Waterloo

La guerra utópica de caballeros

Por Emiliano Fernández

Casi ninguna figura histórica moderna tuvo una segunda oportunidad y la enorme mayoría de los líderes y caudillos políticos, culturales o militares debieron conformarse, en el mejor de los casos, con una segunda o tercera etapa dentro del mismo torbellino de sucesos, por ello esos Cien Días de Napoleón Bonaparte constituyen una anomalía ya que literalmente dicho período funciona como una especie de colofón o epílogo inusitado de las Guerras Napoleónicas, ya con el corso derrotado por esa Sexta Coalición (1812-1814) que invade Francia, toma posesión de París y lo obliga a abdicar para luego exiliarlo en la Isla de Elba, en Italia, todo en esencia fruto de la funesta Invasión de Rusia de 1812 y una andanada de acontecimientos que nacen con la Toma de la Bastilla de 1789 en tanto primer paso de la Revolución Francesa contra el absolutismo de los Borbones, léase el Antiguo Régimen. La Restauración Borbónica de turno abarca el ascenso al trono de Luis XVIII, un rey efímero porque Bonaparte escapa de Elba en 1815 y llega a París de la mano del entusiasmo del pueblo y de las tropas y bajo la promesa de ahora convertirse en un soberano constitucional, algo que no despierta la simpatía de las monarquías europeas, las cuales solían esconder su rechazo al iluminismo, el nacionalismo y la secularización estatal que impulsaba el francés acusándolo de tirano y asesino, por ello forman de inmediato la Séptima Coalición (marzo-julio de 1815), aquella alianza castrense del Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia que sería la última en enfrentarlo ya que las huestes de Arthur Wellesley alias Duque de Wellington, de Inglaterra, y del Mariscal de Campo Gebhard Leberecht von Blücher, representante de Prusia, lo derrotarían en la archiconocida Batalla de Waterloo del 18 de junio de 1805, un sinónimo desde entonces en todo el planeta de “punto de inflexión” histórico volcado al fracaso y por supuesto el prólogo para la Segunda Restauración de Luis XVIII y la captura del otrora emperador por parte de los ingleses, quienes rápidamente lo exiliaron en la Isla de Santa Elena, en posesión de Gran Bretaña, donde fallece a los 51 años en apariencia por un cáncer de estómago o quizás un envenenamiento con arsénico que pudo ser intencional.

 

Sin duda el retrato cinematográfico más famoso de los Cien Días y sobre todo del desenlace concreto de las Guerras Napoleónicas es Waterloo (1970), film producido por el magnate italiano Dino De Laurentiis con capitales adicionales de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, justo como ocurrió con La Tienda Roja (Krasnaya Palatka, 1969), de Mikhail Kalatozov, y Los Girasoles de Rusia (I Girasoli, 1970), de Vittorio De Sica, y dirigido por Sergey Bondarchuk, el cual definitivamente consideró al proyecto un corolario de su odisea previa, La Guerra y la Paz (Voiná i Mir, 1965-1967), monumental adaptación de la novela de 1865 de León Tolstói que analizaba la Invasión Napoleónica de Rusia y se dividía en cuatro partes, Andrei Bolkonsky (1965), Natasha Rostova (1965), El Año 1812 (1812 God, 1967) y Pierre Bezukhov (1967), todas protagonizadas por el mismísimo director más Lyudmila Saveleva, Vyacheslav Tikhonov y Viktor Stanitsyn, entre muchos otros. En sí las dos películas, la que nos ocupa y la gigantesca inspirada en el texto del legendario escritor ruso, conforman la pata más inflada y menos interesante de la primera etapa de la carrera de Bondarchuk, una auspiciada por la apertura cultural que significó en la Unión Soviética la muerte de Iósif Stalin en 1953, déspota con todas las letras adepto a las purgas paranoicas, y la desestalinización posterior encarada por Nikita Jrushchov, el mandamás del país entre 1953 y 1964, en este sentido La Guerra y la Paz puede haber quedado en los anales del cine como una de las obras más extensas, en esencia con un metraje de unas siete horas, y Waterloo por sus batallas gigantescas con miles y miles de actores improvisados aportados por el Ejército Soviético, una proeza que por cierto no ha sido superada, sin embargo las verdaderas joyas del amigo Sergey son sus clásicos antibélicos acerca de la Segunda Guerra Mundial, Ellos Luchaban por la Patria (Oni Srazhalis za Rodinu, 1975) y sobre todo El Destino de un Hombre (Sudba Cheloveka, 1959), una ópera prima en verdad estupenda que quebró el molde del realismo socialista mediante un individualismo que no renegaba de la colectividad aunque se acercaba mucho más a las manifestaciones artísticas de Occidente.

 

A pesar de que está lejos, como aseverábamos antes, del nivel de calidad de aquel debut de Bondarchuk y de las obras inaugurales de otros colegas de la época que también supieron aprovechar el relajamiento del sistema de censura a instancias de Jrushchov, pensemos por ejemplo en El Cuarenta y Uno (Sorok Pervyy, 1956), de Grigoriy Chukhray, y La Infancia de Iván (Ivanovo Detstvo, 1962), de Andrei Tarkovsky, o de otras maravillas del cine bélico ruso que ayudaron a dejar atrás el realismo socialista dominante en su acepción ortodoxa, en sintonía con Pasaron las Grullas (Letyat Zhuravli, 1957), de Kalatozov, y La Balada del Soldado (Ballada o Soldate, 1959), del gran Chukhray, Waterloo de todos modos recupera bastante de la astucia ideológica de aquellas y cierto lirismo humanista que le hace muy bien al planteo narrativo en general, aquí orientado al choque de voluntades y de milicias entre Bonaparte (Rod Steiger) y Wellington (Christopher Plummer), todo a su vez marcado por lo anglosajón hollywoodense a raíz de la imposición en conjunto de Columbia Pictures y Paramount Pictures, las distribuidoras mundiales del convite. El guión de H.A.L. Craig, Vittorio Bonicelli y el realizador es muy sencillo y está dividido en dos capítulos cruciales, el primero cubriendo la fuga de Elba, la preocupación de Louis XVIII (nada menos que el inefable Orson Welles), la llegada a París y los entretelones de la conflagración, en especial las flamantes ansias de paz del corso y el hastío de unas monarquías que querían retener sus privilegios, y el segundo apartado explorando la batalla en sí, una que tuvo lugar al sur de Bruselas, en Bélgica, y que terminaría de definir las personalidades de los dos protagonistas megalómanos, aquí un Wellington aristocrático y petulante pero también muy conocedor de la guerra y un Napoleón muchísimo más cercano al sentir popular y más vitoreado por sus tropas aunque ya atravesando las contradicciones de las postrimerías de su vida, hablamos de los pocos recursos bélicos disponibles para enfrentarse a tamaña fuerza de acoso, por un lado, y de aquella aptitud todavía impecable como estratega que luchaba con los dolores de estómago y con la melancolía por extrañar a su vástago, preso en Austria, por el otro lado.

 

Entre los puntos a favor se pueden nombrar el interesante uso de los soliloquios en off para los pensamientos ocasionales de Wellington y Bonaparte, el fastuoso diseño de producción de Mario Garbuglia, la excelente música de Nino Rota, el suspenso de las carnicerías de la segunda mitad, esos paneos -e incluso planos aéreos- de movilización militar de impronta cuasi hipnótica, la utilización del humor para el retrato fugaz del soldado común y corriente y especialmente el enorme volumen de extras de carne y hueso que en un solo movimiento niegan los truquillos de cámara de la época y toda la payasada digital del nuevo milenio en materia de la reproducción hasta el infinito de las tropas en las crónicas aventureras o de acción del montón. Ahora bien, si saltamos a los factores que le juegan en contra a la odisea encontraremos un tono narrativo algo perezoso, muchos diálogos grandilocuentes pero en esencia huecos, algunas tomas que pecan de solemnes sin demasiado trasfondo dramático, la insólita presencia de tiempos muertos y por supuesto el abuso de herramientas retóricas del spaghetti western de moda como los silencios, la cámara lenta, los acercamientos/ zoom in repentinos y la edición a veces un tanto bizarra, amén de un Steiger hilarante que tiende a exagerar sus ademanes de demagogia y un Plummer que se esfuerza demasiado por parecer misterioso o distante o narcisista. La propuesta de Bondarchuk, luego responsable de obras fallidas como Boris Godunov (1986) y aquella biopic bipartita con Franco Nero como el periodista John Reed, Campanas Rojas (Krasnye Kolokola, 1982), se suma a la hipótesis histórica de la derrota francesa en Waterloo por la ayuda de último momento que recibieron los ingleses de parte de los prusianos de Blücher (Sergo Zakariadze) y considera a la guerra una estructura de posiciones donde las matanzas se apilan en función de la suerte, el sutil engaño, el clima, la táctica, la propia fortaleza psicológica y física, la osadía, el terreno y la mentada asistencia externa, además de recurrir de modo tácito a la concepción utópica de la “guerra de caballeros”, un delirio de dejo ético que nunca existió del todo y fue construido retrospectivamente por los teóricos posmodernos de la triste “guerra total” del Siglo XX…

 

Waterloo (Italia/ Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1970)

Dirección: Sergey Bondarchuk. Guión: Sergey Bondarchuk, H.A.L. Craig y Vittorio Bonicelli. Elenco: Rod Steiger, Christopher Plummer, Orson Welles, Jack Hawkins, Virginia McKenna, Dan O’Herlihy, Rupert Davies, Philippe Forquet, Gianni Garko, Sergo Zakariadze. Producción: Dino De Laurentiis. Duración: 134 minutos.

Puntaje: 6