El Grito (The Shout)

La irrupción de la magia

Por Emiliano Fernández

El Grito (The Shout, 1978) es una de las poquísimas películas que requieren de múltiples visiones para lograr desentrañarlas del todo, no tanto por la experiencia sensorial que ofrecen o su complejidad intrínseca sino por el simple hecho de que invitan al espectador a sacar sus propias conclusiones a partir de la expuesto y echando mano de su -generosa o empobrecida- capacidad cognitiva: Jerzy Skolimowski, un realizador polaco desparejo aunque al mismo tiempo artífice de obras maestras únicas, aquí construye precisamente una de sus propuestas más enigmáticas y fascinantes, un trabajo que traslada su leitmotiv de base, léase la necesidad de salir de la prisión de la propia experiencia para concebir otras realidades y posibilidades a través de la imaginación, al otro lado de la pantalla como casi ninguna otra película lo ha logrado antes y menos aún plantándose en la vieja oposición entre esa racionalidad burguesa/ moderna/ occidental y un misticismo popular que resulta inaprehensible en su vastedad y riqueza. El guión del director y Michael Austin, basado a su vez en el relato homónimo de 1929 de Robert Graves, está construido en forma de mosaico fragmentado no sólo a escala estructural sino en lo que atañe a cada escena en particular, en ocasiones apuntaladas en recursos como la superposición, la cámara lenta, las imágenes congeladas, el vuelco repentino de la fotografía al blanco y negro o las decisiones un tanto bizarras en materia de la edición concreta de las secuencias, desencadenando un extrañamiento narrativo muy consciente que apunta a retomar el proverbial esquema de la casa más o menos pudiente que se viene abajo de manera paulatina gracias a la llegada de un misterioso visitante con un aura de saber, amenaza y lúgubre sensualidad, planteo que por supuesto se burla de las fábulas cristianas primigenias y en el séptimo arte recorrió un camino que va desde Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, pasa por Visitor Q (Bijitâ Q, 2001), de Takashi Miike, y llega a la reciente Borgman (2013), de Alex van Warmerdam.

 

El catalizador de la aventura es un partido de críquet en una institución que se ubica en la línea fronteriza entre los pacientes psiquiátricos y el tradicional asilo de ancianos, lugar al que llega Robert Graves (Tim Curry encarna a la representación del escritor original dentro del armazón retórico del film), señor que termina convirtiéndose en el anotador de los tantos de la contienda de turno entre pacientes y miembros del personal a instancias del director del nosocomio (Robert Stephens), un médico de lo más banal. El compañero que le toca en gracia a Graves en su tarea es Charles Crossley (Alan Bates), un hombre singular y muy inteligente que señala a uno de los jugadores, Anthony Fielding (John Hurt), y afirma que el susodicho “tenía una esposa que lo amaba” que hoy por hoy perdió. El racconto subsiguiente, tomando la forma de la narración de Crossley a su colega anotador, nos lleva a un pueblito bastante árido de Devon, en el sur del Reino Unido, donde vive una parejita de burgueses aburridos compuesta por la hermosa Rachel Fielding (Susannah York) y su marido Anthony, quien le es infiel con la mujer del zapatero del lugar (Carol Drinkwater) y en esencia trabaja como organista suplente en una iglesia, lo que le permite entregarse a su verdadera pasión, la experimentación sonora con ruidos, reverberaciones, sintetizadores y texturas electrónicas varias dentro del marco de la “musique concrète”. Una pesadilla compartida por ambos, mientras dormían en los médanos de la región, anticipa el arribo a sus vidas de Charles, el cual asevera haber vivido durante 18 años con los aborígenes del desierto australiano, haber matado a sus propios hijos -en función del derecho inalienable de todo padre luego del nacimiento, según las tribus locales- y haber aprendido destrezas inigualables de un chamán que gustaba de vestir un frac naval del Siglo XVIII, como los sortilegios románticos a partir de un objeto de la persona deseada y el denominado “grito del terror”, un alarido tan inmenso y poderoso que mata a todos aquellos que lo escuchan.

 

La destrucción del matrimonio es escalonada y arranca con el cinismo pequeñoburgués de un Anthony que se topa con Crossley en la iglesia y se muestra muy escéptico con respecto a sus dichos, provocando que eventualmente el extraño lo invite a acompañarlo a una zona aislada de los médanos, se tape los oídos con algodón y sea testigo del tremendo poder devastador del grito, ese que asesina a gaviotas, ovejas y hasta a un pobre pastor que estaba con el rebaño en cuestión, Harry (Peter Benson). Aprovechándose del miedo que le inspira al dueño de casa luego de semejante experiencia sobrenatural, Charles termina de tomar posesión del hogar del dúo cuando hechiza a Rachel robándole la hebilla de una de sus sandalias y “trabajándola” con un embrujo aborigen, lo que hace que la hembra se entregue inmediatamente y lo considere irresistible al punto de lamer su mano estando presente su marido, quien enfurecido por la humillación sexual se sirve para su venganza de lo que parece ser un residuo mágico de su experiencia en la arena con Crossley, algo así como un poder remanente que se trasladó a su persona y que le permite manipular los cuerpos de terceros a la distancia vía las rocas, destreza que descubrió cuando sin darse cuenta le estrujó los riñones al zapatero (Nick Stringer), el esposo de su amante. Justo en el momento en que Fielding comienza a martillar unas piedras para que Charles se retuerza del dolor, la policía se presenta en la residencia para arrestar a Crossley bajo el cargo de asesinar a sus hijos, en apariencia confinándolo a la institución del inicio. De pronto pasado y presente se unifican en un pandemónium en el que es difícil determinar qué es verdad y qué es fruto del intelecto atribulado de un Charles que entra en un trance psicótico cuando el partido de críquet se suspende por una tormenta con relámpagos, generando una crisis colectiva entre los pacientes y la caída de un rayo sobre la cabina de madera de los tantos que coincide con el alarido, el cual mata al director, Charles y otro paciente (debut oficial de Jim Broadbent).

 

Indudablemente, y en relación a lo que decíamos con anterioridad, el opus de Skolimowski va mucho más allá de los dos ejes paradigmáticos del terror de cadencia freak o surrealista, hablamos de la confusión entre realidad y ficción, por un lado, y el encadenamiento onírico por demás caótico, por el otro, ya que lo que en verdad pretende el realizador es construir una metáfora acerca de las típicas limitaciones del conformismo hogareño y su contraparte, la irrupción de una magia que quiebra el acervo hermético de lo conocido y de la misma razón instrumental del capitalismo. Desde el vamos la aparente felicidad de Anthony con su esposa no es completa porque la está engañando con la mujer del zapatero, fémina que ofrece la chispa que definitivamente el susodicho no encuentra en su casa y así el asunto genera una latencia de separación que utiliza para su beneficio un Charles más pragmático que maquiavélico en términos vulgares, “abriéndole la cabeza” al marido y sacándolo de su autocomplacencia artística no sólo al demostrar ante sus ojos el poder del grito -alegoría sobre lo inasible del espíritu individual y su capacidad para modificar la realidad mediante la intensidad y la vehemencia- sino también al señalar la mediocridad de la música que produce y lo vacía que se siente para el oyente curioso, al igual que su vida campestre en general. Entre diversas referencias a Francis Bacon, esa fotografía misteriosa de Mike Molloy, colaborador de Nicolas Roeg y Stanley Kubrick, y una excelente banda sonora de Tony Banks y Mike Rutherford, ambos integrantes de Genesis, la propuesta nos regala magníficas interpretaciones de parte de John Hurt y Susannah York, esta última ofreciendo desnudos muy jugados que indican la ausencia de los habituales problemas de las actrices en el rubro, no obstante el que se luce en serio es el eterno Alan Bates, un señor que no es lo suficientemente reconocido en los anales del séptimo arte y que aquí crea -con paciencia y agudeza- a una figura memorable, de sutil raigambre mitológica y fanático de los huesos.

 

Ahora bien, otra faceta realmente interesante de la película se condensa en su condición de parábola acerca del autodescubrimiento, la idiosincrasia íntima y la propia aptitud, todos elementos vinculados tanto a la búsqueda continua e infructuosa de Fielding de su identidad artística/ cultural/ psicológica/ particular como al dominio que desde el principio Crossley demuestra tener en el mismo ámbito: la paradoja en cuestión está dada por la presencia de un técnico curioso pero sin verdadero talento, Anthony, en busca de un sonido que consiga maravillarlo a él y a su potencial público (por ejemplo, el hombre prueba con registrar vía un micrófono el fluir de canicas de vidrio moviéndose sobre una bandeja de metal con agua de por medio, también intenta frotar el arco de un violín contra una lata de sardinas abierta/ destrozada y hasta graba el sonido de pitadas de cigarrillos, el del micrófono rozando el pelaje de su perro, Buzz, y el zumbido de una abeja atrapada en un frasco), y en simultáneo frustrándose porque ese paisaje sonoro definitivo, especie de utopía de la exuberancia subyacente a la música y la cultura en general, viene de la mano del peligro y un manto de tiranía de entrecasa, ítems simbolizados en un Charles cuyo alarido constituye la respuesta a todo lo anterior, esa que insólitamente obliga a los oyentes a protegerse en el silencio so pena de caer sin vida en el instante. La anomalía de fondo, esta riqueza de un misticismo humano que no se puede disfrutar en todo su esplendor por la amenaza que conlleva, niega la dictadura de lo racional burgués tecnocrático y pone de relieve la incapacidad de los seres humanos a nivel macro para comprender a la naturaleza y los poderes que se ocultan detrás de sus manifestaciones cotidianas, las cuales tienden a reducir a criterios utilitaristas o egoístas tontuelos. La inefable hipnosis narrativa que produce El Grito muy pocas veces ha sido igualada dentro del cine orientado a adultos pensantes y con el anhelo de dejarse enredar en una retahíla de arcanos para los cuales no existen soluciones nítidas ni tajantes…

 

El Grito (The Shout, Reino Unido, 1978)

Dirección: Jerzy Skolimowski. Guión: Jerzy Skolimowski y Michael Austin. Elenco: Alan Bates, Susannah York, John Hurt, Robert Stephens, Tim Curry, Nick Stringer, Carol Drinkwater, Peter Benson, Jim Broadbent, Susan Wooldridge. Producción: Jeremy Thomas. Duración: 86 minutos.

Puntaje: 10