Espartaco en tanto máximo ideal al que puede aspirar la masculinidad porque el esclavo tracio sublevado desarrolló su conciencia de clase cual miembro ejemplar de los oprimidos y así pasó de simple rebelde a revolucionario consumado, adoptando maniobras militares muy inteligentes que desconcertaron y pusieron en serios problemas a las tropas romanas encabezadas por el pretor Marco Licinio Craso en un juego discursivo que sería retomado más adelante en ocasión de Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), en la que Mastroianni volvería a componer a un personaje freak que pondera a viva voz el nombre de Espartaco. Basado en un relato original de Ennio Flaiano, colaborador habitual de Federico Fellini, el guión de Ferreri, Flaiano y Jean-Claude Carrière, gran socio de Luis Buñuel en la etapa final de su carrera, toma la forma de un estudio elegante y ambiguo alrededor del fracaso de la convivencia matrimonial, la comunicación en la pareja y en general las utopías ingenuas de cambio burgués sin un verdadero marco de alianza social pluriclasista que vaya más allá de las intentonas individuales, narcisistas y fútiles, en este sentido basta con pensar en la multiplicidad de “manotazos de ahogado” a cargo de todos los personajes de la faena, cada uno encerrándose en distintas cárceles cotidianas o por el contrario confinando a terceros en mazmorras abstractas o materiales con vistas a tratar de alivianar una angustia de base ya indisimulable. Deneuve y Mastroianni están muy bien y la exquisita música de Philippe Sarde, un colaborador asiduo dentro del círculo artístico del realizador, condimenta con un manto de ironía esta fábula agridulce y sorprendente en la que los callejones sin salida del gozo y la vida terminan empardados con la autodestrucción más o menos consciente, los desvaríos ególatras, los abusos paradójicos o autojustificados y unas luchas de poder que parecen estar petrificadas en la inmutabilidad pero en verdad habilitan permanentes ataques al predominio de los poderosos y desde ya esa convalidación alegre o hasta placentera de la sumisión por parte del cúmulo de los esclavos, los cómplices y los agentes de la represión.
Liza (Italia/ Francia, 1972)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Jean-Claude Carrière y Ennio Flaiano. Elenco: Marcello Mastroianni, Catherine Deneuve, Corinne Marchand, Dominique Marcas, Valérie Stroh, Pascal Laperrousaz, Michel Piccoli, Claudine Berg, Luigi Antonio Guerra, Enrico Blasi. Producción: Alfred Levy y Raymond Danon. Duración: 92 minutos.
La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973):
A La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), una de las obras indispensables de Ferreri, se la suele reducir en los análisis a una exégesis de la inevitable autodestrucción de una sociedad de consumo llevada hasta sus últimas consecuencias, interpretación bastante literal y poco imaginativa de su premisa de base, esa que nos presenta a cuatro burgueses de muy buen pasar económico, el chef Ugo (Ugo Tognazzi), el ejecutivo televisivo afeminado Michel (Michel Piccoli), el piloto mujeriego Marcello (Marcello Mastroianni) y el juez Philippe (Philippe Noiret), que se encierran en un lujoso caserón de las afueras de París, el cual supo pertenecer al poeta Nicolás Boileau (1636-1711), en un supuesto fin de semana que definitivamente se alarga en pos de suicidarse comiendo hasta fallecer una interminable andanada de manjares de la más variada índole. Sinceramente la susodicha es una entre tantas lecturas posibles que habilita la riqueza conceptual del film para cualquiera que haya visto el resto de la vasta y compleja filmografía del director y guionista italiano, un corpus artístico que además permite considerar al convite como una cruel parodia de la alta cocina/ “haute cuisine” a través de su combinación con la frondosidad de los platos abundantes tradicionales y la necesidad de porciones a la altura de la autoinmolación buscada, como una celebración irónica de un hedonismo sin control alguno que parece confirmar aquello de que mucho de cualquier cosa en la vida es sinónimo de daño ultra pernicioso, como un estudio acerca de la conexión entre las funciones reproductivas por antonomasia, léase la comida en tanto garante de un día más en la Tierra y la lascivia cual semilla que extiende nuestro quid en terceros, como exacerbación tragicómica precisamente de esas funciones fisiológicas que de ser fundantes e imprescindibles en nuestra vida pueden pasar a ocupar un lugar incluso más importante y eliminar todas las otras facetas de la existencia como si estuviésemos adelante de adicciones, como exploración de la típica pulsión de muerte en la que el placer se concentra en la boca y el estómago -y en segundo lugar, en los genitales- en tanto zonas erógenas primigenias por antonomasia, como sátira de la tendencia a encerrarse de la burguesía para aislarse de un afuera homologado a un peligro y una imprevisibilidad que se pretenden eliminar llevando hasta la hipérbole un gozo que ha perdido su razón de ser y hoy es sólo un automatismo macabro decrépito cual zombie, como una denuncia de la constante y banal búsqueda por parte del mercado de una novedad embellecida, hoy estas “comidas artísticas” que desfilan por la pantalla, para diferenciar al producto en cuestión del resto aunque paradójicamente generando la pérdida de utilidad de un objeto/ manjar que pasa a ser fetichizado en un círculo de nunca acabar que conduce a la insatisfacción y la depresión, como un asalto a los sentidos del espectador promedio de su época de la mano de una catarata de eructos, pedos, vómitos y excrementos que explicitan aquello que el cine desde siempre ha negado, hablamos del hecho de que lo elaborado burgués rimbombante siempre provoca un desecho oportunamente ninguneado que suele ir a parar a la basura o ser blanco de la vergüenza social, como una suerte de oda a la degradación de una vida cotidiana transformada en un ciclo de comportamientos primitivos -como comer, digerir, cagar, coger, dormir, seguir comiendo, etc.- que le quitan la máscara lustrosa diurna a la comunidad, como alucinación que empieza agradable o prometiendo deleite morboso y luego de a poco va descendiendo hacia el infierno a medida que las fantasías humanas se hacen realidad y la inefable parca va llevándose uno a uno a los ocupantes de la mansión, y finalmente como utopía específicamente masculina que juega con la idea de una especie de regresión conceptual al pecho materno como síntesis de la erotización del primer alimento que viene del cuerpo femenino original, a posteriori trasladado hacia las otras hembras con las que se topará el varón según las parejas sexuales de la vida adulta y la prohibición del incesto. La película, combinación prosaica entre el neorrealismo de los inicios en España e Italia y el surrealismo de la presente fase francesa, por un lado constituye el reencuentro definitivo del director y Rafael Azcona y una vuelta a la excelencia de antaño luego de un mínimo período de colaboraciones con Sergio Bazzini, aquel de Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969) y La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969), y de opus apasionantes aunque inferiores en sintonía con La Audiencia (L’Udienza, 1972), coescrita con Azcona y Dante Matelli, y Liza (1972), en la que el cineasta cooperó con Ennio Flaiano y el querido Jean-Claude Carrière, y por el otro lado utiliza al motivo del suicidio culinario en plan pomposo y grotesco, premisa deudora a lo lejos de Las 120 Jornadas de Sodoma o la Escuela del Libertinaje (Les Cent Vingt Journées de Sodome ou l’École du Libertinage, 1785), de Donatien Alphonse François de Sade alias el Marqués de Sade, para incorporar una serie de ingredientes característicos del acervo artístico de Ferreri como por ejemplo el deambular de niños y animales como testigos cándidos del relato, la presencia de una figura infantilizada caprichosa hoy empardada al personaje de Mastroianni, la angustia producto de la alienación metropolitana moderna, el mismo latiguillo de los bacanales culinarios ad infinitum, una infelicidad que aparece incluso cuando los protagonistas cumplen a rajatabla su plan prefijado, la influencia fundamental de una mujer que aquí es menos paradójica que de costumbre porque su dejo habitual creador/ destructor se vuelca en términos concretos hacia la protección, nos referimos a una maestra de educación primaria que vela por los hombres, Andrea (Andrea Ferréol), esa asimismo paradigmática distancia ideológica para con el resto de una fauna femenina que eventualmente abandona a los comensales sin más, la indiferencia demoledora de las instituciones estatales y religiosas ante lo ocurrido, una debacle y un óbito que asoman su cabeza todo el tiempo, unos anhelos monotemáticos y/ o obsesivos que aprisionan a los sujetos y por supuesto esas infaltables autoreferencias por parte de un Ferreri bien pícaro y burlón que en el inicio nos muestra a Piccoli hablando de la “frescura del limón”, para recordarnos aquel que exprimía con tanta dedicación en Dillinger Está Muerto, y al inolvidable Marcello obsesionado con una colosal horma de queso parmesano como aquella del museo de Cino (Marzio Margine) de La Semilla del Hombre, incluso haciendo que una azafata la baje rodando del avión de turno, amén del comentario sardónico metadiscursivo tácito centrado en eso de que los nombres de pila de los cuatro protagonistas se corresponden al de los geniales actores que los interpretan, detalle que difumina la línea divisoria entre realidad y ficción y acrecienta la naturaleza surrealista socarrona de la propuesta en su conjunto. Una vez más la historia es inexistente porque toda la faena funciona como una descripción de personajes de los cuales de todos modos no sabemos demasiado porque en esta oportunidad lo importante es el espectáculo circense hogareño de la glotonería exacerbada sobre el cimiento de unos seres humanos que parecen querer renunciar a sus vidas por aburrimiento, desazón, abulia o desesperación silenciosa, dejando sumariamente de lado a una rutina mortuoria, la cotidiana insoportable laboral/ familiar/ romántica/ barrial/ civil/ capitalista, para reemplazarla por otra, la de las exquisiteces en secuencia, una que promete ser exultante a lo desenlace apoteósico de la existencia pero termina convirtiéndose en otro fiasco esclavista más que subraya aquello que señalábamos con anterioridad, que una sobredosis de cualquier factor o dimensión puede derivar en condena sin importar lo mucho o poco que lo hayamos disfrutado en el pasado. El prólogo sintetiza los datos que disponemos de cada integrante del cuarteto: Ugo es propietario y chef de un restaurant y almacén llamado Le Biscuit à Soupe y parece estar dominado por su esposa y socia Madeleine (Monique Chaumette), Michel es un productor televisivo amante del ballet, la limpieza y el piano y un gay más o menos reprimido con una hija adolescente que quiere que le consiga un trabajo a su hilarante novio negro y bailarín, Zack Zacoaballi (James Campbell), Marcello es un piloto caprichoso, soberbio, agresivo y putañero de Alitalia y un fanático eterno de los autos acostumbrado a dormir y fornicar en cualquier sitio, y finalmente Philippe es un juez ridículo que mantiene una relación semi incestuosa con su “madre sustituta” histórica desde el fallecimiento de sus progenitores, su ama de llaves y niñera avejentada, obesa y sobreprotectora Nicole (Michèle Alexandre), quien sabe que el varón gusta de acostarse regularmente con prostitutas y por ello intenta disuadirlo, seduciéndolo y masturbándolo, para que desista en su empeño de abandonar el departamento que comparten en París. Los cuatro deciden encerrarse para su misión suicida en la otrora casa de Boileau, inmueble que el padre de Philippe le compró al final de la Primera Guerra Mundial a un ingeniero polaco para regalárselo a su esposa, la madre del juez, quien de todas formas jamás llegó a vivir allí primero porque consideraba que la casa era muy frívola y segundo porque después falleció, quedando la residencia a cargo de un tal Héctor (Henri Piccoli, padre de Michel), el chófer de antaño del progenitor de Philippe y hoy un viejito algo gagá que vive allí con su perro, uno de pelaje negro y manto rojo que lo acompaña a todas partes. Rodeados de gansos, patos, peces y perros callejeros que se van sumando de a poco, los protagonistas se quedan solos luego de expulsar en buenos términos al anciano cuidador y a un delegado de la Embajada de China (Simon Tchao) que ofrecía de regalo una estatuilla del teatro popular oriental y que pretendía ofrecerle un puesto político al dueño de casa, señor al que Philippe rechaza citando la Eneida (Siglo I a.C.) de Publio Virgilio Marón alias Virgilio, “temed a los griegos incluso cuando traen regalos”, y así comienzan a preparar las delicias destinadas no a prolongar sus vidas sino a ir apagándolas paulatinamente, para lo que reciben cargamentos voluminosos de vegetales, frutas y carnes varias de cerdo, venado y vaca. Entre comida y comida los señores ven una colección de pornografía vintage del juez mediante diapositivas, Michel practica ballet frente a un espejo y juega con una cabeza de vaca cual cráneo de Hamlet (1603), de William Shakespeare, Ugo hegemoniza la cocina y se encarga de mantener el flujo de comida siempre constante y Marcello, por su parte, se obsesiona con poner en funcionamiento un Bugatti que encuentra en la cochera del lugar y con traer cuanto antes a furcias para que la homologación entre alimento y placer sea en verdad total. A Andrea la conocen cuando la docente manda a uno de sus alumnos a pedir permiso para ingresar con todo el curso a ver un enorme y famoso árbol, un tilo, que fuera crucial en la obra poética de Boileau, así los purretes se dividen entre los que escuchan la lección de la fémina, otros que ven pescar a Michel en un mini lago de la propiedad, unos que atestiguan las labores de mecánica de Marcello y otra tanda que acompaña a Ugo y Philippe en la cocina. Es muy importante señalar que a pesar de que pronto caen tres prostitutas en la casona, Ferreri sólo le dedica primeros planos libidinosos a Andrea, una mujer gorda de una naturalidad erótica antiimpostación prostibularia como Nicole que no sólo reemplaza como objeto del deseo a la anterior dentro de la psiquis de Philippe sino que además muta en compañera comprensiva de los cuatro hombres en su faena autodestructiva, ya que la maestra es la única de la fauna femenina que no tacha de burdos y maleducados a los varones cuando ve que no paran nunca de comer por más que ya no tengan hambre. Andrea incluso se solidariza y degusta los manjares ingiriendo cantidades gigantescas de comida porque comparte la típica concepción culinaria masculina pluriclasista que endiosa al desparpajo alimenticio en contraposición a la fetichización negativa de las viandas por parte de las mujeres promedio de la burguesía, casi siempre tendientes a mostrarse demasiado quisquillosas en materia de qué comer y cuánto, todo por supuesto por prejuicios sociales estúpidos vinculados a una belleza homologada a la delgadez compulsiva o a la manía con los componentes/ sustancias/ valores dietéticos de los alimentos a lo filosofía new age demacrada de un estrato privilegiado que claramente jamás conoció la pobreza, la miseria o el hambre. Una vez que las tres meretrices, Danielle (Solange Blondeau), Anne (Florence Giorgetti) y Mini (Patricia Milochevitch), abandonan asqueadas la mansión luego de comilonas sin cesar y sesiones de sexo caóticas entre tubos de escape, pasteles, cortinas nocturnas, bailes y una graciosa imitación de Ugo de aquel Vito Corleone de Marlon Brando de El Padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola, Philippe se solidariza con sus amigos y no se enoja -al principio un poco, luego ya no- cuando Andrea se va encamando con ellos uno a uno a pesar del hecho de que el juez pretende casarse con ella desde el momento en que le chupó la pija con la eficacia de su amada Nicole. Marcello en especial se obsesiona con la única mujer disponible y con su culo, vagina y tetas, no obstante entra en crisis primero cuando no puede tener una erección para sodomizar a la profesora y luego cuando ve explotar el inodoro del baño de la mansión por la mierda acumulada a raíz del huracán de comida, lo que deja un hedor persistente en la residencia y provoca una filtración en los techos de la planta baja, llevando a su vez al personaje de Mastroianni a intentar marcharse en el Bugatti, al cual por fin pudo poner a andar, y a morir de frío durante la noche al volante del vehículo por las bajas temperaturas. El juez recomienda meter el cadáver en la heladera, a sabiendas de que está prohibido enterrar a los ciudadanos sin permiso expreso del Estado, y el segundo en morir termina siendo Michel, quien ya venía padeciendo un cuadro muy grave de meteorismo que lo conduce a literalmente tirarse pedos y cagarse encima hasta derrumbarse sobre la baranda de un balcón, después de tocar el piano porque ya no podía practicar ballet debido a la panza en aumento y la acumulación de gases en el tracto gastrointestinal. Ugo utiliza el pálido traste de Andrea para amasar aunque la alegría le dura muy poco debido a que él también muere mientras que es masturbado por la mujer hasta el orgasmo fatal y come una torta/ tarta monumental con paté de ganso, de pollo y de pato que replica el domo de Los Inválidos, un célebre complejo arquitectónico de París donde yacen los restos de Napoleón Bonaparte. Philippe, un diabético, cae muerto acompañado por la fémina y un simpático perro al que llama Ugo vía un pastel ultra azucarado que le prepara Andrea con la forma de un par de senos justo en el instante en el que llega otra entrega de la carnicería, así los empleados le consultan dónde dejar el cargamento y ella responde en el jardín porque la heladera está ocupada con los cuerpos de Marcello y Michel y el cadáver de Ugo continúa arriba de la mesa de la cocina, generándose una nueva situación de un grotesco pesadillesco cuasi apocalíptico en el que las reses decoran la entrada de la casa, la tierra del inmueble y las plantas circundantes mientras que la maestra ingresa por última vez a una mansión ya desierta de humanos pero repleta de perros callejeros expectantes frente a tanta comida desperdiciada. Más que sólo recurrir a la alegoría de la sociedad de consumo en plan autoaniquilación baladí, Ferreri aquí echa mano de esta oposición entre el hambre real o “natural”, representada en los animales y los niños que visitan o residen en el caserón símil masas pauperizadas de la pirámide de la explotación y la plutocracia, y la gula burguesa algo mucho demencial que se independiza de cualquier necesidad alimenticia concreta y se transforma en un fin en sí misma cual indicio tanto de la antropofagia masiva/ social en el capitalismo como de los privilegios de una capa pudiente y endogámica que se encierra en sus propios lujos, su ceguera y su pasividad al extremo de aislarse del resto de la sociedad para autovictimizarse vía un suicidio farsesco por demás inflado de pompa y de tragedia sin sentido. De aquel embaucador suburbano de La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964), Antonio Focaccia (Tognazzi), pasamos a los payasos adorables aunque también peligrosos de las citadas Dillinger Está Muerto y La Semilla del Hombre, Glauco (Piccoli) y Cino, respectivamente, para a posteriori desembocar en este Marcello ampuloso y efervescente mediante el cual el realizador parece ironizar acerca de la personalidad escénica y la fama marca registrada de “latin lover” de Mastroianni, por un lado, y demostrar cuánta sabiduría puede encontrarse en la exuberancia en detrimento de la frialdad bastante más cerebral y burguesa promedio de sus tres cofrades de aventuras, por el otro lado, en suma señalando que a pesar de su comportamiento pueril y antojadizo el piloto de Alitalia es el único que toma consciencia del absurdo del suicidio general -y sobre todo en estas condiciones- por más que este augurio sólo sea una reacción vinculada a las consecuencias que el volumen de alimentos está teniendo en su capacidad viril y hasta en su medio ambiente, pensemos para el caso en la lluvia de mierda de ese retrete que lo embadurna con los subproductos más ninguneados de los coloridos y apetitosos manjares, las heces. En este sentido, la idea vanguardista de Ferreri de mandar al carajo a los sentimientos, la previsibilidad y el clásico desarrollo de personajes, elementos que suelen aparecer a través de diálogos floridos y/ o una fotografía preciosista o arty lista para el ecosistema de festivales de cine o el público castrado esnob, se da la mano con esta explicitación sin freno ni censura alguna de los procesos fisiológicos como sustrato negado de una comunidad moderna hipócrita que gusta de concentrarse en las superficies brillantes, las idealizaciones de la belleza o la dinámica publicitaria mentirosa del mercado capitalista sin ver los regímenes de explotación que se esconden detrás y todo el aparato mediático/ cultural/ político que permite la tergiversación de la realidad en pos de barrer la mugre debajo de la alfombra o de demonizar a terceros. El alimento y la mierda, como el trabajo y la explotación parasitaria, el producto y el envase o el servicio y el conocimiento de fondo, son dos caras de una misma moneda que el amigo Marco pone en pantalla no tanto bajo la lógica paradigmática del surrealismo, hablamos de la intención de exhibir lo vedado o reprimido en términos crípticos que desencadenen la interpretación y la imaginación, sino bajo el convencimiento de la necesidad de establecer el vínculo entre ambas dimensiones sin descuidar a ninguna de ellas en absoluto en materia de sus pros y sus contras, enfatizando en todo caso el placer fetichista que se puede obtener de la comida pero sin obviar lo que ocurre en la cocina, en el abdomen de los sujetos y en el inodoro del baño, fase final de un proceso metafórico que también queda permanentemente ligado al ciclo de la generación de ganancias y de pobres por legiones del capitalismo. La competencia implícita por los recursos en plan de dialéctica de burbuja de supervivencia autoimpuesta, ahora en el último acto y en lo atañe a Andrea, constituye otra faceta de la película y del nihilismo corrosivo de un Ferreri que nos comenta que incluso en el reino de la abundancia y la glotonería los seres humanos siempre terminan hallando una excusa para pelearse entre sí, hoy la única vagina disponible, movida retórica que asimismo utiliza para ponderar sutilmente una amistad entre hombres que terminan dejando el egoísmo de lado a posteriori de la muerte de Marcello, eje crucial de las denuncias en torno a los celos que se cocían de fondo dentro de la villa francesa en relación a quién se acuesta con quién. Lienzo desaforado por antonomasia de la historia del cine acerca de los delirios unidimensionales que pueden llegar a abrazar los bípedos cuando se les mete algo en la cabeza y no pueden soltarlo, sea el suplicio de la depresión, la privación de la alegría o las “soluciones” improvisadas a lo adicto que muere de sobredosis, la obra maestra del italiano desparrama escatología, honestidad atroz, locura, muchas provocaciones, humor negro, tristeza apenas disimulada, bufonería semi onírica, una buena dosis de apacibilidad, algo de lirismo y una enorme ambición intelectual todo terreno en una propuesta cuyos chispazos de surrealismo, como el inodoro explotado o las muertes bizarras del cuarteto, parecen formar parte de una fantasía decadente pero totalmente asequible en sociedades enfermas repletas de conductas patológicas dignas del onanista que considera al orgasmo propio como la cima de todo el placer acumulado del planeta o del necio que celebra esta tetralogía de la ley de hierro, el entretenimiento televisivo, la cocina refinada y la lujuria efímera que puede mutar en furia.
La Gran Comilona (La Grande Bouffe, Italia/ Francia, 1973)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Rafael Azcona y Francis Blanche. Elenco: Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Ugo Tognazzi, Andrea Ferréol, Solange Blondeau, Florence Giorgetti, Michèle Alexandre, Monique Chaumette, Henri Piccoli. Producción: Vincent Malle. Duración: 130 minutos.
La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976):
Lo que se mueve detrás, a nivel conceptual, de La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976) es el período de transición entre las segunda y tercera olas del feminismo, es decir, entre la liberación sexual y reproductiva características de las décadas del 60 y 70 y la subdivisión progresiva del movimiento para intentar abarcar los múltiples problemas étnicos, familiares y socioeconómicos de las mujeres que sobrevino con los 80, lo que implica que se trabaja sobre terreno político y cultural ya largamente transitado en función del cual se ganó el sufragio, conquista material de la primera ola del feminismo correspondiente al Siglo XIX y la primera mitad del Siglo XX, y que todavía no se llegó a los fetiches monotemáticos del Siglo XXI vinculados en primera instancia a erradicar la violencia contra las mujeres y en segundo lugar a conseguir una paridad de género real que ponga a las féminas en iguales condiciones generales con respecto al varón. Los hombres, por su parte, siguen en esencia siempre iguales a sí mismos porque poseen una identidad estable que se contrapone a la ambigüedad e indecisiones de las mujeres, éstas muchas veces definiéndose no por rasgos positivos reafirmantes sino por negaciones con respecto al supuesto enemigo masculino, precisamente por ello ninguna de las variantes del feminismo termina resultando exitosa a largo plazo porque rápidamente derivan en posturas misándricas que no sólo cosifican y demonizan a los hombres sino que se autosabotean desde el vamos porque dejan muy al descubierto que el grueso de la estructura ideológica del movimiento sólo representa a las hembras blancas de clase media y media alta, una vez más circunscribiendo los análisis de fondo a las supuestas “penurias” de los sectores privilegiados y dejando de lado a todos los otros colectivos sociales en términos de raza, edad, origen, estrato social, ideario, trabajo, orientación sexual, hobbies y andamiaje familiar elegido. En vez de luchar por eliminar todas las injusticias e inequidades del capitalismo, el feminismo posmoderno, ese de la tercera ola polirubro fallida en adelante, tiende a centrarse exclusivamente en el estereotipo de la autovictimización y a hablar de patriarcado o falocracia sin reconocer que el principal enemigo de las mujeres no son los hombres sino las mismas mujeres debido a la abulia y complicidades para con la estructura imperante de parte de la enorme mayoría del gremio femenino y porque la misma teoría excluye a los sectores menos radicalizados, una vez más el grueso de las hembras, que simplemente están cómodos en la comunidad global así como les ha venido en gracia, amén del hecho de que el feminismo new age suele centrarse de forma casi exclusiva en la violencia de género, una ridiculez total porque implica que el otro tipo de violencia, la de los hombres contra los hombres, está bien o quizás no reviste importancia alguna. La película de Ferreri también piensa la regresión y mojigatería en materia sexual que se ha ido imponiendo dentro del feminismo y las sociedades del Primer y Tercer Mundo desde aquella reivindicación de la cópula de los 60, en tanto sinónimo de liberación y emancipación de los mandatos reproductivos unidimensionales de antaño, hacia esta equiparación del sexo de mediados de los 70 en adelante a una “herramienta” de opresión o directamente al acoso o hasta la violación, otro histeriqueo más del feminismo de burguesas concha seca tendientes a ponderar a los cuatros vientos reduccionismos conceptuales y a negar la multiplicidad de experiencias eróticas del arcón humano, muchas veces reforzando el sexismo mediante nociones misándricas y asexuales que no sólo alejan a la mayoría de las mujeres sino que les dan más argumentos a los varones que denuncian a las feminazis como fanáticas ciegas e hipócritas que de celebrar un supuesto humanismo tácito pasan a enarbolar un egoísmo que todo lo ve con los anteojos opacos y odiadores de la perspectiva de género como si nacer con una vagina fuese sinónimo de un irrisorio heroísmo y nacer con un pene fuese homologable a agente de la inquisición que persigue a las “pobres e inocentes” mujeres. El guión del realizador, Rafael Azcona y Dante Matelli, el mismo equipo responsable de La Audiencia (L’Udienza, 1972), comienza cuando al ingeniero Giovanni (Gérard Depardieu), empleado en una gigantesca fábrica de Créteil, le imponen un mes de vacaciones anticipadas compulsivas en octubre en un período de crisis económica y alta conflictividad laboral dentro de una estratagema masiva orientada a disminuir la producción, desmantelar técnicamente la empresa y traer a policías y perros feroces para evitar cualquier medida de fuerza por parte de las bases obreras porque el asunto fue pautado entre gerencia y sindicatos. Al finalizar el último día de trabajo se dirige a la guardería de la fábrica para retirar a su hijo, el bebé Pierino (Benjamin Labonnelie), y encuentra a la bella y joven encargada del lugar, Valeria (la correcta Ornella Muti), tratando de calmar los lloriqueos del purrete con un títere y una rica teta al aire, lo que genera que se interese en la mujer al punto de invitarla a su casa, algo a lo que la fémina accede porque está atravesando una etapa de distanciamiento con su pareja, el hombre mayor Michele (Michel Piccoli), que a su vez la hace desistir de irse de vacaciones con él a Túnez. En un típico planteo estético/ ideológico iconoclasta del cine de Ferreri, Giovanni se baña con su hijo, le muestra los falos de la residencia a Valeria, el del nene y el suyo, y comienza a desnudarla mientras come y tiene en brazos a Pierino, todo junto y de manera caótica para reforzar la homologación entre el infantilismo caprichoso, naturalista, afable, anárquico y siempre improvisado del personaje del genial y efervescente Depardieu, quien se pasa gran parte de la realización desnudo y jugando con su pene, y aquellos semejantes de Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969), La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969) y La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), entre otras propuestas que nos mostraban una versión lúdica y despreocupada de una masculinidad que nunca debe confundirse de manera taxativa con el machismo liso y llano porque aquí el protagonista no es un tirano consumado ni su contraparte una víctima de entrecasa y debido a que el director analiza a la sociedad en su conjunto que contiene a los personajes citados, sobrepasando por mucho lo que podría ser la idiosincrasia singular de cada uno de ellos. Pronto se forma una pareja que experimenta un período inicial de bonanza en términos sexuales y de convivencia pero que incluye signos preocupantes como por ejemplo el apego semi maternal de Valeria a Pierino, al extremo de por momentos saltearse la autoridad del padre sobre el hijo, y el mismo carácter posesivo de Giovanni para con el nene luego de que su esposa, Gabrielle (Danièle Ciarlet alias Zouzou), lo abandonase de repente para formar parte del agite de las protestas, demostraciones y colectivos organizados del Movimiento de Liberación de las Mujeres de aquellas décadas del 60 y 70, decisión que hizo que el hombre insólitamente deba situarse en una posición simbólica históricamente relegada a las mujeres, eso de hacerse cargo de los vástagos y de la casa en detrimento del trabajo y la vida pública preponderante, algo que de todas formas mucho no le importa al protagonista ya que lo que considera en verdad molesto es el desinterés antojadizo de Gabrielle para con un Pierino que inevitablemente se transforma en objeto de disputa entre ambos cónyuges cuando la mujer vuelve a manifestar una inclinación por pasar tiempo con el bebé hasta quizás batallar en los tribunales para ganar su custodia legal, la que tranquilamente podría obtener gracias a la discriminación que sufren los varones en el derecho familiar. Para colmo Valeria, por influencia de una Gabrielle que visita cada vez con mayor frecuencia el otrora hogar compartido con su ex pareja, comienza a ponerle mala cara a la falta de dulzura, tranquilidad y paciencia erótica de un Giovanni que por cierto se ha transformado en un mujeriego después de la separación de facto y hasta mantiene una relación intermitente con Benedetta (Giuliana Calandra), esposa de adorno de su vecino de departamento, el metiche, deportista y bastante tarado Renato (Renato Salvatori), mujer a la que recurre cuando aflora una indisimulable frigidez en la relación con Valeria y que rechaza a Giovanni más por el destrato al que la somete, un día buscándola y luego ninguneándola por temporadas enteras, que por el hecho de que le está siendo infiel a Renato. Entre personajes que van y vienen como una graciosa amante del protagonista y encargada del guardarropas de un club (Solange Skyden), una amiga de Gabrielle que la ve muy enamorada a Valeria (Carole Perle) y un exiliado chileno luego del Golpe de Estado de Augusto Pinochet de 1973 que suele limpiar la morada de Giovanni (Guerrino Totis), la trama va decantando de a poco en una especie de frente implícito entre la ex y la mujer actual del ingeniero, la primera pretendiendo tomar posesión de Pierino y la segunda condenando su individualismo hipersexual y sincero pero sin marcharse del hogar porque aparentemente aún lo quiere y además no cuenta con un departamento disponible porque ya se llevó sus cosas del hogar que compartía con Michele, a las que puso en una cesta, y éste en sí ya está saliendo/ conviviendo con otra hembra, una norteamericana que no es tan ciclotímica ni quejosa como Valeria, Jane (Daniela Silverio), embrollo que a su vez provoca que Giovanni también busque otra vagina e intente sin éxito seducir a una chica en un centro comercial a la que le convida cerezas (Nathalie Baye). Valeria comienza a reclamarle a Giovanni que no se ocupa de su placer porque sólo la busca cuando quiere coger y el resto del tiempo está de malhumor o aburrido y se pone muy lacónico o se consagra a otras cosas o sale del departamento, con el hombre tratando de hacerle entender que la sexualidad masculina es un subibaja bien literal y que después del deseo cada uno vuelve a su soledad y siempre fue así y siempre lo será, no obstante ofrece una especie de ofrenda de paz prometiendo prestarle más atención a la fémina y aceptando tener sexo sólo cuando ella quiera, lo que deriva en una escasez absoluta de coito y por consiguiente de amor en la que Giovanni acusa a Valeria de no saber gozar y de tenerle miedo a la cama por la tendencia de las hembras a autovictimizarse desde la autocomplacencia y la comodidad/ vagancia de demonizar al macho o considerar que los genitales son un arma que utiliza para dominarlas. Producto de fotografías y objetos de un pasado que consideran banal y de un sadomasoquismo enmarcado en cachetadas, un golpe con un mazo, lenguas mordidas y cortes varios con sangre succionada de por medio, la angustia de la pareja se hace visible en felaciones simuladas al paso, el gesto de imitar la cópula de los leones, una boda fingida con un velo hecho de una cortina y hasta discusiones en torno a la muerte de la familia patriarcal; circunstancia que eventualmente conduce al protagonista a cortarse la pija con un cuchillo eléctrico como declaración extrema en lo que atañe a la esclavitud del varón a los caprichos de las hembras y de una sociedad que también le asigna lugares prefijados en tanto patriarca con la obligación de cuidar de los suyos, algo evidentemente en crisis ya que la mujer que tiene enfrente no desea ser cuidada aunque al mismo tiempo se sitúa en el rol de víctima sollozante inmaculada, una impostación que no reconoce su papel central en el atolladero de turno cual connivencia oportunista, sirviéndose de esa misma pasividad que el capitalismo y los regímenes comunales anteriores le han asignado a las hembras desde siempre. Más allá de la metáfora del desenlace de la emasculación, alegoría sobre este movimiento sísmico conceptual sobre la base de los roles de las familias metropolitanas del pasado y no sólo los masculinos idiosincrásicos, el film nos presenta una sátira nihilista de las relaciones entre los sexos apuntalada, por un lado, en unas hembras que se sumergen en la caricaturización ideológica más simplista y acomodaticia para lavar culpas señalando a terceros y no tener que verse en el espejo de la multiplicidad de variantes de lo femenino, mecanismo que como decíamos comparten tanto Valeria como Gabrielle, y por el otro lado, en unos machos que se dividen entre la estupidez proletaria de Renato, un bobo cornudo que homologa al amor con el casamiento católico y las infidelidades reglamentarias a futuro, el fariseísmo burgués de Michele, quien señala el rol opresor -y hoy anacrónico- de los hombres para con las mujeres pero en la praxis hace lo que quiere como cualquier otro varón ególatra del montón, y finalmente el primitivismo siempre pueril de Giovanni, el cual inmediatamente nos reconduce hacia dos de los latiguillos temáticos y formales favoritos de Ferreri, léase la glotonería como canalización de las frustraciones acumuladas y signo de los problemas irresueltos y la presencia de la candidez de los niños en tanto testigos de los delirios paranoicos de los adultos, ambos tópicos concentrados en el personaje de Pierino, constantemente presente en las sesiones de sexo y de combate dialéctico o material entre Valeria y Giovanni, un purrete que no deja de comer, cagar, jugar y llorar mientras la pareja protagónica pasa de la atracción visceral al intento de edificar un “proyecto de a dos” y luego a las discrepancias sobre quién debería hegemonizar el asunto e imponer su voluntad, lo que por supuesto implica que cada uno reconoce la incapacidad del otro de cambiar y a pesar de ello ambos siguen juntos en un juego muy cercano a la pulsión de muerte y a ese trasfondo bestial y primigenio representado en el nenito, evidente figura en espejo del personaje de Depardieu aunque asimismo del dúo adulto a escala macro y de sus rabietas psicóticas interminables en pos de que se cumplan sí o sí sus demandas particulares. El deambular en el hogar de Giovanni filosofando con su pene en sus manos, sobre el papel que le espera a su preciado órgano del placer en una sociedad en donde se vienen abajo los modelos de familia, matrimonio e intercambios entre los hombres y las mujeres, tiene que ver con la idea de Ferreri de hacer hablar a la pija en sí a través de la boca de Depardieu, cuyo personaje en pantalla desacraliza la versión demasiado seria y carente de humor que las conchudas liberadas construyeron de sí mismas para “empoderarse” con herramientas conceptuales de cotillón, de allí que lleve con orgullo su misoginia, su honestidad brutal y se ufane de la envidia que en última instancia demuestran las mujeres del pene porque literalmente lo colocan en el centro mismo de todos los males del planeta que cuelgan sobre sus cabezas, así las cosas la castración del desenlace puede leerse también como un acto de solidaridad desinteresada del protagonista hacia la fémina a la que ama en un breve lapso de tragicómica sensibilidad fatalista que niega la visión de falso poder que la masculinidad tiene de sí misma. El amigo Gérard, un monstruo sagrado del séptimo arte, es literalmente uno de los primeros intérpretes de la historia que exhibe sin pudor alguno sus erecciones y hasta llega a masturbarse como declaración de autosuficiencia ante las hembras histéricas a su alrededor, actor que calza a la perfección en este asalto provocador y fascinante por parte de un Ferreri muy valiente que destruye los roles de la pareja tradicional, denuncia las lagunas y contradicciones del feminismo, desparrama carne libidinosa a discreción y piensa a la mortalidad a través del pene cercenado cual mojón ante “la última mujer” del título y mediante la parábola de la vampirización femenina que gusta de la sangre masculina que atrae y repele y del adulto infantilizado que se identifica con un bebé animal, preámbulo de esa soledad intrínseca y muy desesperada que domina la existencia del adulto en sociedad.
La Última Mujer (L’Ultima Donna, Italia/ Francia, 1976)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Rafael Azcona y Dante Matelli. Elenco: Gérard Depardieu, Ornella Muti, Michel Piccoli, Renato Salvatori, Giuliana Calandra, Danièle Ciarlet, Nathalie Baye, Daniela Silverio, Guerrino Totis, Benjamin Labonnelie. Producción: Edmondo Amati. Duración: 105 minutos.
Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978):
Dentro del período surrealista de la carrera de Ferreri, Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), su primera película hablada en inglés, rankea en punta como una de las más extrañas y desconcertantes, prácticamente al nivel de Dillinger Está Muerto (Dillinger è Morto, 1969) y No Tocar a la Mujer Blanca (Touche pas à la Femme Blanche, 1974) aunque en algunos aspectos hasta sobrepasándolas en lo que atañe al sustrato críptico y enrevesado que maneja de principio a fin. A pesar de que a simple vista el film da la impresión de principalmente continuar con los planteos revulsivos de La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976) en materia de desarmar y burlarse de las concepciones feministas y el egoísmo boludón de los machos, la película es más compleja que ello porque no sólo reemplaza a aquel bebé del opus inmediatamente previo del cineasta italiano, Pierino (Benjamin Labonnelie), con una cría de chimpancé que es bautizada Cornelius, referencia al legendario personaje de Roddy McDowall de El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 1968), de Franklin J. Schaffner, por un amigo del protagonista, Gérard Lafayette (regresa el talentoso Gérard Depardieu), sino que en cierta medida aquí vuelve aquella gigantesca ballena varada en la playa cercana a la casona de los sobrevivientes de la misteriosa peste de La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969), Cino (Marzio Margine) y Dora (Anne Wiazemsky), pero en esta ocasión bajo la forma de una escultura del colosal y célebre gorila de King Kong (1933), de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, el cual en un momento del metraje mueve los dedos de su mano derecha en una jugada retórica que implicaría que estamos ante un cadáver que difumina la frontera entre realidad y ficción como toda la realización en su conjunto. Así como aquel purrete de La Última Mujer representaba una conjunción ensoñada entre la niñez expectante y la gula estándar de los trabajos previos de Ferreri, Cornelius funciona como una alegoría no sólo de aquellos animales que también atestiguaban -a la par de los jovencitos- el devenir neurótico de los seres humanos sino del hijo freak de King Kong en tanto resabio de tiempos apocalípticos que nos hablan de la decadencia de la civilización occidental a escala macro, por ello, de manera complementaria, la ballena de la denuncia ecológica y del hippismo existencial tardío de La Semilla del Hombre se transforma en el cuerpo del simio, símbolo indiscutible de las tradiciones férreas sociales y el gigantismo del pasado que se extingue justo cuando una ignota enfermedad causada por una plaga sin precedentes de ratas barre toda Nueva York sin que las autoridades puedan hacer mucho para contenerla, situación que señala el paso de lo voluminoso efervescente del pasado a lo invisible o microscópico contemporáneo en una metáfora que puede extenderse hasta nuestros días mediante la destrucción capitalista de lo material y/ o lo corpóreo en pos de enarbolar una miniaturización/ virtualidad/ digitalización que todo lo consume duplicando a aquellas bacterias y virus que mataban a los alienígenas en apariencia todopoderosos en el desenlace de La Guerra de los Mundos (The War of the Worlds, 1953), clásico de Byron Haskin a partir de la novela homónima de 1898 de H.G. Wells. Lafayette es un electricista francés que vive en un sótano símil loft de esta Gran Manzana distópica y con muy poca gente en las calles que lucha contra la citada epidemia de roedores, un muchacho que divide su tiempo entre trabajar para el museo de cera de Andreas Flaxman (ese gloriosamente exagerado y ridículo James Coco), un burgués petulante, melancólico y cínico que consagró toda la exhibición de las instalaciones al Imperio Romano, con premisas remanidas como la Última Cena, la crucifixión de Espartaco -o quizás Jesús- y el asesinato de Julio César, y desempeñarse como técnico de iluminación para un grupo de teatro experimental feminista del Off-Broadway, liderado por Suzanne (Francesca De Sapio), que tiene ideas tan poco originales como las de Flaxman, centrándose en montar puestas semi improvisadas en torno a tópicos como el embarazo o la violación, en este último caso encima derivando en un asalto sexual contra Lafayette a partir de la “necesidad” de las actrices de vivenciar el asunto para poder transmitirlo hacia la creación artística. A Gérard no le cae simpático que Angélica (gran trabajo de la actriz pornográfica Abigail Clayton) lo viole luego de una pelea con una Suzanne que le parte una botella de Coca Cola en la cabeza, todo mientras que las otras mujeres lo sostienen semi desvanecido en el piso de un teatro rentado, pero cuando después pretende desquitarse golpeando a la cabecilla y violando enérgicamente a Angélica al final desiste porque en realidad se siente atraído hacia la violadora y en esencia tiene hambre, por lo que se pone a comer algo de pan como casi siempre ocurre en los momentos cruciales de los films de Ferreri. Los mejores amigos del electricista son cuatro veteranos, en primer lugar el anarquista italiano en el exilio Luigi Nocello (Marcello Mastroianni), quien tiene una huerta en su hogar, trabaja diseñando las figuras de cera y se la pasa peleando con Flaxman por su concepción museística ultra mortuoria de la cultura y porque representa a un statu quo simbolizado en los jueces, la policía y las autoridades religiosas, y en segunda instancia un trío de ancianos con los que suele salir a caminar, una adepta a cantar en cualquier circunstancia llamada Señora Toland (Geraldine Fitzgerald), el apacible Robin (Achille Antonaglia) y el afroamericano especializado en extraer melodías a lo armónica bizarra de un pedazo de papel Miko (Avon Long), con quienes encuentra de improviso a orillas del Río Hudson, en un terreno arenoso en construcción correspondiente a la comunidad de Battery Park City de la Isla de Manhattan, la escultura/ cadáver de King Kong, siendo Luigi el que descubre al mono bebé al toparse con una flor atada a un hilo que conduce a la mano izquierda del gigantesco primate, desde donde surge el animal al que eventualmente bautiza Cornelius y cede al más joven Lafayette para que lo críe, quien a su vez intenta seguir los consejos de su jefe del museo para abandonarlo y recuperar su libertad pero como el chimpancé siempre vuelve hacia él termina quedándoselo en tanto hijo adoptivo no buscado. Mientras recorre la ciudad a bordo de su bicicleta con Cornelius en los brazos y un silbato ensordecedor que toca repetidamente para comunicarse con las personas o espantar a las ratas, siempre parando por comida o bebida en el bar de un amigo (Jack Betts), el protagonista comienza una relación romántica con Angélica, con la que comparte muchos momentos placenteros en la cama de su hogar, la cual en la cabecera tiene pintada en la pared “¿por qué?”, pregunta que incita al espectador a sacar sus propias conclusiones y en simultáneo juega con el absurdo anti razón instrumental o lógica cartesiana de una narración de neto corte surrealista bien ambiguo. Es en un paseo con ella, cuando ambos están arriba de una mano del voluminoso mono, que los dedos se mueven cual signo de que la escultura no es tal y hablamos de un cuerpo con algo de vida restante, lo que deja paso a la aparición en el museo de un tal Paul Jefferson (Luciano Pallocchia), del Centro Estatal de Investigaciones Psicológicas, que chantajea a Flaxman para que modifique de manera paulatina la fisonomía de varias figuras de cera de la exhibición para que se parezcan a presidentes norteamericanos, como convertir a Nerón en Richard Nixon y a Julio César en John Fitzgerald Kennedy, a cambio de 20 mil dólares y en esencia no cerrarle el museo por diversas infracciones a las normas metropolitanas de seguridad como inexistencia de salidas de emergencia, extintores y aspersores, algo a lo que accede como mecanismo para unificar la historiografía y las exigencias que impone la praxis cotidiana vía un “compromiso histórico” que permita ampliar el museo, aumentarle el sueldo a Gérard y multiplicar los jueguitos electrónicos del lugar como una carrera de cuadrigas a lo autos de fórmula uno. A posteriori de un período de bonanza en el que Lafayette se acuesta con Toland para levantarle el ánimo ante la depresión de la anciana y su idea de que jamás volverá a sentir el calor de un hombre, todo en el departamento de la fémina -enfrente de Battery Park City- y adelante de Miko, Robin y Luigi, y en el que Nocello intenta de buena gana acercarse para tener sexo con diferentes personajes femeninos como una chica con una boina (Rosa Maria Calogero), Suzanne o la misma Toland, siempre con el rechazo en cuestión provocando que comience a llorar de manera muy sutil e hilarante, el relato comienza a ennegrecerse cuando Luigi confecciona documentos falsos que les permiten a Gérard y Angélica anotar en el registro civil a Cornelius como el hijo humano de ambos, oficina pública a la que concurren con la cría de chimpancé, un macho, vestido de niña y ocultando su cabeza, a lo que se suma la incesante mala onda de un Flaxman que se hace practicar sexo oral por una de sus “alumnas” interesadas en la historia romana o que se consagra a representar en soledad el fallecimiento de su amado César. El primer cataclismo es el suicidio por ahorcamiento en su huerta de Nocello, quien deseaba regresar a Italia pero desconfiaba de los comunistas cercanos al gobierno, el segundo la revelación de Angélica a Lafayette de que está embarazada, lo que genera que el hombre niegue la paternidad y la mujer se vaya en el primer automóvil que pasa acusándolo de que prefiere quedarse con el monito antes que con su propio vástago, y el tercero es el hallazgo por parte del electricista del cadáver de Cornelius en su residencia, todo devorado por las ratas de Nueva York. El personaje de Depardieu busca consuelo en Flaxman pero sólo recibe insultos, desprecio y un escupitajo, desencadenando una pelea y un incendio por conexiones eléctricas en mal estado en una exhibición que consume no sólo al museo sino a los dos hombres, dejando apenas como corolario a una Angélica que da a luz a una nena, como querían ella y Gérard, que juega en una playa inhóspita lejos de Manhattan y al lado de su progenitora, ambas desnudas. Si por un lado el título original en italiano, “adiós al macho”, apunta a las temáticas hermanadas de la castración y la crisis de los roles sexuales tradicionales y la sociedad falocéntrica de La Última Mujer, en consonancia con la violación que padece el protagonista, el permanente atolladero romántico de Luigi, el hecho de que Cornelius sea vestido de nena por sus padres adoptivos y el mismo fallecimiento de King Kong, por el otro lado la presencia del museo neoyorquino dedicado a la Roma Imperial y el peso como villano tácito del sádico y maquiavélico Flaxman ponen el acento en el declive, al que nos referíamos con anterioridad, de unas comunidades organizadas modernas que no sólo no pueden hacerle frente a una invasión de ratas sino que hasta aprovechan el asunto para llenar las calles de milicia distópica absolutista, hablamos de esbirros estatales fuertemente armados y con trajes blancos antibacteriales y máscaras de gas símil Dillinger Está Muerto, amén del elitismo esnob del dueño/ curador del museo en sí y su condición de representante de una intelligentsia dirigente demacrada que pretende separarse del resto de la población como estrategia para conservar sus privilegios y posesiones a toda costa bajo el halo de la supuesta “iluminación” de turno, sea ésta de índole cultural, tecnocrática, maketinera, económica, social, informática, política o capitalista explotadora a secas. Como en la faena previa de Ferreri, las mujeres aparecen encerradas en prisiones conceptuales creadas por ellas mismas cual eco de la represión comunal en materia sexual, de allí la obsesión de las feministas bobaliconas con el embarazo, la violación y hasta el lesbianismo sin lograr redondear nunca una verdadera obra de teatro con público, y los hombres por su parte tratan nuevamente de rellenar los roles de padres, madres, amigos y amantes mientras las féminas malinterpretan las posibilidades que abren las nuevas libertad e independencia de género, cayendo progresivamente en las mismas idioteces de los varones en materia de basurear a su contraparte, hoy por hoy Gérard, y negar su voluntad en torno a los encuentros sexuales y la atracción concreta, de allí la violación en manada a la que es sometido el electricista en el principio del relato. La identificación entre comida y placer, sin duda llevada hasta sus últimas consecuencias en La Gran Comilona (La Grande Bouffe, 1973), regresa con evidente ironía de la mano de aquel pedazo de pan que come Lafayette en el momento en el que se proponía vengarse de Angélica y a través del sándwich y la botella de vino que lleva consigo Nocello hasta el departamento de Toland y de la fascinación de la muchacha con los pasteles, a los que devora desnuda en el hogar de su novio, sumando peso retórico a la homologación tácita de fondo entre el homo sapiens y una animalidad primigenia que calza con el planteo apocalíptico aunque sin caer en el subrayado grueso de la ciencia ficción más elemental volcada a las aventuras de supervivencia, en este sentido basta con pensar que aquí la animalidad visceral no es tan primitiva y en suma resulta más digna que la soberbia de las mujeres y de un Flaxman que hace las veces de la civilización pútrida de hoy en día, recordemos el hecho de que la inteligencia del bebé chimpancé supera por un generoso período de vida a la de la cría humana, un engendro del demonio insoportable, dependiente y caprichoso en comparación, y que el inefable Cornelius no confunde a Gérard con otro primate como dice la presuntuosa de Angélica, así cuando el hombre se pone una careta de simio el monito escapa asustado de inmediato. Más allá de los chispazos de comedia de la mano de las maravillosas actuaciones de Depardieu, Mastroianni, Coco, Fitzgerald y una sorprendente Clayton, el guión de Marco Ferreri, Rafael Azcona y el también genial Gérard Brach, este último un colaborador habitual de Roman Polanski y Jean-Jacques Annaud, apuesta a un tono apesadumbrado que es magistralmente reconstruido en imágenes de gran poderío lírico apuntaladas en la excelente fotografía de Luciano Tovoli, la tenebrosa música de Philippe Sarde y el imaginativo diseño de producción de Dante Ferretti, el encargado de cranear los restos no tan inertes de King Kong, un artista que supo colaborar con Pier Paolo Pasolini, Claude Chabrol, Federico Fellini, Ettore Scola, Liliana Cavani, Dino Risi, Franco Zeffirelli, Martin Scorsese, Elio Petri, Neil Jordan, Brian De Palma, Tim Burton, Marco Bellocchio y Kenneth Branagh, entre muchos otros. El fallecimiento del monumento a la supremacía corporal masculina, el simio del opus de 1933 de Cooper y Schoedsack, se conecta con un paradigmático fantasma del varón en materia de una sociedad futura regida sólo por las hembras, quienes podrían tomar completa posesión de su mandato biológico reproductivo y “exorcizar” para siempre a los hombres y su semen, algo a lo que aspira el epílogo levemente dantesco, muy alegórico e inspirado en El Planeta de los Simios de Adiós, Mono, con Angélica disfrutando de su hija en paz luego del no reconocimiento de parte de Gérard y de su muerte en el museo en llamas, personaje que asimismo fue objeto de la violencia femenina de vanguardia y que prefirió refugiarse en la dignidad animal/ ancestral/ atávica de Cornelius en lo que puede leerse como una actitud defensiva y muy entendible ante el ataque pendenciero baladí tanto del feminismo radical paradójicamente conservador, amigo de negar al sexo a la par de los machos, como de la nueva sociedad de privilegios hiper concentrados en una burguesía falsamente intelectual que ningunea a las masas de pobres que genera a diario el capitalismo neoliberal de los tecnócratas, nueva peste que viene encarnada en las ratas glotonas de una posmodernidad de angustia sin fin.
Adiós, Mono (Ciao, Maschio, Italia/ Francia, 1978)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Rafael Azcona y Gérard Brach. Elenco: Gérard Depardieu, James Coco, Marcello Mastroianni, Abigail Clayton, Geraldine Fitzgerald, Francesca De Sapio, Luciano Pallocchia, Achille Antonaglia, Rosa Maria Calogero, Jack Betts. Producción: Maurice Bernart, Yves Gasser, Giorgio Nocella y Yves Peyrot. Duración: 113 minutos.
Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981):
No resulta para nada extraño que a Charles Bukowski (1920-1994) no le haya gustado Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981), primera adaptación cinematográfica de un trabajo literario suyo, y el asunto va más allá del hecho de que al escritor alemán nacionalizado norteamericano no le agradaba nada salvo el alcohol, las putas, las carreras de caballos, las zonas marginales de Los Ángeles, sus bares, el juntarse con algún que otro amigo que lo soportase, las violaciones y palizas contra histéricas del montón y fundamentalmente escribir en la quietud de su cueva suburbial y sin molestias a la vista. Aquí Ferreri adapta, ayudado por el guionista veterano Sergio Amidei y su colega bisoño Anthony Foutz, uno de los cuentos cortos más famosos de Bukowski, La Chica más Guapa de la Ciudad (The Most Beautiful Woman in Town), y toma elementos aislados de otros varios, como ¡Violación! ¡Violación! (Rape! Rape!) y Nacimiento, Vida y Muerte de un Periódico Clandestino (The Birth, Life and Death of an Underground Newspaper), reunidos en castellano en dos antologías publicadas por la editorial independiente española Anagrama y bautizadas Erecciones, Eyaculaciones, Exhibiciones y La Máquina de Follar, las cuales se corresponden con una de las primeras colecciones de relatos originales del autor para City Lights Publishing, Erecciones, Eyaculaciones, Exhibiciones e Historias Generales de Locura Ordinaria (Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness, 1972), la cual a su vez fue reeditada en 1983 en el mercado anglosajón en dos tomos, Historias de Locura Ordinaria (Tales of Ordinary Madness) y La Chica más Guapa de la Ciudad (The Most Beautiful Woman in Town), no obstante la perspectiva del realizador italiano lejos está de la autocomplacencia hedonista sarcástica típica del poeta de los bajos fondos metropolitanos, padre además del realismo sucio de su país y de un estilo minimalista que busca la verdad en los márgenes de la exclusión capitalista, porque el amigo Marco elimina de lleno las ironías y buena parte del humor negro de los trabajos de Bukowski para dejar sólo las aventuras alcohólicas y sexuales ya desnudas de todo artificio que aligere las situaciones o jueguen con la autoparodia, evidentemente con la idea de fondo de retratar lo que se percibe con una combinación entre adicciones irrefrenables y un comportamiento autodestructivo que tiene que ver con la noción de siempre de Bukowski de preferir vivir con poco y contar con la libertad de escribir lo que guste y cuando guste, como un verdadero “artista del hambre”, antes que dejarse someter al igual que la enorme mayoría de los esclavos mediocres y patéticos del “sueño americano” en pos de contar con unos morlacos más al momento de su retiro en la vejez después de haber desperdiciado toda su existencia en esta tierra en trabajos equiparables a la muerte en vida, esquema sin duda sintetizado en el hecho de que el autor abandonó en 1969 a los 49 años su trabajo estable de las décadas del 50 y 60 como cartero con el objetivo manifiesto de aprovechar la propuesta que le hizo el editor John Martin, de Black Sparrow Press, en materia de entregarle cien dólares mensuales de por vida para que pueda dedicarse a escribir a tiempo completo. La película, que por cierto se corresponde con la era de oro de los 80 de las adaptaciones de Bukowski, logra superar a las de por sí interesantes Mariposas de la Noche (Barfly, 1987), de Barbet Schroeder, y Amor Loco (Crazy Love, 1987), de Dominique Deruddere, dejando muy atrás a las flojas y posteriores Luna Fría (Lune Froide, 1991), de Patrick Bouchitey, y Factotum (2005), de Bent Hamer, y comienza con el álter ego del protagonista, un Charles Serking que reemplaza al habitual Henry Chinaski porque el susodicho para la época de realización del film estaba en propiedad de Taylor Hackford en función de una adaptación cinematográfica bukowskiana que jamás se llevó adelante, la de la novela Cartero (Post Office, 1971), participando en una maratón artística polirubro juvenil en un teatro del Estado de Virginia mediante un recitado de poesía en el que resume su ideario enfatizando que “el estilo es la respuesta a todo, una forma nueva de enfocar algo aburrido o peligroso, hacer con estilo algo aburrido es preferible a hacer algo peligroso sin estilo: hacer algo peligroso con estilo es lo que yo llamo arte, torear puede ser un arte, boxear puede ser un arte, amar puede ser un arte, abrir una lata de sardinas puede ser un arte, no muchos tienen estilo, no muchos conservan el estilo, he visto perros con más estilo que algunos hombres aunque no muchos perros tienen estilo, los gatos lo tienen en abundancia”. Luego de una reacción del poco público presente que pendula entre la indiferencia, el rechazo y el agrado, el alcohólico Serking se marcha con su botella reglamentaria mientras comienza a tocar la guitarra una cantante trasnochada de folk y así en los pasillos del lugar el hombre encuentra a una enana rubia que se escapó de su hogar y dice tener 12 años cuando en realidad ronda los 16 (Wendy Welles), con quien tiene algo de sexo hasta desmayarse para al día siguiente despertar y descubrir que la señorita le robó el ticket de regreso a Los Ángeles, en el Estado de California, el otro extremo del territorio nacional. Con dos billetes de 50 dólares que aún le quedaban en los bolsillos consigue volver a su precario hogar en la zona empobrecida de Hollywood, cuna de proxenetas, putas, menesterosos, junkies, inmigrantes y estafadores varios, donde habita un monoambiente al lado del de su ex esposa Vicky (Tanya Lopert), una pelirroja flacucha que suele pagarle el alquiler de la morada, apenas con una cama y un escritorio con una máquina de escribir, y sus cuentas pendientes en los bares que frecuenta. La mujer le tira por la ventana un pack de seis latas de cerveza y el protagonista la agarra del cuello para que le devuelva el equivalente en dinero, yéndose del lugar con los morlacos para volver a comprar más latas y tomarlas en paz en Venice Beach, donde conoce a una rubia deliciosa y putona de mediana edad, Vera (Susan Tyrrell), a la que sigue hasta un clásico complejo habitacional de Los Ángeles en el que también se topa con una viuda obesa (Judith Drake). Charles se acuesta a puro frenesí con Vera, la cual resulta ser una de esas locas que adoran ser violadas y golpeadas con un cinturón para luego, precisamente, presentar una denuncia ante la policía por violación y/ o maltratos que eventualmente retiran. En un antro en el que atiende un barman amigo suyo, Stanley (Roy Brocksmith), descubre a una prostituta veinteañera llamada Cass (Ornella Muti), a la que considera “la chica más guapa de la ciudad”, mujer que se pelea con su alcahuete (Patrick Hughes) y que demuestra un fuerte instinto de autoflagelación cuando de la nada se coloca en la boca un enorme alfiler de gancho a través de sus mejillas. Serking la lleva a su departamento porque la chica no quiere volver al que comparte con el proxeneta pero se topa con que Vicky, quien se presenta a sí misma como una ninfómana, cambió la cerradura porque pretende que le devuelva los tres meses de alquiler que pagó en su nombre, generando una vez más que su ex la agarre del cuello hasta que suelta la llave nueva del lugar. Cass se enamora sutilmente del hombre porque es el único que conoció que no está desesperado por coger y de hecho no tienen sexo de inmediato sino a la mañana de la jornada siguiente, luego de que él escribiese durante buena parte de la noche y terminase durmiendo arriba de la máquina de escribir. Eventualmente se forma una pareja tácita en la que el alcohólico acepta renunciar a su predisposición a ser un mujeriego y ella abandona la prostitución para vivir con él de los magros ingresos que le deja la literatura, siempre quedando a flor de piel la violencia de él y la angustia arrastrada desde lejos de ella, quien hasta gusta revertir los roles para pagarle por sexo a Serking como si fuese su puta personal masculina, lo que provoca unas cachetadas correctoras de Charles y algo del infaltable estrangulamiento con las manos que de todas formas no le impide obedecer a su ama y ser un buen esclavo con una pija al mejor postor. Charles asimismo se enamora pero la dupla nunca puede del todo dejar de ser lo que es y por ello él la saca de la cárcel cuando la arrestan por meretriz y luego visita a la vecina gorda de Vera, a la cual paga por sexo, comida y una damajuana de vino y hasta le da cabezazos en la vagina en pos de tratar de regresar al útero materno y no tener que seguir enfrentándose a un mundo cotidiano horrendo. Buscando escaparle al amor sincero y a los lazos dolorosos que trae consigo el protagonista se ausenta unos días de su casa y pasa el tiempo en las calles con homeless, lunáticos, desempleados y otros borrachos y en un refugio estatal para vagabundos, donde paga por unos sorbos de una botella envuelta en papel y reflexiona “locos, estamos todos locos, locos por la gloria, locos por la libertad, y al volvernos locos sólo reímos o lloramos, ciegos a lo falso y al hecho de la ilusión y la locura, todos insignificantes, todos iguales, porque todo es locura, la locura es nuestro destino”. Después de despertar en un coche de un parque de autos usados, en el que es apaleado sin piedad por el dueño y el psicópata de mierda de su hijo pequeño, Charles regresa al departamento y a una Cass que no sólo volvió a prostituirse sino que intentó suicidarse cortándose la garganta con una botella rota, lo que la dejó con una colosal cicatriz en su cuello que tapa como puede. Ambos se dirigen a una pensión turística de Venice Beach, en la que él solía vivir en sus primeros tiempos como escritor, para encarar la relación en términos más románticos burgueses tradicionales, no obstante ella sigue abstrayéndose en soledad y hasta termina pareciéndose a él en eso de huir del compromiso porque literalmente desaparece cuando Serking le pide matrimonio. A su retorno al edificio de siempre descubre que Vicky se marchó para casarse con su amante afeminado y más joven, aparentemente un experto en cunnilingus, y que Cass se colocó una espantosa grampa en la vagina para cerrársela y para que ningún hombre vuelva a entrar, optando por sacarle el gancho de metal, dejarla sola y marcharse a Nueva York por invitación de una editorial del mainstream cultural yanqui que lo impulsa a sumarse a su staff de escritores. La experiencia en la Gran Manzana es de lo más frustrante porque el encargado del grupo editor de turno, World Way, el Señor Strange (Stratton Leopold), resulta ser un explotador inmundo que tiene a sus escritores encerrados en cubículos cual oficinas alienantes sin vida de una empresa o del Estado, desencadenando que abandone todo y regrese a Los Ángeles, donde se entera que el alcahuete de Cass ya la reemplazó con otra hembra de corta edad y que la muchacha finalmente se suicidó cortándose otra vez la garganta. En el servicio fúnebre el personaje de Muti es velado con atuendo de monja y Charles abre el cajón para verla y tocarla una última vez de pies a cabeza, lo que provoca la condena de una religiosa histérica que atestigua el episodio. El hombre comienza a vagar por Hollywood y toca fondo en cuanto a su adicción al alcohol al punto de terminar tambaleando en el albergue de Venice Beach, en el que una adolescente curiosa de su condición de poeta (Katya Berger) le pide unos versos, así Charles le propone concebir un poema especialmente para ella a cambio de que le muestre las tetas, algo que la chica hace -luego de obligarlo a perseguirla a través de la playa- cuando se desnuda mientras él improvisa una bella poesía en el acto y abraza melancólico su cuerpo. Considerándola desde el punto de vista de la trayectoria de Ferreri, Historias de Locura Ordinaria constituye un regreso espiritual a un cine menos intelectual y más popular adulto amigable, en cierta medida similar a sus pretensiones iniciales como cineasta de los 50 y primeros 60, ya que bajo la apariencia de continuar con los rasgos ásperos de Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), como por ejemplo un tono narrativo apesadumbrado y una fotografía levemente preciosista, ahora cortesía del gran Tonino Delli Colli, se esconden detalles que nos llevan a pensar que el director y guionista en esta oportunidad buscaba adaptar su lenguaje visual e ideológico no sólo al ecosistema cultural estadounidense, donde transcurre la acción, sino a las pretensiones de determinado mainstream anglosajón donde las ambigüedades conceptuales de la fase surrealista francesa de los 70 no tenían cabida alguna, pensemos para el caso en los soliloquios en off ultra hollywoodenses de Serking, en la decisión de rodarla en inglés, en la música orquestal y nostálgica de Philippe Sarde y por supuesto en la presencia de los excelentes Ben Gazzara, Ornella Muti, Tanya Lopert y Susan Tyrrell, entre otros, todos actores muy experimentados y muy conocidos en el ambiente norteamericano bajo distintas facetas profesionales y personalidades escénicas promedio. Gazzara y Muti, en especial, están perfectos como Charles y Cass, el primero trasladando a la idiosincrasia noctámbula reventada de la white trash de Ferreri/ Bukowski aquel rango interpretativo visceral que pudo verse en sus recordadas colaboraciones con John Cassavetes, Maridos (Husbands, 1970), El Asesinato de un Corredor de Apuestas Chino (The Killing of a Chinese Bookie, 1976) y Noche de Estreno (Opening Night, 1977), y la segunda superando por mucho en carisma y misterio arrebatador femenino a lo hecho por ella misma en ocasión de La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976), su opus previo al servicio de Ferreri. Hoy por hoy el realizador recupera motivos ya ampliamente trabajados con anterioridad como el apetito sexual homologado al culinario existencialista y la playa en tanto síntoma de un apocalipsis que implica no sólo una metamorfosis comunal traumática sino un recambio en la intimidad de las relaciones de pareja y entre los sexos en general, sin embargo el marco conceptual aportado por los textos de Bukowski, esos que aquí interpreta desde un naturalismo despojado masculino y un erotismo contracultural que vienen a quebrar las alegorías crípticas del pasado inmediato, lo conduce a profundizar en dos nociones hermanadas que ya había explorado en otras faenas pero nunca de la manera concienzuda y focalizada de Historias de Locura Ordinaria, léase el coito poco placentero y el amor de clara reciprocidad suicida: dicho de otro modo, el tradicionalismo retórico que utiliza para ajustar la exuberancia habitual de su cine al ascetismo bukowskiano por un lado le permite arrojar por la ventana lo que no le sirve, esa autoconciencia del escritor que lo emparda a cierto cinismo e impostaciones irónicas que desvirtúan lo que es en esencia un retrato honesto de los suburbios de las metrópolis de la posmodernidad con sus bolsones gigantescos de pobreza, miseria y marginación, y por el otro lado lo lleva a concentrarse en el sexo no sólo no coreografiado y no idealizado sino brutal, colérico y de posesión animal cual mecanismo compensatorio ante la tristeza y la desesperación acumuladas, lo que a su vez se entronca con un sustrato antiburgués y antivictimización vaginal del cariño que se basa en una solidaridad tácita mutua entre los excluidos del sistema capitalista, la mayoría absoluta del pueblo, sin esquivar tópicos muy frecuentes en la vida diaria pero eternamente ninguneados por el arte -tanto el masivo como el indie elitista- como los abusos cruzados, el sadomasoquismo, todas esas compulsiones psicofisiológicas, los problemas económicos del hogar y los intentos por esquivarlos vía escapismos bobos e inútiles como la bebida, las infidelidades y la fetichización de una vida fuera del terruño que siempre deriva en los mismos problemas de siempre porque el ser humano tiende a olvidar a pura conveniencia y fariseísmo que a donde sea que vaya no puede evitar llevar consigo la mochila de sus manías y delirios individualistas. En la cruda epopeya del italiano, como afirmábamos antes un drama realista de corte yanqui que niega el surrealismo de Adiós, Mono y la comedia abierta de Un Profesor Singular (Chiedo Asilo, 1979), trabajo previo del señor protagonizado por Roberto Benigni, el personaje principal, Serking/ Chinaski/ Bukowski, aparece mucho más desnudo que en otras adaptaciones para la gran pantalla de obras del mítico escritor, el cual rápidamente se daría cuenta de esto y como consecuencia atacaría a Ferreri en el cuento Suficientemente Loco (Mad Enough), aparecido en la antología ya tardía Estofado de Septuagenarios: Historias y Poemas (Septuagenarian Stew: Stories & Poems, 1990), movida que tiene que ver con las diversas sonrisas sardónicas de un Gazzara que no se esconde bajo una máscara de ironía, hipérboles o indulgencia como si realmente fuese divertido, como tantas veces da a entender el propio Bukowski en sus trabajos, estar preso a largo plazo de un círculo vicioso de adicciones de nunca acabar y/ o de laceraciones emocionales continuas como las que llevan a la muerte a Cass. El cineasta logra la insólita proeza de sintetizar con mano maestra el dejo nihilista de los relatos originales sin infantilismos ni simplificaciones ni atajos ni eufemismos de por medio, a sabiendas de que lo realmente valioso de ellos se concentra en su honestidad prostibularia, en su acervo contestatario semi demencial, en aquel lirismo de las osadías iconoclastas más igualitarias y en el hecho de que siempre será preferible consagrarse a lo que uno le gusta que esclavizarse ante esbirros bobos de la pirámide plutocrática citadina, incluso si lo que intensifica la libido o nuestra risa es precisamente aquello que nos asesina.
Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, Italia/ Francia, 1981)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Sergio Amidei y Anthony Foutz. Elenco: Ben Gazzara, Ornella Muti, Susan Tyrrell, Tanya Lopert, Roy Brocksmith, Katya Berger, Judith Drake, Patrick Hughes, Wendy Welles, Stratton Leopold. Producción: Jacqueline Ferreri. Duración: 101 minutos.
El Futuro es Mujer (Il Futuro è Donna, 1984):
Ya para la época de la realización de El Futuro es Mujer (Il Futuro è Donna, 1984) la industria cinematográfica italiana había cambiado mucho por una serie de factores como la desaparición de los grandes maestros de las distintas generaciones del neorrealismo, la reconversión del aparato productivo hacia la televisión más trivial y la vuelta con todo de la supremacía cultural norteamericana de siempre dentro de un proceso de profundización del marketing hollywoodense que abarcó a todo el planeta, a lo que se suma una innegable merma de calidad local que comenzó a filtrarse entre buena parte de los máximos directores vernáculos. Ferreri, a la par de que padeció todo este estado de cosas con dificultades cada vez más crecientes en materia de conseguir financiamiento para sus proyectos, mantuvo un nivel de calidad bastante digno a lo largo de las décadas del 80 y 90 aunque ya sin innovar en serio como en sus opus de los 50, 60 y 70, última fase de su carrera que se abre con las dos películas que rodó bajo el amparo del equipo de productores compuesto por Achille Manzotti, Erwin C. Dietrich y Luciano Luna, hablamos del film que nos ocupa e Historia de Piera (Storia di Piera, 1983), faena inmediatamente anterior protagonizada por Isabelle Huppert, Hanna Schygulla y Marcello Mastroianni sobre una relación incestuosa entre madre e hija que se inspiraba muy a lo lejos en el derrotero de la actriz Piera Degli Esposti y específicamente en su autobiografía de 1980 escrita en colaboración con su amiga Dacia Maraini. A diferencia de las películas previas del realizador y guionista, en El Futuro es Mujer trabajando codo a codo con las citadas Maraini y Esposti, aquí estamos ante una propuesta cien por ciento ochentosa en materia de la música popera bailable, los juegos de luces aparatosos, la vestimenta exagerada con hombreras, un diseño de producción a toda pompa y una actitud entre banal y desfachatada por parte de los personajes, planteo estético que por un lado anula el carácter atemporal de las obras de los 70 hacia atrás del italiano y por el otro lado la posiciona no sólo como una suerte de adaptación más posmoderna de los latiguillos formales y temáticos de siempre de Ferreri sino también como una muy buena síntesis de lo que ha sido su carrera hasta entonces y de lo que será en adelante, trayectoria precisamente orientada a un regreso permanente a Italia, sede de gran parte de sus films futuros, vía una conjunción artística en pantalla entre ingredientes del neorrealismo inicial, aquella commedia all’italiana y el surrealismo de la etapa francesa pero volcados a un tono bastante más afable y/ o hasta “accesible” si lo pensamos dentro del andamiaje narrativo promedio del cineasta, ultra áspero por cierto. El Futuro es Mujer, título que ironiza sobre el mandato reproductivo biológico de las hembras y la sujeción de los varones a su parecer, recupera las exploraciones del pasado en torno a la dinámica de las parejas y los roles sexuales, el entramado de los celos y la compasión del día a día y por supuesto la búsqueda, el disfrute, la pérdida y la melancolía del amor como misterio azaroso y antojadizo de una dimensión social encapsulada en lo hogareño, sin embargo asimismo incorpora esquemas retóricos relativamente novedosos como por ejemplo la posibilidad de la adopción, sin duda una reformulación optimista y algo mordaz del viejo tópico de la niñez como testigo -y reproducción atávica en el tiempo y hecha carne- de la insensatez de los adultos, lo que nos reenvía a La Semilla del Hombre (Il Seme dell’Uomo, 1969), La Última Mujer (L’Ultima Donna, 1976) y Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), y la aparición de un extraño seductor y reservado que viene a poner patas para arriba a un enclave burgués estéril, en decadencia o profundamente aburrido, ardid retórico contracultural que abarca obras tan disímiles como la primigenia y delirante Boudu Salvado de las Aguas (Boudu Sauvé des Eaux, 1932), de Jean Renoir, y las reinterpretaciones variopintas posteriores de Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, El Grito (The Shout, 1978), de Jerzy Skolimowski, Visitor Q (Bijitâ Q, 2001), de Takashi Miike, y Borgman (2013), de Alex van Warmerdam, entre muchas otras odiseas que pensaron las dos caras de la sensualidad prosaica, léase la lúgubre peligrosa de idiosincrasia acaparadora y la cordial entrañable que de todos modos no reniega de los hipotéticos cambios que podría desencadenar en la vida de los integrantes de la pareja. Todo empieza una noche en la discoteca romana Marabu, donde Gordon (Niels Arestrup), un ex médico que se dedica a grandes trabajos de jardinería y paisajismo, juega a la gallina ciega buscando con los ojos vendados a su esposa Anna (regresa la inefable Schygulla), una ejecutiva publicitaria de un supermercado muy voluminoso, Euromercado, la cual no tiene demasiado interés en el asunto y pretende permanecer con los ojos abiertos y así es cómo observa cómo un grupo de hombres atormenta y se dispone a violar a la hermosa Malvina (Ornella Muti), una embarazada de entre cinco y seis meses que hace del enigma su razón de ser. Anna consigue apalabrarse a los hombres para que la dejen en paz y termina llevándosela a la casona que comparte con Gordon ya que Malvina aparentemente no tiene lecho donde dormir, provocando celos primero por parte del hombre y luego cortesía de la ciclotímica mujer hasta que la invitada eventualmente habilita un sutil ménage à trois, ya que sirviéndose de sus sonrisas arrebatadoras consigue quedarse en el lugar en pos de techo y comida. En un principio Anna se la quiere sacar de encima porque asevera que se podría encariñar con ella y su barriga, no obstante Malvina le aclara explícitamente que está buscando un sitio donde parir al bebé y que en el caso de que en verdad quiera al purrete, ella se lo regalará. A la mañana siguiente el personaje de Schygulla la encuentra durmiendo en el auto de la pareja y decide acceder cuando le pide acompañarla a su trabajo, en esencia un devenir de burguesía gris y abúlica que ella trata de vivificar con un curioso montaje de fotos de Greta Garbo, menesterosos y cadáveres varios que complementa con dos bustos enormes de Garbo y Marlene Dietrich, de quien suele ver en la soledad de su oficina El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), dirigida por Josef von Sternberg, exhibición a lo videoarte que a su vez es interrumpida por una mujer que le da un pastelazo a la pantalla de pura desquiciada. A posteriori lleva a la embarazada a retirar el equipaje del lugar donde estaba viviendo, una mansión de un ignoto traficante de armas, por lo que le regala un vestido negro como agradecimiento a la par que le ofrece un obsequio a una vagabunda que encuentra en una construcción derruida donde solía dormir. Cuando pretendían ir a un local bailable, Geo, terminan perdiéndose y así Anna descubre un cadáver a bordo de un coche con una jeringa clavada en un brazo, optando al llegar al boliche por hacerse pasar por embarazada con una prótesis en su abdomen con vistas a llamar la atención como su nueva amiga. Justo antes de regresar a la casona Anna le pregunta por el padre del vástago en su vientre, recibiendo por respuesta un relato fabuloso centrado en un viaje en una barca, una tempestad y el encuentro semi desvanecida en una playa con un extraño que le metió su lengua de sal en la boca y le dejó su semen antes de marcharse en una motocicleta roja. Gordon le reclama a Anna mayor afecto y que afloje con una independencia que homologa al egoísmo y a una búsqueda eterna en pos de la novedad, pero la pelea se suaviza cuando aparece semi desnuda Malvina y el asunto deriva en una orgía y en el acompañamiento de ambas mujeres, al día siguiente, en el traslado de un gigantesco árbol en un camión a cargo del varón, donde todos confiesan sentimientos incestuosos en caso de formar una familia que recuerdan al planteo de Historia de Piera. La competencia masculina, representada en una pelea con motivo de un encuentro entre amigos en el que un macho acusa de putas a las dos mujeres de Gordon para generar un enfrentamiento con mucho de envidia, deja lugar a su equivalente femenino, simbolizado en una embestida furiosa y muy histérica de la dueña de casa contra Malvina porque la ve vestida con su ropa y muy lúdica con el personaje de Arestrup, echándola de la residencia por supuestamente imitarla, fagocitar su vida, tomar posesión del hogar e intentar ocupar su lugar en la pareja en general. Ambos la llevan en el coche muy lejos de la metrópoli y ya entrado el campo hasta que finalmente la visitante se quiere bajar al costado de la ruta, pero al volver a su hogar Anna se arrepiente y manda a su marido a buscarla de nuevo porque no puede vivir sin el bebé de Malvina, signo de que se encariñó al punto de un colapso nervioso que la lleva a intentar suicidarse con somníferos y desembocar en un hospital. Los tres de allí en más no se separan nunca e incluso el hombre y la embarazada acompañan a Anna a su trabajo para tener sexo y esconderse en un armario mientras el gerente bobalicón del mercado la reta por su obsesión con Garbo y Dietrich y sus proyecciones para el público de montajes artísticos símil museo ya que allí lo que venden es comida, no cultura. Todo se viene abajo cuando en un recital bien surrealista de Pierangelo Bertoli, un cantautor italiano de folk algo mucho trasnochado, se produce una estampida de gente debido a que la concurrencia que quedó afuera del evento sobrepasa a los feroces guardias de seguridad con perros e ingresa en el estadio en cuestión, provocando que Gordon fallezca cuando literalmente le pisan la cabeza en el momento en que salva las vidas de las féminas al protegerlas de morir aplastadas, luego de lo cual Bertoli retoma el concierto aunque con el espacio ya vacío y sólo con las dos mujeres como público más el cuerpo sin vida de su amante, vistiendo en sus últimos estertores una remera de manga larga con una imagen de Ernesto “Che” Guevara. El cuerpo es cremado y a la salida del velatorio Anna descubre a un heladero con un carrito en forma de cisne al que le pide un beso, pero al llegar a la casa del otrora matrimonio se topa con Malvina en plena crisis por miedo a la muerte, a su vez diciéndole que el niño se parecerá a ella porque la ha estado mirando mucho en un comentario que recuerda a una escena similar de La Mujer Simia (La Donna Scimmia, 1964), y con un amigo/ vecino, Sergio (Maurizio Donadoni), pretendiendo reemplazar al fallecido en este trío romántico, el cual es rechazado por la dueña de casa y pronto las dos mujeres parten hacia una playa para que la embarazada dé a luz. En una habitación alquilada frente a la arena, Malvina se define como una guerrera ante el crío ya nacido y confirma que Anna es mejor madre que ella y ésta por su parte contempla una foto enmarcada de Gordon y le da el pecho al nene, quedándose eventualmente con él cuando su compañera desaparece a bordo de un auto que pasa por la puerta del Euromercado y la recoge con velocidad. Si bien en parte Ferreri continúa mofándose de la dependencia no asumida de los hombres para con las féminas y su contraparte, los corolarios más dañinos de la autonomía de esa mujer moderna cual adalid de una misandria apenas disimulada, y de la faceta alienante de las urbes del nuevo capitalismo salvaje que surgió durante los 70, representada en especial en los trabajos burgueses anodinos que supieron tener o tienen Gordon y Anna, la medicina y el marketing publicitario respectivamente, y que tratan de “aminorar” abandonándolos o volcándolos hacia un sustrato cultural antiplutocrático, en realidad el director nos entrega un opus mucho menos nihilista que aquellos del pasado debido a que el trasfondo fatalista de los embarazos de La Semilla del Hombre y La Mujer Simia, al igual que la algarabía juguetona pero intrascendente de los purretes humanos y no tanto de La Última Mujer y Adiós, Mono, mutan en un bebé final que hace las veces de lo mejor que puede surgir de una relación, nos referimos al amor desinteresado y solidario que en cierta medida supera el lazo femenino entre las dos hembras e incluye también a ese varón que pasó a mejor vida en calidad de héroe quizás secundario. Como decíamos con anterioridad, la película retoma elementos paradigmáticos del cine previo de Ferreri como la crudeza en materia del retrato vincular entre los personajes, los chispazos de comedia de emociones exaltadas a flor de piel, los queridos latiguillos de la playa desierta del parto y el hambre permanente de Malvina -más la propensión de Anna a hacerse morder por Gordon o morderlo de repente- y por supuesto la catarata de detalles surrealistas en sintonía con aquellas “esculturas humanas” algo robóticas del inicio en Marabu, el cuento de la barca de Malvina, el insólito acoso policial a Gordon cuando jugaba con una pelota en las afueras de su residencia, las dos cabezas que manda a hacer la publicista, el traslado del árbol y su plantación con grúa como si se tratase de un segundo nacimiento dentro del relato, todo el tragicómico episodio en el recital de Bertoli y aquel heladero con su carro de cisne en la puerta de la funeraria. El erotismo freak y de naturaleza sadomasoquista recíproca hoy no es tan importante como en trabajos fetichistas previos símil Liza (1972) e Historias de Locura Ordinaria (Storie di Ordinaria Follia, 1981), de hecho mucho más vinculados a la dinámica del poder en la intimidad, porque ahora el eje del relato pasa por el traspaso del recién nacido de una mujer a otra, acto de generosidad poco habitual en el acervo artístico del italiano, y por el cimbronazo que produce la llegada de la extraña dentro de la pareja de clase media y toda su mediocridad existencial tracción a placebos que compensan la apatía y la repetición. Muti está un poco más contenida que en La Última Mujer e Historias de Locura Ordinaria y Arestrup cumple con dignidad como antes lo había hecho en films de gente como Alain Resnais, Chantal Akerman, Jeanne Moreau, Claude Lelouch, Edgardo Cozarinsky y Daniel Duval, pero la que realmente se destaca es Schygulla, esplendorosa musa de Rainer Werner Fassbinder y su cómplice y partícipe fundamental en El Amor es más Frío que la Muerte (Liebe ist Kälter als der Tod, 1969), Katzelmacher (1969), Dios de la Peste (Götter der Pest, 1970), ¿Por qué Corre el Señor Amok? (Warum läuft Herr R. Amok, 1970), Rio das Mortes (1971), Whity (1971), Cuidado con la Prostituta Sagrada (Warnung vor Einer Heiligen Nutte, 1971), El Mercader de las Cuatro Estaciones (Händler der vier Jahreszeiten, 1972), Las Amargas Lágrimas de Petra von Kant (Die Bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), Effi Briest (1974), El Matrimonio de María Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1979), La Tercera Generación (Die Dritte Generation, 1979), Berlin Alexanderplatz (1980) y Lili Marleen (1981), entre otras colaboraciones con el mítico cineasta alemán. A pesar de que El Futuro es Mujer abre el período final de la carrera de Ferreri, ese caracterizado por las desparejas aunque interesantes Te Amo (I Love You, 1986), Qué Buenos son los Blancos (Come Sono Buoni i Bianchi, 1988), La Casa de la Sonrisa (La Casa del Sorriso, 1991), La Carne (1991), Diario de un Vicio (Diario di un Vizio, 1993) y la cuasi documental Nitrato de Plata (Nitrato d’Argento, 1996), el amigo Marco continúa sorprendiendo con su virulencia discursiva en una vejez que lo encuentra alejado del conservadurismo y la impronta ascética de tantos colegas veteranos gracias a que su inconformismo, ya de por sí incapaz de ofrecer verdaderas novedades pero siempre abierto a la sana provocación, se redirecciona hacia una efervescencia que deja de lado el tono apesadumbrado de otros tiempos para abrazar un desparpajo onírico y una inesperada vitalidad juvenil que pueden constatarse en el planteo orgiástico permanente de fondo, el tabú del hijo delegado a terceros y toda esta estética ochentosa kitsch de colores furiosos y pop baladí de entonces plagado de canciones hiper adictivas y ridículas como Banana, en la voz de Jane Chiquita, o Ma che Bello Stasera, con vocalización bien cavernosa de 3-Mito, ambas compuestas por Renato Pareti y Sergio Menegale, amén de temas complementarios como Break You Down, de Josy Nowack, y Kriminal Tango, de I Marcellini, que refuerzan el ímpetu aventurero socarrón de un Ferreri siempre inquieto e inteligente que se la pasó eliminando las sonseras del sentido común y escudriñando los enigmas que se esconden detrás del comportamiento y las palabras en las sociedades de las inequidades capitalistas.
El Futuro es Mujer (Il Futuro è Donna, Italia/ Francia/ República Federal de Alemania, 1984)
Dirección: Marco Ferreri. Guión: Marco Ferreri, Dacia Maraini y Piera Degli Esposti. Elenco: Hanna Schygulla, Ornella Muti, Niels Arestrup, Maurizio Donadoni, Ute Cremer, Michele Bovenzi, Christian Fremont, Giorgia Trasselli, Patti Vailati, Alessandra Marozzi. Producción: Achille Manzotti, Luciano Luna y Erwin C. Dietrich. Duración: 100 minutos.