El Hombre del Traje Blanco (The Man in the White Suit)

La industria textil al desnudo

Por Emiliano Fernández

Honestamente hoy vivimos en uno de los peores mundos posibles y no sólo debido a que la especulación reemplazó hace mucho al trabajo al punto de extenderse como un virus por toda la sociedad, sino también porque la nueva fase del capitalismo tiende a precarizar lo que aún queda del ecosistema laboral, a destruir a la educación como garantía de ascenso social y a enarbolar a la mecanización, la técnica y la miniaturización como unas panaceas ortopédicas del ser humano que una y otra vez terminan en fiasco porque el grueso del aparato productivo de las últimas décadas apuesta a expulsar la mayor cantidad posible de trabajadores, considerándolos cargas o gastos innecesarios, y a reorientarse a los servicios, el comercio, el turismo, la susodicha especulación, el ocio y la comunicación, rubros que nada tienen de fundamentales para las masas pauperizadas y su máxima preocupación diaria, el alimento. El Hombre del Traje Blanco (The Man in the White Suit, 1951), opus de Alexander Mackendrick, incluso realizado en la coyuntura del Estado de Bienestar y del pleno empleo de mediados del Siglo XX, explora de manera enfática y muy inteligente uno de los latiguillos primordiales de las sociedades modernas, la innovación tecnológica y su doble faceta como, por un lado, depositaria de utopías y/ o anhelos de mejora general de la vida de la población y como, por el otro lado, catalizadora de temores bien reales que la homologan a otra excusa más de la patronal capitalista para continuar deshaciéndose de sus empleados porque sectores productivos enteros podrían pasar de un momento a otro a mutar en obsoletos, esquema que además trae a colación la típica ansiedad metropolitana y este ciclo de frustraciones ya que lo que a priori podría interpretarse en términos de una novedad beneficiosa o vinculada a la prosperidad, la evolución o la durabilidad, asimismo suele convertirse en un consumo suntuario, en núcleo de diversas y flamantes mafias y en última instancia en disparador de un nuevo período de inestabilidad en el mercado que se corresponde con la voracidad de la alta burguesía y el statu quo, con el control regulatorio de las cada día más delirantes y fascistas administraciones públicas y con la abulia o los mecanismos de protección que ensayan los sectores populares desde su indefensión o su rol de carne de cañón en lo que atañe a siempre verse obligados a padecer las muchas debacles.

 

El Hombre del Traje Blanco constituye la quintaesencia del modelo narrativo característico de su casa productora, los legendarios Ealing Studios de Londres, compañía célebre por una memorable andanada de films estrenados entre 1948 y 1955, este último el año en el que la empresa fue vendida a la BBC y reconvertida en estudio televisivo, basta con pensar que la propuesta que nos ocupa aglutina los tres latiguillos principales de Ealing, primero su naturaleza de comedia sutilmente satírica, ahora volcada a la industria textil y las nubes de humo y de paranoia colectiva económica que levantan las invenciones, segundo el molde retórico del ciudadano común contra el maquiavelismo de las elites capitalistas o políticas, planteo que en pantalla nos sitúa frente al combate nada disimulado entre el agente del cambio y las fuerzas constituidas tanto en el establishment como en la multitud sometida de los menesterosos, y tercero la premisa de una comunidad en declive que se condice con el debilitamiento ya terminal posterior a la Segunda Guerra Mundial del Imperio Británico, por ello en la película un plantel laboral todavía con dignidad se muestra aguerrido ante los jefes y lucha por lo que considera justo y sus propios puestos de trabajo, aún muy lejos de la apatía y el egoísmo de la posmodernidad de la década del 70 en adelante. Mackendrick, un norteamericano asentado en el Reino Unido, fue sin duda el realizador crucial de la fase clásica de Ealing Studios, dirigiendo joyas como la comedia bélica/ costumbrista ¡Whisky en Abundancia! (Whisky Galore!, 1949), el drama sobre sordera Mandy (1952), la farsa de choque cultural Un Yanqui en Escocia (The Maggie, 1954) y la obra maestra de la comedia negra El Quinteto de la Muerte (The Ladykillers, 1955), convites que le abrirían las puertas de la industria hollywoodense aunque lamentablemente sólo podría filmar allí una única película con el nivel de calidad de las previas inglesas, La Mentira Maldita (Sweet Smell of Success, 1957), siendo echado luego por perfeccionista de los rodajes de El Discípulo del Diablo (The Devil’s Disciple, 1959), completada por Guy Hamilton, y de Los Cañones de Navarone (The Guns of Navarone, 1961), que terminaría a cargo de J. Lee Thompson, para caer de a poco en el olvido vía Solo contra África (Sammy Going South, 1963), Vendaval en Jamaica (A High Wind in Jamaica, 1965) y No Hagan Olas (Don’t Make Waves, 1967).

 

El guión del director, John Dighton y Roger MacDougall, éste un primo de Mackendrick, dramaturgo prolífico y conocido además en el ámbito cinematográfico por las historias de El Rugido del Ratón (The Mouse That Roared, 1959), de Jack Arnold, y Traición en el Alto Mando (A Touch of Larceny, 1960), del nombrado Hamilton, está basado en una puesta teatral previa de MacDougall y gira alrededor de Sidney “Sid” Stratton (el querido Alec Guinness), un ingeniero químico y ex becario de la Universidad de Cambridge que trabaja como investigador en diferentes fábricas textiles de las que es echado sistemáticamente por el trasfondo extravagante y en especial oneroso de sus experimentos, esos que guarda en secreto y por ello enfurece a sus diferentes supervisores o patrones al extremo de dejarlo ir sin saber que el descubrimiento del señor, una fibra artificial de vanguardia que no se mancha ni se rompe o estropea porque repele la suciedad y es extremadamente resistente, puede ser revolucionario. El hombre trabaja en una planta propiedad de Michael Corland (Michael Gough), oligarca que pretende que un competidor más poderoso, el también narrador Alan Birnley (Cecil Parker), invierta en su fábrica y para ello enamora a la hija del anterior, la hermosa Daphne Birnley (gran desempeño de Joan Greenwood), creyendo que con la promesa de matrimonio en puerta Alan desembolsará unos cuantos billetes en las ambiciones de expansión de su futuro yerno, sin embargo en una inspección rutinaria ambos jerarcas descubren los bizarros experimentos de Stratton y su costo, la friolera para entonces de cuatro mil libras, lo que ridiculiza a Corland y lo priva de un dinerillo con el que ya contaba. Raudamente echado, Sidney concurre a la oficina de empleo y consigue un puesto de peón en la empresa de Birnley, donde una jornada al descargar un microscopio de electrones logra meterse en el laboratorio y demostrar su valía y conocimientos, por ello renuncia como operario y comienza a trabajar sin remuneración en el lugar, a cargo del jefe de investigación Hoskins (Henry Mollison). Sid eventualmente termina de pulir su invento cuando se hace del financiamiento de Alan, el cual tolera la seguidilla de explosiones que generan los ensayos, no obstante pronto se gana el odio del sindicato textil del mandamás Frank (Patric Doonan) y la patronal reunida en torno a Sir John Kierlaw (Ernest Thesiger).

 

El conjunto de saco y pantalón al que hace referencia el título de la comedia, el primero que se confecciona con la fibra de Stratton, uno blanco porque aún no es posible teñir la tela y hasta luminiscente porque incluye partículas levemente radioactivas, materializa todos los temores de los representantes del capital y la mano de obra en materia del posible cierre de las plantas ya que de hecho el traje no se ensucia ni se desgarra y ello implicaría que de comercializarse generaría en el mediano y largo plazo la destrucción de la industria textil tradicional basada en el desgaste del tejido y la sustitución masiva de la vestimenta. El tramo final de la película, aquel correspondiente a la desesperación en paralelo y hasta en conjunto de trabajadores y patronal, nos presenta una escalada de la violencia contra el ingeniero químico que va desde un intento de impedir la difusión del invento con dinero y hasta sexo, provisto por nada menos que Daphne, a persecuciones, secuestros cruzados y hasta un esbozo de asesinato por linchamiento a menos que renuncie a sus pretensiones de seguir avanzando en el desarrollo de la fibra experimental de índole cuasi fantástica, lo que le permite al film analizar también el juego de lealtades y traiciones de clase que se mueve detrás del derrotero de Sidney, en esencia un burgués pragmático, gélido y solitario que despierta el interés romántico de dos señoritas que simbolizan este espectro comunitario aludido, nos referimos a la misma Daphne, ricachona que parece actuar para los acólitos de Kierlaw aunque luego se vuelca hacia la defensa del descubrimiento porque despertó su curiosidad científica, y la hilarante Bertha (Vida Hope), una proletaria orgullosa y militante sindical cercana a Frank que defiende a Stratton siempre y cuando se ubique del lado de los obreros y no se venda al capital explotador, mujer a la que no le tiembla el pulso a la hora de encerrarlo porque el muchacho no comprende razones y continúa obsesionado con fabricar la tela cueste lo que cueste. Más allá de este rechazo semejante al ludismo contra una innovación fetichizada que sí es extrema/ radical/ drástica y no debería confundirse con la estrategia burda del mercado capitalista de vender como nuevo el mismo producto de siempre bajo la dialéctica marketinera mentirosa de lo “flamante reluciente”, El Hombre del Traje Blanco asimismo piensa en primer término las dificultades y humillaciones que sufren los artistas famélicos, en esta oportunidad metaforizados en un Sid que prefiere no recibir remuneración alguna a cambio de que se le permita usar el laboratorio de Birnley y dedicarse a lo que ama, la investigación, y en segundo lugar la triste mediocridad de unas mayorías entre las que se pierde el genio real, ese que desde su pequeña isla trabaja para un progreso social, espiritual, idiosincrásico, cultural o cognitivo que casi siempre termina manoseado, bastardeado o ninguneado por sus pares y por aquellos que se ubican tanto encima como debajo suyo dentro de la pirámide plutocrática comunitaria, de allí que en la etapa inicial de su trabajo sea echado de todas las empresas por incomprensión -y a raíz de su táctica de maquillar los gastos abultados de turno engañando a los burócratas risibles de contaduría- y cuando finalmente consiga el respaldo económico y moral necesario se gane la animadversión de los sectores que consideran que el invento les pegará duro a futuro. Todos los personajes son pequeñas obras maestras del entramado ficcional que se condice con la realidad, consideremos a un Sidney bastante huraño e introvertido que no sabe cómo presentar en sociedad su fibra, una Daphne que hace las veces de la clásica burguesa de izquierda que un día defiende una causa y al día siguiente la contraria, esa inefable Bertha que representa a la ortodoxia algo lunática de la vieja militancia proletaria, un Birnley que la va de industrial revolucionario aunque resulta un cobarde que se acomoda al negocio establecido, un Corland amigo del capitalismo despiadado y ultra caníbal, un Kierlaw a lo infaltable momia del rubro de los magnates hediondos y un Hoskins soberbio y mierdoso como toda la gerencia intermedia de las grandes firmas de la modernidad y más allá. El desenlace, cuando la turba le destroza el traje por la súbita inestabilidad de la tela, también tiene que ver con este desfasaje entre el conservadurismo del sentir popular, los desarrollos técnicos acelerados y el hambre de lucro de los conglomerados empresarios, ya que la derrota temporaria de Stratton esconde la revelación del epílogo, cuando el personaje de Guinness descubre su error repasando sus apuntes y la reaparición del recordado leitmotiv de la banda sonora, esa marcha musical de Benjamin Frankel vía las emanaciones de los tubos de ensayo y similares, nos aclara que el descubrimiento es inobjetable y ya no se puede regresar a una fase previa porque el cambio llegó para quedarse, nos guste o no…

 

El Hombre del Traje Blanco (The Man in the White Suit, Reino Unido, 1951)

Dirección: Alexander Mackendrick. Guión: Alexander Mackendrick, Roger MacDougall y John Dighton. Elenco: Alec Guinness, Joan Greenwood, Cecil Parker, Michael Gough, Ernest Thesiger, Henry Mollison, Vida Hope, Patric Doonan, Howard Marion-Crawford, Duncan Lamont. Producción: Michael Balcon. Duración: 85 minutos.

Puntaje: 10