2x1 de Fabián Bielinsky

La humildad clasicista

Por Emiliano Fernández

El cine en particular y el arte en general están llenos de casos de creadores que entregaron una, dos o tres obras memorables y luego se extinguieron por las circunstancias que sean, un esquema azaroso -o por el contrario, muy impuesto por la coyuntura de turno o las cúpulas del momento- que puede obedecer a un retiro un tanto prematuro, el fallecimiento, una prohibición intra industrial, la inefable mala suerte, el capricho de los productores/ mecenas, la estupidez del marketing, el conservadurismo del público, el encasillamiento tácito de siempre o la típica merma de ideas, talento o destreza para adaptarse a los cambios de gremios con un sustrato por demás caníbal. A Fabián Bielinsky le llevó 20 años llegar a su primer largometraje, contados desde sus primeros cortos El Péndulo (1980) y La Espera (1983) hasta la aparición en sociedad de la archiconocida Nueve Reinas (2000), y apenas dos realizaciones, la citada Nueve Reinas y El Aura (2005), para quedar grabado sin más en la memoria de la cinefilia argentina. A posteriori de escribir el guión de La Sonámbula (1998), opus de ciencia ficción dirigido por Fernando Spiner, junto al realizador y Ricardo Piglia, y de desempeñarse como asistente de dirección en La República Perdida II (1986), el recordado documental de Miguel Pérez sobre la última y sangrienta dictadura cívico militar, secuela a su vez de La República Perdida (1983), acerca de la catarata de Golpes de Estado entre 1930 y 1976, y en obras ficcionales en línea con Eterna Sonrisa de New Jersey (Eversmile New Jersey, 1989), de Carlos Sorín, Alambrado (1991), de Marco Bechis, No te Mueras sin Decirme Adónde Vas (1995), de Eliseo Subiela, Sotto Voce (1996), de Mario Levin, Cohen vs. Rosi (1998), de Daniel Barone, y El Secreto de los Andes (Secret of the Andes, 1998), de Alejandro Azzano, Bielinsky logró uno de los éxitos más imprevistos y descollantes del séptimo arte vernáculo con Nueve Reinas, película protagonizada por Ricardo Darín y Gastón Pauls que pronto mutaría en uno de los mojones primordiales del futuro cine de género argentino que mira/ imita desde la ortodoxia procedimental al modelo hollywoodense con vistas a la distribución regional, europea o mundial que posibilita la táctica de “respetar” las reglas de los géneros o estilos preconcebidos para la exportación o las exigencias de los actuales servicios de streaming; amén de haber sido objeto de una remake en Estados Unidos, la muy inferior Criminal (2004), a cargo de Gregory Jacobs, producida por Steven Soderbergh y George Clooney y estelarizada por John C. Reilly, Diego Luna y la genial Maggie Gyllenhaal. A modo de homenaje al malogrado realizador y guionista, quien fallecería en 2006 a los 47 años de un ataque cardíaco mientras dormía, a continuación analizaremos sus dos propuestas como director que por lo estereotipadas dentro del inconsciente popular de nuestro país, precisamente suelen darse por sentado y ser objeto de una nula exploración conceptual que las saque de los lugares comunes en los que tantos necios del público y la crítica gustan de encerrarlas. La escasa aunque muy valiosa producción artística de Bielinsky constituyó una de las primeras manifestaciones de la sincronía cultural que atravesamos en nuestros días, esa que por un lado nos sacó de encima la torpeza de la industria cinematográfica tercermundista y por el otro lado nos condenó a reproducir al dedillo los moldes retóricos más repetitivos del “gran capital” cultural del norte, una movida que en el caso del autor argentino fue sincera y dio excelentes resultados y que en lo que respecta a sus colegas subsiguientes derivó en automatismos, corrección política asfixiante, mucho tradicionalismo ultra castrado y una triste uniformidad de lo más aburrida porque no consigue hacernos olvidar -con su pulcritud y superficies brillantes- la ausencia de ideas novedosas o algo de verdadero brío contracultural. La humildad clasicista de Nueve Reinas y El Aura continúa reclamando un cine con un corazón artístico honesto que se inspire en el baluarte de los géneros clásicos para hacerlos propios a pura osadía, originalidad y desenvoltura, siempre con el objetivo de máxima de transmitir la picardía jovial de la ópera prima o esa languidez de pocas palabras de la segunda y última película de Bielinsky, aunque sin perder de vista una verdad que se sabe producto de las entrañas y que no se puede fabricar desde los clichés del artificio fofo impersonal y pavadas similares.

 

 

Nueve Reinas (2000):

 

El cine argentino histórico y específicamente el de la época del estreno de Nueve Reinas (2000) estaba dividido en dos vertientes principales, la primera caracterizada por productos populares de raigambre televisiva que exudaban mediocridad y la segunda enmarcada en una suerte de marco exploitation arty muy remanido que una y otra vez trataba en vano de copiar los motivos y/ o recursos de determinados monstruos sagrados de Europa y Estados Unidos como por ejemplo Ingmar Bergman, Pier Paolo Pasolini, John Cassavetes, Federico Fellini, Joseph Losey, Luis Buñuel y Woody Allen, entre otros. Todo este esquema se desbarata con la aparición de dos nuevas corrientes que por fin aggiornaron la producción a los tiempos que corrían allá por esos 90 de menemismo, estupidez social y convertibilidad de cartón pintado de “un peso, un dólar”, hablamos del realismo social que instauró Pizza, Birra, Faso (1998), dirigida por Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, y la flamante obsesión que trajo consigo el opus de Bielinsky que nos ocupa con eso de reproducir los pivotes más clásicos del cine de género -fundamentalmente estadounidense- con vistas a redondear productos que puedan competirle de igual a igual a sus homólogos de Hollywood dentro de su mismo terreno, el del entretenimiento masivo con pretensiones más o menos artísticas y factura formal impecable: mientras que la estela del “neorrealismo tardío a la argentina, modelo el primer Leonardo Favio” de Caetano y Stagnaro se fue extinguiendo con el tiempo porque buena parte de los paparulos de los directores argentinos optaron por dejar de señalar las injusticias y la explotación capitalista de la Argentina al acoplarse en términos ideológicos al kirchnerismo en el poder, una mafia política de derecha que gusta de disfrazarse de izquierda para levantar el voto de los lelos y crear una falsa dicotomía con la otra mafia del momento, el macrismo, en este caso de extrema derecha, la vertiente que inició Nueve Reinas dentro del séptimo arte vernáculo -por su parte- no hizo más que profundizarse a nivel autóctono y unificarse con la sincronización internacional del nuevo milenio en lo que respecta a la masificación de los criterios de producción hollywoodenses, ahora con todas las benditas cinematografías nacionales del planeta rodando más o menos lo mismo y con idénticas estructuras narrativas, léase thrillers, dramas y películas de terror que resultan intercambiables entre sí, que achataron cualitativamente el generoso espectro de los géneros y que en suma empobrecieron lo que en otros tiempos fue una monumental riqueza en materia de la oferta, ayer sustentada en films que no tenían nada que ver los unos con los otros y que respondían a la idiosincrasia de cada país y hoy basada en los clichés más repetitivos y abúlicos de ascendencia norteamericana (todo esto también tiene que ver con la globalización, el individualismo caprichoso en tanto nueva religión del consumo y la evidente mediocridad de los institutos orientados a la formación de los realizadores en todo el mundo, siempre recayendo en los mismos “directores estampita” a imitar con fanatismo acrítico y obviando la variedad estilística de la industria audiovisual del pasado). En lo que atañe a la película concreta de Bielinsky, sin duda inocente de lo que involuntariamente provocó a nivel contextual futuro porque lejos estaba de ello en sus humildes pretensiones de base, la propuesta retoma los ingredientes de las caper movies o heist films -películas de atracos, toda una novedad para el acervo de una cinematografía ortodoxa y marginal como la argentina- y latiguillos diversos de El Golpe (The Sting, 1973), el clásico sobre la eterna picardía de los estafadores dirigido por George Roy Hill y protagonizado por Paul Newman y Robert Redford, sin embargo su verdadero horizonte conceptual es el primer período de Adolfo Aristarain, aquel de sus extraordinarios policiales La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982), y el cine de David Mamet y especialmente Casa de Juegos (House of Games, 1987), de la que podría decirse que es una remake no reconocida ya que no sólo recupera la premisa central, eso de un timador experto (el Mike de Joe Mantegna) abalanzándose sobre un personaje débil/ menos avezado (la psiquiatra Margaret Ford de Lindsay Crouse), sino también el mismo remate o desenlace, algo fundamental dentro de las caper movies y todo el cine en general que pretende jugar con el espectador a través de la perfidia y engaños en pantalla símil Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995), del dúo compuesto por Bryan Singer y Christopher McQuarrie, en el convite de Mamet con el experto rapiñando a su presa y ésta rematándolo sin piedad por venganza y en el trabajo de Bielinsky con el veterano siendo rapiñado en última instancia por el personaje débil dentro de una coyuntura determinada -oh, sorpresa- también por la represalia. Aquí son Marcos (Ricardo Darín) y Juan (Gastón Pauls), maestro y aprendiz del rebusque criminal porteño todo terreno, los que se unen en un fluir callejero para nada azaroso a lo largo de un día en el que intentarán vender la reproducción de una plancha de estampillas defectuosas y muy valiosas de la República de Weimar, las Nueve Reinas del título, a Vidal Gandolfo (Ignasi Abadal), un oligarca millonario español que se aloja en el hotel cinco estrellas donde trabaja la hermosa hermana de Marcos, Valeria (Leticia Brédice), y que está a punto de ser deportado del país. Jugando con el apuro del magnate filatelista por hacerse de los sellos postales antes de abandonar Argentina, los dos protagonistas terminan atrapados en una serie de situaciones en las que no se sabe quién engaña a quién y que abarcan obstáculos e imprevistos cíclicos como por ejemplo el hecho de tener que convencer a la esposa del autor de la falsificación, el avejentado Sandler (Oscar Núñez), para que les entregue la plancha, el detalle de encarar a Gandolfo con el producto para la venta, la obligación de sobornar al experto del rubro de parte del oligarca (Leo Dyzen) para que apruebe la compra diciendo que las estampillas son reales, el robo a manos de dos motociclistas del maletín con la plancha y eso de arrojarlas al agua en Puerto Madero, la angustiosa necesidad de adquirir para revender las Nueve Reinas originales comprándoselas a la hermana de Sandler, la burguesa avejentada Berta (Elsa Berenguer), la jugada de sumar todos los “ahorros” de ambos hombres para la operación, el capricho del magnate con acostarse con Valeria cual parte del intercambio comercial, la condición sine qua non de la mujer para aceptar, eso de que Marcos reconozca ante su hermano menor, Federico (Tomás Fonzi), que lo estafó a él y a Valeria quedándose con la herencia de los abuelos italianos de los tres, y finalmente el acercarse campantes al banco del que pertenece el cheque que reciben, el Sudamericano de Crédito, para terminar descubriendo que el trozo de papel es incobrable ya que el directorio se fugó con 135 millones de pesos/ dólares. Más allá de la dialéctica de las sorpresas acechantes y el hecho de insólitamente predecir la debacle de Diciembre del 2001 en Argentina, el film de Bielinsky es un verdadero prodigio en materia de la construcción prosaica del suspenso y el arte de retratar la filosofía de vida y las mañas de buena parte de la población de nuestra nación: el director y guionista hace que el maravilloso encadenamiento de las estafas y los muchos manotazos de ahogado se sienta natural y funcione como un muestrario de la picardía local, al punto de transformar al personaje del enorme Darín en un exponente de las clases populares cercanas a una mínima instancia de poder (las conexiones del hombre son múltiples y parecen obedecer más a contactos que se fue haciendo con el transcurso de los años que a simples “privilegios” que se obtuvieron de cuna o por pertenecer a una clase social de preeminencia) y de convertir a su homólogo de Pauls en un típico símbolo de la pequeña burguesía hipócrita de Buenos Aires y tantas otras provincias (Juan la va de quisquilloso a nivel moral en público, siempre introduciendo objeciones, relativismos o negativas tajantes dentro del devenir de los timos cotidianos de Marcos, pero a escala privada resulta ser mucho peor que él porque de hecho en el final es el muchacho -en complicidad con Valeria, su novia, deseosa de un desquite contra su hermano- el gran responsable de todo lo visto en pantalla y la movida en general con la plancha de estampillas, lo que nos deja con la famosa escena -calco de aquella de la taberna nocturna de Casa de Juegos– en la que todos los cómplices están reunidos). En buena medida dejando de lado una hipotética perspectiva psicológica individualista, el mega fetiche del cine yanqui, y explorando con todo la idea de la falsedad comunal como lenguaje por antonomasia de una sociedad plagada de ventajistas que no dejan pasar ni una maldita oportunidad para aprovecharse del otro, sea éste un ser indefenso o un tremendo chanta maquiavélico como Marcos, la película se sirve del “universo Mamet”, no sólo Casa de Juegos sino además el resto de la Trilogía del Engaño del estadounidense, Las Cosas Cambian (Things Change, 1988) y Homicidio (Homicide, 1991), y hasta Oleanna (1994) y Prisionero del Peligro (The Spanish Prisoner, 1997), para repensar toda la maraña de traiciones, mentiras, manipulaciones y revanchas subrepticias de las anteriores dentro del contexto de un Tercer Mundo en donde la volatilidad es la única regla social y cualquier atisbo de seguridad o previsibilidad puede estallar en mil pedazos por la retahíla de crisis de nunca acabar de sociedades cada día más pobres e injustas y con niveles calamitosos de desempleo, pobreza, precarización laboral y esas proverbiales concentración y especulación económica/ financiera/ política que constituyen la contracara de la catástrofe señalada (la mafia gubernamental que gobierna a la Argentina desde la vuelta a la democracia en 1983 viene reproduciendo con lujo de detalles el desmantelamiento productivo que comenzó con el genocida Proceso de Reorganización Nacional, la dictadura cívico militar que controló al país desde 1976). Nueve Reinas recorre con paciencia y esmero todos los niveles de los fraudes y las matufias por debajo de la mesa como si se tratase de trucos de magos o de prestidigitadores que desvían nuestra atención para responder a una agenda oculta, desde estafar a pobres cajeras de estaciones de servicio y hacerle el célebre “cuento del tío” a alguna viejita despistada, pasando por el ardid del “ya te pagué” en algún bar y el mostrarse confiable para que terceros entreguen sus posesiones por voluntad propia, hasta intentar burlar a capitalistas putañeros con pedido de captura internacional, arpías conchetas de la alta burguesía porteña o CEOs de la usura vernácula que cocinan a fuego lento un desfalco de alcance masivo, subrayando por cierto que los primeros son pobres diablos comparados con la impunidad de la que gozan los últimos tres estratos por el poder que detenta el dinero cual capacidad de presión sobre cualquiera que se cruce en su camino. La fotografía callejera guerrillera/ documentalista de Marcelo Camorino y el excelente desempeño del elenco en su conjunto calzan perfecto con las clasicistas edición de Sergio Zottola y música incidental de César Lerner, no obstante es el propio armado retórico de Bielinsky el que descuella gracias a que termina enfatizando que es posible un cine tradicional de género en Argentina y con acento autóctono, sin esas impostaciones impersonales y anodinas que tanto abrazarían muchos de sus colegas a futuro, una caterva de mediocres que hace ya dos décadas se vendieron a la uniformización cultural del mainstream y a un indie cosmopolita que le sigue los pasos, no sólo casi siempre incapaces -por suerte todavía existen algunas excepciones- de redondear películas tan adictivas como Nueve Reinas sino ya abiertamente retomando el conservadurismo demacrado y la corrección política estándar de la vertiente hollywoodense menos imaginativa, esa actualmente dominante a escala global tanto por marketing propio como por copias explícitas por doquier. En este sentido, el diminuto opus del realizador argentino continúa siendo un eficaz punto intermedio entre el dejarse inspirar por la pata más antigua y comercial de la industria del cine y el examinar/ apelar a la idiosincrasia nacional, sin jamás borrarla bajo el anhelo de dejarse llevar por los engranajes de la pauperización simbólica y el imperialismo cultural planetario del nuevo capitalismo.

 

Nueve Reinas (Argentina, 2000)

Dirección y Guión: Fabián Bielinsky. Elenco: Ricardo Darín, Gastón Pauls, Leticia Brédice, Oscar Núñez, Ignasi Abadal, Elsa Berenguer, Tomás Fonzi, Leo Dyzen, Roly Serrano, Alejandro Awada. Producción: Pablo Bossi. Duración: 109 minutos.

 

 

El Aura (2005):

 

El cambio operado a nivel narrativo, formal y estilístico entre Nueve Reinas (2000) y El Aura (2005) es tan profundo que amerita una vieja y querida analogía con el campo del rock y el pop en general, basta con pensar en el hecho de que los primeros discos de la mayoría de los solistas y grupos constituyen el epítome de un éxtasis primordial vinculado a la naturalidad y la chispa irrefrenable de la juventud, algo que con el transcurso del tiempo desaparece para dejar paso a una madurez apesadumbrada o al infaltable desencanto con la fama una vez que alcanzaron -o mejor dicho, si es que alguna vez alcanzan- cierta popularidad a escala verdaderamente masiva o nacional. El éxito mayúsculo de la ópera prima de Bielinsky, tanto en taquilla como en su eterno recorrido por el circuito de los festivales internacionales, sumado a los cinco años que dejó pasar hasta la llegada de El Aura, hicieron que todos esperaran una segunda obra relativamente parecida al debut y por ello la película que nos ocupa defraudó a tanta gente y no tuvo ni remotamente el nivel de llegada dentro del entramado inconsciente popular que cosechó Nueve Reinas, lo que por supuesto no desmerece para nada al film de turno y únicamente señala que hablamos de un representante de una estirpe muy distinta con respecto a la del opus previo (en su momento El Aura dividió aguas de manera demasiado tajante y reduccionista entre aquellos a los que le pareció un bodrio que indicaba que el director y guionista había perdido el rumbo, léase buena parte del público que amó la propuesta anterior, y aquellos otros bobalicones que la inflaron muy por encima de lo conveniente dejándose llevar por la misma factura técnica impecable -todavía extraña en el cine argentino- que había caracterizado a la ópera prima de Bielinsky, en suma la típica crítica de cine de siempre vernácula plagada de retrasados mentales, vagos e ignorantes que escriben la primera -y única- pavada que les viene a la mente, todo en blancos o negros conceptuales sin grises en el horizonte). Optando por dejar de lado a todos esos payasos que banalizaron para un lado o para el otro a una película de por sí singular y/ o misteriosa, a El Aura conviene pensarla en simultáneo por los puntos en común y las diferencias que tiene con Nueve Reinas: mientras que el sustrato de film noir de esta última estaba matizado por diversos detalles de humor, bastante costumbrismo y lunfardo criminal, las constantes sorpresas del relato y algún que otro latiguillo afable como el incesante preguntar de Juan (Gastón Pauls) a todos con los que se topaba acerca de una canción de Rita Pavone que no podía recordar, en el segundo opus de Bielinsky todos esos rasgos desaparecen por completo y sólo queda la arquitectura más clásica de los policiales negros aunque modificando vía inversión la coyuntura narrativa por antonomasia del film noir, así en lugar de las proverbiales ciudad y noche en esta oportunidad tenemos al campo y una faena que transcurre en buena medida a la luz del día, como si de hecho el esquema general propuesto obviara cualquier planteo posmoderno irónico y realmente se dedicase a esencialmente trasladar la acción vía una sinceridad retórica/ ideológica/ procedimental desde las grandes metrópolis de la amenaza nocturna a los bosques helados y luminosos de la Patagonia Argentina. Esta ausencia de los paradigmáticos apuntes sardónicos del cine contemporáneo que “aligeran” la temática principal de los policiales amargos, la corrupción del ser humano, tiene su complemento en el mismo personaje central, Esteban Espinosa (Ricardo Darín), un taxidermista epiléptico que trabaja para un ignoto museo de Ciencias Naturales, un hombre taciturno al que ya no le interesa mantener contacto alguno con su mujer y sólo disfruta de consagrarse a su trabajo y planificar “robos perfectos” -ayudado por su memoria fotográfica- que no se anima a cometer porque además vive atrapado en la infaltable pusilanimidad burguesa de quien no se agarró a trompadas ni una vez en su vida. Luego de ser abandonado por su esposa, el protagonista termina aceptando una invitación a cazar en el sur argentino de parte de un colega, Sontag (Alejandro Awada), y por ello ambos se trasladan en avión desde Buenos Aires a alguna localidad de la Patagonia para no encontrar alojamiento en los hoteles de la zona por tratarse de un fin de semana largo en el contexto del próximo cierre del casino del lugar. Lo único disponible son unas cabañas rústicas en el medio del bosque que pertenecen a una pareja compuesta por Carlos Dietrich (Manuel Rodal), un baqueano/ guía de caza avejentado, y su esposa 30 años menor, Diana (Dolores Fonzi), una mujer que se casó creyendo que estaba escapando de los maltratos paternos para luego descubrir que su flamante esposo no era mucho mejor, apenas otro tirano de entrecasa al que la chica le tiene terror. Con un ciervo en la mira del cruel Sontag, Espinosa pisa a propósito una rama y el animal escapa, lo que deriva en una discusión en la que el primero acusa al segundo de ser un cobarde que puede disecar animales como un experto pero no matarlos, ganándose de paso una respuesta de Esteban achacándole que golpea y le arruina la vida a su esposa, algo a todas luces cierto porque posteriormente Sontag debe regresar de improviso a Buenos Aires debido a que su mujer, Marta, intentó suicidarse combinando somníferos y alcohol. El taxidermista tiene una crisis epiléptica en soledad y todavía algo aturdido luego del desmayo, se propone efectivamente matar con su rifle alquilado a un ciervo que ve entre los árboles aunque asesina en cambio por accidente al tal Dietrich, a quien encuentra ya sin vida cerca de su vehículo y de un cobertizo símil oficina secreta en el que eventualmente descubre planes detallados para robar un camión de caudales que recolecta todos los lunes el dinero del casino de la región, llamado Lauquen, para luego parar religiosamente en un prostíbulo disfrazado de bar, El Edén, porque uno de los guardias del blindado tiene allí a una hija pequeña, la cual definitivamente concibió con una de las prostitutas. Bielinsky construye con una meticulosidad casi maniática un guión muy hermético en el que todo está explicado de manera tácita por las sutiles revelaciones del relato y por el accionar de la colección de secundarios, empezando por Urien (Jorge D’Elía), un empleado de seguridad del casino al que Dietrich le debe 67000 pesos de deudas de juego y por ello lo ayudó pasándole toda la información sobre la facturación/ recaudación y el transporte del efectivo a sustraer, continuando con los dos cómplices del finado, Sosa (Pablo Cedrón) y Montero (Walter Reyno), quienes llegan a la Patagonia para encargarse concretamente de llevar a cabo el asalto, y finalizando con un tal Vega (Rafa Castejón), otro secuaz de los ladrones que Urien infiltró dentro del camión de caudales, para que les abra la puerta desde adentro, pero que termina falleciendo en un tiroteo con la policía cuando pretendía robar una fábrica local, Cerro Verde, con Espinosa siguiéndolo a pura paciencia y quitándole una llave del cuello que a su vez abre una caja fuerte interior de la bóveda del vehículo, amén del mismo hermano menor de Diana, Julio (Nahuel Pérez Biscayart), algo así como un perro faldero de Dietrich y cómplice lastimoso en toda la operación. El cineasta de a poco pone patas para arriba todos los engranajes fundamentales del film noir: en ver de un antihéroe agresivo y/ o arrollador, tenemos a este Esteban hiper frágil de un Darín muy medido que hace de los silencios, las miradas inexpresivas, la curiosidad y el laconismo sus herramientas interpretativas; en vez de la típica trama de sustitución de identidad donde nadie se entera del engaño reglamentario, aquí está presente un Espinosa que le dice explícitamente a todos que es suplente de un Dietrich que se fugó despavorido luego del fiasco monumental de Cerro Verde, generando de inmediato una alternativa narrativa que en gran medida le escapa a los embustes de una hipotética versión argenta de aquel Tom Ripley creado por Patricia Highsmith o de su infinidad de homólogos del policial futuro, tanto el literario como el cinematográfico; y en vez de una femme fatale hecha y derecha que atrape -o inicie- al paparulo en cuestión en la red criminal del relato, hoy por hoy nos tenemos que conformar con el anodino y algo patético personaje de la correcta Fonzi, esa que entabla conversaciones aisladas con Esteban aunque sin que avance en serio la relación más allá de cierta solidaridad mutua por la abulia compartida, ella reemplazando a su padre por otro hombre que igualmente la castiga y limita y él siendo bastardeado, ninguneado o hasta golpeado por abusones comunales crónicos como Sontag y Sosa (Diana incluso parece tener una relación maternal muy fallida con su hermano, Julio, ya que el joven le niega cualquier tipo de autoridad sobre su persona y prefiere rodearse de las figuras masculinas de poder que tiene a mano, primero Dietrich y luego sus cómplices, aunque también deja ver un lado sensible cuando se solidariza con Espinosa y les miente a los susodichos con el objetivo de salvarle la vida, detalle que nos habla de un rol anímico/ social de vulnerabilidad que no es para nada reconocido en público para poder sobrevivir o escapar del hampa de la Patagonia). La película exuda elegancia y minuciosidad pero lamentablemente está muy lejos de ser perfecta ya que por momentos se siente demasiado extensa de modo gratuito, algo previsible para el espectador avezado y por demás cercana al automatismo acongojado prototípico de ese indie yanqui que abusa de la melancolía para construir una sensación de permanente seriedad que de por sí ya quedaba de manifiesto desde la secuencia de apertura, cuando el protagonista despierta -después de un ataque epiléptico- dentro del recinto asquerosamente pulcro e insípido de un cajero automático. Más allá de la cruzada solipsista de base de un Esteban que busca probarse a sí mismo en su valentía y salir en parte de la “jaula mental” en la que está atrapado, una en la que parece fetichizar -recordemos la descripción semi mística/ metafísica que le ofrece a Diana- las acometidas de la epilepsia cual experiencias de libertad absoluta porque allí el contacto social equivale a cero y la imposición del cuerpo es total en cuanto a su repliegue en sí mismo, quizás lo más interesante de El Aura se condense en la prodigiosa simbología que incluye, pensemos para el caso en el vínculo específico de nuestro adalid taxidermista con la naturaleza, uno atravesado por la paradoja de conservar su superficie -el cadáver reconstruido que simula una vitalidad curiosamente inerte- pero sin el alma que caracteriza a cada especie animal y que el señor se obsesiona con “revivir” dentro de una concepción museística de espectáculo lúgubre de pretensiones pedagógicas/ científicas/ de legitimidad institucional, por ello resulta tan crucial el papel y significancia de ese perro sin nombre que fue de Dietrich y que de a poco pasa a ser de Espinosa, un can símil lobo con una marcada heterocromía -anomalía en la que el iris de un ojo es de distinto color al del otro- que es testigo de la metamorfosis del taxidermista desde la apatía o fantasía pasiva de sus comienzos hasta el afán aventurero extremo de los últimos actos de la narración, cuando no sólo logra llevar a cabo el robo sino que mata al excremento con patas que lo acosaba y pretendía traicionarlo, Sosa (a la par del hecho de que se le cae la soberbia y su pretensión de improvisar el “asalto perfecto” a partir de los datos disponibles en la investigación preliminar de Dietrich, cuando el saqueo deriva en carnicería porque no logró darse cuenta -leyendo los apuntes de Carlitos- de la presencia de un tercer hombre dentro del blindado por el fin de semana largo y el cierre definitivo del casino, además tenemos el gesto del desenlace vinculado a la adopción del perro por parte de Esteban, quien se lo lleva hasta Buenos Aires en tanto celebración simultánea de la vida -el silencioso cuadrúpedo de la contradicción ocular/ existencial- y de esa muerte representada en sus múltiples trabajos cortesía del poco popular arte de embalsamar). Como sucedía en Nueve Reinas, aquí la fotografía y la música son fundamentales en el armado formal, a cargo de Checco Varese y Lucio Godoy respectivamente, aunque con una gran utilización adicional del Concerto alla Rustica (1720), de Antonio Vivaldi, lo que permite a Bielinsky redondear una obra un tanto mucho monocorde pero no por ello menos fascinante y deliciosamente extraña para una cinematografía nacional como la argentina en la que no abundan las ultra necesarias “notas disonantes” ni mucho menos las rarezas que escapan a las descripciones apresuradas y que consiguen destacarse por mérito propio dentro del querido acervo del film noir más clásico, aquel de genios rotundos como John Huston, Billy Wilder, Jules Dassin, Fritz Lang, Carol Reed, Alfred Hitchcock, Henri-Georges Clouzot, Samuel Fuller y Robert Aldrich, entre otros, todas leyendas que en algún punto inspiraron al realizador para encarar esta insólita variación de los motivos paradigmáticos que todos conocemos y su desesperanza intrínseca en lo que atañe a la capacidad pendular del hombre de escapar de sus propios demonios, hoy sin duda más cercanos al masoquismo/ suicidio implícito del sujeto que al canibalismo de tantos semejantes que nunca abandonan su gustito por “aplastar” al resto de los mortales.

 

El Aura (Argentina/ España/ Francia, 2005)

Dirección y Guión: Fabián Bielinsky. Elenco: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Pablo Cedrón, Nahuel Pérez Biscayart, Jorge D’Elía, Alejandro Awada, Walter Reyno, Rafa Castejón, Manuel Rodal, Guido D’Albo. Producción: Pablo Bossi, Mariela Besuievsky, Samuel Hadida y Gerardo Herrero. Duración: 126 minutos.