Moviéndose entre el neo glam y el neo mod, entre el tradicionalismo y la vanguardia, entre la cólera y lo meditabundo, entre los himnos ultra accesibles y los arrebatos iconoclastas, entre lo lúdico y lo políticamente cargado, Blur siempre fue una banda extraña que de todos modos se sintió muy cómoda en aquel pelotón del britpop de los 90, una comitiva con mucho de etiqueta más comercial que formal específica en la que supo codearse con gente como Oasis, Pulp, Suede, The Boo Radleys, Supergrass, Echobelly, Elastica, Gene, Menswear y Sleeper, entre otros grupos que tomaron por asalto por un tiempo una escena rockera internacional que venía de la fascinación -asimismo efímera aunque muy intensa- con el grunge de Nirvana, Soundgarden, Pearl Jam, Alice in Chains, Stone Temple Pilots y compañía. Encabezada por los dos líderes por antonomasia, el vocalista Damon Albarn y el guitarrista Graham Coxon, quienes a su vez siempre fueron secundados por la base rítmica de Alex James y Dave Rowntree, bajista y baterista respectivamente, Blur es uno de esos emblemas del tramo final de la centuria pasada que todos recuerdan con gran cariño a pesar del detalle de que en su momento sus integrantes eligieron implosionar el colectivo, vía golpes de timón demasiado violentos y un nulo diálogo democrático entre ellos, en vez de permitirle crecer -o extinguirse- de manera natural mediante trabajos de transición, jugadas profesionales un poco menos impostadas o verdaderas sociedades con colegas o figuras del marco exterior, del afuera, en esencia sólo recientemente logrando envejecer con gracia y en paz luego de muchos años de caprichos artísticos y atolladeros vinculados a la fama, en línea con la depresión, las adicciones, el acoso mediático y los amores deshechos. Dicho de otro modo, la agrupación tuvo una vida creativa valiosa de aproximadamente una década en la que se acumularon una catarata de éxitos encorsetados en el interés de cada instante y los múltiples proyectos en paralelo o en puerta de la dupla de cabecera, un planteo que nos dejó con una serie de trabajos, casi todos bajo el amparo del productor Stephen Street, que arrancan en el tedio, escalan hacia las cimas de su tiempo y a posteriori caen en picada para renacer en estos últimos años como un ave fénix que nadie pidió pero se celebra.
Más cerca del debut homónimo de 1989 de The Stone Roses, gran joya del pop psicodélico o el indie muy ambicioso, que de otras pretendidas influencias que se colaron en la mixtura, sobre todo el grunge de ventas millonarias, aquel shoegaze más modesto de Slowdive y My Bloody Valentine y cosillas varias -además de los Roses- de esa caótica escena bautizada Madchester, Leisure (1991) no llega a ser un trabajo malo pero sí olvidable y algo aburrido, incapaz de despegar con una personalidad verdaderamente propia que no se agote en las referencias, todas en boga y siempre pertinentes aunque bastante redundantes, carentes de vuelo propio. Sin dejar de lado del todo los latiguillos previos en cuanto a distorsión y volumen rockero promedio, Modern Life Is Rubbish (1993) ya patenta con convicción y garra el estilo por el que Blur será conocida como banda de aquí en adelante, hablamos de esa conjunción marca registrada de diversas variantes del pop guitarrero sarcástico, lúdico e hiper británico modelo The Village Green Preservation Society (1968), de The Kinks, Ogdens’ Nut Gone Flake (1968), de Small Faces, Revolver (1966), de The Beatles, Skylarking (1986), de XTC, All Mod Cons (1978), de The Jam, y The Who Sell Out (1967), de The Who, un cóctel molotov que nadie esperaba al momento del lanzamiento del álbum y que continúa reteniendo mucho de su desparpajo y su frescura. Lo insinuado en la placa previa se confirma a toda pompa en el ampuloso Parklife (1994), disco en el que el grupo continúa mimetizándose con el mod revival de los años 70 y 80 y en el que Albarn ironiza incansablemente sobre la idiosincrasia inglesa y anglosajona en general de las postrimerías del Siglo XX, por ello mismo una y otra vez vuelven a la mente el Ray Davies de The Kinks, ese Paul Weller de The Jam y desde ya aquel Morrissey de The Smiths, amén de una colección de recursos adicionales como el synthpop, el punk, las baladas, la new wave, el vals, los experimentos minimalistas autoparódicos, el rock progresivo e incluso los recitados obreros símil Ian Dury and the Blockheads. The Great Escape (1995) representa la quintaesencia del britpop, un rubro musical de lo más heterogéneo que según la óptica de Blur, siempre entre estrafalaria, melancólica y profundamente cínica, habilita el hecho de meter en la licuadora cosas tan distintas como The La’s, Pink Floyd, Adam and the Ants, Inspiral Carpets y Wire, entre muchas otras referencias que se suman a las verdaderas voces cantantes, Andy Partridge de XTC y nuevamente Davies de The Kinks, y que nos regalan un popurrí en el que prácticamente todas las canciones arrastran tanto chispazos de psicodelia esquizofrénica como una pasta innegable de hit, algo que se confirmaría con el éxito gigantesco del álbum en todo el planeta justo en el momento en el que la rivalidad con Oasis estaba en su punto más álgido de la mano del lanzamiento de (What’s the Story) Morning Glory? (1995), el recordado segundo disco de los hermanos Liam y Noel Gallagher y gran adversario en “La Batalla del Britpop” de la década.
La metamorfosis entre The Great Escape y Blur (1997) fue tan pronunciada que el grupo perdió en buena medida aquel público primigenio de ADN inglés y de inmediato se ganó a la fauna independiente/ alternativa/ lo-fi estadounidense que por aquellos años estaba atravesando su cúspide creativa de la mano de artistas tan diversos como el Beck de Mellow Gold (1994), Odelay (1996) y Mutations (1998), el Elliott Smith de Either/ Or (1997) y XO (1998) y especialmente los queridos Pavement de Crooked Rain, Crooked Rain (1994), Wowee Zowee (1995) y Brighten the Corners (1997), lo que inesperadamente generó un trabajo extraordinario y muy adictivo en el que las guitarras de Coxon se llevan todas las palmas gracias a un nivel inusitado de inventiva, descaro y capacidad de adaptación, ya sea que pensemos en el heavy metal, el noise, los collages sonoros beatlescos, el cuasi folk, el garage, el soft rock o el trip hop más hipnótico o quizás demente. Ya para la época de 13 (1999) se notaba la evidente tensión entre por un lado la obsesión guitarrera meticulosa de Coxon, un señor que juega tanto con el clasicismo como con el sustrato iconoclasta semi dormido del instrumento, y por el otro lado esa vertiente experimental muy errática de Albarn, típico artista que trabaja bien centrándose en determinados formatos de canción pero no así en los mashups multigenéricos, así que la bipolaridad literal del disco se siente en la carne y los huesos de cada composición y en cada arreglo bizarro que coquetea primero con la depresión, debido a la separación romántica del cantante y letrista de Justine Frischmann, la líder de Elastica, y segundo con nuevas comarcas del montón como si hablásemos de turistas musicales en eterna indecisión, pensemos en el góspel, el ambient, el rock industrial, el dream pop y la electrónica mugrosa e inclasificable. Claramente el peor trabajo de toda la trayectoria de Blur, Think Tank (2003) tiene poco y nada de la amalgama estilística de las placas previas porque bajo la excusa de ampliar la paleta de truquillos disponibles Albarn, ahora la única fuerza creativa luego de la salida temporal de Coxon por alcoholismo y peleas cruzadas, en un mismo movimiento magnifica el delirio latente pero aún interesante de 13, aquí volcándolo sutilmente hacia el post punk símil Talking Heads, The Clash y Public Image Ltd. circa The Flowers of Romance (1981), y anticipa lo hecho por él mismo en materia solista y con grupos francamente mediocres como Good, the Bad & the Queen y Rocket Juice & the Moon, además de retomar el dejo compositivo de Gorillaz, ese pastiche esperpéntico -a veces exitoso, casi siempre poco memorable- entre world music, hip hop, dub, pop masivo infantiloide, soul, downtempo jazzero y big beat.
The Magic Whip (2015), un clásico álbum de regreso por parte de músicos ya veteranos que limaron asperezas y deciden explícitamente recuperar el quid identitario de antaño, corrige todos los problemas del disco anterior, léase la tendencia a los experimentos fracturados o incompletos en sintonía con Gorillaz, y procura dejar contentos a los fans históricos de esos días de furia vertiginosa britpopera, un objetivo que se alcanza de manera brillante porque la vuelta de Coxon termina de redondear en guitarras, arreglos y producción el modelo mutable de canción que Albarn ha venido puliendo a lo largo del Siglo XXI, una carcasa que en esta oportunidad permite el lucimiento también de James y Rowntree porque se han dejado de lado los narcisismos de antaño y aquella angustia anodina que impedía esta cohesión en tanto ejecutantes y compositores. Ahora con toda la banda participando en simultáneo, algo que no ocurría desde 13, y con la producción de James Ford, responsable de discos de Arctic Monkeys, The Last Shadow Puppets, Florence and the Machine, Peaches, Depeche Mode, Gorillaz y The Waeve, el dúo de Coxon y esa Rose Elinor Dougall de The Pipettes, The Ballad of Darren (2023) es un trabajo aun más reflexivo y etéreo que The Magic Whip que está cerca del costado más tranquilo del debut de este mismo año de The Waeve y por supuesto de otras obras semejantes de la “factoría Albarn”, un disco por suerte más hermanado a la eficacia de Everyday Robots (2014), su debut solista, y Cracker Island (2023), lo último de Gorillaz, que a la redundancia, el tono monocorde y/ o la falta de ideas novedosas de The Nearer the Fountain, More Pure the Stream Flows (2021), su segundo opus en solitario, y The Fall (2010), esa especie de complemento minimalista anti-Gorillaz de Plastic Beach (2010) que el londinense curiosamente firmó como la banda virtual cocreada en 1998 junto al dibujante Jamie Hewlett.
Si uno no supiese que el Darren aludido en el título de la placa es Darren “Smoggy” Evans, otrora guardaespaldas de Blur y hoy de Albarn, podría interpretar a la primera canción, precisamente The Ballad, como un homenaje cuasi homoerótico a algún amigo o colega, no obstante el asunto debe ser un chiste interno y el tema meditabundo que nos ocupa también puede leerse como una elegía de separación tradicional o quizás una exploración en espejo del propio Damon, el cual en la letra mira al pasado y se encuentra con una versión alternativa de sí mismo que se condice con la juventud, de allí surge el quiebre típico de la madurez, la conciencia de que ambas acepciones están entrelazadas y frases varias autorreferenciales como “te conocí en un show temprano” y “viajamos juntos alrededor del mundo”, todo con la excelente producción de Ford agregando tragedia sónica rimbombante de fondo. La primera patada rockera cien por ciento Blur llega con St. Charles Square, segundo single y una composición fascinante sostenida en las gloriosas guitarras de un artesano con una enorme sabiduría a cuestas como Coxon y en otra letra maravillosa de un Albarn bien ciclotímico que juega con la atracción y repulsa que le genera una tal Pauli, señorita de la que se separó por sus “fanfarronadas” y por el dolor que éstas le causaban mientras hoy por hoy se arrepiente de haberla perdido y una vez más cavila con angustia acerca de la soledad, aquí la fama britpopera “porque cada generación tiene sus exhibicionistas dorados”, y sobre los estragos del tiempo, en esta oportunidad un sorprendente monstruo que se materializa en la primera encarnación del estribillo, “hay algo aquí abajo y está viviendo en el piso/ me sujetó por el cuello con sus largas y delgadas garras/ no me dejes aquí, nena, no me dejes por completo/ porque puede que no vuelva a ser yo mismo en absoluto”. Barbaric, el tercer y último corte de difusión, sintetiza muy bien el espíritu del disco ya que el pop amigable que estructura la canción, muy cercano precisamente al estándar de los señores correspondiente a los años 90, está puesto al servicio de versos que vuelven a reflexionar sobre el sustrato “bárbaro” de las diferencias entre lo que se fue y lo que se es, distancia cuya incompatibilidad y consabida resignación genera una de las mejores estrofas del álbum -y de la pluma del amigo Damon- en lo que atañe a la caída del grupo desde el mainstream del Siglo XX hacia un indie que por cierto no es tan de nicho ni mucho menos, “ahora no puedes jugar para todos los gustos/ el polvorín de la causa común, todos llevamos un trauma/ y en lugar de una explicación verteré aceite de la copa sobre la hoguera de la abdicación”.
Las meditaciones previas sobre la vejez adquieren un tono incluso más lúgubre en Russian Strings, una dolorosa aunque bella exploración alrededor de la mortalidad apuntalada en los estupendos arreglos y teclados de Ford, los coros a lo The Beach Boys que aporta toda la banda y una letra que parece hablar en parte del óbito de Leonard Cohen, fallecido en 2016 a los 82 años de edad y de quien Albarn en 2022 encontró un mural en Montreal justo enfrente de su habitación de hotel, evidentemente el eje de versos como “¿dónde estás ahora, volverás con nosotros, estás conectado, estás contactable nuevamente?” y de la espiral melancólica o más bien apocalíptica en primera persona del estribillo, “los bloques de viviendas se derrumban, con los auriculares puestos no oirás mucho/ no existe nada falso en la tierra, hay cuerdas atadas a todos nosotros/ al final no hay nada, sólo polvo, así que sube la música/ estoy hablando sobre las cosas difíciles”. Como si se tratase de una versión mucho más preciosista y simpática de aquel trip hop penumbroso del disco homónimo de 1997, The Everglades (For Leonard) vuelve a invocar el fantasma de Cohen desde el mismo título y arranca con una guitarra acústica que pronto deja paso a una sección de cuerdas y una programación hipnótica y sutil que marca el pulso de las palabras de Albarn, ahora más esperanzadoras en sintonía con “hay canciones para tocar, existe gracia para todos/ y llegarán días más tranquilos y no necesitaremos preguntar/ ¿por qué todo en este mundo ha estado perdido desde entonces?/ Y no vamos a ceder, no vamos a escapar/ estamos creciendo con el dolor”. The Narcissist, el primer single y quizás el himno pop del disco, sigue la estela retro noventosa y se consagra a una seguidilla de referencias a comportamientos adictivos que se pretenden superar con la experiencia nociva a cuestas y la conciencia de ahora estar mejor porque se ha dejado de lado la fuente del malestar, sea una sustancia, una persona o alguna compulsión o conducta o cliché identitario, todo con coritos beatlescos supremos a cargo de Graham que arrastran las últimas palabras de cada verso de un Damon que alguna vez coqueteó con la heroína: “vi el solsticio, la estación de servicio en la carretera/ tomé el ácido bajo los caballos blancos/ mi corazón se aceleró, no pude separarme de mí mismo/ se convirtió en adicción, si ves oscuridad mira hacia otro lado”.
Cercana a lo que sería una hipotética cruza entre el synthpop/ dream pop/ lounge, cortesía de los sublimes teclados de Damon, y el noise/ shoegaze, detalles de guitarras de por medio de parte del siempre inquieto Graham, Goodbye Albert es otra parábola de personalidad partida y dificultades para hacer las paces con uno mismo que por cierto dispara de manera imprevista algunos momentos de ironía o causticidad masoquista, sobre todo en esa última estrofa y su andanada de “adiós, desfile de la depresión/ como un frente meteorológico al amanecer podría desaparecer/ me aplastó la somnolencia y los sueños desenredados, estuve lavándome durante horas/ estaría allí, no sólo enviaría flores pero creo que preferirías que lo hiciese”, esquizofrenia e incomunicación que refuerzan el magistral estribillo, “me mantuve alejado, te di tiempo/ ¿Por qué ya no me hablas? No me castigues por siempre”. Far Away Island es la solución perfecta y negociada entre la sensibilidad popera bien barroca de Blur, aquí baladística espectral, y la melancolía de los trabajos y proyectos solistas variopintos de Albarn, desde ya metamorfoseados al “formato banda” que uno espera de estos señores, en suma un tema muy hermoso en el que el cantante y letrista se explaya en las alusiones a la naturaleza para una alegoría sobre la distancia emocional y la autosuperación después de una ruptura, “estás en mi mente, estamos lejos ahora/ abajo, en las sombras, estoy cortado en pedazos/ estoy bailando solo con la Luna y la ballena blanca/ isla lejana, te extraño/ sé que piensas que ahora debo estar perdido, pero ya no lo estoy”.
La imponderable brevedad y ese encanto midtempo afligido de las canciones anteriores vuelven a brillar en Avalon, otra maravilla con coros y guitarras exquisitas de Coxon que no tiene nada que ver con la placa y canción homónimas de 1982 de Roxy Music, mega clásico de la new wave, y que funciona como una flamante meditación sobre la muerte tamizada por una crisis de la mediana edad en parte ya superada, hoy sirviéndose de la isla del título de la mitología celta y arturiana para hablar metafóricamente de la vida y el paso del tiempo, “¿cuál es el punto de construir Avalon si no puedes ser feliz cuando esté terminada?/ ¿Quién protagoniza la competencia nuevamente? No parece haber pasado mucho tiempo desde la última vez/ todavía deseo poder hacerte feliz, estoy destrozado de alguna forma/ deben haber sido las olas en las que fuimos llevados, chocando contra las costas de Avalon/ entonces sobrevuelan aviones pintados de gris de camino hacia la guerra/ y estoy marcando los números, remarcando, ya que hay oscuridad en el portal/ luego me excedo en mi dosis y ya ni siquiera sé si sigo aquí, es algo que nos llega a todos”. La veta acústica regresa para el desenlace, The Heights, algo así como una lectura rockera del dream pop con la batería de Rowntree en progresivo primer plano para subrayar la dureza de un tema que muta en noise furioso durante sus últimos segundos porque es momento de cerrar el periplo desde la misma ultratumba pero en versión vitalista, un limbo que parece cercano al Paraíso por más que la música vire hacia el Infierno: “supongamos que estoy solo esta noche/ supongamos que tengo que encontrar las alturas/ he entregado mucho corazón, tú también lo has hecho/ parado en la última fila, esto es para ti/ ver a través del coma en nuestras vidas/ algo tan brillante ahí fuera que ni siquiera puedes verlo/ ¿Se nos acaba el tiempo? Algo tan momentáneo que ni siquiera puedes sentirlo/ te veré en las alturas algún día, yo también llegaré allí/ estaré parado en la primera fila, a tu lado”.
En apenas 37 minutos de duración total The Ballad of Darren se posiciona con tranquilidad como el mejor disco de Blur desde sus ya muy lejanas cúspides estilísticas y cualitativas, nos referimos al clásico del rock alternativo por adopción de 1997 y aquella trilogía britpopera de Modern Life Is Rubbish, Parklife y The Great Escape, por ello además se agradece la incorporación de esa paleta sónica altisonante que vienen trabajando desde Leisure pero evitando las desviaciones experimentales extremadamente desparejas de 13 y sobre todo Think Tank, incluso mejorando por mucho el de por sí interesante y también muy tardío The Magic Whip, un álbum todavía demasiado pegado a los “pasatiempos musicales” de un Albarn que siempre tiende a hegemonizar el rumbo artístico en cualquier proyecto en el que participa si no encuentra delante suyo a una personalidad igual de fuerte y con el talento suficiente para unificar criterios y hasta rivalizar, en este sentido no sólo la presencia de Coxon resulta fundamental sino también el apoyo de James y Rowntree, ambos ahora con una evidente libertad de movimiento en el estudio para aportar ideas y acoplarse a la conjunción. Si en The Magic Whip se notaba la premura e improvisación detrás del popurrí, disco en esencia construido a lo largo de escasos cinco días durante un parate/ cancelación de un festival en Tokio, Japón, y luego retomado por el guitarrista más el productor histórico Street, en The Ballad of Darren, en cambio, se siente la paradoja de la convivencia artística perfecta entre estos veteranos para lo que en suma es un trabajo hiper taciturno, visceral y desconsolado alrededor de las tribulaciones del alma y el callejón sin salida de impronta cuasi onírica en el que se suele caer cuando llegan las crisis y éstas no derivan en nuevas oportunidades sino simplemente en comportamientos patológicos, la desesperación, el miedo o la inevitable muerte, planteo que como decíamos antes podría haber desencadenado un puñado de composiciones depresivas a secas y no este resultado concreto que tenemos frente a nosotros, diez temas extraordinarios que saben jugar con la ambigüedad agridulce del derrotero cotidiano y recuperar un pop para adultos pensantes que cada día se extraña más en la paupérrima industria cultural del nuevo milenio.
The Ballad of Darren, de Blur (2023)
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