Inicios de Ridley Scott

La inventiva y el desparpajo

Por Emiliano Fernández y Martín Chiavarino

Introducción, por Emiliano Fernández:

 

En nuestra demacrada época ya casi no existen lo que podemos definir como “directores acontecimiento”, esos creadores tan únicos e irrepetibles que dejan de lado toda referencia posmoderna baladí y han sabido despertar un vendaval de reacciones sociales a lo largo del globo con sus películas, estirpe de unos Stanley Kubrick, Sam Peckinpah y Federico Fellini que se abrieron paso a lo largo de las décadas con obras maestras que marcaron un antes y un después en términos conceptuales y de valoración popular en un arte tan fascinante, masivo, querido y heterogéneo como el cine. Ridley Scott es uno de los poquísimos genios verdaderos cuyo estilo es reconocible inmediatamente, apenas segundos después de haber visto cualquier fragmento de sus films, señor que nos ha regalado películas fundamentales y/ o ineludibles de fines del Siglo XX y comienzos del Siglo XXI como Alien (1979), Blade Runner (1982), Thelma & Louise (1991), Gladiador (Gladiator, 2000), La Caída del Halcón Negro (Black Hawk Down, 2001), Prometeo (Prometheus, 2012) y Misión Rescate (The Martian, 2015), entre muchas otras de un periplo muy largo que pasaremos a analizar a continuación centrándonos exclusivamente en la etapa iniciática del realizador inglés, en concreto las citadas Alien, Blade Runner y Thelma & Louise aunque también Los Duelistas (The Duellists, 1977), Leyenda (Legend, 1985), Peligro en la Noche (Someone to Watch Over Me, 1987), Lluvia Negra (Black Rain, 1989) y 1492: Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise, 1992). Más allá del hecho de que la efervescente producción artística de Scott puede dividirse entre opus excelentes en línea con Los Duelistas, Alien, Blade Runner, Leyenda, Thelma & Louise, Gladiador, Prometeo, la incomprendida El Abogado del Crimen (The Counselor, 2013) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), trabajos dignos como Lluvia Negra, 1492: Conquista del Paraíso, Hannibal (2001), La Caída del Halcón Negro, Los Tramposos (Matchstick Men, 2003), Cruzada (Kingdom of Heaven, 2005), Gánster Americano (American Gangster, 2007), Robin Hood (2010), Éxodo: Dioses y Reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014), Misión Rescate y Alien: Covenant (2017), y odiseas algo olvidables o fallidas a la par de Peligro en la Noche, Corazón de Héroes (White Squall, 1996), Hasta el Límite (G.I. Jane, 1997), Un Buen Año (A Good Year, 2006) y Red de Mentiras (Body of Lies, 2008), lo cierto es que cualquier película del susodicho es un festín para los ojos y que su tratamiento antiprejuicios frente a cualquier tópico/ premisa/ temática/ latiguillo nos garantiza un enfoque inesperado y en muchas ocasiones insólito ya que aquí la libertad creativa suele unificarse -como ya casi nunca ocurre en nuestra contemporaneidad- con el entretenimiento masivo e inteligente para adultos pensantes, no para oligofrénicos infantilizados que quieren ver mil veces la misma mierda como moscas que marchan raudas al encuentro con su apestoso destino. El cineasta británico no sólo es una máquina incansable de trabajar sino que jamás se quedó dormido en los laureles del pasado remoto en contraposición a tantos colegas que cuando tienen un hit entre manos dejan pasar un buen tiempo entre película y película como si estuviesen cocinando una joya cuando en realidad combinan un encargo berreta con otro encargo berreta incluso más grande, en sí perspectivas plutocráticas y etapas dilatadas que casi siempre derivan en decepción porque ya desaparecieron aquellos días del séptimo arte mainstream de impronta autoral debido a la triste hegemonía de esa industria audiovisual castradora, planetaria y uniformizada/ uniformizadora del presente. En este sentido, Scott siempre se manejó con una posición intermedia muy perspicaz que concilia las exigencias de espectacularidad sin freno o grandes estrellas con su querida idea de ofrecer obras que no menosprecien la capacidad intelectual del espectador y efectivamente hagan progresar al cine como arte coherente y autónomo en detrimento de los caprichos de los dictados del marketing, la publicidad y los popes intercambiables de ese entramado hollywoodense del que terminó de independizarse cuando en 1995 fundó Scott Free Productions junto a su hermano Tony, génesis para una andanada de películas de la más variada naturaleza que contradicen los esquemas preconcebidos, la corrección política y las limitaciones aburridas de los grandes estudios. Recuperar la génesis de la carrera del amigo Ridley, un sultán creativo de vieja cepa, es un verdadero placer porque nos devuelve a una etapa en la que el cine era muchísimo más interesante y vital que hoy en día y donde las sorpresas y los bellos giros profesionales extravagantes eran la constante en carreras como las del inquieto Scott, gran maestro de la técnica cinematográfica en medio del mar de la mediocridad de legiones de realizadores que pretenden copiarlo sin llegarle a los talones en inventiva y desparpajo.

 

Índice:

 

 

Los Duelistas (The Duellists, 1977), por Emiliano Fernández:

 

Pasan los años pero Los Duelistas (The Duellists, 1977) sigue resultando igual de terrorífica porque su retrato del encono en espiral ascendente, prácticamente transformado en un deporte que se autojustifica en su amalgama de miedo y adrenalina, continúa gozando de una inusitada vigencia por este sustrato primordial que nos habla de la violencia caprichosa paradigmática del ser humano y su tendencia a engrandecer las disputas de modo paulatino hasta convertirlas en una bola de nieve que multiplica su volumen al punto de condenar al olvido a su casi siempre diminuto catalizador inicial, esa pequeña idiotez o desacuerdo o burla o antojo sádico que empezó todo. La ópera prima de Ridley Scott, sin duda uno de los mejores debuts de la historia del séptimo arte, logra balancear su naturaleza paradójica ya que hablamos de una producción de relativo bajo presupuesto, enmarcada en la extensa carrera como director publicitario del señor junto a su hermano menor Tony Scott, con quien por cierto fundaría una empresa en la que trabajarían además Alan Parker y Hugh Hudson, aunque con ambiciones muy elevadas porque resulta indudable que la idea de fondo del film fue duplicar las temáticas y el preciosismo fastuoso y arrebatador de Barry Lyndon (1975), la obra maestra de Stanley Kubrick sobre el tremendo Redmond Barry (Ryan O’Neal), señor que en la Inglaterra del Siglo XVIII va escalando posiciones dentro de la nobleza mientras se mueve entre el ejército, los duelos, el amor y la impronta caníbal atemporal de las elites en el poder. Precisamente, son los retos banales por cuestiones de honor u orgullo malherido los grandes protagonistas del opus que nos ocupa, uno basado en el cuento corto El Duelo: Una Historia Militar (The Duel: A Military Story), de Joseph Conrad, incluido en la antología literaria Un Juego de Seis (A Set of Six, 1908) e inspirado en las batallas hiper formales que protagonizaron dos militares franceses que vivieron entre el Siglo XVIII y el Siglo XIX y llegaron a ser generales, Pierre-Antoine Dupont de l’Étang y François Fournier Sarlovèze, colegas oficiales que lucharon en las Guerras Napoleónicas y se batieron entre sí unas 30 veces a lo largo de dos extensas décadas con sables, espadas y pistolas, tanto a pie como montando caballos varios de la milicia a pura decadencia suicida. Así como Conrad en el papel se mantuvo cerca del caso real, el guión de Gerald Vaughan-Hughes, quien sólo escribió para cine la presente y dos películas más, las hoy largamente olvidadas Sebastián (1968) y Una Hija para el Diablo (To the Devil a Daughter, 1976), respeta el texto del escritor, dejándonos con un derrotero que empieza en la Estrasburgo de 1800 cuando el Teniente Gabriel Feraud (Harvey Keitel) le clava su sable en el abdomen al sobrino del alcalde de la metrópoli en un duelo originado por las críticas de este último a Napoleón I Bonaparte. Furioso luego de tener que disculpase con el alcalde durante dos horas, el General de Brigada Treillard (Robert Stephens) le ordena al Teniente Armand d’Hubert (Keith Carradine) que localice al bonapartista acérrimo Feraud y le comunique que debe regresar al cuartel general porque está bajo arresto, lo que efectivamente hace en la morada de Madame de Lionne (Jenny Runacre), una ricachona local de gran renombre, provocando de sopetón que Feraud redireccione su enojo hacia el mensajero bajo la doble excusa de que consiente tácitamente que se ataque al idealizado Napoleón y de que le faltó el respeto en público haciéndolo retirarse de la lujosa residencia de Lionne. Así las cosas, la primera rencilla es con espadas y algo caótica porque d’Hubert consigue herirle una mano al adversario pero la amante de éste le salta encima para impedir que lo mate. La pronta guerra paraliza investigaciones más profundas y sanciones para los dos hombres, los cuales deben volver al servicio activo francés pero por supuesto la cosa no termina allí porque en la revancha -seis meses después- Gabriel hiere gravemente en el pecho al rival con su sable, en el tercer duelo con espadas muy pesadas se llega a un empate después de una cansadora carnicería en conjunto y en el cuarto combate -en Lübeck, 1806, ya con ambos ascendidos al grado de capitán- Armand consigue rebanarle la frente a Feraud arriba de un caballo, generando una hemorragia que le impide ver y lleva nuevamente a detener el asunto. Los protagonistas están cerca de batirse con pistolas en la Rusia de 1812 aunque luego se ven obligados a luchar a la par contra los cosacos, indicando que en medio del absurdo de la virulencia vacua aún prima la clásica solidaridad castrense frente a un enemigo en común. La realización se centra mayormente en el punto de vista del nexo más débil de esta cadena de animadversión, Armand, y analiza su deterioro emocional con el transcurso de los años no sólo poniendo de relieve su temor a morir y su intención de evadir en lo posible las constantes invitaciones a nuevos enfrentamientos por parte del algo psicótico Gabriel, sino también mediante sus vínculos con las mujeres, en esencia pasando desde la putona y sensata Laura (Diana Quick), una fémina que lo quiere mucho y trata de convencerlo de que abandone la serie de refriegas, a la cándida y muy pudiente Adèle (Cristina Raines), con la que se casa luego de ser nombrado general y en medio de un semi retiro por una herida bélica en una pierna que lo lleva a repensar sus lealtades, rechazar el pedido de que se sume a los bonapartistas y eventualmente adscribir a la milicia de Luis XVIII, ya con Napoleón siendo derrotado en Waterloo y Feraud pronto a ser ejecutado junto con otros tantos adeptos al jerarca depuesto. Scott maneja a la perfección tanto la faceta animalizada y deportiva/ social/ militar del odio, empardada a un rencor que va acumulando heridas y acrecentando su obsesión con el contrincante, como la dimensión ideológica de máxima, basta con pensar en las acusaciones de traición de Gabriel -algo así como un proletario extasiado del ejército que asimismo llega en el final del trajín al grado de general- hacia un d’Hubert que eventualmente le termina dando la razón por lo menos en este apartado, ya que su reconversión oportunista hacia el bando monárquico y en claro detrimento para con las huestes de Napoleón ratifica sus sospechas en torno al hecho de que siempre fue un perro faldero de quienquiera esté en el poder, jugada que nos habla de una burguesía con esa filosofía plutocrática del “acomodo político” eterno -Armand o Dupont de l’Étang- en oposición a una ortodoxia castrense de lealtades llevadas al extremo -Gabriel o Fournier Sarlovèze- que no se siente cómoda en la nueva situación luego de haber servido durante tanto tiempo al mandamás previo. El equilibrio tambaleante entre la paz y la guerra también constituye otro pivote del relato, enfatizando que la diplomacia más hipócrita suele suceder al autoritarismo, los sueños de gloria y la sinceridad de las masacres en un ciclo angustioso. Quizás el factor más interesante de Los Duelistas, más allá de la decisión del desenlace de d’Hubert de utilizar la férrea e inquebrantable doctrina/ código de honor de Feraud contra su adversario al transformarlo en un “muerto en vida” cuando en el último duelo lo insta a punta de pistola a que de allí en más deje de molestarlo y no insista más con las riñas, esté condensado en aquella estupenda escena en la que imprevistamente Armand intercede ante el Ministro de Policía Joseph Fouché (Albert Finney) para que libere a Gabriel, incluso consiguiendo cartas al respecto de un par de mariscales avalando una petición que le salva la vida al rival y lo lleva a un exilio en el interior galo bajo constante supervisión policial, expulsión de la vida pública semejante a la del mismo Napoleón en la isla de Santa Elena (el cineasta británico además cita en la última toma a un famoso cuadro de François-Joseph Sandmann, con el emperador Bonaparte mirando en la más absoluta soledad a un vasto y maravilloso paisaje). A pesar de su evidente posición de sometimiento por verse obligado a pelear una y otra vez para obedecer los patrones de conducta de su tiempo en términos comunales y castrenses, en el gesto de salvar el pellejo de su adversario d’Hubert se aleja de la patética piedad cristiana de poner la otra mejilla -lo que podría ser el caso si hablásemos de un film hollywoodense o melodramático bobo mainstream- y se acerca en cambio al reconocimiento tragicómico de la complementación identitaria por encono, ya que para ese punto Feraud, todo un esclavo de su sed de sangre y su desprecio hacia el diferente, había conseguido trasladar su virulenta obcecación a un Armand que se debatía entre seguirle el juego por puro automatismo de la testosterona o viabilizar un nuevo encuentro belicoso bajo la esperanza de que sea el último, a matar o morir. El horror que propone Scott, en esta oportunidad apoyándose en los excelentes Carradine y Keitel, más una magnífica labor del compositor Howard Blake y del director de fotografía Frank Tidy, es de tipo bien visceral, patológico y hasta profundamente atávico porque habla de la incapacidad de llegar a un acuerdo entre pares, por un lado, y de la mutua y necia retroalimentación de los partícipes de las escaramuzas, por el otro lado, tendencias inherentes al ser humano desde siempre.

 

Los Duelistas (The Duellists, Reino Unido, 1977)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Gerald Vaughan-Hughes. Elenco: Keith Carradine, Harvey Keitel, Albert Finney, Cristina Raines, Robert Stephens, Diana Quick, Jenny Runacre, Stacy Keach, Edward Fox, Tom Conti. Producción: David Puttnam. Duración: 100 minutos.

 

 

Alien (1979), por Emiliano Fernández:

 

Más allá de su condición de remix ingenioso de ideas provenientes de El Enigma de Otro Mundo (The Thing from Another World, 1951), de Christian Nyby y Howard Hawks, El Planeta Desconocido (Forbidden Planet, 1956), de Fred M. Wilcox, El Terror del Espacio Exterior (It! The Terror from Beyond Space, 1958), de Edward L. Cahn, y El Planeta de los Vampiros (Terrore nello Spazio, 1965), de Mario Bava, todo asimismo ejecutado por el equipo creativo y técnico que Alejandro Jodorowsky ensambló para su fallida adaptación de mediados de la década del 70 de Dune, la legendaria novela de 1965 de Frank Herbert, faena retratada en el excelente documental Jodorowsky’s Dune (2013), dirigido por el croata/ norteamericano Frank Pavich, en realidad Alien (1979) significó un quiebre para con la ciencia ficción y el horror de antaño por dos razones estrechamente relacionadas, a saber: por un lado la película aportó una de las visiones más precisas y realistas de lo que en la praxis podría llegar a ser este improbable encuentro entre los humanos y una criatura extraterrestre, sanguinaria e imparable, hoy en la piel de Eddie Powell (el cuidado por el detalle y la renuncia a las caricaturas inocentonas de la fantasía del pasado funciona en consonancia con los preceptos del Nuevo Hollywood del período, fundamentalmente vinculados a repensar los engranajes de los géneros clásicos desde una mundanidad trágica capitalista que todo lo consume, abandonando las sandeces sociales derechosas que edificó el sistema de estudios de los 60 hacia atrás), y por otro lado el film constituyó una de las primeras expresiones de una ciencia ficción obrerista en el espacio en lo que al séptimo arte se refiere (la nave de turno, el Nostromo, un carguero espacial en pleno regreso a la Tierra con 20 millones de toneladas de minerales para refinar, a nivel estético y conceptual parece una fábrica itinerante de la Revolución Industrial del Reino Unido de los Siglos XVIII y XIX, a su vez con una subestructuración de clases sociales según la tarea asignada a cada individuo por la firma sin nombre que controla el destino prefijado de todos ellos). Así las cosas, a bordo tenemos a una especie de dirigencia compuesta por el Capitán Dallas (Tom Skerritt), el Oficial Ejecutivo Kane (John Hurt) y la Oficial Ripley (Sigourney Weaver), una burguesía que se reduce a la Navegante Lambert (Veronica Cartwright) y el Oficial Científico Ash (Ian Holm), y finalmente un lumpenproletariado menesteroso constituido por los Ingenieros Parker (Yaphet Kotto) y Brett (Harry Dean Stanton), quienes reclaman primas salariales por la generosa acumulación de tareas -como si se tratase de delegados sindicales- y en esencia se la pasan confinados dentro del equivalente a un “cuarto de máquinas” mientras el resto reposa cómodo y sin preocupaciones en el puente de mando. La historia es harto conocida: los siete tripulantes son despertados de su estado criogénico, faltando todavía un largo periplo hasta la Tierra, por la computadora central, Madre (voz de Helen Horton), al recibir una transmisión que en un principio parece ser un S.O.S. pero luego resulta una señal de advertencia proveniente de un planetoide, en el que aterrizan por una directiva de la compañía empleadora/ propietaria del Nostromo orientada a investigar toda transmisión desconocida de origen inteligente o siquiera orgánica. En la exploración sobre lo que parece ser un páramo inerte encuentran un vehículo interestelar gigantesco en ruinas que en algún momento fue comandado por gigantescos seres de pesadilla ahora fosilizados, con el pobre de Kane llevándose la peor parte cuando el susodicho descubre una sala llena de huevos verdosos prominentes y uno de ellos se abre para liberar a una criatura que rompe su casco de astronauta y se sujeta con furia a su cabeza con brazos tenebrosos cual pulpo. De regreso a la nave, la entidad termina muriendo pero “embaraza” en el trajín al Oficial Ejecutivo, el cual da a luz -abdomen estallado de por medio durante un almuerzo en conjunto- al espeluznante monstruo que todos conocemos, ese creado por H.R. Giger y construido por Carlo Rambaldi a partir de la paradoja esencial de una cabeza bien fálica y una boca bien vaginal. La muerte de cada uno de los personajes a manos del alienígena, muy en línea con Eran Diez Indiecitos (Ten Little Niggers, 1939), de Agatha Christie, va dando forma de a poco a la figura heroica de Ripley tanto por eliminación de opciones alternativas como por méritos propios en la comarca de enfrentar al problemilla con astucia y sagacidad, enfatizando aquello de que la fuerza masculina no lo resuelve todo cuando de psicópatas animalizados indestructibles hablamos. El film de Ridley Scott, quien venía de la excelente Los Duelistas (The Duellists, 1977) y a posteriori entregaría otra obra maestra revolucionaria de la ciencia ficción proto cyberpunk, Blade Runner (1982), juega sin medias tintas con la metáfora del depredador sexual a toda pompa y la división tajante profesional/ laboral dentro del carguero, debido a que lo que le interesa al genial Dan O’Bannon, autor del guión y de la historia original junto a Ronald Shusett, es por un lado examinar la claustrofobia en un ambiente hermético, cual relación romántica malsana que va cobrando sus distintas víctimas con el transcurrir del metraje, y por el otro lado sopesar la estratificación social del Nostromo y la viveza callejera de personajes como Parker, Brett y la propia Ripley en clara oposición a la histeria burguesa de Lambert, el pragmatismo burocrático de Dallas y la frialdad cuasi psicopática de Kane y Ash; siendo este último un personaje sin duda central en la denuncia del corporativismo salvaje, codicioso y mezquino de fondo porque, recordemos, el Oficial Científico resulta ser un robot que actúa como representante directo de los intereses de la empresa, vinculados a proteger al alien homicida -a expensas de toda la tripulación, si es necesario- para llevarlo a la Tierra y utilizarlo en esa “División de Armamento” a la que se refiere Ripley luego de que Parker y Lambert destruyesen al androide. De hecho, y para ser más precisos, es el maquiavélico Ash el que permite entrar a la nave al bicho del demonio contrariando la opinión del personaje de la siempre carismática Weaver, por entonces prácticamente una desconocida que apenas si había tenido un papel muy secundario en Dos Extraños Amantes (Annie Hall, 1977), de Woody Allen, y algo más vistoso en la hoy olvidada Loco (Madman, 1978), de Dan Cohen. Incluso dejando de lado este insólito sustrato ideológico de izquierda tratándose de una obra mainstream hollywoodense distribuida por la 20th Century Fox, el opus es además un verdadero prodigio del suspenso ensimismado ya que logra atraparnos como espectadores de la misma forma en que los protagonistas están confinados en su prisión/ lata de sardinas cósmica junto al engendro de turno, uno que tiene ácido por sangre, gusta de meter en capullos repugnantes a los apetitosos humanos y hasta posee otra boca dentro de su boca. A lo anterior se suma el exquisito trabajo artesanal de gente como Chris Foss, Jean Giraud alias Moebius, Giger y el propio O’Bannon -todos otrora colaboradores de Jodorowsky- en lo referido al diseño en general del planetoide, sus ruinas lovecraftianas, aquellos vehículos auxiliares del Nostromo y esos interiores decadentes fabriles que marcarían el look futuro de las naves espaciales y pasarían a complementar el dejo infantil/ adolescente de la saga iniciada con La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas, cuyo corazón cercano al western y a las epopeyas de samuráis aquí es reconvertido en una aventura de terror puro y duro que no perdona a nadie en su mustia y hermosa crueldad. Sin olvidarnos de la excelente partitura de Jerry Goldsmith y el glorioso desempeño en fotografía de Derek Vanlint con la decisiva intervención del mismo Scott, todos profesionales de probada valía, la realización no sólo pondría el mojón fundamental para una extensa franquicia en la que únicamente la primera secuela del lote, la ya mítica Aliens: El Regreso (Aliens, 1986), de James Cameron, estaría a la altura de la original, sino que también establecería un nuevo techo en materia de la descripción del agobio, frustración, demencia y parasitismo que se pueden dar en el ámbito de la voracidad capitalista y su tendencia a mentir y metamorfosear cualquier cosa o ser en una mercancía a la cual explotar hasta sus últimas consecuencias, dejando de lado cualquier noción ética, humanista o actitudinal apegada al respeto a la vida.

 

Alien (Reino Unido/ Estados Unidos, 1979)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Dan O’Bannon. Elenco: Sigourney Weaver, Tom Skerritt, Veronica Cartwright, Harry Dean Stanton, John Hurt, Ian Holm, Yaphet Kotto, Bolaji Badejo, Helen Horton, Eddie Powell. Producción: Walter Hill, David Giler y Gordon Carroll. Duración: 116 minutos.

 

 

Blade Runner (1982), por Martín Chiavarino:

 

Elogiada y trasformada en obra de culto, gran parte de la magnífica producción fantástica de Philip Kindred Dick es considerada hoy como precursora del cyberpunk, el subgénero más cercano a la distopía tecnológica de la ciencia ficción, pero el mundo que creó en cada una de sus obras es extraordinario en sí mismo y cada una de sus novelas y cuentos rebosa de imaginación e ideas vanguardistas para su época e incluso para la actualidad. ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1968) es una de las piezas principales del rompecabezas de este maravilloso corpus y su adaptación cinematográfica representa a su vez una revolución dentro de la ciencia ficción en el cine como en su momento lo había sido 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), el film de Stanley Kubrick inspirado en un cuento de Arthur C. Clarke, que devendría en guión escrito por el propio autor y posteriormente en novela. Hasta 2001 la ciencia ficción era básicamente un asunto de Clase B, así como la literatura de ciencia ficción lo era antes de que Ray Bradbury, Isaac Asimov, Alfred Bester y Robert Heinlein, entre otros, cambiaran la perspectiva de críticos y público con calidad, imaginación y una prosa radiante de entelequias que cautivaron a grandes y chicos. La ciencia ficción siempre se emparentó con otro género literario también considerado menor, siempre relegado, el policial, que le otorgó a la ciencia ficción una estructura y una temática para llevar sus argumentos a los rincones más lejanos de la imaginación. Blade Runner (1982) se inscribe en esta combinación como su máximo exponente cinematográfico, llevando el policial negro a un neo noir futurista que expone la visión de un futuro aciago donde la Tierra es un planeta contaminado, las ciudades un hervidero de podredumbre superpoblada y la vida una muerte lenta que poco importa en esta distopía corporativa. Si la novela de Dick, al igual que gran parte de su obra, toma su inspiración de la novela de terror psicológico Miedo (Fear, 1940), del creador de la cientología Ron Hubbard, a nivel visual las similitudes entre Blade Runner y Metrópolis (1927), el film de ciencia ficción expresionista de Fritz Lang con guión de Thea von Harbou, son notorias a partir del monumental trabajo artístico de cada escena, labor que no estuvo exenta de accidentes y cambios de último momento debido a los problemas de la filmación. El misterioso regreso a la Tierra de un grupo de replicantes rebeldes, androides idénticos a los humanos con una fuerza descomunal, y el ataque de uno de ellos contra un Blade Runner, una especie de buscador de replicantes que trabaja para la policía como un cazador de recompensas que se dedica a encontrar y “retirar” replicantes, es el punto de partida de este neo noir distópico ambientado en un futuro que parece tan próximo y plausible como lejano, donde la cultura oriental ha impregnado a su homóloga norteamericana, que ha retrocedido derrotada por la hegemonía multicultural. Para cazar a los replicantes que han logrado sobrevivir a una sangrienta rebelión en las colonias y están sueltos en Los Ángeles tras regresar a la Tierra, Bryant (M. Emmet Walsh), el antiguo supervisor de Rick Deckard (Harrison Ford), un Blade Runner retirado, lo convoca y prácticamente lo intima a emprender la cacería del grupo de replicantes rebeldes liderado por Roy Batty (Rutger Hauer) tras el desafortunado episodio de Holden (Morgan Paull) con Leon (Brion James), que lo deja en coma conectado a un respirador. Para acometer su búsqueda el primer paso de Deckard es realizar una visita a las instalaciones de la sede central de la Corporación Tyrell, el emporio que fabrica los androides, para entrevistar a Rachael (Sean Young), una replicante que cree que es una empleada del Doctor Eldon Tyrell (Joe Turkel), creador de los androides humanoides y dueño de la empresa que lleva su nombre. Después de un exhaustivo análisis mediante el método Voight-Kampff de detección de replicantes para medir las respuestas emocionales, una compleja y extensa evaluación orientada a discernir replicantes de humanos similar al test de Turing, Deckard descubre que Rachael es un nuevo tipo de replicante más humano, y por lo tanto más difícil de detectar, al igual que Roy Batty y sus amigos, replicantes especiales, modelos Nexus 6 diseñados para morir tras cumplir con sus deberes de esclavos artificiales. Mientras Deckard investiga el paradero de los replicantes forajidos, Roy Batty y Leon logran descubrir que solo Tyrell puede ayudarlos en su búsqueda, por lo que se infiltran en la torre del susodicho con la ayuda de uno de los diseñadores genéticos de la empresa, J.F. Sebastian (William Sanderson), un solitario y tullido creador de androides que vive en un edificio abandonado en una zona destruida de la ciudad, embelesado con Pris (Daryl Hannah), una androide sexual diseñada para complacer a los humanos en las colonias. Los replicantes buscan encontrarse con su artífice para pedirle que anule el mecanismo de defunción que los Nexus 6 tienen incorporado para evitar las rebeliones y controlarlos. Por su parte Deckard sigue los pasos de los replicantes, cazándolos uno a uno. Después de encontrar y matar a Zhora (Joanna Cassidy) gracias a la información provista en las fotos de Leon, Bryant le comunica a Deckard que Rachael ha desaparecido y que también debe rastrearla y retirarla, pero cuando la encuentra Leon lo ataca y es Rachael quien lo salva matando a Leon. Deckard inicia una relación romántica con Rachael rompiendo las reglas de su profesión mientras la replicante se sume en una crisis existencial al asumir su condición y entender que sus recuerdos son implantes sacados de las vivencias de la sobrina de Tyrell. Gracias a la ayuda de Sebastian, Roy logra reunirse con Tyrell, que lo esperaba como a un hijo pródigo del que está sumamente orgulloso, pero al descubrir que su condición mortal es irreversible y sus procesos biomecánicos son inalterables el replicante pródigo se convierte en el ángel de la muerte y asesina a su creador brutalmente. Tras matar a J.F. Sebastian y a Tyrell, Roy y Pris, los últimos replicantes sobrevivientes de la cacería, se enfrentan a Deckard en el edificio abandonado en el que vivía Sebastian en un final electrizante que culmina con una reflexión existencialista de una dialéctica negativa sorprendente sobre la futilidad y la belleza que caracterizan a la vida, dos caras incomprensibles del devenir que se unen en el misterio de la existencia, una escena inolvidable escrita por David Webb Peoples que Scott maneja a la perfección y Rutger Hauer interpreta con un tono tan desesperanzador como sublime. Desde el principio del film, Deckard no solo no es dueño de su destino sino que su personalidad de detective recio e imbatible, su reputación de cazador de replicantes, se ve dañada por los hechos. Durante todo el film Deckard es humillado constantemente, golpeado duramente y en cada ocasión se salva por un pelo. En la escena final los roles se invierten. Un Roy Batty abatido y rabioso por la muerte de Pris se desviste y sale a cazar a un Deckard malherido mientras aúlla como un lobo y asume completamente su naturaleza salvaje a la vez que descubre que le queda poco tiempo de vida, obligando al detective a luchar para salvarse, única forma de vivir plenamente, demostrándole cómo se sienten los replicantes cuando él los caza. Deckard descubre así, aunque sea por un instante, cómo es vivir con miedo en medio de los claroscuros de un edificio en ruinas que puede convertirse en su tumba. En el film Deckard y Roy se convierten en dos caras de la misma moneda, dos formas de vivir la vida, cazador y cazado, víctima y victimario, dos roles deportivos, uno vive intensamente todo, incluso el dolor, y el otro padece cada segundo, sin embargo el que padece vive y el otro muere, nihilismo activo contra nihilismo reactivo, superhombre vs. hombre, paradoja de la vida o verdadera esencia de la existencia. Vivir intensamente y apagarse tempranamente o vivir en la penumbra para prolongar lo inevitable, dos formas de la existencia que se unen en la punta de la llama de la vida y en el instante previo a la oscuridad de la muerte. En la escena final Deckard huye con Rachael y descubre que Gaff (Edward James Olmos), un acólito de Bryant, le ha perdonado la vida a la mujer y ha dejado un pequeño origami de un unicornio, dándole a entender que sus recuerdos son también un implante y que posiblemente él también es un androide, para dejar la puerta abierta a la pregunta de qué es la humanidad, la memoria, los recuerdos, la mera existencia o el deseo irrefrenable de libertad, preguntas filosóficas, existenciales, que nunca tendrán respuesta, tan solo esbozos, meras lágrimas en la lluvia en esta disertación filosófica nietzscheana inspirada en la obra de Dick. Después de filmar Alien (1979), Ridley Scott era el director de ciencia ficción más buscado por Hollywood para el género por lo que los guiones y las propuestas se le acumulaban. Tras rechazar el guión concebido por Hampton Fancher en 1980, que tampoco había convencido a Philip Dick, Scott se había embarcado en el proyecto de Duna (Dune, 1984), la adaptación de la novela homónima de Frank Herbert de 1968, finalmente llevada al cine por David Lynch después de la salida de Scott tras múltiples desavenencias. El guión de Fancher fue retomado y reescrito por Peoples, guionista contratado por el productor Michael Deeley, que logró sumar también a Scott al proyecto, creando así las condiciones para el rodaje. Peoples ideó el término replicantes, ajeno a la novela de Dick, y consiguió tomar la distancia necesaria con respecto a las páginas que Fancher no lograba para resolver diversos problemas de un guión difícil que no encontraba el tono. Ciertamente la elección de Scott era inmejorable, ya que su actitud autoritaria logró imponer su visión en una filmación llena de complicaciones. Cada departamento tenía sus ideas, los guionistas y los productores tenían visiones diametralmente opuestas sobre el film, las maquetas se quemaban, los problemas financieros y de todo tipo amenazaban la continuidad del proyecto, los actores querían escribir sus propias líneas y los productores buscaban un éxito comercial sin imaginar que Blade Runner no sería un hit en su estreno pero se convertiría en un film de culto que transformaría a la ciencia ficción para siempre. La dirección de los actores también fue un problema para Scott y para los guionistas, ya que Rutger Hauer en su enajenado papel se adueñó de su rol al igual que James Edward Olmos, que inventó casi todo su personaje en el film. Harrison Ford quedó más arrinconado en su rol de detective noir mientras que Sean Young compuso su papel más circunspecto y difícil como una androide que no sabe que lo es y que atraviesa una crisis existencial cuando asimila sus peores temores respecto de su condición. Daryl Hannah, Joanna Cassidy y Brion James realizan una labor soberbia como los secuaces de Roy Batty, replicantes que intentan manipular a la humanidad y mezclarse en una ciudad ideal para ellos, pero en la que no son bienvenidos. El film retoma algunas cuestiones contextuales de la novela distópica de Philip K. Dick y gran parte de la trama policial pero también elimina y agrega un sinnúmero de escenas y subtramas que caracterizan a la obra del autor de El Hombre en el Castillo (The Man in the High Castle, 1962). A nivel de su contexto el film propone, al igual que la novela, un mundo en el que los animales han muerto por la contaminación, la humanidad intenta abandonar el planeta Tierra para vivir en la colonias para escapar de la polución, la sobrepoblación y los abusos de los corporaciones, que tienen más poder que los Estados y han dejado al individuo más empobrecido y aislado que nunca. En sus cambios, la película abandona casi por completo la temática de los animales artificiales como mascotas y símbolos de estatus. La mención a la guerra nuclear que ha convertido a la Tierra en un páramo radiactivo también es dejada de lado al igual que todos los argumentos éticos y filosóficos que surgen de la interacción con un profeta virtual, Mercer. A los cambios en la trama también se suman alteraciones menores como la ambientación de la historia en Los Ángeles en lugar de San Francisco, la variación del año de 1992 de la novela a 2019 y la soledad de Deckard, que en la novela está casado, situación que marca gran parte de sus acciones. La personalidad de Deckard es compleja ya que en la obra de Dick es un personaje bastante patético atravesado por las circunstancias y perdido en sus miserias, mientras que en el film de Ridley Scott Deckard aparece como un recio detective más cercano a los protagonistas de las novelas policiales pulp y el film noir que al grotesco protagonista del libro, sin embargo finalmente cae en desgracia, dejando de lado su actitud para transformarse en un sobreviviente. En la novela la corporación Tyrell es la Asociación Rosen, que tiene alguna similitud casual o no tanto con el título de una obra de teatro de Karel Capek, Robots Universales Rossum (Rossumovi Univerzální Roboti, 1920), trabajo donde se utiliza el término robot por primera vez, a partir de la palabra checa robota que significa esclavo, lo cual también se relaciona con el uso que la humanidad destina a los replicantes en el futuro cercano que propone la obra de Dick y el film inspirado en su novela. En el final, Roy incluso le recuerda a Deckard que vivir con miedo es la esencia de la esclavitud, imprimiendo el significado de la palabra robot en el film en otra referencia más al espíritu de la ciencia ficción, a una crítica feroz de las instituciones de control de la humanidad y a los propósitos malévolos de su ciencia. Dentro de la ciencia ficción, Blade Runner se destaca por proponer a los androides como más humanos que los propios humanos, cuestión que Dick retoma de la novela Más que Humano (More tan Human, 1953), de Theodore Sturgeon, una de las obras más importantes del género. Los replicantes son aquí víctimas de un capitalismo desenfrenado, de la derrota económica de Estados Unidos frente a Japón y las potencias asiáticas, cuestión trabajada con harto detalle en la película por parte del equipo artístico dirigido por David Snyder. Blade Runner construye en este sentido un mundo nuevo, donde los juguetes autómatas de J.F. Sebastian se mezclan con la estética brutalista de los edificios, la ropa extravagante, los originales peinados y las publicidades que circulan en cada rincón, un sinnúmero de referencias y datos que colocan al espectador ante una extrañeza y una sorpresa permanente que maravilla en su fascinante decadencia. Desde las piezas de ajedrez hasta los secadores del futuro, las armas, los autos, los televisores, los teléfonos, los vasos y las botellas, el diseño se encuentra en cada uno de los elementos que combinan nostalgia con kitsch en un film con una cantidad de información abrumadora. El gran artista y supervisor de efectos especiales Douglas Trumbull, responsable de los efectos especiales de 2001: Odisea del Espacio, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977) y Star Trek: La Película (Star Trek: The Motion Picture, 1979), entre otras joyas, estuvo a cargo del rubro en Blade Runner como director de un equipo excepcional de artesanos que buscaban imprimir sus ideas sobre el futuro en el film de Scott al extremo de discutir con éste en numerosas oportunidades en conversaciones que se salieron de su cauce varias veces. Gran parte de la popularidad de Blade Runner se debe a su diseño, llevado a cabo por el creador industrial Syd Mead, al que el film debe los icónicos vehículos spinner, el sedán de Deckard, la maquina Voight-Kampff, los edificios y la estética de neón, entre diversos aportes del diseñador al arte sumamente sombrío que imperaba en la época. La estética oscura y deprimente del film fue inspirada en un célebre cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Nighthawks (1942), y en una historieta de Dan O’Bannon y Moebius, The Long Tomorrow (1976), publicada en la revista francesa Metal Hurland. Ambos artistas se habían conocido durante la gestación del proyecto inconcluso de Duna del director chileno Alejandro Jodorowsky y habían emprendido este ecosistema neo noir que Scott ya tenía en mente porque había trabajado con O’Bannon en Alien y tenía fresco todo lo relativo al proyecto rechazado, Duna. La influencia de la obra de Hopper se ve claramente reflejada en las fotografías que Deckard obtiene en la habitación de Leon, imágenes tomadas de distintos trabajos del pintor. Un capítulo aparte de Blade Runner es su banda sonora compuesta por Evángelos Odysséas Papathanassíou, más conocido como Vangelis, que venía de componer la música de Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981), el film del realizador inglés Hugh Hudson. En Blade Runner Vangelis despliega todo su potencial con sintetizadores para crear un leitmotiv de acordes electrónicos de una luminosidad melancólica capaz tanto de apaciguar como de aterrar o sorprender. El futurismo distópico de Blade Runner es musicalizado por Vangelis en toda su decrepitud y sus contradicciones a partir del uso de sintetizadores varios al igual que muchos otros instrumentos de percusión como el gamelan, el glockenspiel, gongs y campanas tubulares para producir sonidos diegéticos y no diegéticos que componen una de las mejores bandas sonoras jamás realizadas. Sin lugar a dudas, Blade Runner es una pieza de artesanía tan imperfecta como extraordinaria como todas las grandes obras de ciencia ficción y allí reside su mayor virtud. Si la filmación había sido una batalla tan intensa como enriquecedora y desgastante para todos, un dolor de cabeza constante para Bud Yorkin y Jerry Perenchio, de Tandem Productions, una de las tres productoras principales de la película, la posproducción no podía haber resultado peor. Los productores no estaban de acuerdo con muchas decisiones de Ridley Scott y tras las pruebas de audiencia pensaban que el film era incomprensible para el público medio por lo que no tuvieron mejor idea que contratar a distintos guionistas para escribir un relato en voz en off que finalmente fue redactado por Roland Kibbee, con los productores descartando todas las versiones propuestas por Fancher y Peoples para rescatar el film de las malas decisiones de esos financistas que se empantanaban en su intensión de “arreglar” la película, que con cada exhibición y agregado veían peor. Para colmo el guión de la voz en off le fue entregado a Harrison Ford a último momento, por lo que fue leído sin demasiado entusiasmo y sin imaginarse que iba a ser realmente usado en la versión final. Como si esto fuera poco, Yorkin y Perenchio estaban descontentos con el desenlace por lo que se agregó un final feliz con escenas descartadas de El Resplandor (The Shining, 1980), de Kubrick, para matizar el remate brutal y súbito de Ridley Scott que dejaba a los espectadores de las pruebas de audiencia atónitos y confundidos. Por supuesto nada de esto dejó satisfechos a los productores, que presionaron a los editores Marsha Nakashima y Terry Rawlings para cambiar todo el espíritu del film. Tanto el descontento de Scott y Harrison Ford con el resultado final como el crecimiento de la popularidad de la película, y también la moda de las versiones del director tras una década donde los productores le habían quitado definitivamente el corte final a los realizadores tras el fracaso de La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino, pusieron los cimientos de las revisiones, que comenzaron con otra versión en 1990, no autorizada por Scott, y otra interpretación en 1992, que tampoco dejó al cineasta satisfecho, hasta que en 2007 finalmente se editó la versión final en la que sí participó el director, hoy conocida como The Final Cut. El film fue una colaboración grandiosa y caótica por parte de un equipo tan inmenso como dedicado que batalló en el set, en las distintas etapas de producción e incluso después del estreno alrededor de las distintas visiones que cada uno tuvo de una obra que da rienda suelta a la imaginación, la fantasía y los debates éticos y filosóficos alrededor de la esencia humana y de la definición de la vida. Blade Runner nos dice que los replicantes/ androides artificiales demuestran una tenacidad por vivir y experimentar que la humanidad parece haber olvidado en un mundo en el que ya nada importa. Los pequeños momentos de felicidad se han desvanecido en medio de los escombros y las ruinas en una ciudad que vive en la oscuridad. Mientras que la humanidad parece perdida y tan solo los que trabajan para la Corporación Tyrell tienen un propósito, los replicantes sí tienen una razón para vivir y sienten a la Tierra como un lugar donde la vida es posible, un hogar del que apropiarse. El anhelo de vivir de los replicantes es tan intenso que arriesgan todo en su quimera. El personaje de Rachael es clave en el descubrimiento traumático de su identidad, una revelación que cambia completamente su perspectiva de la vida y su relación con el mundo, pasando de ser una asistente de Tyrell a una fugitiva con una recompensa a cuestas. Blade Runner es un film sobre la pérdida de libertad en el mundo a partir del avance de las corporaciones, y por lo tanto, de la pobreza, tanto económica como espiritual. Deckard no es libre de retirarse como cazador de androides y hasta se insinúa que es probable que sea un replicante en la escena del sueño que se relaciona con los origamis. Los replicantes rebeldes no son libres de seguir su camino, deben encontrar a su creador para obtener un poco más de tiempo. El film es también una elegía sobre la muerte, esa condición que recorre como un fantasma a todos los seres vivientes. Scott crea así uno de sus obras más melancólicas y afligidas, donde la crueldad se da la mano con la piedad, la vida es otra cara de la muerte y escapar de este mundo de miserias es una ilusión, un sueño de libertad, una esperanza tan humana como artificial. La película constituye una epopeya de un nihilismo estremecedor, en la que todos los personajes viven con miedo o al borde de la muerte. La libertad y lo real son parte de las reliquias, una nostalgia de un mundo perdido. Cada una de las piezas que componen Blade Runner fue ensamblada con maestría por Ridley Scott, un artesano minucioso, obsesionado por los detalles y el control de sus obras, que actuó como un capitán de barco dispuesto a hundirse con su nave si era necesario para que su creación llegue a buen puerto. Con el correr de los años la fama de Blade Runner se acrecentó y el film se retroalimentó con la novela, dando lugar a la secuela de Denis Villeneuve con guión nuevamente de Hampton Fancher y Michael Green, el primero aún obsesionado con plasmar muchas de las ideas filosóficas y de realidad virtual del libro que habían quedado fuera del film de Scott, retomando también en la excelente secuela ideas argumentales de una novela de James Ballard, Hola, América (Hello, America, 1981), y jugando con la poesía en prosa de Pálido Fuego (Pale Fire, 1962), de Vladimir Nabokov. Blade Runner se ha convertido en un icono de la ciencia ficción, un faro de las posibilidades de la artesanía como motor del arte y, más que nada, una aciaga, perdurable y posible visión del futuro que nos interpela en el legado siniestro que las corporaciones le dejan a las futuras generaciones.

 

Blade Runner (Estados Unidos, 1982)

Dirección: Ridley Scott. Guión: David Webb Peoples y Hampton Fancher. Elenco: Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos, M. Emmet Walsh, Daryl Hannah, William Sanderson, Brion James, Joe Turkel, Joanna Cassidy. Producción: Michael Deeley y Charles de Lauzirika. Dirección: 117 minutos.

 

 

Leyenda (Legend, 1985), por Emiliano Fernández:

 

Cualquier director de un film de fantasía o ciencia ficción daría lo que fuese por lograr en pantalla aunque sea un minuto de lo alcanzado por Ridley Scott en Leyenda (Legend, 1985), una de las películas más suntuosas y despampanantes de la década del 80 y un muy buen ejemplo de todo lo que se puede lograr a partir de fórmulas narrativas ancestrales que han venido reproduciéndose sin mayores modificaciones con el transcurso del tiempo. El cuarto largometraje de Scott, realizado luego de Los Duelistas (The Duellists, 1977), Alien (1979) y Blade Runner (1982), fue escrito en conjunto por el director y William Hjortsberg pero acreditado en términos oficiales sólo a este último, a su vez responsable de la hoy olvidada Truenos y Relámpagos (Thunder and Lightning, 1977), dirigida por Corey Allen y protagonizada por David Carradine y Kate Jackson, y de la novela Ángel Caído (Falling Angel, 1978), fuente de inspiración principal para Corazón Satánico (Angel Heart, 1987), de Alan Parker y con Mickey Rourke y Robert De Niro; y en sí la historia de Leyenda y su estilo visual característico le deben tanto a los cuentos de hadas y fábulas recopilados por figuras varias como Charles Perrault, Franz Xaver Schönwerth, Jean de La Fontaine y los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm como a la obra maestra La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), de Jean Cocteau, faena crucial en el desarrollo futuro de las interpretaciones para adultos de los relatos infantiles de antaño, y a diversos clásicos primigenios de la factoría de Walt Disney en línea con Blancanieves y los Siete Enanos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), Fantasía (1940) y Pinocho (Pinocchio, 1940), todos siendo objeto de una lectura impía que vuelca hacia lo barroco freak aquel sustrato en apariencia cándido aunque con fuertes detalles de sadismo que se movía por debajo de la animación para todo público de mediados del Siglo XX, aquí con Scott por un lado buscando en la artificialidad exacerbada y grotesca esa prototípica duplicidad de los seres humanos en materia de una bondad y una maldad en constante lucha, a sabiendas de que la verdad en muchas ocasiones sólo puede vislumbrarse a través de una ficción que esencialice las dicotomías de la praxis y las contraponga, y por el otro lado sirviéndose del exquisito y hoy ya mítico maquillaje a cargo del equipo creativo de Rob Bottin, un verdadero genio del rubro que lleva al extremo la apariencia, el rostro excesivo y la contextura física de las criaturas perversas y benignas. Perteneciente de hecho a una tradición cinematográfica posmoderna de exégesis morbosa y algo mucho alucinada de los cuentos de hadas que arranca por aquellos años de la mano de propuestas como Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), de Terry Gilliam, El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), de Jim Henson y Frank Oz, En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, 1984), de Neil Jordan, La Historia sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984), de Wolfgang Petersen, Laberinto (Labyrinth, 1986), también del gran Henson, y El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1990), de Tim Burton, y que se extiende hasta aventuras varias de Hayao Miyazaki, en sintonía con Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), La Princesa Mononoke (Mononoke-Hime, 1997), El Viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) y El Increíble Castillo Vagabundo (Hauru no Ugoku Shiro, 2004), y de Guillermo del Toro como El Espinazo del Diablo (2001), El Laberinto del Fauno (2006) y La Forma del Agua (The Shape of Water, 2017), el film que nos ocupa se desarrolla en un mundo mágico dividido en un bosque encantado, donde vaga una bella princesa llamada Lili (Mia Sara) en pos de encontrarse con su amado Jack (Tom Cruise), y un reino de la maldad gobernado por el Señor de la Oscuridad (Tim Curry), también un príncipe pero gigantón, todo rojizo y con cuernos, orejas y pezuñas de toro que suele pedirle consejos a su padre y a su vez mandar a unos duendes putrefactos a hacer el trabajo sucio que juzga conveniente, un equipo de tres comandado por Blix (Alice Playten) y conformado además por Pox (Peter O’Farrell) y Blunder (Kiran Shah). El problemilla lo provocan -oh, sorpresa- los seres humanos cuando la parejita peca de egoísta y caprichosa porque Jack lleva a Lili a ver a un par de unicornios blancos, seres sagrados que no deben ser tocados porque ello implicaría domesticarlos y arrebatarles su esencia salvaje vinculada a todo el bosque y su prodigiosa luminosidad, y ella asimismo, precisamente, toca al macho y le deja todo servido a un Blix en plena misión para su jefe, quien pretende matar a los unicornios para que una noche eterna -hermanada al invierno- caiga sobre toda la región de manera permanente, por ello el duende de nariz puntiaguda le dispara un dardo envenenado al semental luego de seguir a los enamorados ya que los unicornios se sienten atraídos por la inocencia, por más que sea la vinculada a la estupidez individualista como en este caso. Lili en un principio no toma conciencia de lo que generó y hasta le plantea un reto a Jack prometiéndole que se casará con él si encuentra un anillo que arroja dentro de un lago, sin embargo en ese momento ambos jóvenes se separan porque Blix corta el cuerno del unicornio agonizante y una rauda tormenta de nieve apocalíptica cae sobre el bosque y le dificulta la salida de las aguas al muchacho mientras la chica espía a los duendes y los sigue hasta su encuentro con el Señor de la Oscuridad, quien aplaca rápidamente un triste intento de rebelión de parte de Blunder, amparado en los poderes del cuerno cual varita mágica, y los insta a capturar a la hembra porque a pesar del clima gélido aún sale el Sol, provocando que de paso sus súbditos secuestren como plus a la señorita al encontrarla al lado del animal y de un enano, Brown Tom (Cork Hubbert), el cual se desmaya cuando le disparan una flecha en su aparatoso sombrero. Luego de pedirle perdón a la yegua y de asociarse con un pequeño elfo guardián del bosque, Honeythorn Gump (David Bennent), y sus dos enanos lugartenientes principales, el citado Brown Tom y Screwball (Billy Barty), Jack parte a corregir el error recuperando el cuerno robado acompañado además por un hada que está enamorada de él y que se asemeja a las luciérnagas aunque también puede tomar forma humana, Oona (Annabelle Lanyon), así primero se hace de una cota de malla dorada en una cueva repleta de tesoros, después se enfrenta, engatusa y decapita a una horrible bruja de un pantano, Meg Mucklebones (Robert Picardo), y finalmente termina con los suyos por accidente en los calabozos de la cocina de delicias caníbales del palacio del Señor de la Oscuridad, donde se topan con un Blunder que resulta ser un elfo disfrazado más cercano a Brown Tom y Screwball que a los duendes del averno como Blix y Pox. Oona le pide un beso a Jack para robar las llaves de la cárcel de los sirvientes del amo de las tinieblas y hasta pretende encantarlo haciéndole creer que está ante Lili, no obstante el muchacho se niega a besarla en la boca y el hada de mala gana les permite huir. El Señor de la Oscuridad presiona tanto a Lili para que se convierta en su princesa y amante que la chica consigue engañarlo pidiéndole matar ella misma al unicornio, pero en ese momento libera al animal y el villano termina siendo derrotado cuando Jack le clava el cuerno cercenado y redirige la luz del Sol hacia su persona con unas bandejas conectadas a un gran ducto símil chimenea. A diferencia de todas las otras reinterpretaciones del acervo antiquísimo de los cuentos de hadas, esas que en mayor o menor medida siempre tienden a incluir una lectura psicologista o ambientalista o anárquica o antifascista explícita con vistas a torcer el discurso hacia las preocupaciones centrales del bípedo promedio de finales del siglo pasado y del nuevo milenio, Leyenda nos regala en cambio una apreciación bastante minimalista y ortodoxa en lo que atañe a los cuentos de hadas más siniestros del pasado, prácticamente sin mayores concesiones modernas o posmodernas en materia de eliminar el trasfondo tétrico de muchos relatos de Perrault o los hermanos Grimm o de las fábulas de Jean de La Fontaine para de igual modo suprimir aquellas moralejas aleccionadoras que poco y nada les gustan a los espectadores contemporáneos -y a los consumidores de los productos de cualquier rama de la industria cultural, a decir verdad- ya que la egolatría narcisista de nuestros días adora encerrarse en “burbujas” en las que nadie del exterior pueda dictaminar qué hacer o cómo comportarse, precisamente el esquema discursivo por antonomasia de aquellos cuentos orientados a la pedagogía del castigo a partir del ejemplo transformado en narración de pretensiones más o menos infantiles o adultas. El opus de Scott, en este sentido, conserva de manera nítida el eje y/ o catalizador de la enorme mayoría de los relatos fantásticos de transmisión oral, léase la barrabasada del ser humano, en este caso la lujuria tontuela que llevó al muchacho a revelarle el secreto de los unicornios a la fémina y la banalidad antojadiza y pancista de ésta al pretender domesticarlos de modo tácito al acariciarlos como si fueran un perro o un gato, para a posteriori construir en sí una paradigmática odisea de reparación en la que subsanar las cosas se homologa a la pérdida de la inocencia y el acto de asumir la responsabilidad por las propias acciones, lo que en la trama adquiere la forma de este dualismo entre la luminosidad del bosque salvaje y libre y las sombras acechantes del castillo del Belcebú en la piel de Curry, personaje que hace dudar a Jack cuando en los últimos minutos del metraje le dice que la dicotomía es intrínseca al ser humano y que la luz existe porque es un complemento de la oscuridad cual dos dimensiones de la psiquis, las correspondientes a la creación o desenfreno, que puede caer en la ceguera, y la destrucción o contención, que puede derivar en sadismo y pretensiones de hegemonía absoluta. Más allá de la labor de Bottin, quien colaboró en maquillaje y efectos especiales en King Kong (1976), La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), La Furia (The Fury, 1978), Piraña (Piranha, 1978), La Niebla (The Fog, 1980), Maníaco (Maniac, 1980), Aullidos (The Howling, 1981), La Cosa (The Thing, 1982), Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987), RoboCop (1987), El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992), Pecados Capitales (Seven, 1995), Misión Imposible (Mission Impossible, 1996), Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) y El Club de la Pelea (Fight Club, 1999), sobresale también lo hecho por Alex Thomson en la espectacular fotografía, Assheton Gorton en el diseño de producción, Charles Knode en materia del vestuario, Ann Mollo en la decoración de sets y Leslie Dilley y Norman Dorme en la dirección de arte, profesionales que exprimieron esa personalidad entre melancólica y terrorífica que suelen tener las dos principales sedes del rodaje, hablamos de Pinewood Studios y Shepperton Studios, contextos ideales para una historia muy volcada al tratamiento preciosista de la imagen y de la puesta en escena mediante esta contraposición entre tinieblas curiosamente sinceras en su afán totalizador y diafanidad que esconde misterio y erotismo pero también esas patéticas “buenas intenciones” de los humanos que provocan desastres cada dos por tres. La experiencia en la televisión, la publicidad y los videoclips del realizador vuelve a ser fundamental en el apuntalamiento del barroquismo extasiado del convite y las metáforas fastuosas de la narración, ofreciendo en el corte del director de 114 minutos -con el inefable soundtrack original orquestal de Jerry Goldsmith- una experiencia onírica de una belleza suprema, a contrapelo de las versiones mutiladas del momento del estreno internacional y estadounidense, ambas rondando la hora y media de metraje y la primera manteniendo las composiciones de Goldsmith y la segunda reemplazándolas por una banda sonora símil ambient y dream pop de Tangerine Dream, la cual no pegaba para nada con el clasicismo de la trama y nos acercaba a una pomposidad estándar hollywoodense condimentada para colmo con un par de canciones de Jon Anderson de Yes y Bryan Ferry de Roxy Music, Loved by the Sun e Is Your Love Strong Enough?, por cierto ambas bastante mediocres. Dejando de lado este devenir de peleas y concesiones comerciales entre Scott y el productor Arnon Milchan y el hecho de que tuvimos que esperar hasta el 2002 para ver el corte del director, amén de problemas varios de filmación como la necesidad de parar el rodaje primero por un incendio en Pinewood Studios y después por la muerte del padre de Cruise, el cineasta inglés aprovecha al máximo tanto la teatralidad y el sublime carisma de Tim Curry, el cual debía someterse a diario a la tortura de sesiones de maquillaje con injertos protésicos que duraban cinco horas y media dentro de un promedio de tres horas y monedas para el resto del elenco, como la falta de experiencia y cierta “tibieza actoral” de un Tom Cruise al que todavía le faltaba un largo trecho para transformarse en un actor realmente valioso y una Mia Sara un poco más expresiva que su colega varón -aunque no demasiado- que estaba debutando en cine y que muy pronto caería en el olvido en función de muchos trabajos televisivos y propuestas cinematográficas impresentables luego de las amenas Un Experto en Diversión (Ferris Bueller’s Day Off, 1986), de John Hughes, El Desafío (By the Sword, 1991), de Jeremy Kagan, Un Extraño entre Nosotros (A Stranger Among Us, 1992), de Sidney Lumet, y Timecop (1994), de Peter Hyams, ambos intérpretes ajustándose a puro naturalismo a la ingenuidad peligrosa de sus respectivos roles. Sin llegar a la perfección por cortes bruscos evidentes en materia de los instantes más truculentos y la desaparición repentina y sin explicación de Blix y sus secuaces, durante la primera mitad del metraje fundamentales en eso de hacer avanzar a la faena, aquí la sutileza de las contadas y geniales canciones de Goldsmith con letra de John Bettis, como por ejemplo My True Love’s Eyes, Bumps and Hollows y Sing the Wee, se amalgama a la perfección con el maravilloso homenaje de Scott a Jean Cocteau mediante las secuencias en el castillo de la seducción de Lili a expensas del Señor de la Oscuridad, el doble detalle de que las gárgolas cobran vida y el padre del villano le habla a través de unos ojos verde flúo desde lo alto y por supuesto la escena del vals de ella con un vestido antropomorfizado hiper dark y sensual que le regala su pretendiente, quien le ofrece además manjares estrafalarios, joyas y promesas de poder y gloria para convencerla de que se case con él. El final concebido por el realizador para su corte, el de Jack buscando en las aguas y restituyéndole el anillo a una Lili que desea seguir con la relación pero reconoce que el muchacho campesino pertenece al bosque y ella a un palacio luminoso y burgués que jamás vemos, sintetiza esplendorosamente el motivo de la corrupción que atraviesa a la aventura de principio a fin y su acepción concreta por parte del relato, la de una madurez que implica aceptar las diferencias y echar por la borda las idealizaciones simplonas de la adolescencia para por fin terminar comprendiendo que cada uno es cómo es y pretender cambiarlo en plan de chantaje sentimental nunca es buena idea si se desea en serio que el vínculo en cuestión sobreviva, por ello incluso hoy el desenlace con ella marchándose y él viéndola partir -para luego Jack a su vez alejarse hacia el Sol mientras saluda a sus compinches en la epopeya- continúa constituyendo la mejor solución negociada entre el andamiaje típico de los cuentos de hadas, dejando picando en el fuera de campo aquel “y vivieron felices para siempre”, y lo que suele ocurrir en la vida real, nos referimos desde ya a ese camino que se bifurca una vez que todo está sobre la mesa y cada miembro de la pareja toma sus propias decisiones, aquellas que pueden llevarlo o llevarla de nuevo hacia el compañero o compañera o por el contrario alejarlo de allí en adelante.

 

Leyenda (Legend, Reino Unido/ Estados Unidos, 1985)

Dirección: Ridley Scott. Guión: William Hjortsberg. Elenco: Tom Cruise, Mia Sara, Tim Curry, David Bennent, Alice Playten, Billy Barty, Cork Hubbert, Peter O’Farrell, Kiran Shah, Annabelle Lanyon. Producción: Arnon Milchan. Duración: 114 minutos.

 

 

Peligro en la Noche (Someone to Watch Over Me, 1987), por Emiliano Fernández:

 

Las décadas del 80 y 90 protagonizaron un hilarante fetiche para con las películas de acción y/ o los thrillers que giran alrededor de la necesidad de que una persona, generalmente un esbirro del aparato represivo o semejantes, cuide de otra, casi siempre un oligarca polirubro o concretamente un cerdo de la mafia institucional o capitalista, y ejemplos sobran porque basta con recordar films que respetan el patrón más macro y otros que lo quiebran en buena medida en línea con Testigo en Peligro (Witness, 1985), de Peter Weir, Cobra (1986), de George P. Cosmatos, Terminator 2: El Juicio Final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), de James Cameron, El Guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), de Mick Jackson, En la Línea de Fuego (In the Line of Fire, 1993), de Wolfgang Petersen, El Guardaespaldas y la Primera Dama (Guarding Tess, 1994), de Hugh Wilson, El Protector (Eraser, 1996), de Chuck Russell, y Alguien Sabe Demasiado (Mercury Rising, 1998), de Harold Becker. Muy pocos recuerdan hoy en día que la faena fundamental del formato, esa que sirvió de puente entre el carácter rústico antropológico de Testigo en Peligro y el dejo mainstream bastante tontuelo y naif de El Guardaespaldas, fue Peligro en la Noche (Someone to Watch Over Me, 1987), esa pequeña odisea neoyorquina de acoso y romance clandestino que Ridley Scott encaró como una suerte de bálsamo para poder curarse de los dolores de cabeza que le habían generado la realización, los distintos cortes y el fracaso de taquilla de Leyenda (Legend, 1985), una propuesta enorme que el británico contrapesó con el minimalismo del film que nos ocupa y la posibilidad que éste abría en eso de poder jugar con el diseño de producción y en especial la iluminación, dos manías adorables de siempre de un esteta del preciosismo como el señor, sin tener que gastar una fortuna en materia de un presupuesto tambaleante. El guión de Howard Franklin, conocido por haber escrito El Nombre de la Rosa (Der Name der Rose, 1986), de Jean-Jacques Annaud, El Hombre que no Sabía Nada (The Man Who Knew Too Little, 1997), de Jon Amiel, Amenaza Virtual (Antitrust, 2001), de Peter Howitt, y El Gran Año (The Big Year, 2011), de David Frankel, y por haber dirigido No Tengo Cambio (Quick Change, 1990) y La Mira Indiscreta (The Public Eye, 1992), rankea en punta como uno de los trabajos más simples y rudimentarios de una época en la que el reduccionismo era bandera cultural: una bella ricachona de Manhattan llamada Claire Gregory (Mimi Rogers) asiste con su novio Neil Steinhart (John Rubinstein), un soberbio todo terreno que de hecho se toma muy en serio a sí mismo, a un evento del jet set organizado por una ex pareja vinculada al mercado del arte, Win Hockings (Mark Moses), y termina siendo testigo del asesinato del susodicho a instancias de un tal Joey Venza (el querido y desperdiciado Andreas Katsulas), ex socio de Hockings que definitivamente no se tomó muy bien que lo haya excluido de los negocios en conjunto comprándole su parte ya que decide clavarle un sacacorchos en la garganta, por ello mismo Gregory queda en custodia policial hasta que pueda identificar al homicida en un ronda de sospechosos y específicamente bajo el amparo de dos oficiales que se reparten la labor de protegerla en su lujoso departamento durante los turnos diurno, el veterano T.J. (Tony DiBenedetto), y nocturno, el recién ascendido a detective Mike Keegan (Tom Berenger), quien vive en Queens junto a su esposa Ellie Keegan (Lorraine Bracco) y su pequeño vástago Tommy (Harley Cross). La película en sí combina la retro fórmula del testigo en un proceso jurídico o investigación policial que sufre la permanente amenaza de muerte por parte de algún loquito aislado o de los miembros de un sindicato criminal, ardid retórico extraído del film noir, y el doble recurso posterior de la colección de ataques porfiados contra su persona más la profundización de la relación entre protegido y protector, detalles extrapolados del lenguaje del cine de acción y de los relatos románticos o vinculados al drama humanista, respectivamente, esquema que Scott utiliza de excusa para ofrecernos una claustrofobia despampanante de la mano de la fotografía de Steven Poster, el diseño de producción de Jim Bissell y la dirección de arte de Christopher Burian-Mohr, esfuerzos en esencia volcados a construir un retrato de las elites y el negocio endogámico del arte posmoderno en general y del departamento de Claire en términos ya específicos, un placentero contexto de muebles, implementos y decoraciones suntuosas en el que cualquier bípedo del vulgo quisiera estar encerrado una buena temporada. Una vez que comienza la atracción entre Keegan y la testigo, exacerbando el trasfondo de triángulo amoroso con Ellie, y se acumulan las intimidaciones y los intentos de asesinato por parte de Venza y algún sicario asalariado circunstancial (Harlan Cary Poe), el primero en el célebre Museo Solomon R. Guggenheim y el segundo en el mismo hogar de la fémina, la película por un lado se va volviendo cada vez más ridícula, sobre todo debido a que se desdibuja el rol del villano y pasa de ser -sin medias tintas o desarrollo escalonado alguno- un mafioso de motivaciones difusas a un psicópata demente que toma de rehenes a la esposa y el hijo del detective para intercambiarlos por la burguesa en una escena final ultra absurda porque en vez de sacarse sutilmente de encima a Gregory se está generando problemas todavía mayores, y por el otro lado explora con sensatez la reciprocidad del amor a la que apunta el título original, él protegiéndola a ella ante el acosador y ella acompañándolo a él cuando llega la depresión y las dudas porque su esposa descubre el affaire, incluso permitiéndoles lucirse a los actores principales, léase una Rogers todavía lejos de El Despertar de Sharon (The Rapture, 1991), de Michael Tolkin, una Bracco que estallaría con todo como actriz con Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), de Martin Scorsese, y finalmente un Berenger que venía de Pelotón (Platoon, 1986), opus de Oliver Stone, y pronto saltaría a su mejor período profesional vía Persecución Mortal (Shoot to Kill, 1988), de Roger Spottiswoode, Traicionados (Betrayed, 1988), de Costa-Gavras, Nacido el Cuatro de Julio (Born on the Fourth of July, 1989), también de Stone, Esta Tierra es Mía (The Field, 1990), de Jim Sheridan, Búsqueda Mortal (Shattered, 1991), de Wolfgang Petersen, Jugando en los Campos del Señor (At Play in the Fields of the Lord, 1991), de Héctor Babenco, y la inefable Blanco Perfecto (Sniper, 1993), de Luis Llosa, eje de una saga eterna de la que usufructuó a lo largo de toda su trayectoria. Peligro en la Noche puede ser un thriller rutinario y bastante delirante, típico exponente de aquella Clase B con un presupuesto algo inflado del mainstream ochentoso, sin embargo la profesionalidad y el enorme talento del realizador inglés elevan a la película por sobre la media de entonces y especialmente el paupérrimo nivel cualitativo de tantas propuestas de suspenso y acción de nuestro presente, bodrios que lejos están de ofrecernos el festín visual minucioso de Scott y este entretenido derrotero por una Nueva York sensual, casi onírica y curiosamente conservadora porque es de hecho la cornuda, Ellie, la que asesina a la fuente indirecta de la infidelidad de su esposo, Venza, motivando la restitución de la armonía familiar y a la par garantizando que la tercera en discordia, Claire, salga con vida de tamaña faena, lo que por lo menos nos deja con el consuelo de que no la mataron como tantas veces ocurre y ocurrirá en estos “broches de oro” de la moral comunal pro parentela reproductora.

 

Peligro en la Noche (Someone to Watch Over Me, Estados Unidos, 1987)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Howard Franklin. Elenco: Tom Berenger, Mimi Rogers, Lorraine Bracco, John Rubinstein, Andreas Katsulas, Tony DiBenedetto, Mark Moses, Jerry Orbach, Harley Cross, Harlan Cary Poe. Producción: Thierry de Ganay y Harold Schneider. Duración: 102 minutos.

 

 

Lluvia Negra (Black Rain, 1989), por Emiliano Fernández:

 

Ridley Scott en Lluvia Negra (Black Rain, 1989) se mantiene en el terreno del policial negro con toques de acción de su trabajo anterior, Peligro en la Noche (Someone to Watch Over Me, 1987), aunque superándolo en términos cualitativos y enriqueciendo la propuesta estética y conceptual en general con una multitud de ingredientes muy interesantes, como por ejemplo una estructura narrativa deudora de las buddy movies ochentosas, el look caótico y luminoso semi expresionista de Blade Runner (1982), muchos de los latiguillos de esas queridas películas de una venganza que se confunde con la justicia, aquel motivo de la falsificación de dinero de Vivir y Morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985), de William Friedkin, un marco de choque de culturas a lo Peter Weir, Werner Herzog o hasta John Boorman, algo de la efervescencia visual videoclipera/ publicitaria inmaculada de aquellos thrillers de Tony Scott, el hermano menor de nuestro amigo Ridley, el tópico paradigmático de la mafia japonesa correspondiente a la fundamental Yakuza (The Yakuza, 1974), de Sydney Pollack, y en segunda instancia a El Desafío (The Challenge, 1982), de John Frankenheimer, y Jungla de Asfalto (Armed Response, 1986), de Fred Olen Ray, el dejo inconformista de la tribu urbana de motoqueros por antonomasia de Japón, bôsôzoku, y por supuesto el sadomasoquismo identitario de los nipones en lo que atañe a la conflictiva relación con los estadounidenses y los puntos más álgidos del vínculo en cuestión, léase los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki del 6 y el 9 de agosto de 1945 y la ocupación norteamericana del país desde 1945 a 1952, detalles trabajados a través de la alusión a esa “lluvia negra” del título, la radioactiva que cayó sobre las ciudades arrasadas durante el genocidio como símbolo de la desaparición de los ideales locales vinculados al honor y el respeto y en simultáneo del ascenso del capitalismo plutocrático demencial de Occidente, por ello en una escena crucial uno de los líderes del sindicato criminal japonés, Sugai (Tomisaburô Wakayama), le dice al protagonista, Nick Conklin (Michael Douglas), que los estadounidenses pervirtieron la idiosincrasia del país al punto de engendrar a loquitos homicidas que no respetan nada y que se parecen, precisamente, a los especímenes más maquiavélicos de las otrora tropas invasoras, en el relato representados por un yakuza incontrolable y psicopático símil gangster yanqui, Koji Sato (Yûsaku Matsuda), el cual no sólo funciona como un subproducto de la cultura pancista de Estados Unidos, uno al que se le soltó la correa y se abalanzó contra su creador, sino que incluso comparte intereses con el personaje de Douglas como la afición por las motocicletas y el arte de hacerse de lo ajeno cuando la oportunidad se presenta, típica relación de espejos entre hipotéticos extremos opuestos humanos que en última instancia se parecen mucho en sintonía con ese inefable díptico que flota de fondo, el de los policías y los ladrones. El guión de Craig Bolotin, un insólito especialista en comedias rosas y románticas, y Warren Lewis, conocido sólo por la presente y 13 Guerreros (The 13th Warrior, 1999), de John McTiernan y Michael Crichton, se centra en el arresto en Nueva York de Sato por parte de Conklin luego de que el yakuza robase una cajita enigmática de un comensal nipón de un restaurant, momentos antes de que le cortase la garganta y acuchillase en el pecho a otra persona. Nick, un policía acusado de corrupto por Asuntos Internos y un padre divorciado con problemas financieros varios, presenció por azar todo el asunto y encaró la persecución reglamentaria con su compañero de toda la vida, el afable, soltero y más joven Charlie Vincent (Andy García), logrando detener al personaje de Matsuda en un frigorífico. Frustrado porque extraditarán al detenido de regreso a Japón, Conklin y Vincent terminan entregando a Sato en el aeropuerto de Osaka a unos impostores al servicio del gangster, garantizando una huida que los pone en ridículo y confirma la imagen que los nipones tienen de los norteamericanos como bobos e ineficientes que siempre resultan víctimas de su propia soberbia. En la escena del crimen de un asesinato posterior del fugitivo, específicamente en un club nocturno, Nick se entera de boca de Joyce (Kate Capshaw), una bella anfitriona norteamericana del lugar, que Sato está en guerra con el que fuera su jefe, Sugai, y acompañado de Charlie y un policía japonés veterano asignado como custodia, Masahiro Matsumoto (Ken Takakura), luego descubre de qué va el asunto cuando se lleva unos billetes de cien dólares durante el allanamiento a la guarida de Sato, enterándose al quemarlos que no son verdaderos y que están frente a una cruenta pugna entre falsificadores. Matsumoto denuncia por robo a Conklin creyendo que el dinero era real y así exacerba la xenofobia nada disimulada del personaje de Douglas, desencadenando una distancia entre ambos que Vincent pretende salvar con una posición conciliadora hasta que todo de nuevo se va al demonio cuando, saliendo borrachos del club nocturno donde trabaja Joyce, Charlie cae en una trampa evidente al dejarse provocar por un motoquero que le sustrae el abrigo con su pasaporte, excusa de Sato para llevarlo a un estacionamiento subterráneo, atraparlo con toda su pandilla y finalmente cortarle la cabeza con una katana ante los ojos de su compañero, quien ve impotente el episodio desde detrás de una persiana enrejada. Nick y Masahiro forman una sociedad para atrapar al responsable y regresan a la guarida delictiva, donde encuentran unas lentejuelas que los llevan a una señorita del club a la que siguen con cuidado hasta dar con un secuaz varón del yakuza, a su vez soldado/ guardaespaldas/ mula en una reunión en una planta fabril entre Sugai y un Sato que reclama un territorio propio y convertirse en un oyabun o padrino del sindicato criminal y que robó una de dos planchas de impresión para billetes de 100 dólares, cada una correspondiente a una faz del papel, en concreto el arcano que atesoraba aquella cajita. Un intento de detención deriva en otra fuga porque Conklin es capturado por la policía de Osaka por llevar una pistola que perteneció a su compañero y supo entregarle Matsumoto, el cual termina degradado dentro de la fuerza. Nick se escapa del vuelo que debería haberlo regresado a Estados Unidos y se presenta ante el experimentado Sugai, una vez más gracias a datos proporcionados por Joyce, con el objetivo de proponerle un trato, en esencia matar a Sato a cambio de que le suministre la información necesaria sobre dónde encontrarlo. La balacera a toda pompa, con ametralladoras, carnicerías y persecuciones ultra ochentosas, se da en un contexto rural lleno de supuestos campesinos que resultan ser sicarios en donde los capos de la mafia vernácula pretenden reincorporar a Sato bajo los requisitos previos de que entregue la plancha de impresión, acepte sus transgresiones y practique el yubitsume o amputación de un meñique cual castigo por la perfidia en Nueva York, episodio bombástico en el que el norteamericano recibe la ayuda de último minuto de Masahiro y que arranca cuando después de cercenarse el dedo, Sato le clava un cuchillo en la mano izquierda a Sugai. Pudiendo arrojarlo contra una estaca puntiaguda de un campo, Conklin le perdona la vida al cruel yakuza y opta por arrestarlo siguiendo el ejemplo de un Matsumoto que considera que ir en contra de la ley es deshonrarse a sí mismo y a la institución policial en su conjunto, por ello después de recibir una condecoración y despedirse del personaje de Capshaw vía un beso final Nick le entrega al oficial nipón las dos planchas que recuperó durante el enfrentamiento con los esbirros del crimen organizado que mataron a Vincent, preámbulo de su regreso tardío a yanquilandia. Más allá de la simpleza absoluta de la trama en consonancia con tantas otras propuestas vertiginosas o de acción del período histórico, Lluvia Negra es de hecho una de las aproximaciones más inteligentes y respetuosas al acervo cultural oriental por la sencilla razón de que señala los pros y los contras de cada mentalidad, por un lado enfatizando la ortodoxia casi alienígena de los japoneses y también algunos rasgos positivos vinculados al bushidô o código de ética de una clase guerrera/ represora que se remonta a los samuráis, como la lealtad y la deferencia, y por el otro lado subrayando la banalidad individualista y discriminadora de los norteamericanos aunque asimismo su capacidad de adaptación y de eventualmente aprender de los errores, algo que se enfatiza en el relato a través de la idea de Sugai de vengarse de los estadounidenses por la lluvia negra de antaño falsificándoles su dinero y mediante la misma redención del final de Conklin, el cual reconoce ante su colega nipón que robó dinero estando de servicio al igual que otros oficiales amigos suyos se llevaron unos billetitos en una redada por drogas, metamorfosis identitaria que viene certificada tanto por la entrega del desenlace de Sato a las autoridades locales como por el reconocimiento tácito de que en parte fue el instigador de la muerte de Charlie al insistir con quedarse en Japón hasta dar con el fugado, en especial teniendo presente que Vincent deseaba irse y dejarle el asunto a los orientales. La película de Scott, señor que por cierto prometió que jamás volvería a rodar en el país asiático por los altos costos y una burocracia laberíntica que jamás le permitía pasarse ni un minuto del tiempo estipulado para la filmación en vía pública, pincha todo el tiempo en este paralelismo entre las dos culturas en choque como si se tratase de un estudio antropológico continuo acerca del absurdo de la animadversión y/ o desconfianza mutua, especie de angustia contenida que va in crescendo de a poco y se contrapone a esa fotografía exquisita y preciosista marca registrada del británico, rubro ahora a cargo de Jan de Bont, futuro director de Máxima Velocidad (Speed, 1994) y Twister (1996), y a la estrambótica música del inefable Hans Zimmer, aquí complementada con canciones variopintas de Iggy Pop, Ryuichi Sakamoto, Soul II Soul, UB40 y Gregg Allman de The Allman Brothers Band, entre otros, amén de una flamante catarata de locaciones hipnóticas con luces de neón, carteles publicitarios, vapor o humo, claroscuros arrebatadores, mobiliario en secuencia, signos de tránsito y edificios de arquitectura posmoderna extasiada que sintetizan tanto la cercanía anodina promedio como la lejanía misteriosa de ese atolladero de nunca acabar de las grandes metrópolis. Escenas extraordinarias como la del robo de la plancha en la Gran Manzana, la mítica de la decapitación de Charlie, la de la reunión mafiosa en la fundición industrial y toda la masacre del final, a la par del excelente desempeño de Capshaw, García, Douglas, Takakura, Wakayama y un Matsuda que moriría a los 40 años en ese 1989 de cáncer de vejiga, levantan mucho el nivel de una realización que sin llegar a ser una obra maestra, sobre todo a raíz de la hilarante abundancia de clichés de la época, consigue sin duda posicionarse como una de las mejores y más sensatas experiencias cinematográficas en torno a aquel fetiche de los 80 con el exotismo cultural, las obsesiones monotemáticas masculinas y un peligro siempre latente cual huracán del masoquismo ampuloso del turista.

 

Lluvia Negra (Black Rain, Estados Unidos, 1989)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Craig Bolotin y Warren Lewis. Elenco: Michael Douglas, Andy García, Ken Takakura, Kate Capshaw, Yûsaku Matsuda, Tomisaburô Wakayama, Shigeru Kôyama, John Spencer, Luis Guzmán, Richard Riehle. Producción: Stanley R. Jaffe y Sherry Lansing. Duración: 125 minutos.

 

 

Thelma & Louise (1991), por Martín Chiavarino:

 

Como en todo film de carretera o road movie, en Thelma & Louise (1991) hay climas, autoconocimiento, aprendizaje y un reconocimiento de una situación previa que impide regresar a las condiciones iniciales en un drama no exento del delicado humor de un inglés en Hollywood. En esta tragedia dramática de ramificaciones épicas y de una merecida popularidad, dos amigas emprenden un viaje para descansar de sus obligaciones y su afligida cotidianeidad en Arkansas en una cabaña para pescadores en las montañas a la vera de un lago. Thelma (Geena Davis) es un ama de casa que se ha casado muy joven con su odioso esposo, Darryl (Christopher McDonald), que la maltrata constantemente mientras que Louise (Susan Sarandon) es una mujer independiente que trabaja de camarera en una típica cafetería norteamericana y desea alejarse de su recio novio un fin de semana. En su primera parada en un bar de camioneros de la ruta los problemas comienzan cuando un psicópata intenta violar a Thelma, descompuesta por la combinación de baile y alcohol en su primer día fuera de casa, lejos de su marido, al que le ha dejado una nota junto a la comida para calentar en el microondas a modo de pequeña broma liberadora. Louise toma el arma que el marido de Thelma le compró a su esposa para defenderse años atrás y que nunca usó aunque decidió llevar al viaje, y logra impedir la violación, pero los provocativos insultos del hombre desencadenan los demonios que Louise acarrea de una violación de la que fue víctima años atrás en Texas sobre la que no quiere hablar, por lo que instintivamente le dispara al hombre como una especie de acto reflejo de venganza y ajuste de cuentas contra el paradigma del macho que no respeta a la mujer. Así el viaje de descanso de ambas mujeres se transforma de una evasión de la ley y en periplo de autodescubrimiento y sanación de las heridas infringidas a ellas por parte de una masculinidad violenta. Mientras que el novio de Louise, Jimmy (Michael Madsen), la ayuda con un préstamo y viaja hasta Oklahoma para ver cuál es el motivo de la huida y ofrecerle casamiento a su huidiza novia, Thelma se aleja cada vez más de la idea de regresar con el imbécil infantiloide de su marido que se la pasa mirando fútbol americano y haciendo berrinches. En la carretera, Thelma se enreda con J.D. (Brad Pitt), un joven delincuente que asalta pequeños comercios con buenos modales y que les roba el dinero que Jimmy le ha dejado a Louise, tras seducir a Thelma en un acto de negligencia de ésta. Para compensar su descuido, Thelma decide tomar las riendas de su vida y asaltar un mercado con el método que aprendió de D.J. para obtener el dinero que les permita huir a México y escapar de los esbirros de la ley. En Arkansas la policía interviene el teléfono de la casa de Thelma, en caso de que llame a su marido, y se instala en el inmueble, lo que produce divertidas escenas en las que los hombres se mimetizan en sus reacciones machistas y su lenguaje soez, enfatizando la imbecilidad de Darryl y su patetismo. Después de conocer a Darryl y a D.J., el detective Hal (Harvey Keitel) simpatiza con las mujeres fugitivas y trata de convencerlas de que se entreguen para que puedan defenderse ante la justicia, pero la posibilidad de terminar en la cárcel o con una pena de muerte y la negación de ambas mujeres a retornar a sus insulsas vidas anteriores, sumado a la promesa de un futuro en México y a la fuerza de la amistad a través de la experiencia traumática atravesada, convencen a las protagonistas de seguir con su plan a pesar de que la policía descubre que se dirigen a México cuando arrestan a J.D. y Hal lo intima a colaborar. La huida de las fugitivas se vuelve cada vez más desesperada en el polvoriento paisaje desértico y un descuido hace que la policía descubra donde están, por lo que la persecución se convierte en una cacería y las mujeres deciden inmolarse antes de dejarse atrapar, creando así con su muerte un paradigma simbólico de la libertad que aún perdura en el imaginario colectivo. La alocada persecución del final es tan solo el corolario de una aventura en la que las mujeres descubren que realmente hay esperanza de una vida mejor, de que vivir se trata de salir de los moldes preestablecidos, pensar en un cambio radical y hacerlo realidad. En este camino las mujeres intentan que un camionero soez se disculpe por su vulgaridad, encierran a un policía que abusa de su autoridad en la cajuela de su patrullero, para que un ciclista jamaiquino lo llene del humo de un porro, e imparten justicia en su camino de autodescubrimiento y despertar a la existencia. En este viaje ambas se encuentran con todo tipo de faltas de respeto, no solo por parte de los hombres sino de las mujeres atrapadas en su dinámica cotidiana en una aventura que se convierte en una meta de rebelión y revelación que desvela todas las vejaciones que las féminas tienen que soportar en la vida debido a la cosificación de la que son objeto por parte de muchos hombres. En la fuga ambas literalmente despiertan de su letargo, una metáfora del resurgimiento del feminismo y su fuerza a la par del retroceso del conservadurismo de los ochenta. Desde su estreno Thelma & Louise ha superado la instancia cinematográfica para convertirse en un símbolo cultural de la libertad, la fuerza de la mujer, el espíritu feminista y el encuentro con uno mismo. El film fue el debut como guionista de Callie Khouri, una productora de videos musicales, en base a sus experiencias personales y las de su mejor amiga, la cantante de música country Pam Tillis, y allí reside uno de los pilares del éxito de la película. A principios de la década del noventa el feminismo había retrocedido al igual que todas las ideas de izquierda en Estados Unidos y en el mundo debido a la revolución conservadora de Ronald Reagan y sus aliados, el desmantelamiento del bloque soviético, la deuda externa de los países del Tercer Mundo, la inflación generalizada y el apogeo de las ideas neoliberales y monetaristas. La historia de Thelma & Louise apuntaló una situación múltiple que las mujeres vivían alrededor de todo el planeta, la conminación de muchas de ellas al hogar, la violencia psicológica domestica del hombre que trabaja y provee ante la ama de casa, la imposibilidad de progresar del trabajador sin calificación en su desgastante labor, el desquite cobarde en el hogar de las frustraciones del gerente de medio pelo, la tristeza de la vida sin riesgos, la adrenalina del crimen, la necesidad de las mujeres de romper con el acervo machista y la naturalización de la cultura de la violación y la misoginia como valores del ecosistema masculino. Gran parte del éxito del film se debe a decisiones de carácter cinematográfico de Ridley Scott que no estaban en el guión de Khouri, que convirtieron una película de bajo presupuesto en una odisea épica y grandilocuente, como por ejemplo el desvío del auto de Louise por un camino de tierra que las conduce a un campo petrolífero texano. Scott y Khouri plasman en la fuga de las mujeres un viaje femenino alrededor del corazón machista de Estados Unidos en un coche icónico de los años sesenta, el Ford Thunderbird, símbolo de la libertad de la carretera, icono del que las protagonistas se apropian para crear su propia leyenda. No es casual que la música country, otro símbolo de lo masculino en Estados Unidos, el cowboy, sea predominante en esta apropiación por parte de las mujeres de los emblemas culturales de la masculinidad para convertirlos en símbolos del protagonismo femenino. Mientras que la tradición de películas de carretera y fugas tiene a varones o a parejas de ambos sexos como protagonistas, Thelma & Louise rompe con la norma que habían creado los clásicos anteriores, Bonnie & Clyde (1967), de Arthur Penn, Easy Rider (1969), de Dennis Hopper, y Badlands (1973), de Terrence Malick, para instalar a dos mujeres en una evasión que las transforma de víctimas en dueñas de su fortuna. La película logra sin duda alguna una empatía entre las protagonistas y el espectador cercana a la confabulación, lo que lleva al reconocimiento de que algo funciona mal en un sistema que persigue a dos mujeres de clase media baja que solo buscan divertirse un fin de semana y que son conducidas al crimen en una persecución delirante por parte de las fuerzas policiales con un desenlace cargado de simbolismo en el que lo masculino intenta controlar por última vez el espíritu rebelde femenino que prefiere la muerte al encierro o a cualquiera de las posibilidades que el sistema le ofrece. Susan Sarandon y Geena Davis, que no fueron las primeras seleccionadas para el papel, logran una química inigualable en una amistad que se vuelve indispensable y esencial para que ambas puedan superar los obstáculos, sacarse las cadenas que las oprimen para no ceder ante las presiones. Inicialmente Michelle Pfeiffer y Jodie Foster iban a protagonizar el film. De hecho, Pfeiffer convenció a Scott de dirigir la película, quien era reacio a tomar las riendas de un proyecto completamente distinto a los que el realizador de Alien (1979) venía consagrándose. En Thelma & Louise Ridley Scott vuelve a ridiculizar a la policía y logra un sentido del humor tan fino como sardónico en su burla de una sociedad machista y conservadora que ya exponía un alto grado de putrefacción. La banda sonora de la película también tiene una gran responsabilidad en el éxito del film en una época donde la correcta elección de las canciones tenía una relación directa con la popularidad en el imaginario cultural. A los temas de Glenn Frey, Toni Childs, Johnny Nash, Pam Tillis, Charlie Sexton y Chris Whitley se suman las extraordinarias composiciones circunspectas de Hans Zimmer, destacándose el tema Thunderbird, que tiene un solo de guitarra de Peter Haycock. Como símbolo de la cultura masiva, la tragedia de Thelma & Louise interpela a toda una sociedad que conduce a la muerte a dos mujeres que se rebelan frente al mandato que les es impuesto, léase trabajar, mantener el hogar, ser buenas esposas y reproducirse, en una dura y sagaz crítica a una comunidad que no las deja ser ni existir y no les permite expresarse, a lo que ellas responden transfigurándose a la inmortalidad en una epopeya que trasciende el cine para ser un signo de la necesidad de la rebelión ante las injusticias que se naturalizan.

 

Thelma & Louise (Estados Unidos/ Reino Unido/ Francia, 1991)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Callie Khouri. Elenco: Susan Sarandon, Geena Davis, Harvey Keitel, Michael Madsen, Christopher McDonald, Stephen Tobolowsky, Brad Pitt, Timothy Carhart, Lucinda Jenney, Sonny Carl Davis. Producción: Ridley Scott y Mimi Polk Gitlin. Dirección: 129 minutos.

 

 

1492: Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise, 1992), por Emiliano Fernández:

 

En el caso de 1492: Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise, 1992) hay que tener muy presente que la película responde a aquellos debates que se dieron con motivo del aniversario número 500 del siempre polémico “descubrimiento” de América del 12 de octubre de 1492, léase la llegada de una expedición española comandada por Cristóbal Colón por encargo de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, los Reyes Católicos, supuesto primer contacto entre los indígenas locales y los europeos por más que ya se sabe que los vikingos en el Siglo X llegaron a América aunque por el tiempo transcurrido no quedaron evidencias de un posible intercambio cultural entre ambas etnias. Ya para fines de la década del 80 y comienzos de los años 90 había comenzado un movimiento de revisión historiográfica mundial que optó por dejar de obviar la realidad y reemplazó gran parte de las festividades nacionales latinoamericanas alrededor de la hispanidad, suerte de negación tácita del mestizaje real y del acervo de aquel pueblo aborigen masacrado por los españoles, portugueses, franceses, ingleses, holandeses y demás, por conmemoraciones más neutras a nivel ideológico o directamente volcadas a reconocer el genocidio indígena, la esclavitud, el pillaje, la asimilación identitaria y la destrucción de la naturaleza en ocasión de lo que se dio en llamar la Conquista de América, una serie de guerras con los habitantes originarios del continente y entre los mismos colonos por hacerse de la mayor extensión de territorios y el mayor volumen de recursos a usufructuar a corto plazo, todo a su vez condimentado con eurocentrismo, intolerancia religiosa, enfermedades importadas, mucho armamento, la farsa del progreso, el borramiento de la idiosincrasia vernácula, esa “civilización” volcada a la tortura y el hambre que todos conocemos y la infaltable imposición del capitalismo como medio de vida y fin en sí mismo, es decir, el enriquecimiento sin ética alguna ad infinitum. La película de Scott está basada en un guión de Rose Bosch, una francesa que luego se haría conocida como directora de films como La Redada (La Rafle, 2010) y Avis de Mistral (2014), supera por mucho a la otra faena con la que comparte año de realización y tópico, la lamentable Cristóbal Colón: El Descubrimiento (Christopher Columbus: The Discovery, 1992), del especialista en epopeyas de James Bond/ 007 John Glen, y en general opta por no profundizar demasiado en las discusiones del momento con el objetivo manifiesto de centrarse en la figura del genovés Colón (Gérard Depardieu) y los entretelones de sus cuatro viajes a las Indias Occidentales o Antillas y Bahamas, aunque subrayando de paso motivos clásicos de los relatos de aventuras y exploración como la falta de entendimiento mutuo entre culturas muy diferentes, la soberbia asesina de los europeos, las barrabasadas y crueldades cometidas en nombre de la evangelización, el afán de lucro, el sometimiento y la explotación de los pobladores originarios, los delirios mesiánicos y la enorme codicia de los caudillos, los cataclismos no previstos y especialmente la transformación del idealista del ayer en gobernante feroz que lleva adelante esas mismas prácticas brutales que condenó en el pasado, en pantalla simbolizadas en la aplicación del garrote vil como mecanismo de ejecución contra los enemigos del poder eclesiástico y/ o laico. Ubicándose en términos estilísticos y conceptuales entre el documentalismo y el tono seco aunque lírico de Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), de Werner Herzog, El Dorado (1988), de Carlos Saura, y La Otra Conquista (1998), opus de Salvador Carrasco, y el manto cuasi etéreo o decididamente onírico de La Misión (The Mission, 1986), de Roland Joffé, El Nuevo Mundo (The New World, 2005), de Terrence Malick, y El Abrazo de la Serpiente (2015), de Ciro Guerra, la trama comienza con los anhelos del navegante Cristóbal, quien vive en un convento dirigido por Antonio de Marchena (Fernando Rey), de descubrir una ruta marítima al continente asiático viajando hacia el oeste y así contradiciendo el sentido común de su época, precisamente por ello es rechazado por los teólogos católicos de la Universidad de Salamanca y sólo consigue un financiamiento algo modesto de parte del banquero Luis de Santángel (Frank Langella), quien le consigue una audiencia con la reina Isabel I de Castilla (Sigourney Weaver), soberana que a su vez eventualmente accede a la propuesta del ambicioso explorador italiano, esa que abarca riquezas, títulos e influencia vitalicia sobre los territorios por descubrir, más por el encanto y poder de convencimiento del inmigrante y la curiosidad en sí que despierta el periplo que por las ansias plutocráticas de su mano derecha en el trono, el maquiavélico Gabriel Sánchez (Armand Assante). Al mando de tres naves, la Pinta, la Niña y la Santa María, Colón y sus segundos, el Capitán Méndez (Kevin Dunn) y ese inefable Martín Alonso Pinzón (Tchéky Karyo) que lo puso en contacto con Santángel, salen del Puerto de Palos el 3 de agosto de 1492 y llegan a San Salvador o Guanahani, isla del Archipiélago de las Antillas, el célebre 12 de octubre luego de tener que apaciguar diversos intentos de motines por parte de la tripulación. Los nativos, de etnia taína, desconciertan a unos españoles que en esencia lo único que buscaban eran oro y especias y así pasan de posiciones ingenuas de “paraíso en la tierra” a los primeros preparativos para comenzar la campaña de colonización, traer “la palabra de Dios” a los indígenas y buscar en profundidad la fortuna deseada. De vuelta en palacio, Cristóbal se gana el ninguneo de Sánchez por el poco oro recolectado y la aprobación en cambio de la reina, que multiplica los recursos disponibles al punto de que la segunda expedición incluye 17 barcos, más de mil hombres y un comandante militar y noble hiper arrogante llamado Adrián de Mújica (Michael Wincott), gran adepto a la mano dura y el nulo diálogo con los indígenas ya que pretende masacrarlos a todos cuando los españoles tocan tierra de nuevo y descubren que los 39 hombres que habían dejado del viaje anterior para establecer un fuerte fueron eliminados por una tribu de otra isla bastante poco predispuesta a las caras nuevas. Luego de construir un campanario cual iglesia y de centralizar el poder administrativo en su persona y en la de sus inconstantes hermanos menores, Bartolomé (Steven Waddington) y Giacomo (Fernando Guillén Cuervo), Colón se enfrenta a una guerra escalonada con los nativos debido a que Mújica, cuatro años después de su llegada, le corta una mano a uno de ellos porque la víctima no consiguió recolectar el oro que dictaminan los europeos como impuesto, lo que deriva en el arresto del aristócrata y en una especie de ensayo de Golpe de Estado en la ciudad en ciernes, La Isabela, situada en la isla La Española del Mar Caribe, que es sofocado por un Cristóbal que atestigua el suicidio del vencido Mújica y descubre el costado menos amistoso de los aborígenes, específicamente topándose con unos caníbales de la zona que se suman a la resistencia que encuentran las prácticas del genovés entre un sector de los mismos colonos. Entre temporales que destruyen la metrópoli y una soledad casi absoluta que incluye la animadversión o el abandono de sus hermanos, Sánchez y Fray Buyl (John Heffernan), el encargado de la evangelización cristiana de los nativos, Colón es sustituido en 1500 como Gobernador de las Indias Occidentales por Francisco de Bobadilla (Mark Margolis) y encarcelado por un tiempo en España bajo cargos de nepotismo, tiranía y falta de respeto a la nobleza hasta que es liberado con la anuencia de Isabel I, la cual le permite viajar al continente a pesar de que ya fue descubierto por su compatriota Amerigo Vespucci. Su némesis, Sánchez, finalmente comprende el rol decisivo de Cristóbal en la historia futura mientras éste, por su parte, se reencuentra con su pareja de siempre, Beatriz Enríquez de Arana (Ángela Molina), e incluso le relata su existencia y devenir en el Nuevo Mundo a uno de sus hijos, Hernando o Fernando Colón y Enríquez de Arana (Loren Dean), quien se transforma en su biógrafo oficial y autor de la fundamental Historia del Almirante (1537-1539). Si dejamos de lado el agraciado oportunismo histórico de los 500 años desde la llegada de Colón y las numerosas “licencias artísticas” de la película con respecto a los hechos verídicos, 1492: Conquista del Paraíso funciona además como un vehículo muy interesante para el lucimiento del inmenso Gérard Depardieu, un genio rotundo del séptimo arte que ya había coqueteado con el idioma y el mercado inglés en Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci, y que más adelante ampliaría su visita al enclave anglosajón luego del éxito de Cyrano de Bergerac (1990), de Jean-Paul Rappeneau, y Uranus (1990), de Claude Berri, apareciendo en obras como Matrimonio por Conveniencia (Green Card, 1990), de Peter Weir, Volver a Vivir (Unhook the Stars, 1996), de Nick Cassavetes, Hamlet (1996), de Kenneth Branagh, Bogus (1996), de Norman Jewison, El Hombre de la Máscara de Hierro (The Man in the Iron Mask, 1998), de Randall Wallace, Entre Extraños (Between Strangers, 2002), de Edoardo Ponti, La Ciudad de las Sombras (City of Ghosts, 2002), de Matt Dillon, Misión Babilonia (Babylon A.D., 2008), de Mathieu Kassovitz, Una Aventura Extraordinaria (Life of Pi, 2012), de Ang Lee, y Bienvenido a Nueva York (Welcome to New York, 2014), de Abel Ferrara. Scott, fiel a su estilo, desparrama belleza visual y sonora mediante la fotografía altisonante de Adrian Biddle, señor que aprovecha al máximo las celestiales locaciones en Costa Rica y España, y la gloriosa música incidental del griego Evángelos Odysséas Papathanassíou alias Vangelis, mítico compositor del rock progresivo, el ambient y la electrónica con el que el director británico supo colaborar también en Blade Runner (1982), amén de los recordados soundtracks de Carrozas de Fuego (Chariots of Fire, 1981), de Hugh Hudson, Desaparecido (Missing, 1982), de Costa-Gavras, Antártida (Nankyoku Monogatari, 1983), de Koreyoshi Kurahara, El Motín del Bounty (The Bounty, 1984), de Roger Donaldson, Francesco (1989), de Liliana Cavani, Perversa Luna de Hiel (Bitter Moon, 1992), de Roman Polanski, Alejandro Magno (Alexander, 2004), de Oliver Stone, y El Greco (2007), de Yannis Smaragdis. A nivel político la propuesta adapta la compleja y/ o paradójica figura de Colón a los cuestionamientos de nuestros días, como decíamos previamente, enfatizando el desprecio que el genovés sentía antes de partir a América por el garrote vil, marchándose en el principio del relato cuando se topa con una ejecución callejera en manos de la Inquisición Española, y sin duda contraponiéndolo con las sentencias que él mismo decreta contra los sublevados de Mújica y compañía una vez que alcanza la cúspide de la pirámide pública en el Nuevo Mundo y se ve cuestionado por los representantes civiles, religiosos y militares de una aristocracia parasitaria símil proto burguesía que pretende mantener sus privilegios a donde sea que vaya, metáfora no sólo acerca de la corrupción del poder sino asimismo sobre la destrucción de aquella esperanza cándida del viaje de ida de que todo mejorase a futuro para una humanidad que siempre termina embarrando sus propios anhelos con esas pugnas intestinas, su instinto predatorio y una estratificación ponzoñosa tendiente a la inequidad y el despojo cíclico. La temática aborigen está tratada con el mayor de los respetos gracias al hecho de que el film señala las diferentes variantes de los nativos, la pacífica/ sumisa y la bélica/ inconformista, al tratar con unos invasores que por su parte también se subdividen entre los dialoguistas y los destructores compulsivos que ven enemigos o competencia por todos lados, planteo retórico que denuncia de sopetón el eurocentrismo racista y católico mediante la recordada escena en la que el traductor local del protagonista, Utapán (Bercelio Moya), vuelve a la selva y abandona a Cristóbal y La Isabela aseverando con toda la razón del mundo que el italiano jamás se molestó en aprender a hablar la lengua de los taínos. La derrota de Colón, un visionario incomprendido aunque también un producto patético de su tiempo que trajo la organización moderna autocrática y puso el primer ladrillo del genocidio y la esclavitud de los aborígenes, constituye en el fondo el fracaso de la civilización occidental en lo que atañe a una hipotética convivencia armoniosa con culturas alternativas, distintas u opuestas al extremo de que la lógica de la fagocitación capitalista y la mundialización del comercio eliminó -primero por la rauda fuerza y luego por el condicionamiento simbólico/ histórico/ comunal- la posibilidad de verdadero disenso, de allí que el opus de Scott sea muy valioso en este sentido ya que no maquilla el sustrato agridulce de un choque de mentalidades con poco o sinceramente nada de margen de adaptación recíproca a largo plazo y un evidente destino de frustración, catástrofe, miseria, egoísmo y atropellos variopintos como esos que nos han regalado las administraciones transamericanas lastimosas de los siglos siguientes.

 

1492: Conquista del Paraíso (1492: Conquest of Paradise, Reino Unido/ Francia/ España, 1992)

Dirección: Ridley Scott. Guión: Rose Bosch. Elenco: Gérard Depardieu, Armand Assante, Sigourney Weaver, Loren Dean, Ángela Molina, Fernando Rey, Michael Wincott, Tchéky Karyo, Kevin Dunn, Frank Langella. Producción: Ridley Scott y Alain Goldman. Duración: 149 minutos.