5x1 de Manipulación Televisiva

La imagen transversal

Por Emiliano Fernández

La comunicación es una herramienta fundamental de los seres humanos desde tiempos inmemoriales pero sólo durante los últimos siglos se produjo un corrimiento de eje -hasta se podría decir complementación, si fuésemos optimistas- desde los clásicos lenguajes visuales y lenguas regionales hacia una obsesión técnica cada día más marcada que por un lado permitió la transmisión de mensajes eliminando fronteras y por el otro lado viabilizó el surgimiento de una industria que con el capitalismo moderno derivó en concentración propietaria, censura y abusos de todo tipo dentro de un arco histórico que arranca con la imprenta de Johannes Gutenberg y llega hasta la web mundial de hoy en día. Recién en el Siglo XX, con todos sus desarrollos tecnológicos a ritmo acelerado, se terminó de delinear este doble perfil de los progresos comunicacionales como utopía de democratización de los contenidos, léase la dimensión idealista/ humanista del asunto, y como industrias asociadas de tendencia caníbal tendientes a lograr la mayor cuota de mercado de la manera que sea, planteo que por supuesto describe mucho mejor a aquello a lo que nos enfrentamos en la praxis cotidiana. Ahora bien, como el hombre es en esencia un animal visual que puede alzar hasta los cielos el fetiche idiomático pero a la larga casi siempre termina privilegiando la imagen, el mayor invento de finales del Siglo XIX fue el cine y aquellos rituales mágicos en salas oscuras cual úteros que invitaban a los bípedos a plantarse por primera vez delante de una pantalla de impronta comunal, faena que a mediados del siglo siguiente mutó en una experiencia hogareña mediante la aparición de la televisión, un lenguaje similar al del séptimo arte pero con sus peculiaridades ya que a diferencia de los relatos o documentales autoconclusivos del cine, los contenidos de la TV toman la forma de un flujo sin fin que segmenta al público según sus intereses, prejuicios y necesidades, a los que a su vez le asigna programas que de manera más o menos explícita van moldeando a los anteriores para “reacomodarlos” a los criterios de las capas dirigentes y la paradigmática abulia que todos conocemos y que las elites capitalistas consideran fundamental para mantener el statu quo sin mayores cambios, en el caso de la “caja boba” apelando mucho más al odio -el sentimiento o baluarte anímico más poderoso de todos, sin duda- que al romanticismo ideológico o los ejemplos positivos de los otros bastiones del aparato audiovisual. La televisión fue competencia directa del cine e incorporó muchos elementos de los relatos ficcionales para espectacularizar a la realidad recortándola de su complejo contexto de base y sintetizarla en frases hechas y latiguillos varios que ensalzan los valores plutocráticos, atacan a los enemigos políticos y se la pasan señalando incansablemente que las mayorías populares resultan peligrosas y deben ser sometidas al martilleo de la represión estatal, un cómplice fundamental de todas las cadenas televisivas ya que a diferencia del séptimo arte y la génesis paulatina de muchas cinematografías nacionales con sus correspondientes características, la TV a nivel global es una sola y se sigue manejando bajo los criterios hiper comerciales establecidos por los gigantes norteamericanos del rubro a partir de la década del 50 en adelante, con un breve período inicial de quimeras en el campo educativo -el aparato como nueva promesa de enriquecimiento simbólico masivo- que se vino abajo debido a la reincidencia para con maniobras muy poco éticas que ya se arrastran desde el gran medio popular inmediatamente previo, la radio, de la cual asimismo la televisión tomó mucho de su estructuración retórica y de su obsesión con medir la llegada concreta al público y con reconvertir la programación a la demanda aunque siempre -como decíamos antes- sin descuidar ese sustrato escapista cada vez más y más tontuelo que recorre al medio de principio a fin. Adaptándose a los cambios que fueron deparando los años, desde la vieja antena al videocable, desde éste al streaming y los portales webs asociados, la TV fue perdiendo influencia con la eclosión internacional de Internet en los 90, otra utopía bobalicona que nos iba a salvar cual panacea democrática de la humanidad y en cambio derivó en flamante estupidización vía redes sociales, no obstante su poder sigue siendo muy grande y para comprobarlo sólo basta con chequear cómo crean de la nada y mantienen en la cima a regímenes políticos que nos condenan a niveles alarmantes de desempleo, pobreza y miseria, hablamos desde ya de toda la basura militar y civil que viene gobernando desde la Crisis del Petróleo de la década del 70 hasta el presente en prácticamente todo el planeta. El cine, un arte y una industria mucho más independientes de los gobiernos de turno y sus agendas, muchas veces fue muy crítico para con este estado de cosas y las estrategias de manipulación habituales del enjambre televisivo, legándonos una serie inestimable de películas de la que aquí rescataremos sólo cinco -una por cada década desde aquellos 70 de los primeros mega multimedios o conglomerados audiovisuales- con el objetivo de indagar en los pormenores del funcionamiento del medio, su historia y sus formatos principales, esos que continúan vigentes en todo el mundo vía un mínimo aggiornamiento en lo que atañe a este o aquel detalle: analizando Poder que Mata (Network, 1976), de Sidney Lumet, El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982), de Martin Scorsese, Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, 1994), de Robert Redford, Buenas Noches y Buena Suerte (Good Night and Good Luck, 2005), de George Clooney, y Primicia Mortal (Nightcrawler, 2014), de Dan Gilroy, trataremos temáticas interrelacionadas como la meta de los ratings altos permanentes, la obcecación con la muerte, el ridículo y lo sangriento/ amenazante, el culto a la celebridad, la hipocresía como estilo de vida y práctica profesional, la traición de la confianza de la audiencia, la corrupción en términos de juegos y competencias públicas, la flagrante connivencia con el poder por parte de los medios masivos de comunicación, las persecuciones ideológicas dentro del acervo audiovisual, el hambre por noticias basadas en prejuicios sociales, económicos, laborales y étnicos, la reconversión con el tiempo de la figura de los reporteros independientes o improvisados y finalmente la tendencia a mentir, tergiversar los hechos u ocultar información/ datos/ material documental con vistas a diluir determinados aspectos de la realidad material para ajustarla a los “marcos narrativos” que la cadena en cuestión prefiere imponer sobre los televidentes según los intereses de los grupos empresarios, financieros o políticos a los que el multimedio responde o representa. La imagen televisiva, en este sentido, es transversal por antonomasia ya que se basa en eternas muestras aisladas proporcionales que entronizan la simultaneidad emocional -o su equivalente, el hedonismo más petulante- entre los shows y el dispositivo psíquico del espectador buscando sin cesar el “acomodamiento” entre ambas partes mediante la técnica de la manipulación reduccionista que elimina datos de la realidad y exacerba otros, algo que no es tan trágico si hablamos de un unitario ficcional pero que resulta angustiante cuando nos referimos a los noticieros televisivos o a la multiplicidad de programas que en mayor o menor medida trabajan sobre la interacción informativa de una comunidad barrial, provincial, nacional o global. El “aquí y ahora” de cadencia ultra fanática de las imágenes de TV establece una urgencia que lobotomiza al público al privarlo de una verdadera contextualización cultural, histórica, social, artística y económica que le permita trazar una línea de tiempo con los diversos fracasos de esta misma matriz de pensamiento proclive a la simplificación o banalización del discurso intelectual cognitivo y a fomentar el surgimiento de una caterva de paparulos gritones que vociferan su individualismo sin que ninguno de sus colegas esté dispuesto a escuchar al prójimo, sociedad de ególatras obtusos y fácilmente manipulables por ego inflado promedio -dentro y fuera de la pantalla- que constituye el ideal en materia del público por parte de la televisión privada y mercantil de nuestros días.

 

Índice:

 

 

Poder que Mata (Network, 1976), de Sidney Lumet:

 

Pensada como una sátira ultra ponzoñosa en la tradición de la recordada trilogía paródica del británico Lindsay Anderson con Malcolm McDowell, aquella de ¿De qué Lado Estás? (If…., 1968), sobre el sistema educativo, Un Hombre de Suerte (O Lucky Man!, 1973), acerca del capitalismo en general, y Hospital Britannia (Britannia Hospital, 1982), en torno al aparato de salud inglés, Poder que Mata (Network, 1976), de Sidney Lumet, cuenta con una faceta espeluznante que a medida que avanza el metraje va quedando más en primer plano ya que en esencia combina el sustrato terrorífico y los planteos antiinstitucionales de ¿De qué Lado Estás? y la locura existencial más o menos solapada de Hospital (The Hospital, 1971), el trabajo previo del guionista de turno, el genial Paddy Chayefsky, quien en ocasión de la película dirigida por Arthur Hiller y protagonizada por George C. Scott aglutinó subgéneros a lo loco -comedia negra, drama romántico, crisis de mediana edad, suspenso de entorno cerrado, proto slasher, etc.- y le pegó duro y parejo al sistema de salud norteamericano. Sin duda el trasfondo tétrico del film que nos ocupa viene rubricado por su vigencia debido a que pueden haber pasado décadas desde su estreno, un tiempo enmarcado en el poder absoluto de las cadenas televisivas modernas sobre la sociedad global y basado en la obsesión maniática con la segmentación del público y los ratings bien elevados, no obstante las corporaciones que controlan el rubro siguen siendo más o menos las mismas -o se manejan con los mismos criterios darwinistas absurdos de aquellas- a pesar de haber tenido que sobrevivir a la fuerte competencia que significó la aparición en la década del 80 del videocable con todos sus canales temáticos, por un lado, y a posteriori la eclosión de Internet en los 90 y de los contenidos ofrecidos al espectador vía streaming durante el nuevo milenio, por el otro lado, lo que supuso de hecho una merma muy importante del poder y la supremacía de un conglomerado audiovisual tradicional que de todas maneras continúa influyendo indefectiblemente en la opinión pública y la toma de decisiones a nivel de las distintas administraciones gubernamentales del planeta, en este sentido basta con chequear no sólo cómo marcan la agenda a escala de las discusiones populares que sean de su interés sino también cómo imponen de la nada personajes bizarros, “celebridades” y energúmenos políticos y comunales varios sirviéndose del fenómeno del periodismo militante hiper parcializado, algo que siempre existió aunque ahora queda en evidencia por el discurso de odio/ competencia/ desconfianza/ animadversión que circula por todos lados y que los grandes medios hegemónicos -los de una orilla y los de la otra, reduccionismos a dicotomías estúpidas mediante- auspician con fanatismo y gran dedicación. La epopeya comienza con un veterano presentador televisivo neoyorquino, Howard Beale (Peter Finch), conductor del noticiero nocturno de la ficticia cadena UBS (Union Broadcasting Systems), en lucha contra los otros gigantes del rubro CBS, NBC y ABC, atravesando una crisis pronunciada por diversos factores que se fueron acumulando con el transcurso del tiempo como la muerte de su mujer, la ausencia de hijos, el alcoholismo y finalmente su despido del programa por los bajos niveles de audiencia, debacle que lo lleva a anunciar al aire que se pegará un tiro en la cabeza el próximo martes, una idea que en un principio se le ocurrió en forma de chiste y en medio de una borrachera con su mejor amigo, Max Schumacher (William Holden), su jefe directo y jerarca de la sección de informativos de la UBS, el cual por cierto lucha por mantener la autonomía de su división frente a los avances de Frank Hackett (Robert Duvall), quien le reprocha el déficit de los noticieros en calidad de director tácito de la compañía debido a que la emisora está en plena fusión con un conglomerado empresario llamado CCA (Communications Corporation of America) que viene a reducir toda pérdida, reasignar las partidas presupuestarias y elevar los ratings de la manera que sea, haciendo de sopetón que el supuesto mandamás de la cadena, Edward George Ruddy (William Prince), tenga menos y menos poder real en el día a día. A pesar del desplante de Beale, Schumacher le permite volver al aire para una despedida digna que se transforma en un discurso sobre la hipocresía social y mediática que Max transmite sin interrupciones de principio a fin como una venganza implícita contra un Ruddy que eventualmente permite que el interventor, Hackett, presente un plan para transformar la sección con menor tasa de rentabilidad, la de los informativos, de independiente a relegada a los patrones promedio del resto de la cadena, con lo que ello implica en cuanto a pérdida de la objetividad en el tratamiento de las noticias y la adecuación a criterios de espectacularización omnipresente. Por convalidar la transmisión de los insultos paradójicos de Beale contra la televisión desde la televisión, Ruddy le pide la renuncia a Schumacher pero justo en ese momento la jefa de programación de UBS, la trepadora y gélida Diana Christensen (Faye Dunaway), logra convencer a Hackett del potencial sensacionalista de las peroratas semi contestatarias de Beale en función de la generosa respuesta que logra en otros medios y en las mismas cuotas de pantalla, lo que progresivamente desencadena que la emisora pase de odiar al señor enloquecido a concederle su propio programa para que pueda explayarse en su irritación polirubro, El Show de Howard Beale, el cual se transforma de improviso en el más visto de la TV norteamericana y en una mina de oro en potencia porque por fin la cadena empieza a dar ganancias gracias a los discursos de este profeta de la ira metropolitana contemporánea, a su vez acompañado por un circo que incluye a una adivina que anticipa las noticias, una columna de opinión con pretensiones justicieras, una chimentera de pasado prostibulario y un espacio llamado Vox Populi en el que se le da la oportunidad a alguien del vulgo para que manifieste su opinión. Ruddy en un principio reincorpora a Max en plan de generar un contrapeso de poder en relación a Hackett pero cuando Howard se convierte en un éxito inconmensurable poco puede hacer para evitar que sigan utilizando al conductor como freak de púlpito audiovisual, para que el interventor no despida al jefe de informativos y para que el personaje de Duvall no ponga a los noticieros bajo la órbita de Christensen, algo que se consolida cuando Ruddy, con quien Max tenía una confianza semejante a la amistad, fallece de repente de una afección del corazón. Si bien es Diana la que lo dejó afuera de la cadena, Max empieza un affaire con la mujer que lo lleva a convivir con ella y a dejar a su esposa luego de 25 años de matrimonio, Louise Schumacher (Beatrice Straight), movida que deriva en un desastre porque con los meses el hombre se percata del vacío emocional de la workaholic Christensen, para colmo con Max desaprobando el enfoque amarillista extremo de Diana sobre la programación, la tendencia a explotar al lunático de Howard y la nueva idea de la susodicha para la UBS, La Hora de Mao Tse-Tung, programa centrado en el registro semi documentalista de una andanada de diversos actos terroristas -robos a bancos, secuestros, asesinatos, etc.- de una organización de izquierda llamada Ejército Ecuménico de Liberación y comandada por un tal Gran Ahmed Kahn (Arthur Burghardt), líder estrafalario al que Christensen accede mediante una cabecilla del Partido Comunista de Estados Unidos, la política afroamericana Laureen Hobbs (Marlene Warfield), principal intermediaria en el armado del docudrama en cuestión, del cual se lleva una parte de las ganancias además de la oportunidad de difundir la causa socialista y revolucionaria entre las millones de personas que ven TV. Beale descubre que la CCA será comprada por un conglomerado incluso más grande de Arabia Saudita para garantizar su supervivencia e insta a los televidentes a que presionen a la Casa Blanca para que impida la fusión bajo un planteo chauvinista, haciendo que el presidente de la compañía, Arthur Jensen (Ned Beatty), le dé a Howard un colorido y muy exaltado sermón procapitalismo transnacional y de impronta cosmológica corporativa enajenada que genera que a partir de ese momento el conductor pregone una visión cada vez más pesimista y deprimente de la sociedad -y menos extasiada, el componente que lo hizo famoso en primera instancia- que hace que el rating se caiga de modo paulatino, desencadenando que Hackett, Christensen y el resto de los caudillos de la emisora opten por “matar dos pájaros de un tiro” a través del asesinato de Beale por parte de los miembros del Ejército Ecuménico de Liberación, jugada que por un lado constituiría el primer episodio de la segunda temporada de La Hora de Mao Tse-Tung y por el otro lado les sacaría de encima definitivamente al incontrolable Howard, el cual se había convertido en la mascota favorita de un Jensen que no quería sacarlo del aire porque predicaba gustoso sus verdades sobre la vigilancia y el borramiento de la individualidad en las sociedades de control, a pesar de la merma de audiencia y dólares en publicidad que ello implicaba. El guión de Chayefsky, conocido en especial por Marty (1955), de Delbert Mann, Banquete de Bodas (The Catered Affair, 1956), de Richard Brooks, Medianoche Pasional (Middle of the Night, 1959), también de Mann, Nunca Comprarás mi Amor (The Americanization of Emily, 1964), de Hiller, La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint Your Wagon, 1969), de Joshua Logan, la citada Hospital, de Hiller, y Estados Alterados (Altered States, 1980), de Ken Russell, recurre a un hilarante narrador en off cual fábula tragicómica antiautoridades (Lee Richardson) y bebe de dos hechos muy resonantes de 1974, primero el suicidio de Christine Chubbuck, una conductora depresiva con trastorno bipolar de apenas 29 años que se mató al aire de un disparo en la cabeza durante su programa en la WXLT-TV de Florida, una repetidora de la ABC, en términos prácticos la primera persona en inmolarse por TV y asimismo inspiración para la excelente odisea Christine (2016), dirigida por Antonio Campos y protagonizada por Rebecca Hall como la susodicha, y segundo el secuestro de Patty Hearst, entonces de 20 años, por el Ejército Simbiótico de Liberación, una insólita agrupación terrorista de izquierda conformada por estudiantes de San Francisco que creía en el amor libre, la misantropía y una revolución socialista global encabezada por las vanguardias guerrilleras del Tercer Mundo y por ello mismo se la pasaban robando bancos, “regalándole” bombas a la policía, asesinando a esbirros del enclave institucional y secuestrando a nenas ricas consentidas como Hearst, nieta de William Randolph Hearst, aquel que Orson Welles retrató en toda su voracidad maquiavélica en El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), para en suma forzar al gobierno a un intercambio con miembros encarcelados del Ejército Simbiótico de Liberación, un episodio famoso no sólo por los vínculos familiares de la chica y la salvaje represión subsiguiente del FBI para desmantelar a la pandilla sino también por el detalle de que le lavaron el cerebro a la mujer al punto de que se unió a los guerrilleros y cambió su nombre de Patty a Tania, apelativo de guerra de Haydée Tamara Bunke Bider, la mítica compañera de Ernesto “Che” Guevara que murió en combate en Bolivia en 1967 a los 29 años. Lo hecho por Chayefsky, su obra maestra y quizás el mejor guión jamás filmado, supera por mucho la reproducción casi literal de ambos acontecimientos ya que entrelaza la doble manipulación de base -la que padecen tanto Howard Beale, un chiflado en plan de mesías que suelta unas cuantas verdades que se pierden entre sus muchas pavadas, como la ex comunista Laureen Hobbs y el propio Ejército Ecuménico de Liberación, un grupo ridículo condenado a la persecución por parte de las fuerzas de represión del Estado- con la “cocina” concreta de los altos mandos gerenciales de las cadenas televisivas y su incesante búsqueda de aumentar la cuota de pantalla sin que importen la ética, la honestidad, la responsabilidad social, la ecuanimidad, el sentido común o un mínimo piso de calidad en cuanto a los contenidos transmitidos; algo que queda muy de manifiesto en el legendario soliloquio de Schumacher a Christensen de la escena en la que la abandona homologándola al propio medio para el cual trabaja, “Eres la televisión personificada: indiferente al sufrimiento, insensible a la felicidad. La vida queda reducida a los escombros de la banalidad. La guerra, el asesinato y la muerte son para ti como botellas de cerveza. Y la vida cotidiana es una comedia corrupta, incluso descompones el tiempo y el espacio en segundos y repeticiones. Eres la locura misma, una locura virulenta. Todo lo que tocas muere contigo. Pero yo no, no mientras pueda sentir placer, dolor y amor.” Dentro de esta concepción Schumacher representa a la vieja guardia del periodismo que aún conserva el respeto propio y alguna pretensión de objetividad y/ o imparcialidad en lo que atañe a la búsqueda y la presentación de las noticias, esquema que ya en los 70 estaba en vías de extinción de la mano de esos nuevos depredadores del mercado audiovisual simbolizados en gerentes de programación como Christensen, especuladores autoritarios y tecnocráticos como Hackett y flamantes magnates de los multimedios que se mueven como aquel William Randolph Hearst aunque llevado a la hipérbole, hoy por hoy un Jensen que desde su torre de cristal se siente dueño de la mente y el alma de sus empleados, los televidentes, la administración pública y el mundo en su conjunto cual gran caja de resonancia o terreno a explotar a través de sus prácticas mafiosas en pos de más y más plusvalía autocontenida, metamorfoseada en una meta/ fin utópico/ horizonte inalcanzable que jamás deja de expandir sus fauces a puro canibalismo suicida. Tomando como base el nihilismo setentoso producto de la Crisis del Petróleo de 1973, la inflación extendida, el desempleo, la depresión económica, el aumento de la delincuencia metropolitana, el colapso del hippismo, la contaminación, el auge de la comida chatarra, el Escándalo Watergate, el quiebre de bancos, la propensión al aislamiento hogareño, el accionar de organizaciones armadas, las distintas guerras civiles alrededor del planeta y la recién finalizada y muy impopular Guerra de Vietnam (la intervención yanqui en el conflicto asiático abarcó desde mediados de la década del 60 hasta 1973), todo por cierto sintetizado en el eslogan del conductor enardecido de turno, “estoy furioso y no pienso aguantarlo más”, el inolvidable Lumet construye una epopeya imperecedera que desnuda con brutalidad al management capitalista y recupera muchas de sus obsesiones de siempre como realizador, como el realismo seco, la coyuntura neoyorquina, los estudios de personajes, un ritmo narrativo muy dinámico, las injusticias de toda clase, la frialdad de los personeros del poder, la figura del antihéroe solitario, el humor negro hiriente, los alegatos floridos y/ o coléricos, las frustraciones existenciales, una seriedad de fondo antilevedad hollywoodense y sobre todo aquel amor por los dramas urbanos y los personajes complejos a nivel psicológico, logrando en todo momento actuaciones magníficas como las aquí ofrecidas por Holden, Finch, Dunaway, Duvall, Beatty y hasta una Beatrice Straight que se luce en una explosión de rabia contra su esposo y su “gran romance otoñal” con Diana. Tanto un retrato de la madurez profesional de los sujetos, arrinconados éstos por la crisis romántica/ de pareja, la expulsión del mercado laboral y la transformación en hazmerreíres consuetudinarios símil iluminados fatalistas del caos, como un lienzo brillante acerca de las maquinaciones y bajezas en materia de la típica fusión empresaria, el manejo de los canales televisivos, la banalización de las causas libertarias, la sutil idiotización de la mayoría de los ciudadanos, el arte de redireccionar el foco de atención político/ cultural/ económico/ social y finalmente la carrera despiadada por un éxito que siempre resulta fugaz e inasible, Poder que Mata señala el sustrato absurdo del capitalismo mediático e ironiza en torno al fetiche gerencial con la deshumanización lobotomizadora de los sets de cartón pintado, la iluminación barata, los aplausos de los esclavos detrás de cámaras, una falsa participación popular y por supuesto esos payasos y opinadores compulsivos sobre cualquier temática de moda que pululan cual parásito o peste de la “caja boba”, alimañas polivalentes que con su sola presencia reclaman a gritos una pronta y necesaria fumigación que suprima el sainete.

 

Poder que Mata (Network, Estados Unidos, 1976)

Dirección: Sidney Lumet. Guión: Paddy Chayefsky. Elenco: William Holden, Faye Dunaway, Peter Finch, Robert Duvall, Ned Beatty, Arthur Burghardt, Beatrice Straight, William Prince, Marlene Warfield, Lee Richardson. Producción: Howard Gottfried. Duración: 121 minutos.

 

 

El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982), de Martin Scorsese:

 

Ninguneada e incomprendida en el momento de su estreno por crítica y público, quienes definitivamente no querían asumir algunas verdades bastante desagradables sobre su rol dentro de la industria cultural norteamericana, con el transcurso de los años El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982) se ha transformado en uno de los estudios más sagaces, adictivos y fascinantes acerca de tópicos muy pocas veces tratados con este nivel de rigurosidad y autoparodia por el mundo del espectáculo, sobre todo el culto banal a las celebridades, los procesos simbólicos de endiosamiento y/ o ridiculización que intervienen, las exigencias en términos de legitimación mainstream o intra industria del entretenimiento a secas, las frustraciones laborales de todo tipo, la falta de privacidad que padecen los así llamados “famosos”, su tendencia a aislarse en atalayas fortificadas como consecuencia, la marginación de los debutantes y aquellos que recién empiezan en el medio, las pocas o nulas herramientas emocionales que brindan las sociedades capitalistas para sobrellevar la exclusión de turno y finalmente el pivote más importante de todos, ese que constituye el núcleo mismo del extraordinario film de Martin Scorsese, las dificultades para diferenciar entre realidad y ficción porque el mismo enclave de la fantasía masiva auspicia ensayos, simulacros, impostaciones y puestas en escena en tanto experiencia previa o preparación para el momento cúlmine, el pararse frente a un público o delante de una cámara, lo que deriva en una sutil esquizofrenia a su vez recargada por el fetiche de siempre con la fama y el éxito, por un lado, y esa imaginación infantil vinculada al placer que generan los relatos, por el otro lado. Más allá de esta continua confusión entre lo fabulado y la praxis cotidiana más prosaica e indolente, un entramado de alucinaciones en el que lo que ofrece el ingenio más descabellado y sus utopías resulta más “palpable” que la realidad dentro de un planteo retórico que se enmarca en la tradición del cine de Michael Powell y Emeric Pressburger, ídolos de siempre del director y propensos a trabajar la temática de muy distinta forma en clásicos como Escalera al Cielo (A Matter of Life and Death, 1946), Narciso Negro (Black Narcissus, 1947), Las Zapatillas Rojas (The Red Shoes, 1948), Los Cuentos de Hoffman (The Tales of Hoffmann, 1951) y Peeping Tom (1960), otra dimensión de lectura es la que ofrece la evidente analogía con Taxi Driver (1976), aquí con un protagonista principal, Rupert Pupkin (Robert De Niro), treintañero idealista caza autógrafos de celebridades, viviendo en una casa algo mucho miserable con su madre (Catherine Scorsese, progenitora del realizador) y trabajando de cadete/ mensajero para las productoras cinematográficas asentadas en Nueva York, que se parece en parte a aquel Travis Bickle (De Niro de nuevo), veterano de la Guerra de Vietnam que padecía insomnio y se dedicaba a conducir un taxi por las noches mientras maquinaba diferentes estrategias para salvar a la humanidad de su podredumbre moral, misión que lo llevaba a obsesionarse con dos mujeres, Betsy (Cybill Shepherd), asistente en la campaña presidencial de un senador y su interés romántico de máxima, e Iris (Jodie Foster), una prostituta adolescente a la que pretendía rescatar de las garras de su proxeneta y amante, Sport (Harvey Keitel). Mientras que Taxi Driver estaba llena de soliloquios desesperanzados, angustia existencial y señales de amenaza acerca de la psicopatía de su protagonista, orientadas ellas a prepararnos para la legendaria explosión gore del desenlace, El Rey de la Comedia, en cambio, nos ofrece un retrato apacible y hasta risueño de su por demás simpático protagonista, subrayando menos a nivel narrativo sus características inamovibles y dejándole la responsabilidad y el peso de la interpretación de lo visto a un espectador que se ve obligado desde el vamos a reconocer que los chiflados peligrosos pueden ser las personas más amables y corteses del planeta, precisamente por ello la película que nos ocupa es mucho más terrorífica que Taxi Driver ya que juega con la paradoja de fondo en torno al hecho de que los rasgos juzgados perniciosos -la soledad extrema, el narcisismo, el fanatismo ideológico o profesional, el acoso a terceros, las manías persecutorias, los delirios de toda índole, la idea de imponer nuestra identidad a otras personas, etc.- a veces pueden transformarse de un trampolín en potencia hacia la cárcel a un cimiento refulgente hacia el estrellato público, todo por supuesto cortesía de una comunidad global enferma que tiende a reordenar los principios éticos y sociales a gusto para privilegiar una dimensión de la vida por sobre las otras a puro capricho oportunista del momento. Si bien detenta en su haber muchos autógrafos y personajes admirados dentro del mundillo de la farándula estadounidense, el verdadero objeto de adoración de Pupkin es Jerry Langford (en la piel de nada menos que Jerry Lewis), un comediante veterano que tiene un programa de entrevistas o talk show televisivo llamado The Jerry Langford Show, un formato basado en esencia en los monólogos y los reportajes a figuras invitadas que con el tiempo se iría ampliando hacia el esquema hermanado del programa de medianoche o late night show, ese que incluye además sketchs, imitaciones, diversas parodias, números musicales, bandas y solistas invitados, algún mínimo concurso y una buena dosis de crítica política, mediática y social, rubro en el que supieron brillar Johnny Carson, Jay Leno, Conan O’Brien y Jimmy Fallon, entre otros. Con la aspiración de convertirse en comediante de stand up aunque sin contar con experiencia real en clubs sino en el cuarto de su casa y profiriendo sus rutinas ante un público imaginario representado en su agitada cabeza vía una gigantografía en blanco y negro de la eventual audiencia, el tremendo Rupert en el principio del relato logra meterse en el auto de Langford a su salida del estudio de TV una vez que unos asistentes sacan a una colega demente de Pupkin, Masha (la genial Sandra Bernhard, suerte de versión bocona femenina de Mick Jagger, de The Rolling Stones), que también había ingresado en el vehículo, una chica que vive con sus padres adinerados en Manhattan y está tan obsesionada como el hombre con Jerry, a quien quiere con locura y por ello lo persigue en la calle, lo llama a su departamento y le quiere hacer llegar una carta de amor mediante Rupert o quien sea, llegando a pagar 900 dólares para que sea entregada cuanto antes. El protagonista aprovecha el insólito instante para comunicar su pasión por la comedia y consigue de su ídolo el nombre de su secretaria, Cathy Long (Shelley Hack), jugada que Jerry improvisa para sacárselo de encima porque ni remotamente tiene pensado acceder a los porfiados ruegos de Pupkin de darle un espacio en el show en plan de “talento emergente”. Los contactos con Long resultan ser respetuosos pero fríos y Rupert sigue sonriente incluso cuando en la sede administrativa del emporio de Langford se le impide ver a la estrella y se lo invita a grabar un cassette con su rutina cómica, lo que deriva en un cordial rechazo y en el compromiso de asistir a verlo cuando por fin se presente ante un público real y tenga la experiencia que solicitan los ejecutivos de la cadena televisiva y el propio Jerry. Luego de ser echado en dos oportunidades de las oficinas en cuestión, la primera por el energúmeno de seguridad y la segunda por el susodicho y dos esbirros más, Pupkin redobla la apuesta y se aparece sin previo aviso en su mansión/ casa de veraneo de las afueras de Nueva York para supuestamente pasar el fin de semana, movida que para colmo encara con su pretendida pareja, Rita Keane (Diahnne Abbott, esposa de entonces de De Niro), una bella ex compañera de colegio secundario y hoy camarera de un bar de mala muerte a la que no veía desde hacía 15 años, frente a la que asimismo se presentó de golpe para decirle que la amaba y presumir de su ilusoria amistad con Langford. La dupla logra entrar a la lujosa residencia por el desconcierto del mayordomo Jonno (Kim Chan) y la cocinera (Audrey Dummett), no obstante cuando el enfurecido Jerry regresa de jugar al golf y los descubre tomando alcohol, reproduciendo discos y recorriendo la morada, los echa a ambos y le termina de aclarar a Rupert que le dijo que iba a escuchar su material cómico sólo para deshacerse de él. La pronta venganza pasará por un plan en conjunto con Masha para secuestrar a Langford en la calle, llevarlo al departamento de los padres de la mujer y extorsionar al productor ejecutivo del programa, Bert Thomas (Frederick De Córdova, precisamente productor histórico de Johnny Carson), para obligarlo a grabar y transmitir la rutina del ahora criminal so pena de asesinar a la celebridad, quien termina escapando cuando engaña -para que lo libere- a una Masha que quería violarlo a posteriori de una ostentosa cena romántica con velas, manjares y champagne, derivando en un mamporro hacia la chica y su salida a la calle en ropa interior y gritando el nombre de su amado. En el programa Tony Randall (interpretándose a sí mismo) reemplaza al cautivo e introduce a Rupert, el cual con su monólogo define detalles hasta entonces difusos de su pasado como por ejemplo la pobreza de sus padres, el alcoholismo y fallecimiento de su progenitora hace nueve años (su presencia en off/ fuera de campo en la casa del protagonista es producto de su imaginación), los golpes que recibió de su también borracho y abandónico padre, el completo desinterés familiar en él, el lesbianismo de su hermana Rose, las palizas que padeció de sus compañeros de escuela cuando niño y adolescente y desde ya el proyecto fanático de entrar en el mundo del espectáculo, por más que sea secuestrando a su tótem de cabecera y bajo una hilarante filosofía -tan brutal como pragmática- que en pantalla es sintetizada en el latiguillo del treintañero, “es mejor ser rey por una noche que imbécil toda la vida”. No sólo el programa sale al aire sino que Pupkin consigue que dos agentes del FBI, Gerrity (Thomas M. Tolan) y Giardello (Ray Dittrich), y un capitán de la policía, Burke (Richard Dioguardi), le permitan verlo en el bar de Rita, desencadenando su llegada a 87 millones de hogares que disfrutaron de su actuación, una sentencia de seis años de prisión en una cárcel de mínima seguridad, declaraciones a la prensa en torno a que sigue considerando a Langford su “mentor y amigo”, su eventual liberación después de servir dos años y nueve meses del tiempo estipulado, la publicación de sus memorias vía un contrato de un millón de dólares con una editorial, la venta de los derechos del libro a Hollywood y finalmente su entronización popular a través de un especial televisivo dedicado a su persona. A diferencia de muchas películas posteriores que trabajaron desde la tragedia el tópico de la televisión y los medios de comunicación en general como picadoras de carne y artífices de una explotación que no tiene límites morales ni doctrinarios ni profesionales, el opus de Scorsese, basado en un exquisito guión del ex crítico de cine Paul D. Zimmerman, enfoca el asunto desde la sátira mordaz y semi surrealista porque una y otra vez nos topamos con el profundo patetismo humanista -y hasta curiosamente adorable y sincero- de un Rupert que se la pasa construyendo entornos ficticios cual realidad alternativa en la que comparte momentos afables con su ídolo, es reconocido por su talento innato para la comedia y hasta recibe unas merecidas disculpas por parte de aquellos que lo denigraron, lo basurearon y lo agredieron sistemáticamente a lo largo de su devenir; basta con pensar en secuencias estupendas como esa en la que Jerry en un restaurant le pide que lo reemplace en el show durante seis semanas mientras un caricaturista (Richard Baratz) los dibuja a ambos, aquella otra en la que se imagina como invitado entre el comediante/ conductor y Liza Minnelli, la de la gigantografía a la que nos referíamos con anterioridad, esa otra en la que Langford celebra la chispa cómica del demente diciéndole que lo envidia a más no poder, zarandeándolo con fuerza e invitándolo a su mansión veraniega, y la reveladora escena en la que su ex director de la secundaria y hoy juez de paz (George Kapp hace de sí mismo) los casa a él y a Keane durante el programa de Langford y al mismo tiempo le pide perdón -incluso en nombre de profesores y alumnos/ compañeros- por todos los agravios sufridos, secuencia que es interrumpida a puro sarcasmo por la obligatoria tanda comercial. Resulta sintomático que los idilios fantásticos se corten con el quiebre de la relación ilusoria del protagonista y su “modelo a seguir”, cuando éste lo expulsa junto con Rita de su residencia y así de inmediato opta por el rapto siguiendo la lógica optimista que lo caracteriza, ligada a probar primero siempre por las buenas y después terminar imponiendo su voluntad por las malas. En este sentido el desempeño de De Niro es supremo porque el intérprete consigue levantar situaciones de fuerte incomodidad comunal sustentadas en los planteos inoportunos, las quimeras, el acoso, los desvaríos y el afán desesperado de hacerse oír y sentirse reconocido por los sacrificios y la dura vida hasta ese momento, idiosincrasia loable que lleva a Rupert a caer en graciosos y caóticos momentos de orgullo desmedido, falsa modestia, egolatría, solidaridad y “hacerse el superado”, sentimientos y actitudes muy contradictorias que afloran en conjunto con motivo de sus intercambios con Rita y Masha, la primera a impresionar cual pareja y la segunda a descartar como a una amiga considerada desquiciada (es decir, más desquiciada que él… si eso es posible). Por su parte Jerry Lewis, casi en paralelo al Robin Williams de El Mundo según Garp (The World According to Garp, 1982), de George Roy Hill, demuestra también que hay vida más allá de la comedia y que los especialistas en las risas pueden adaptarse tranquilamente y sin fricción alguna al drama porque si hay algo fácil es generar lágrimas y si existe algo muy difícil de lograr es despertar carcajadas, ya que para el primer ítem hace falta apenas un par de golpes bajos que despierten angustia y para el segundo resulta fundamental la proeza de una mínima empatía y justo sintonizar con el humor siempre particular y/ o específico de cada sujeto. Scorsese incluye muchas referencias metadiscursivas que enriquecen la dimensión retórica y que bien pueden agruparse en dos categorías, la correspondiente a las necesidades de la historia narrada (aquí encontramos a los cameos de Tony Randall y Frederick De Córdova y a la misma presencia de Lewis y de un De Niro que nos reenvía a ese Bickle de Taxi Driver) y aquella otra que tiene que ver con sus afectos y gustos personales, esquema que incluye una alusión a El Rata (Pickup on South Street, 1953), obra maestra del film noir independiente de Samuel Fuller (la aparición en off de su madre, siempre gritándole a lo lejos a Rupert para preguntarle qué está haciendo, avisarle de algo o pedirle que baje el volumen de su voz, se unifica con un mínimo cameo de Scorsese como un director de TV y con la presencia pasajera de Joe Strummer, Mick Jones y Paul Simonon de The Clash, amén de un recordado episodio callejero que le ocurrió de verdad a Lewis en el que una lunática le deseó que le dé cáncer por no querer hablar con su sobrino desde un teléfono público, suceso duplicado al dedillo en el metraje). La película, a la par que denuncia la frivolidad hiper hueca de la cultura de las celebridades convertidas en estampitas por el mercado y por sus propias decisiones artísticas o de imagen pública, también ofrece un paneo muy sensato por la complejidad de la situación en sí ya que por un lado tenemos a la televisión como engranaje cultural capitalista que recicla cualquier situación para seguir idiotizando al público con reduccionismos de superficies lustrosas y poco contenido real, y por el otro lado están los bípedos de carne y hueso que constituyen desde las dos orillas principales a los agentes reproductores de tamaña falacia, léase ese público infantilizado que representa Pupkin, con o sin talento pero en suma atrapado en la fantasía de realmente conocer a la persona admirada -sin darse cuenta de que es un completo extraño- y escalar posiciones gracias a su “amigo” del show business, y esos jerarcas o artistas que en pantalla toman la forma de Langford, ya bastante cansado del hostigamiento impredecible de unos tarados que por cierto son los que alimentan su fama, poder y dividendos económicos de turno. El Rey de la Comedia es una de esas obras maestras invaluables que mejora y mejora con cada nueva visión al punto de coronarse como uno de los trabajos más humanos y coherentes acerca de la faceta menos humana y menos coherente de la industria cultural, ese culto a una popularidad de altar sacrosanto intachable o por el contrario, de demonio desagradecido, que de prestigio tiene poco y nada debido a que está mucho más cerca de la vanagloria del aplauso efímero que se desvanece de un momento a otro sin que podamos determinar, como en el mismo desenlace del film, si aquello que presenciamos es parte de la realidad u otro espejismo utópico de los anhelos más íntimos y nuestras frustraciones.

 

El Rey de la Comedia (The King of Comedy, Estados Unidos, 1982)

Dirección: Martin Scorsese. Guión: Paul D. Zimmerman. Elenco: Robert De Niro, Jerry Lewis, Diahnne Abbott, Sandra Bernhard, Shelley Hack, Richard Baratz, Catherine Scorsese, Kim Chan, Thomas M. Tolan, Tony Randall. Producción: Arnon Milchan. Duración: 109 minutos.

 

 

Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, 1994), de Robert Redford:

 

Retratar el fin de la inocencia nunca es precisamente una labor agradable porque implica traer a colación la ingenuidad de antaño, la ruina definitiva de las expectativas, las acciones y salidas inesperadas por parte de terceros y sobre todo la llegada de una madurez que venía retrasándose bajo la ilusión o cándida esperanza de que las cosas salieran bien sólo por la inercia o arrastre automático de las situaciones y poco más. Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, 1994) no sólo explora una versión muy traumática del arribo de la desconfianza y el descarte subsiguiente para con la esperanza tontuela de que la ética prevalecerá en medio de cuestiones marcadas por lo mercantil/ capitalista/ especulativo, sino que además piensa a la temática en términos de sus consecuencias sociales, estatales y mediáticas debido a que el núcleo del relato del recordado opus de Robert Redford es el mega escándalo de fines de la década del 50 en torno al popular programa de concursos o quiz show de la NBC Twenty-One (1956-1958), en el que dos concursantes eran colocados en cabinas de aislamiento insonorizadas y autónomas mientras eran sometidos por un conductor a diversas preguntas divididas por categorías cuya dificultad iba en aumento según la cantidad de puntos -de uno a once- que estaban dispuestos a arriesgar en cada respuesta, dando lugar por supuesto a la suma o a la deducción en el marcador según el éxito o fracaso al contestar, todo vía un suculento premio en dólares que iba creciendo semana a semana para aquel jugador que lograse acumular una racha de triunfos en función del objetivo de fondo del planteo lúdico, eso de llegar a los 21 puntos del título en inglés como campeón de la emisión de turno e invitado estrella del show de la semana siguiente. Basándose en un capítulo de Recordando América: Una Voz de los Años Sesenta (Remembering America: A Voice from the Sixties, 1988), las memorias de Richard N. Goodwin, un abogado que luego de trabajar para un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Felix Frankfurter, pasó a formar parte del Comité de Comercio Interestatal y Exterior de la Cámara de Representantes, organismo a través del cual Goodwin estuvo involucrado de manera directa en la investigación alrededor de Twenty-One, el guión de Paul Attanasio analiza con lujo de detalles la popularidad e influencia de los concursos, el vacío legal que había en aquel tiempo en cuanto al fraude en televisión, la corrupción y avaricia de productores, cadenas y auspiciantes, el insistente culto a la celebridad y la fama como lenguaje común de los televidentes, el pragmatismo capitalista promedio, las flagrantes mentiras detrás del esquema audiovisual publicitario, la ausencia de mínimos criterios morales dentro del enclave empresario más competitivo y las consecuencias en el corto y mediano plazo que las estafas involucradas traerían para el naciente medio televisivo y su marco jurídico regulatorio de allí en más, el cual por un lado debió acomodarse a nuevas legislaciones que limitaron su capacidad de acción en estos menesteres y por el otro lado experimentó una primera fase histórica de aversión o rechazo absoluto del formato de los quiz shows para más adelante retomarlo de a poco, aunque bajando significativamente el monto de los premios ofrecidos a los jugadores y moviendo el eje desde el conocimiento clásico y el saber de raigambre intelectual a los rompecabezas, los juegos de palabras y los esquemas azarosos tontuelos símil multiple choice, en esencia provocando una rápida y paradójica reconversión desde una TV de pretensiones educativas masivas a una homóloga apuntalada en la estupidez y en esos programas de juegos más y más sencillos que no requieren de ningún tipo de bagaje pedagógico previo por parte de los concursantes y/ o los espectadores. La trama se toma sus libertades creativas pero en los aspectos fundamentales se mantiene cerca de los eventos verídicos como por ejemplo en materia de la génesis del asunto o “punta del iceberg”, cuando en 1957 el jugador que viene ganando desde hace semanas en Twenty-One, Herbie Stempel (un genial John Turturro), judío de 29 años con conocimientos enciclopédicos residente de Queens, Nueva York, y casado con Toby (Johann Carlo), con quien tuvo al pequeño Lester (Joseph Blaire), termina hastiando a Martin Rittenhome (nada menos que el querido Martin Scorsese), director de la compañía farmacéutica que produce el tónico ridículo/ suplemento dietario para casos de anemia Geritol, marca que a su vez auspicia en general al programa y pone el dinero de los premios, tanto por su look ultra nerd como por los ratings estancados cortesía de Herbie, lo que provoca una serie de llamadas telefónicas entre un misterioso empleado contable de alto perfil (Griffin Dunne), el presidente de la NBC, Robert Kintner (Allan Rich), y los dos productores principales de Twenty-One y de otro programa similar, Tic-Tac-Dough (1956-1959), Dan Enright (David Paymer) y Albert Freedman (Hank Azaria), con el objetivo manifiesto de eliminar a Stempel del show y buscar un reemplazo que eleve cuanto antes de nuevo la cuota de pantalla a un nivel que resulte satisfactorio para la cadena y la empresa auspiciante. El elegido es un candidato que en un principio se había presentado para Tic-Tac-Dough, Charles Van Doren (el prodigioso y carismático Ralph Fiennes), un joven carilindo, novelista y profesor de literatura de la Universidad de Columbia que viene de una familia prominente dentro del enclave intelectual/ refinado estadounidense, con un padre poeta, ganador del Premio Pulitzer y también escritor y profesor universitario, Mark Van Doren (Paul Scofield), y una madre novelista e igualmente conocida por méritos propios, Dorothy Van Doren (Elizabeth Wilson). Enright y Freedman le ofrecen a Charles hacerle preguntas en vivo de las que ya conoce de antemano las respuestas, específicamente unas que respondió en un test previo de producción, pero Van Doren se niega y en un inicio prefiere la honestidad, mientras que al mismo tiempo Enright manipula a Stempel para que se deje vencer a cambio del dinero acumulado hasta el momento según la ecuación de 500 dólares por punto obtenido, 69.500 dólares, y la promesa de mediar para incluirlo en un programa de celebridades o panel show. El arreglo explícito es que llegado el momento decisivo ante el conductor de Twenty-One, Jack Barry (Christopher McDonald), Herbie se autosaboteará en ocasión de una pregunta de la categoría Cine acerca de cuál fue el film que se llevó el Oscar a Mejor Película en 1955, con Stempel debiendo responder Nido de Ratas (On the Waterfront, 1954), obra maestra de Elia Kazan con Marlon Brando, Karl Malden, Lee J. Cobb y Rod Steiger, cuando todo el mundo sabe que fue Marty (1955), dirigida por Delbert Mann a partir de un guión de Paddy Chayefsky y protagonizada por Ernest Borgnine y Betsy Blair, algo que a Herbie le parece muy humillante y Dan equipara a lo “dramático” por la antinomia entre el intelecto hiper trabajado del concursante y lo sencillo/ popular de la pregunta de turno, restableciendo la distancia entre lo elitista y lo mundano prosaico. El judío, a quien por cierto le suelen apagar el aire acondicionado de la cabina para que sude y así agregar tragedia al suspenso previo a la respuesta, dice Nido de Ratas y transforma a Van Doren en el campeón, dando el puntapié inicial de una racha de altos ratings para Twenty-One y una colosal fama nacional para un Charles que a último momento asimismo convalida el engaño contestando una pregunta sobre la Guerra de Secesión que ya le habían hecho en aquel test, estrategia que se vuelve estándar para cada participación del profesor en el programa con vistas a asegurar sí o sí su continuidad e ir descartando contrincantes. Herido por el éxito desmesurado de su adversario, sin conseguir que se concrete su esperado regreso a la televisión y para colmo habiendo perdido todo el dinero al entregárselo a un corredor de apuestas que se fugó dichoso a la Florida, Stempel se enfrenta al ninguneo de Enright y presenta una denuncia legal en Nueva York contra el timo pero los entretelones del caso pronto quedan sellados/ reservados y todo se estanca a nivel judicial. En ese momento Richard N. “Dick” Goodwin (un correcto Rob Morrow) se entera por la prensa de los rumores de programas televisivos arreglados y convence a su superior inmediato (George Martin) dentro del Comité de Comercio Interestatal y Exterior de la Cámara de Representantes para que lo deje viajar desde Washington D.C. hasta Nueva York para investigar lo sucedido entrevistando a todos los ex concursantes de Twenty-One, faena que lo lleva a la frustración porque ninguno quiere hablar salvo el inestable Herbie, quien incluso fue sometido a tratamiento psiquiátrico a expensas de la NBC para superar su derrota en el show, y el mismo Charles, el cual se muestra excesivamente colaborador para con un Goodwin que luego conoce al clan Van Doren en su conjunto y se convierte en algo así como un amigo del participante de mayor éxito en la historia del programa. De golpe Stempel, muy temeroso de que Dick abandone la pesquisa, le confiesa que él recibía las respuestas antes de cada emisión y en función de la autoincriminación Goodwin termina descubriendo a otro concursante dispuesto a acusar a Geritol, la cadena y los productores, James Snodgrass (Douglas McGrath), un artista plástico de Greenwich Village al que el graduado en derecho de la Universidad de Harvard identifica vía un registro de su paso por Twenty-One, en el que la complicidad de Barry queda al descubierto cuando se confunde/ sorprende porque el susodicho debería haberse equivocado en una pregunta sobre un verso de un poema de Emily Dickinson aunque finalmente responde bien, descolocándolo sin querer. Teniendo en sus manos la prueba de la estafa que tanto buscaba, un sobre con todas las preguntas que le hicieron en vivo a Snodgrass y que éste se envió a sí mismo por correo certificado dos días antes de una de sus participaciones como jugador, Goodwin trata de dejar de lado a Van Doren instándolo a que se calle la boca y no apoye a la cadena, señor que eventualmente se deja ganar para abandonar el show aunque sin poder renunciar a un contrato de 50.000 dólares al año para leer poesía por televisión en el magazine Today, sin embargo termina inmiscuido cuando Herbie lo acusa de también recibir las respuestas ante un cónclave institucional que se forma con la meta de determinar culpabilidades -por más que aún no haya legislación de fondo- y establecer la base de futuros marcos regulatorios, el Subcomité de Supervisión Legislativa. Charles es presionado por el mafioso Kintner y firma una declaración de apoyo a la NBC que lo coloca en el ojo público sin proponérselo, por lo que es llamado a declarar y finalmente reconoce su involucramiento en toda la matufia de fondo con la mayoría de los jueces alabando su supuesta “valentía” y uno solo enfatizando que no debe felicitarse a un hombre sólo por decir la verdad, condena implícita que termina teniendo eco en el público mediante los aplausos de los presentes en la sala de audiencias. Como era de prever, nadie termina siendo acusado formalmente del fraude y hasta quedan en la nada misma aquellas intenciones primordiales de Dick de denunciar a las industrias farmacéutica y mediática porque tanto Rittenhome como Kintner optan por lavarse completamente las manos y echarle la culpa a los productores Freedman y Enright, quienes a su vez asumen el peso del escándalo sin emitir ni una palabra condenatoria contra Geritol y la NBC. La película, a la par de indagar en la faceta pública del episodio de crisis por corrupción y su rol como punto final de la primera etapa de la historia de la televisión, una todavía marcada por las prácticas improvisadas y artesanales de la radio, sistematiza con astucia las repercusiones en la vida privada de los tres protagonistas de este relato coral de índole a la vez faustiana y detectivesca: en primer lugar tenemos a ese Stempel que de sentirse objeto de una injusticia antisemita a lo “Caso Dreyfus moderno” termina pasando a reconocer su enorme grado de participación en la estafa, su necesidad de dinero para independizarse de sus suegros y su indisimulable envidia hacia el buen mozo y mucho más popular Charles, lo que además le generó el desprecio de su esposa Toby, mujer que no estaba enterada de la complicidad de su marido con los productores de Twenty-One y que se sintió traicionada en su confianza ciega hacia su compañero; en segunda instancia está el propio Van Doren, el cual asimismo es sometido a un proceso de envilecimiento paulatino debido a la tentación del dinero fácil y una fama que lo hace objeto de reiteradas alabanzas por parte de sus alumnos y casi cualquier persona del público en épocas de gigantesca llegada televisiva en Estados Unidos, movida que lo deja sin sus trabajos en la Universidad de Columbia y en el magazine Today, una vez que cae en desgracia a ojos de la nación, y siendo el eje de la decepción de sus progenitores, Dorothy y en especial Mark, con quien tenía una relación muy cercana basada en la afabilidad, la sinceridad mutua y los gustos compartidos, repercutiendo fuertemente el escándalo en el descenso del apellido familiar a la escala de farsantes; y en tercer y último lugar tenemos al mismo Goodwin, cuyo papel en la investigación está un poco inflado en pantalla pero de todas maneras sirve para establecer esa típica ambigüedad moral de unos sabuesos de la justicia que por un lado se obsesionan con determinados contrincantes, hoy la fauna del poder gerencial representada en Enright, Freedman, Kintner y Rittenhome, y por el otro lado dejan escapar a “semi amigos” que formaron en la investigación como Charles en detrimento de confidentes contradictorios varios aunque cruciales como Herbie, planteo retórico que la propuesta trabaja a través de la condena al respecto que recibe de su esposa Sandra Goodwin (Mira Sorvino), fémina que señala con énfasis que no tuvo problema alguno a la hora de llevar a testificar a Stempel ante el Subcomité de Supervisión Legislativa para en simultáneo cubrirle la espalda a Van Doren hasta el último instante, diciéndole que por este tipo de justicia a discreción basada en la cercanía, la afinidad, la ideología o el simple capricho él puede ser homologado a un hipotético “Tío Tom de los judíos”, personaje servicial por antonomasia que asume campante su propia esclavitud/ dependencia para con los intereses burgueses hegemónicos que lo controlan y a quienes se asocia para a lo sumo -si hay intención revulsiva flotando en el aire- llevar a cabo cambios gatopardistas que no modifican en nada la estructura ni los lineamientos básicos del poder del momento. La filosofía de los multimedios y de la TV en particular aparece expuesta sin tapujos en la excelente escena en la que Rittenhome le aclara a Goodwin dos de los preceptos máximos del rubro, el primero vinculado a la actitud autoincriminatoria de Enright para salvar a la cadena y la farmacéutica, “el público tiene muy poca memoria pero las empresas nunca olvidan”, remarcando que de condenarlas nunca volvería a trabajar en el medio y así se aseguran -vía la amenaza de exilio tácito o lista negra futura- la colaboración del productor, y el segundo empardado a lo que se mueve por detrás del éxito de la fórmula de los quiz shows y tantos programas semejantes, “la audiencia no pone la tele para ver increíbles demostraciones intelectuales, sólo quieren ver el dinero”, subrayando que la zanahoria adelante del burro o pueblo es siempre la promesa de un ascenso social de tipo plutocrático capitalista, en donde se refuerzan desde la apatía los estereotipos de la explotación, la perfidia y la manipulación mediante unos celos y una envidia que los legitiman y jamás los cuestionan en ningún sentido, haciendo que la cercanía simbólica o cultural o social entre espectador y concursante esté basada en el afán de enriquecerse y llegar al nivel de los oligarcas que montaron todo este circo de fondo. Quiz Show: El Dilema, en la que se destaca la esplendorosa fotografía de Michael Ballhaus, el diseño de producción de Jon Hutman y la dirección de arte de Tim Galvin, incluso pone de manifiesto el discurso favorito de los medios masivos cuando pretenden sacarse rápido responsabilidades de encima, eso de que no constituyen un servicio público sino puro entretenimiento, puro espectáculo, por lo que no se les podría recriminar nada ya que en la ficción todo es posible, claramente una falacia que pretende equiparar a las narraciones tradicionales del arte al emporio de los juegos especulativos que mueven millones de dólares en publicidad y con una audiencia medida en tiempo real tracción a un darwinismo tajante perpetuo que todo lo consume y todo lo esteriliza. Sin duda es mérito de Redford, Attanasio y todo el extraordinario elenco la proeza de poner en el tapete esta retro discusión con una enorme vigencia que desnuda la mascarada lustrosa y maquiavélica de la TV, al tiempo que a la codicia del show business le contrapone la necesidad de una educación masiva de calidad que en algún momento se pensó que aquel tubo de rayos catódicos podía llegar a ofrecer, utopía que se vino abajo por este escándalo y nos dejó con la basura que hoy podemos descubrir en cualquier canal metropolitano o en sus repetidoras del interior.

 

Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, Estados Unidos, 1994)

Dirección: Robert Redford. Guión: Paul Attanasio. Elenco: John Turturro, Ralph Fiennes, Rob Morrow, Paul Scofield, David Paymer, Hank Azaria, Christopher McDonald, Johann Carlo, Allan Rich, Martin Scorsese. Producción: Robert Redford, Michael Nozik, Julian Krainin y Michael Jacobs. Duración: 133 minutos.

 

 

Buenas Noches y Buena Suerte (Good Night and Good Luck, 2005), de George Clooney:

 

No todas son espinas en lo que respecta a la televisión y a los retratos encarados por el séptimo arte, basta con pensar en el caso de Buenas Noches y Buena Suerte (Good Night and Good Luck, 2005), pequeña maravilla dirigida y escrita por George Clooney que sopesa hábilmente las capacidades ilimitadas del medio de por sí, en esencia un dispositivo técnico más o menos neutral como cualquier otro, y las limitaciones que los seres humanos le imponen con el transcurso del tiempo, generando específicamente ese tendal de discursos y connotaciones sectarias cuyo único horizonte final parece ser la dimensión mercantil de los intercambios sociales y la connivencia con los poderes más concentrados y mafiosos de democracias capitalistas siempre tendientes a una triste farsa por demagogia, corruptelas y exclusiones populares que hace mucho tiempo dejaron de estar representadas en aquello de “pan y circo”, frase de tiempos romanos que no se condice con el hambre, el desempleo y la pobreza de la enorme mayoría del planeta. La película constituye un caso muy raro dentro del mainstream y el indie norteamericanos porque apuesta a predicar con el ejemplo positivo y no sólo a concentrarse en la denuncia de los energúmenos fascistas de turno, quebrando gloriosamente lo que se podría esperar a priori a raíz del enfoque anómalo y por ello ofreciendo dos interpretaciones/ lecturas generales acerca de aquel mismo período histórico analizado por el guionista Paul Attanasio y un Robert Redford en modalidad director en ocasión de Quiz Show: El Dilema (Quiz Show, 1994), a saber: en primer lugar está el protagonista por antonomasia de la faena que nos ocupa, Edward R. Murrow (estupendo trabajo de David Strathairn), un legendario periodista de Estados Unidos que se hizo muy famoso por sus transmisiones radiales desde Europa con motivo de la Segunda Guerra Mundial y uno de los grandes pioneros del periodismo de TV mediante sus dos programas de cabecera para la CBS, la cadena que lo cobijó tanto en materia radial como televisiva, See It Now (1951-1958), un magazine de noticias y ciclo de documentales que creó junto con su productor principal y amigo Fred W. Friendly (interpretado por el propio Clooney), y Person to Person (1953-1961), un show de entrevistas varias a celebridades desde sus respectivas casas y con Murrow formulando las preguntas correspondientes desde un estudio neoyorquino, en suma una figura que sintetiza el paradigma de antaño -hoy casi desaparecido por completo- de la prensa sincera, rigurosa, imparcial, honrada y orientada a la transmisión de noticias corroboradas por hechos, pruebas o testimonios de testigos confiables, un modelo procedimental/ ético/ profesional que rápidamente quedaría tapado bajo la avalancha de programas y contenidos idiotizantes que dominarían a la TV desde la década del 60 en adelante y luego por el fenómeno del periodismo militante, mercenario o fanático patológico que opta maniáticamente por elegir sólo las noticias y datos que se acomoden a su visión política por demás sesgada del mundo y a sus simpatías ideológicas o “monetarias” -oficialismo gubernamental u oposición- para trabajarlas desde el sectarismo o la manipulación más berreta y descartar al resto de la realidad y de las hipotéticas notas que no cuadran con sus prejuicios; y en segunda instancia tenemos al infaltable engendro de derecha con el que se enfrentó el anterior, el republicano Joseph McCarthy, senador por el Estado de Wisconsin desde 1947 a 1957 y propulsor exasperado de una mega “caza de brujas” en pos de encontrar, hacer públicos y encarcelar a supuestos infiltrados en suelo yanqui de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, una cruzada demencial que en el contexto de la Guerra Fría y la Guerra de Corea disparó acusaciones contra una infinidad de civiles y militares de cargos hermanados como subversión, espionaje, deslealtad y traición a la patria que llevaron a un estado permanente de terror, despidos, exilios, suicidios y listas negras y sobre todo a la desaparición del principio jurídico de la presunción de inocencia porque insólitamente se consideraba culpables a todos los acusados y en función de ello recaía en los sentados en el banquillo/ patíbulo el tener que desmentir los cargos, casi siempre relacionados con algún grado de cercanía al Partido Comunista de Estados Unidos o a cualquier tipo de militancia sindical, estudiantil o de izquierda, incluso invitando a las víctimas de la histeria colectiva -los homosexuales fueron otro blanco repetido- a lavar sus ofensas delatando a otros supuestos “camaradas” en medio de una cadena de traiciones familiares, laborales, amistosas y barriales de nunca acabar que tenían sede por un lado en el organismo que controlaba McCarthy de primera mano, la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado, especializado en denunciar a civiles y militares de diversos orígenes, y por el otro lado en su brazo institucional asociado aunque indirecto, el Comité de Actividades Antiestadounidenses, abocado éste a atacar a todo simpatizante de izquierda u oponente político de McCarthy y su camarilla de secuaces -equivalente a lo que sería una versión light y dentro del enclave norteamericano de la Gran Purga de Iósif Stalin- en el terreno hollywoodense a sabiendas de que controlando la gran industria cultural vernácula podrían influir aún más en el ideario público y garantizar el apoyo popular, algo que de todas maneras comenzó a venirse abajo gracias al alcoholismo y la ambición desmedida del senador, su estilo brutal e intolerante, las arremetidas contra figuras castrenses de alto perfil y el contraataque de colegas políticos, artistas y periodistas como el mismo Murrow, uno de sus críticos más sagaces y uno de los primeros en enfatizar que McCarthy mentía como el enfermo mental peligroso que era y estaba simplemente aprovechando la ola anticomunista de la época para acumular poder mediante incriminaciones falsas, a través del hecho de etiquetar a determinadas entidades como procomunistas y mediante el miedo del pueblo a una acusación de la que no podría defenderse y/ o que lo llevaría a quedarse sin trabajo cortesía de empresas siempre cómplices de los caprichos del poder, sean éstos la “amenaza roja” del macartismo o la desregulación y la precarización laboral del neoliberalismo que nos golpea desde la década del 70 hasta nuestro presente, gobierno espantoso tras gobierno espantoso. Sirviéndose de una deliciosa fotografía en blanco y negro de Robert Elswit, una serie de clásicos del jazz en la voz de Dianne Reeves y mucho material de archivo del propio McCarthy desparramando embustes y odio maquiavélico a discreción, Clooney, cuyo padre por cierto también fue un presentador televisivo de noticias, Nicholas “Nick” Joseph Clooney, que privilegió las notas serias imparciales en detrimento del amarillismo, el entretenimiento y el partidismo en boga, aquí construye junto a su colaborador habitual Grant Heslov un lienzo sucinto y muy poderoso en torno a estas dos facetas a las que hacíamos referencia, la práctica profesional intachable de Murrow y los episodios concretos de See It Now de 1953 y 1954 que le dedicó al accionar autoritario y demagógico de McCarthy y a sus consecuencias para los acusados, empezando por un corolario que pinta de pies a cabeza el estado de pánico y caza de brujas del momento, léase la decisión de la Fuerza Aérea de echar a uno de sus miembros, Milo Radulovich, porque alguien vio a su padre leyendo un periódico serbio, declarándoselo culpable sin juicio alguno y con la acusación en cuestión dentro de un sobre sellado que nadie vio y encima siendo objeto de un chantaje institucional ya que lo presionaban para que denuncie a su progenitor y a su hermana si quería conservar su trabajo, algo que no ocurrió. Murrow elige el tópico y lo prepara junto a su staff de asistentes de producción, entre los que se destaca Joe Wershba (un Robert Downey Jr. muy contenido, por suerte), quien está casado a su vez con la también reportera Shirley (Patricia Clarkson) a pesar de la prohibición de la CBS de los matrimonios dentro del personal de la cadena, y eventualmente logra la reincorporación de Radulovich a la Fuerza Aérea cuando la institución reconoce que no existe prueba alguna para expulsarlo. Con el apoyo a regañadientes del director de la división de informativos, Sig Mickelson (Jeff Daniels), y en especial del presidente de la televisora, William Paley (Frank Langella), ambos obsesionados con los altos costos de producción de See It Now y la pérdida de los patrocinadores empresarios, muchos de los cuales tienen contratos con el gobierno estadounidense y no desean inmiscuirse en ninguna polémica con el despiadado y poderoso senador y su costumbre de acusar a cualquiera que lo critica de comunista o de adepto lejano al marxismo o la URSS, “pinko” en el argot norteamericano del momento por “pink”, rosa en vez del rojo furioso soviético, el prestigioso conductor se abalanza contra McCarthy para ganarle en la pulseada del tiempo y poder defenderse del seguro ataque diciendo que el senador se está vengando de un informe anterior sobre su persona, ya que de hecho Murrow tiró la primera piedra vía el caso de Radulovich y a Wershba un tal Don Surine (Robert Knepper), allegado a McCarthy, le pasa un sobre con futuras acusaciones inventadas contra el reportero, como ser miembro de Trabajadores Internacionales, haber viajado a Moscú y estar en la nómina soviética desde 1935. Edward utiliza las mismas palabras del senador para poner al descubierto sus delirios mitómanos, sus tácticas de acoso, su propensión a saltearse los procesos legales y sus patéticas contradicciones, un hombrecillo que dice que a nivel nacional un partido político no debe destruir a otro porque la república no duraría mucho como un régimen unipartidista pero en simultáneo afirma que a escala global/ geopolítica lo único que debe prevalecer es el capitalismo yanqui vía la aniquilación del comunismo y sistemas alternativos: Murrow, además, señala el absurdo de pretender defender la libertad en el exterior y negarla en el país natal al punto de jugarle a favor a un enemigo soviético que se regodea de las disputas internas que tienen los yanquis en torno al controvertido senador y su pretensión de salir impune y jamás responsabilizarse por la cacería que lleva a cabo bajo el argumento de hacerle un “gran servicio” a la nación suprimiendo a los elementos indeseables y subversivos, categoría que luego iría a parar al lenguaje de todas las dictaduras tercermundistas genocidas que asesinaron a sus oponentes políticos también bajo pretextos chauvinistas y de “civilización occidental y cristiana”, apoyadas ellas por el engranaje represor de la milicia y de las agencias de inteligencia de Estados Unidos y del resto del Primer Mundo. La respuesta al programa es muy positiva por parte de un público que ya estaba harto de vivir con miedo y del psicópata de McCarthy, por ello el equipo prepara un informe ejemplar sobre el accionar estándar de las persecuciones sirviéndose de la audiencia filmada de Annie Lee Moss, una trabajadora de comunicaciones del Pentágono acusada de ser espía debido a que supuestamente su nombre aparecía en una lista del Partido Comunista de Estados Unidos que vio un topo del FBI, registro audiovisual en el que se percibe la erosión del poder de McCarthy ya que hasta sus propios colegas de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado comienzan a denunciar que las audiencias acusatorias sólo se basan en rumores, dichos, insinuaciones o testimonios indirectos vagos sin ninguna prueba tangible verdadera. See It Now le ofrece el derecho a réplica al senador y éste acusa a Murrow de formar parte de una entidad de obreros socialistas, Trabajadores Industriales del Mundo, a la que el periodista desde ya nunca perteneció, y de ser comunista porque un escritor y politólogo británico de izquierda, Harold Laski, le dedicó un libro de su autoría, aunque no porque ambos coincidan en términos ideológicos sino debido a que admiraba aquellas transmisiones radiofónicas correspondientes a la Segunda Guerra Mundial, planteo que vuelve a remarcar que para el senador “quien lo expone o no comparte su indiferencia histérica hacia la dignidad humana y los derechos constitucionales debe ser un comunista o un simpatizante”, trayendo a colación un esquema hiper intransigente de ayer y hoy en el que en lugar de privilegiar la búsqueda de la verdad irrestricta lo que se pretende es moldear al prójimo -cual dictador ortodoxo de cotillón- a los preceptos propios bajo la idea de que lo único valioso es el credo nativo y de que sin acuerdo ideológico previo resulta imposible una charla pacífica, una colaboración profesional o una simple amistad. Eventualmente el senado decide investigar a McCarthy en lo que será el primer paso hacia el fin de su cruzada, no obstante la victoria resulta agridulce porque Mickelson les informa a Joe y Shirley que debe despedir a un par de empleados de la CBS y les da a elegir si quieren que uno de los desafortunados sea un miembro martirizado del matrimonio Wershba, a lo que se suma el reacomodamiento muy poco beneficioso de See It Now en la grilla de programación de la cadena a instancias de un Paley que extiende el ciclo desde la media hora original a una hora de duración para moverlo del martes a la noche a los domingos a la tarde, ya sin frecuencia semanal rígida y encargándole a Murrow apenas cinco programas que el canal decidirá cuándo salen al aire, amén de la exigencia adicional a Friendly de que empiece a echar asistentes de producción porque los informativos son caros y lo que quiere la cadena es comenzar a privilegiar los programas lúdicos símil game shows o quiz shows como The $64,000 Question, el cual le reporta mucha más ganancia a la CBS que los noticieros. Buenas Noches y Buena Suerte, título tomado del latiguillo que utilizaba Edward para cerrar sus monólogos, establece de manera perfecta la típica contraposición entre el trabajo que uno hace con gusto y pasión, en el relato simbolizado en el amor que le dedica el protagonista a See It Now, continuación televisiva de su antecedente radiofónico Hear It Now, y el trabajo que se encara para “pagar las cuentas” y que implica bajar la cabeza y acomodarse a la escoria mercantil capitalista, aquí ese Person to Person que Murrow lleva adelante sin interés y con risas falsas mientras entrevista al pianista Liberace, el actor Mickey Rooney o el productor Milko Skofic, esposo de la mítica actriz italiana Gina Lollobrigida, también en pantalla. Similar a aquella escena de Quiz Show: El Dilema en la que el presidente del Subcomité de Supervisión Legislativa (George Martin) hablaba de jugar al golf con el mandamás de la NBC, Robert Kintner (Allan Rich), la complicidad y solidaridad entre poderosos también aparece en el opus de Clooney -aunque invertida, con aprietes tácitos amenazantes- no sólo vía las repercusiones negativas que toda la avanzada sobre McCarthy tiene en última instancia en el equipo del magazine sino también a través del intento de un par de coroneles de la Fuerza Aérea, Anderson (Glenn Morshower) y Jenkins (Don Creech), de apelar a las “buenas relaciones” que la entidad militar y la división de noticias de la CBS han tenido en el pasado para evitar que salga al aire el informe sobre la condena y expulsión de Radulovich; a lo que se agrega la exigencia de Paley de cortar todo lazo con aquellos periodistas del staff de Edward que tengan un mínimo vínculo socialista para que el canal no quede “manchado” de posible simpatía roja ante un Estado cooptado por la caza de brujas del senador, con Murrow de todas maneras decidiendo preservar entre sus colaboradores a quien podría ser acusado de prosoviético, Palmer Williams (Tom McCarthy), un reportero cuya ex esposa iba a reuniones del Partido Comunista, bajo la noción de que si nunca hubiesen leído un libro peligroso, tenido un amigo diferente o abogado por un cambio serían el tipo de gente bien conservadora y agresiva que McCarthy y sus pregoneros quieren para el país. El realizador adopta como propio el tono serio y sin estupideces comerciales o momentos remanidos del conductor televisivo para pensar a lo público como lo que es, el campo en el que se juega el destino y la vida de muchísimas personas por lo que el asunto no habilita precisamente la ligereza promedio del espectáculo escapista mainstream, sin embargo sí incorpora una muy interesante dimensión humana personificada en la pareja de los personajes de Downey Jr. y Clarkson y en el funesto devenir de Don Hollenbeck (gran trabajo de Ray Wise), amigo y colega presentador del protagonista y cabeza del programa que sucedía a See It Now, el noticiero nocturno de la cadena, un pobre periodista de izquierda que termina suicidándose abriendo el gas de la cocina de su departamento de Manhattan a raíz de una depresión apenas disimulada que tenía que ver con su divorcio y con los cruentos ataques -acusación de “pinko” de por medio- de uno de los esbirros mediáticos del senador, el execrable Jack O’Brian, columnista del diario The New York Journal American, a su vez perteneciente al imperio del magnate William Randolph Hearst, y suerte de contrafigura de otro reportero que suele acompañar con notas celebratorias la osadía y sensatez de Murrow y los suyos, Jack Gould, del periódico The New York Times. En este sentido, Clooney y Heslov no se privan de señalar un par de jugadas contraproducentes de Edward, primero la negativa que le da a Hollenbeck cuando le pide ir detrás de O’Brian, diciéndole que no puede meterse a la par con McCarthy y Hearst, y segundo aquel hecho que señala Paley en el final, léase lo de refutarle todo al senador salvo aquella aseveración de que Alger Hiss, un oficial del gobierno yanqui tachado de infiltrado ruso, fue condenado por traición cuando realmente fue sentenciado por perjurio, una movida de autocensura circunstancial para así Murrow no quedar pegado a un probable espía comunista verdadero. Más allá de retratar la fascinante batalla entre los dos hombres con un exquisito ímpetu documentalista, el mayor mérito del film sin duda se concentra en esas apertura y cierre ubicadas en la ceremonia de homenaje de 1958 hacia Murrow por parte de la Asociación de Directores de Noticias de Radio y Televisión, en la que el señor pronuncia un discurso demoledor contra esa filosofía ultra bobalicona de la pantalla chica ya emergente a mediados del Siglo XX y presente en la CBS, la NBC y la ABC, los monstruos imbatibles del mercado privado gobernados por una oligarquía de millonarios y/ o imbéciles sin remedio que no tienen ningún contacto con la realidad de la mayoría de la población de a pie y sólo se preocupan por reproducir la espiral de la banalidad lobotomizadora del rating, la publicidad y el marketing, “Si en 50 o 100 años fuera a haber historiadores y se preservaran las filmaciones de una semana de las tres cadenas encontrarían, grabada en blanco y negro y en color, la evidencia de decadencia, escapismo y aislamiento de las realidades del mundo en que vivimos. Estamos cómodos, somos adinerados, gordos y complacientes. Tenemos alergia a la información desagradable o perturbadora. Nuestros medios de comunicación reflejan eso. Pero si no nos deshacemos del exceso de grasa y reconocemos que la TV se usa para distraer, engañar, divertir y aislarnos, la televisión y los que la financian, los que la miran y los que trabajan en ella, podrían ver una película distinta demasiado tarde.” Otro de los núcleos del trabajo de Redford, la oposición entre educación y entretenimiento y la posibilidad de salvar las distancias entre ambos territorios, asimismo regresa de la mano del maravilloso soliloquio final, uno de los grandes momentos del cine del nuevo milenio, “Comencé diciendo que sólo nosotros escribiremos nuestra historia. Si continuamos así la historia se vengará y el castigo nos alcanzará sin demora. Cada tanto exaltemos la importancia de las ideas y la información. Soñemos al punto de decir que un domingo a la noche, espacio ocupado por Ed Sullivan, habrá un programa dedicado al estado de la educación en Norteamérica. Y un par de semanas más tarde un espacio ocupado por Steve Allen se dedicará al análisis de la política estadounidense en Medio Oriente. ¿La imagen corporativa de los patrocinadores se verá dañada? ¿Los accionistas se sublevarán furibundos y quejosos? ¿Pasará otra cosa, además de que algunos millones reciban información sobre temas que podrían decidir el futuro del país y por ende, el de las corporaciones? A los que dicen: ‘A la gente no le interesará… son demasiado complacientes, indiferentes, están aislados’, sólo puedo responder que según la opinión de este periodista hay suficiente evidencia que refuta esa posibilidad. Pero aunque tuvieran razón, ¿qué podrían perder? Porque si tienen razón y este instrumento sólo sirve para entretener, divertir y aislar, el tubo está titilando y pronto veremos que la lucha estará perdida. Este instrumento puede enseñar. Puede educar y sí, incluso inspirar. Pero sólo puede hacerlo si los humanos se disponen a usarlo con esos fines. De otro modo, son apenas cables y luces en una caja. Buenas noches y buena suerte.”

 

Buenas Noches y Buena Suerte (Good Night and Good Luck, Estados Unidos/ Francia/ Reino Unido/ Japón, 2005)

Dirección: George Clooney. Guión: George Clooney y Grant Heslov. Elenco: David Strathairn, George Clooney, Frank Langella, Robert Downey Jr., Ray Wise, Patricia Clarkson, Jeff Daniels, Tom McCarthy, Robert Knepper, Dianne Reeves. Producción: Grant Heslov y Steven Soderbergh. Duración: 93 minutos.

 

 

Primicia Mortal (Nightcrawler, 2014), de Dan Gilroy:

 

A contrapelo de buena parte del Hollywood contemporáneo, ese remilgado y pusilánime que utiliza cada vez menos a la figura de los antihéroes por su ambigüedad moral de base y que cuando por fin se decide a usarlos como centro del relato de turno suele asignarles un castigo ejemplar en el desenlace, el genial director y guionista Dan Gilroy en ocasión de Primicia Mortal (Nightcrawler, 2014) no sólo apuesta por un protagonista de innegable cadencia psicopática sino que incluso transforma a toda la faena narrativa en algo así como una epopeya de promoción, aprendizaje y autosuperación por parte de un hombre del que no conocemos demasiado vía una jugada de retención de información que calza perfecto tanto con el planteo de suspenso de fondo como con la misma idiosincrasia misteriosa de un sujeto sin un background explícito, quien por un lado invita al espectador a construirle un pasado según su propia imaginación y lo visto en pantalla y por el otro lado nos lleva a sumergirnos en el mundo del periodismo callejero independiente o freelance a cargo de los denominados “stringers”, léase reporteros, fotógrafos y camarógrafos que recorren el bastión metropolitano en busca de noticias y/ o de material audiovisual para venderles a las cadenas de televisión o los periódicos de gran tirada. A Gilroy se le ocurrió la idea de la película a fines de la década del 80 cuando llegó a sus manos uno de los más famosos fotolibros de la historia, Ciudad Desnuda (Naked City, 1945), de Arthur (Usher) Fellig alias Weegee, fotógrafo legendario y stringer pionero que capturó diversas postales de la ciudad de Nueva York durante los 30, 40 y 50 relacionadas con la marginación, la muerte, la vida urbana, los crímenes y los heridos con vistas a ofrecérselas a publicaciones como The New York Journal American, Daily News, New York Herald Tribune, New York Post, The Sun y The New York World-Telegram, entre otras. Muchas veces señalado como la contraparte neoyorquina de Gyula Halász alias Brassaï, colega fotógrafo especializado en retratar aquella París de entreguerras, y como la inspiración directa de Diane Arbus, quien en los 60 retomaría el fetiche de Weegee con los freaks, los nudistas y los artistas de circo, el fotógrafo inspiraría el clásico del film noir La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), del eterno Jules Dassin, e incluso se desempeñaría como consultor de efectos especiales en Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), de Stanley Kubrick, siendo su curioso acento de inmigrante austríaco/ húngaro/ ucraniano una de las influencias cruciales de Peter Sellers a la hora de componer al muy bizarro doctor filo nazi del título. En un primer momento Gilroy escribió un guión teniendo a Weegee como eje y en la tradición del neo noir de Barrio Chino (Chinatown, 1974), obra maestra de Roman Polanski con Jack Nicholson, Faye Dunaway y John Huston, no obstante cuando llega a la cartelera yanqui La Mira Indiscreta (The Public Eye, 1992), biopic no oficial de Fellig aunque al mismo tiempo muy pegada al susodicho, escrita y dirigida por Howard Franklin y protagonizada por un popular Joe Pesci que venía de Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), Mi Pobre Angelito (Home Alone, 1990), JFK (1991) y Mi Primo Vinny (My Cousin Vinny, 1992), el realizador se decide de a poco a transformar el proyecto en una adaptación posmoderna -entre tétrica y satírica- de la figura en general del stringer, asimismo retomando la angustia existencial apenas disimulada de los protagonistas de Taxi Driver (1976) y El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982), ambas de Martin Scorsese y estelarizadas por Robert De Niro, y los retratos de Michael Mann de hombres solitarios y obcecados a lo western crepuscular aunque moviéndose dentro de un contexto citadino vivificado/ animista pasivo que toma la forma de un personaje más dentro de la trama en cuestión, algo que pudo verse en mayor o menor medida en films como Ladrón (Thief, 1981), Cazador de Hombres (Manhunter, 1986), Fuego contra Fuego (Heat, 1995), Colateral (Collateral, 2004), Miami Vice (2006) y Enemigos Públicos (Public Enemies, 2009). Hoy el protagonista es Louis Bloom (Jake Gyllenhaal), personaje fascinante si los hay porque el señor pasa de robar cables de cobre, alambrados metálicos y tapas de alcantarillado y de golpear a un guardia de seguridad de una obra en construcción (Michael Papajohn) para sustraerle el reloj a pedirle trabajo al propietario de un depósito de chatarra donde vende todo (Marco Rodríguez), quien por cierto lo rechaza afirmando que no contrataría a un ladrón, y a comenzar a interesarse por el oficio del stringer cuando se topa con un equipo del rubro encabezado por Joe Loder (el querido Bill Paxton), veterano que lleva ya 14 años de “rastreador/ merodeador nocturno”, cual el título original en inglés. Bloom rápidamente comprueba el filón comercial del asunto cuando de hecho ve que una de las cadenas televisivas locales de Los Ángeles emite el material que le vendió Loder, por ello roba una bicicleta de competición y consigue 800 dólares de crédito en una casa de empeño, utilizándolos para llevarse una rudimentaria cámara de video y un escáner para escuchar la banda radiofónica de la policía y enterarse de los sucesos cruentos de la metrópoli. Luego de un par de intentos fallidos en los que resulta echado por los oficiales, consigue registrar las consecuencias de un robo de auto fatal -con la víctima desangrándose en el suelo en primer plano- y vende las imágenes a la directora de la división de noticias de la cadena KWLA 6, Nina Romina (Rene Russo, esposa de Gilroy), una mujer de una sinceridad brutal que le termina de aclarar cómo son las cosas en el periodismo sin ética, amarillista y volcado al sensacionalismo racista y súper estigmatizante a nivel comunal/ cultural/ económico/ étnico/ laboral: lo que le interesa comprar son imágenes gráficas de accidentes y crímenes violentos en zonas residenciales típicamente blancas/ de caucásicos ricos y en especial aquellos actos delictivos cometidos por individuos de minorías sociales o pertenecientes a los suburbios pauperizados de Los Ángeles, algo que queda ejemplificado en una maravillosa línea de diálogo de Nina a Louis, “La forma más clara para ilustrarte esto, Lou, que captura el espíritu de quienes somos, es pensar en nuestro noticiero como una mujer gritando corriendo por la calle con la garganta cortada.” Bloom de inmediato se hace de los códigos policiales en Internet para poder filtrar los pedidos de auxilio según las demandas de su mentora y contrata por 30 dólares la noche a un pobre homeless que acaba de terminar la secundaria y cuya única experiencia laboral es en jardinería, Rick (Riz Ahmed), a quien en un primer momento le asigna la tarea de pasarle instrucciones de manejo a través del GPS -para llegar lo más rápido posible a las sedes de los incidentes- y a posteriori le entrega una segunda cámara para tener más tomas que vender. Loder se le adelanta en un incendio pero el protagonista llega primero a un tiroteo que aterrorizó a un clan de burgueses, en el hogar de quienes se mete mientras están hablando con la policía no sólo para filmarlos tranquilo sino para manipular la escena subiendo unas fotos familiares de la heladera a la altura de los disparos de turno, enfatizando el contraste entre lo idílico y el peligro. Entre asesinatos, intentos de homicidio, peleas estrambóticas, robos varios y accidentes a raíz de conductores borrachos o drogados, Louis ve mejorar significativamente su posición económica y por ello cambia su Toyota destartalado por un deportivo rojo último modelo para aumentar la velocidad en calles y avenidas y por supuesto compra computadoras para editar el material fílmico y más y mejores cámaras pensando en la calidad de las imágenes; al tiempo que se vuelve más temerario e inhumano al punto de arrastrar a algún que otro cadáver de un accidente automovilístico para lograr un plano más interesante, rechazar el ofrecimiento de Joe de dirigir su segunda camioneta/ equipo de rodaje y hasta extorsionar a la desesperada Nina con venderle su suculento y sanguinario registro citadino a otra cadena si no se acuesta con él, a sabiendas de que está próximo a vencerse el contrato de dos años de la fémina con KWLA 6 y necesita sí o sí de esos altos ratings que generan las filmaciones de Bloom para los noticieros del canal. Presionado por Romina para que cumpla su parte del trato y le entregue “cosillas jugosas” y después de que Loder le ganase en un accidente aéreo, Louis le sabotea la camioneta al adversario profesional y vuelve al ruedo con todo obteniendo imágenes de un Joe muy malherido que se estrella de frente contra un poste de luz y de un supuesto asalto en una zona residencial con violación de domicilio, lugar al que llega velozmente con Rick porque lo tenían a sólo cinco cuadras de distancia, encontrándose con dos sicarios que salen de una mansión luego de reventar a tres individuos. Romina está encantada con la carnicería pero una vez más Bloom multiplica la apuesta exigiendo un mínimo de 15.000 dólares y que a partir de ahora le presente a toda la plana mayor de KWLA 6 y todo su material sea acreditado al aire a su persona mediante alusiones de los dos conductores del informativo, Ben Waterman (Rick Chambers) y Lisa Mays (Holly Hannula), a su flamante compañía, Noticias Producidas en Video, reclamos a los que la mujer se ve obligada a ceder. Pixelando los rostros y sin mencionar la dirección exacta de la masacre, las imágenes son emitidas y pronto reproducidas por todas las cadenas de Los Ángeles, generando que un par de detectives, Frontieri (Michael Hyatt) y Lieberman (Price Carson), se presenten en el departamento del protagonista para interrogarlo sobre su rauda llegada a la escena del crimen, a los cuales les dice que entró porque la alarma estaba sonando y para chequear si podía ayudar a las víctimas, ocultándoles el detalle de que tiene filmados a los asesinos y la matrícula de su vehículo. Con Rick montan vigilancia en el domicilio donde está radicada la camioneta de los sicarios y para asegurarse la lealtad de su ayudante le sube el sueldo a 75 dólares la noche, sin embargo el joven se pone ambicioso cuando se entera de que hay una recompensa de 50.000 dólares para quien pase un dato que permita atrapar a los responsables del triple homicidio, así que lo presiona para que le entregue la mitad de lo que pudiesen sacar de la movida de seguir al dueño del vehículo, esperar a que se reúna con su cómplice y luego denunciarlos ante la policía cuando estén en un lugar público de un vecindario blanco o ricachón, lo que efectivamente hacen cuando los susodichos, dos latinoamericanos, paran en un restaurant llamado Chinatown Express, situación que se descontrola porque llega la policía para el arresto, se inicia una balacera, un oficial y uno de los criminales reciben disparos y el restante escapa malherido en la camioneta desencadenando una persecución a toda velocidad que Rick y su jefe registran en video. Patrulleros destruidos de por medio, Bloom engaña a Rick diciéndole que el sicario está muerto dentro de su camioneta volcada, no obstante el hombre continúa con vida y le dispara al muchacho para después salir caminando, mirar fijamente a Louis y terminar siendo abatido por más oficiales de policía, con el tremendo psicópata filmando además la muerte de su segundo mientras le aclara que no puede “poner en peligro el éxito de la compañía para retener a un empleado desleal”. Justo antes de la emisión del material en KWLA 6 Frontieri arresta a Bloom y el jefe de redacción de la cadena, Frank Kruse (Kevin Rahm), le informa a Nina que se encontró 25 kilos de cocaína en la mansión de la carnicería, en función de lo cual el episodio se convierte de violación de domicilio a asalto intra gremio de narcotraficantes, pero a Romina eso no le importa y trasmite el nuevo material de su protegido dentro del “marco narrativo” original, el de la delincuencia urbana que padecen los adinerados cortesía de las minorías bárbaras. A posteriori de sacarse de encima a los detectives inventando una historia centrada en el acoso de los sicarios contra él y Rick, en una maniobra evasiva y en la llegada al azar al restaurant, desde donde hizo la llamada al 911 alertando sobre los hombres, el protagonista se expande al punto de comprar dos camionetas totalmente equipadas y contratar a tres pasantes que se transforman en sus nuevos esclavos multiuso para rapiñar las calamidades de la noche. La obra maestra de Gilroy, sin duda una de las mejores películas de lo que va del nuevo milenio, supera por mucho el formato de thriller con dosis de comedia negra implícita o el clásico estudio de personajes en torno a una figura excelentemente escrita y desarrollada, el Louis del extraordinario Jake Gyllenhaal, gracias a que esta suerte de neo film noir de los medios de comunicación analiza la correlación que existe entre el contenido basura, sensacionalista, espectacularizado y/ o truculento y la muy evidente demanda de un público que ha sido condicionado a lo largo de años y años por el aparato mediático para disfrutar de la evasión de la realidad y consagrarse a tragedias que afectan a terceros juzgados como “modelos” dentro del entramado del prejuicio comunal, de ahí se explican la enorme insensibilidad ante el dolor ajeno -vía un acostumbramiento a esa indiferencia propia de las grandes capitales- y el hambre de debacles que tengan por núcleo a clanes burgueses de buen pasar, ardid que se entronca con la típica envidia contagiosa del capitalismo a través de la cual los distintos estratos de la sociedad pretenden escalar posiciones en la pirámide del despojo para convertirse en oligarcas y para mirar al resto de los mortales desde la cima de la falta de solidaridad o mínimo interés con respecto a las injusticias, la hambruna y la inequidad de fondo de todo el sistema: dicho de otro modo, Bloom y sus manejos maquiavélicos son un producto de un esquema simbólico/ cultural/ psicológico que se regodea de la desgracia del prójimo de escala inferior -o del cofrade de clase social- y celebra de manera tácita el accionar de las altas esferas de la execrable y especuladora burguesía empresaria, planteo retórico que no se limita a la televisión caníbal de ayer y hoy sino que también puede ser extendido a la andanada de imbéciles que desde las redes sociales y aledaños pretenden entronizarse ya sea arriesgando su vida y la de los otros o poniendo un ladrillo más en el colosal muro de la banalidad contemporánea, hermanada ésta a lo alienante y lo enajenado tontuelo. Una y otra vez el contenido que de verdad podría ayudar al público metropolitano y bucólico -vinculado a la educación, la salud, el trabajo, el arte, la política barrial, etc.- es dejado de lado por parte de las grandes cadenas de TV y portales web de noticias en pos de favorecer refriegas internas de los círculos del poder institucional y una manía con un sinnúmero de noticias policiales que desde ya jamás empardan a la pobreza, el desempleo y la miseria del capitalismo sino a una especie de inmanencia propia de las sociedades modernas que resumen en la palabra “inseguridad” y que tratan como un tópico aislado con respecto al resto de las dimensiones del colectivo social, reducido a males que parecen resolverse sólo con más y más policía en las calles y más y más represión por todos lados, lo que por supuesto pone al descubierto la connivencia entre los canales y el gobierno para reforzar el fantasma de un alzamiento popular que justifique las múltiples masacres que las fuerzas de represión cometen contra cualquier grupo comunal, militante o ideológico que reclame el fin de la indigencia generalizada en medio de un capitalismo cada día más salvaje y cercano a la autodestrucción. En este sentido, Louis es en simultáneo víctima y victimario del capital mediático, en primer lugar porque apenas si terminó la secundaria y está obsesionado con incorporar todo el lenguaje baladí de los cursos bobalicones on line y de los negocios antropófagos más crueles y marketineros y en segundo término debido a que no le lleva mucho tiempo transformarse en lo que considera su “ideal laboral”, léase un parásito de la jungla de cemento que respeta a rajatabla los preceptos esquemáticos y de índole darwinista de la administración de empresas con el objetivo manifiesto de llevarse puestos a todos, hablamos de la competencia, los superiores, los empleados y esos pobres diablos que registra mientras se están muriendo o cuando ya conocieron a la inefable parca, en suma una simbiosis entre el material ofrecido a la cadena y ese anhelo del masoquismo de derecha de espanto criminal/ étnico/ político/ de clase social de unos espectadores con anteojeras cual caballos que marchan campantes y sin queja alguna hacia el matadero. Esta modalidad idiotizante de los consumos culturales e informativos, la cual como afirmábamos con anterioridad viene rubricada desde las cúpulas gubernamentales y empresarias del ecosistema global, está obstinada en aumentar la llegada vía índices tecnocráticos de respuesta que se miden en interacciones en el terreno de las redes sociales y los sitios web y en ratings y sucedáneos en materia de las cadenas televisivas, el videocable y los servicios de streaming, una lógica impiadosa que achata y empobrece a los contenidos promedio, genera millones de doppelgängers huecos, lobotomiza al público al punto del automatismo acrítico y en especial profundiza la concentración y hegemonía capitalista en pocas manos que pasan a controlar el destino de la gran mayoría de los usuarios de pequeñas y grandes pantallas interactivas con una oferta en clara crisis o descenso cualitativo (y hasta a veces cuantitativo también, como si fuese un acto gerencial involuntario de sincericidio mediante la eliminación de duplicados de duplicados de duplicados en catálogos saturados de datos, noticias, obras y productos francamente indistintos). Resulta hasta paradójico pero lo cierto es que Primicia Mortal, más allá de la ausencia de un marco ético que abarque el respeto de la vida humana por parte del antihéroe, constituye incluso un elogio irónico del accionar artesanal de estos pocos verdaderos emprendedores del presente que en el reino de la repetición televisiva y on line ad infinitum aún consiguen material de primera mano como aquellos simpáticos fotógrafos o buitres desalmados del caos metropolitano de otro tiempo, además trayendo a colación los viejos interrogantes morales del documental participante en lo que atañe a dónde estaría la frontera exacta entre lo objetivo imparcial de puro registro audiovisual distante y lo subjetivo de intervención desvergonzada en la realidad que ocurre o se desarrolla delante de la cámara, aquí con Bloom ni siquiera preocupándose por las hipotéticas limitaciones ya que pasa de mover unas fotos y manipular un cadáver a eliminar de lleno a la competencia, matar a un empleado que osó rebelarse y en general construir las tragedias que inmortaliza con el dispositivo técnico, haciendo que objeto, sujeto, industria voraz y audiencia desensibilizada formen una amalgama indisociable de mutua complicidad mercantil vía estadios de un régimen de percepción muy enfermo al que sólo le importa el enriquecimiento por publicidad especulativa como si fuese un reality show de la violencia extasiada o del desamparo íntimamente denigrante de la cámara testigo que se nos impone. Las mínimas discusiones doctrinarias entre los intermediarios de KWLA 6 pasan rápido a un segundo plano, con una Romina despreocupada por la algarabía gore y un Kruse que pone reparos de ética periodística frente a las truculencias para después terminar bajando la cabeza ante Nina, debido a que el centro del relato es esta perversa gesta de pedagogía capitalista que alza al personaje de Gyllenhaal como la síntesis perfecta de los monstruos que produce la TV plutocrática y la preeminencia de la dialéctica comercial irrestricta de los ratings y la llegada masiva mediante estupideces monotemáticas que se reproducen sin cesar entre los palurdos de un público en gran medida cooptado por el discurso evasor de la realidad de los grandes magnates de la comunicación nacional y planetaria, aquí analizada por un Gilroy inspiradísimo que baja al minimalismo del ciudadano común todo este armazón del saqueo intelectual y material, una vez más poniendo en entredicho la actitud del esclavo que celebra al amo que lo empobrece y que lo mantiene idiotizado consumiendo mediocridad y porquerías masticadas. Ayudado por sus dos hermanos, el productor Tony y el editor John, y echando mano de una banda sonora etérea de un James Newton Howard que reproduce aquellas de impronta ambient de las odiseas de Michael Mann, el director y guionista desnuda los preceptos básicos de la televisión comercial contemporánea, sus estrategias de manipulación y la misma cultura de la “no verdad” instantánea y recortada con vistas a generar el mayor impacto/ exageración posible mediante una visceralidad sin análisis objetivo ni marco humano o contextual alguno, más allá del objetivo de servir para desparramar más miedo apático, individualismo e insistente desconfianza hacia el prójimo.

 

Primicia Mortal (Nightcrawler, Estados Unidos, 2014)

Dirección y Guión: Dan Gilroy. Elenco: Jake Gyllenhaal, Riz Ahmed, Rene Russo, Bill Paxton, Kevin Rahm, Michael Hyatt, Price Carson, Marco Rodríguez, Michael Papajohn, Rick Chambers. Producción: Tony Gilroy, Jake Gyllenhaal, David Lancaster, Michel Litvak y Jennifer Fox. Duración: 117 minutos.