El film noir, uno de los géneros que más vitalidad y capacidad de adaptación ha demostrado desde su nacimiento, allá lejos en las décadas del 30, 40 y 50 de la centuria pasada, gracias a “recursos” que nunca pasan de moda como la perfidia y la podredumbre social cotidiana, suele estar homologado en todos los análisis cinéfilos en primera instancia a la literatura hardboiled, un subgénero del pulp que tuvo su auge en los años 20 y 30 y se especializaba en truculencias varias relacionadas con el erotismo y la violencia criminal, y en segundo lugar a la enorme miseria que trajo aparejada la Gran Depresión, en términos prácticos el correlato de pobreza, desempleo y migraciones que provocó la Crisis de 1929, no obstante el asunto -como siempre en nuestra realidad, tan prosaica como heterogénea- es bastante más complejo a nivel histórico ya que el pesimismo detrás del policial negro no hubiese existido sin el verdadero choque idiosincrásico de fondo, ese vasto y grandilocuente entre por un lado la expansión económica correspondiente a la Belle Époque, período de bonanza parasitaria en el Primer Mundo y sus socios que va desde la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y en sí cubre el Neoimperialismo, el Reparto/ Violación de África, la Revolución Industrial y el auge de la explotación laboral y las corrientes filosóficas liberales, y por el otro lado la catarata de debacles posteriores que dinamitaron aquella fe sumamente ingenua en la ciencia, la tecnología y el progreso infinito de la humanidad, un ciclo que comienza precisamente con la Primera Guerra Mundial y a posteriori se desarrolla a través de procesos y marcos políticos/ bélicos de diversa tesitura que incluyen la creación entre 1917 y 1922 de la enorme Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el ascenso de los fascismos en Europa, el mentado Crac del 29, la Guerra Civil Española (1936-1939), la Revolución Mexicana a partir de 1910, la Ley Seca en Estados Unidos entre 1920 y 1933, la vuelta al proteccionismo económico o “empobrecimiento del vecino” y finalmente la rauda caída del consumo por la Gran Depresión y el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), una mega hecatombe nunca antes vista que también se vinculada a las cuentas pendientes del conflicto previo, muchas revanchas de por medio, y a la cadena industrial de montaje y la rápida escalada en el armamentismo internacional.
Si lo pensamos desde un criterio más doctrinario o definitivamente ideológico, el film noir, tanto en su acepción hollywoodense como en la lectura del resto del planeta, puede ser de izquierda o derecha según el tratamiento del motivo más recurrente, uno triple que cubre la corrupción, la violencia y la sordidez comunal, por ello mismo el enfoque fascistoide suele venir acompañado de una homologación entre la pobreza y el delito, como si el excluido o el lumpenproletariado arrastrase en su ADN la criminalidad mientras que los burgueses están “santificados” por el dinerillo capitalista, y la perspectiva de izquierda, en cambio, vuelca el asunto hacia la realidad de la estratificación social injusta y el apuntalamiento de mafias/ cónclaves/ camarillas en lo alto del poder que defienden sus privilegios y atacan o demonizan a todos los demás para desligar responsabilidades, óptica que en general fue la predominante durante el cenit histórico del policial negro porque el arte tiende hacia el inconformismo por más que la industria como núcleo polimorfo guste del conservadurismo comercial y de estrategias de autocensura como el Código Hays, esquema favorito de los grandes estudios para limitar el contenido polémico en materia sexual, religiosa, socialista y de delitos sin castigo. Los Sobornados (The Big Heat, 1953), obra maestra de Fritz Lang, en este sentido constituye un gran ejemplo de opus de denuncia que se sirve de la pirotecnia sin filtro del hardboiled, un credo fatalista y paranoico que considera a la comunidad una imposición asfixiante o claustrofóbica, para explicitar la mugre colectiva barrida bajo la alfombra en plena Guerra Fría y en pleno Estado de Bienestar posbélico, presente convulso pero también de lenta reconstrucción nacional que ya no habilitaba al cien por ciento los autoengaños de principios del Siglo XX en materia de una “paz ad infinitum” porque la colección de penurias y masacres previas reforzaron la idea social de que mirar para otro lado durante mucho tiempo termina convalidando, desde la pasividad y el sustrato más hipócrita, el accionar de grupos de presión -sean institucionales o de la sociedad mundana- que siguen haciendo su juego en todo momento, de hecho la noción que la propuesta que nos ocupa repite incansablemente en cada escena en consonancia con un trasfondo cruel y envilecido que todos conocen pero casi nadie suprime desde un esfuerzo inicial modélico.
Convite crucial en las dos décadas de exilio hollywoodense de Lang después de huir de Alemania en 1933 por el nazismo, Los Sobornados fue escrita por Sydney Boehm, ex periodista y artífice de un clásico de ciencia ficción, Cuando los Mundos Chocan (When Worlds Collide, 1951), de Rudolph Maté, y de una atractiva serie de policiales negros para directores como Curtis Bernhardt, Joseph H. Lewis, Anthony Mann, John Sturges, Jerry Hopper y el propio Maté, y está basada en la novela homónima de 1953 -en un principio serializada en la revista The Saturday Evening Post- de William P. McGivern, otro ex reportero que subraya ese interés de siempre del austríaco en torno a la crónica verídica sucia, aquí de hecho inspirada en un funcionario público corrupto de la Filadelfia de los 40 que con su suicidio pretendió escandalizar a todos destapando una olla de sobornos, y que a futuro supo regresar al film noir a través de películas varias a cargo de Roy Rowland, Frank Tuttle, el querido Robert Wise y el dúo de Howard W. Koch y Edmond O’Brien. El finado arrepentido en pantalla es el policía Tom Duncan, quien efectivamente se pega un tiro en su bello hogar y deja una carta dirigida al fiscal de distrito para desenmascarar a su empleador de la mafia de la ciudad de Kenport, Mike Lagana (Alexander Scourby), sin embargo el papelito es descubierto con celeridad por la viuda, Bertha (Jeanette Nolan), y utilizado por ella para chantajear al jefazo criminal y continuar con su lujoso estilo de vida. El oficial asignado al caso, el Sargento Dave Bannion (Glenn Ford), una especie de “femme fatale invertida” porque todas las mujeres que conoce terminan muertas, pronto se topa con la amante de Duncan, Lucy Chapman (Dorothy Green), señorita que trabaja de copera en un club nocturno/ semi cabaret propiedad de Tierney (Peter Whitney), El Retiro (The Retreat), y que eventualmente aparece muerta y torturada con quemaduras de cigarrillos. La pesquisa sube mucho en tensión cuando Bannion confronta al propio Lagana y por ello el sargento recibe reprimendas de su superior inmediato, el Teniente Ted Wilks (Willis Bouchey), y del Comisionado Higgins (Howard Wendell), así las cosas las amenazas telefónicas para que abandone la investigación dejan paso a una bomba en su automóvil que asesina a su esposa, Katie (Jocelyn Brando), progenitora junto a Dave de una jovencita, Joyce (Linda Bennett).
La visceralidad tan pero tan memorable de la realización no sólo responde a latiguillos de siempre del cine de Lang, como por ejemplo la amargura in crescendo, el individualismo metropolitano, el tono narrativo por momentos cuasi documentalista o la misma misión de “limpieza social total” del protagonista, a mitad de camino entre lo autoimpuesto suicida/ solitario y las exigencias intrínsecas a su profesión como representante de la ley, pensemos para el caso que el nivel de violencia simbólica y material es bastante elevado, detalle que anticipa -como se suele decir- los retratos apesadumbrados o crudos de la contracultura cinematográfica de los años 60 y 70, y además la dialéctica de la venganza toma por completo el control del relato en su segunda mitad, cuando el sargento forma una insólita sociedad con Debby Marsh (Gloria Grahame), la hermosa y sarcástica novia de la “mano derecha” del capo mafioso, Vince Stone (Lee Marvin), misógino legendario que adora las quemaduras sobre la piel femenina, ya sea con cigarrillos o café hirviendo, y que de hecho se entretuvo con la pobre Chapman y mandó a un secuaz, Larry Gordon (Adam Williams), a poner esa bomba en el coche de Dave vía un mecánico que se vende al mejor postor, el también finado Slim Farrow. Es en esta escalada anímica final, cuando Bannion por poco estrangula a la viuda de Duncan para que la carta salga a la luz y cuando Marsh le dispara a la señora y le arroja café hirviendo en la cara a Stone para devolverle un favor, ya con el rostro de la ninfa muy desfigurado por las quemaduras, que la exasperación retórica llega al éxtasis y terminamos de conocer los binomios que se mueven por detrás de la honestidad entre corruptos y cínicos, hablamos de la vida pública y la privada, la solidaridad y toda la codicia, el acuerdo y la depravación pancista, el sadismo y el amor, el desenfreno y la sensatez y desde ya el egoísmo y el idealismo. El director logra un trabajo magistral de parte de todos los actores, destacándose Marvin, Grahame y el perfecto Ford, y se luce en su pantallazo desprejuiciado sobre la vehemencia como lenguaje común, el corporativismo chupasangre capitalista, los dilemas morales, las pasiones en espiral que llevan al frenesí, las compulsiones diarias y una manipulación cruzada donde la vulnerabilidad puede mutar de un momento a otro en cansancio y ansia de desquite ante la impunidad y su brutalidad…
Los Sobornados (The Big Heat, Estados Unidos, 1953)
Dirección: Fritz Lang. Guión: Sydney Boehm. Elenco: Glenn Ford, Lee Marvin, Gloria Grahame, Alexander Scourby, Jocelyn Brando, Jeanette Nolan, Peter Whitney, Willis Bouchey, Howard Wendell, Dorothy Green. Producción: Robert Arthur. Duración: 90 minutos.