Desde los tiempos de Lassie y Rin Tin Tin, respectivamente un collie y un pastor alemán, el séptimo arte siempre ha estado enamorado de los perros pero no fue hasta la modernidad que el asunto logró expandirse de modo decisivo, pensemos en el terror de Cujo (1983), de Lewis Teague, Hechizos Diabólicos (Play Dead, 1983), de Peter Wittman, Max, el Perro (Man’s Best Friend, 1993), de John Lafia, y Rottweiler (2004), de Brian Yuzna, la parábola existencialista símil Los Perros de la Plaga (The Plague Dogs, 1982), de Martin Rosen, Baxter (1989), de Jérôme Boivin, Mi Perro Skip (My Dog Skip, 2000), de Jay Russell, Dios Blanco (Fehér Isten, 2014), de Kornél Mundruczó, y Perro Salchicha (Wiener-Dog, 2016), de Todd Solondz, el sustrato familiero modelo Mi Adorado Benji (Benji, 1974), opus de Joe Camp, K-nino (K-9, 1989), de Rod Daniel, Socios y Sabuesos (Turner & Hooch, 1989), de Roger Spottiswoode, Beethoven (1992), de Brian Levant, y Buddy Superestrella (Air Bud, 1997), de Charles Martin Smith, las aventuras en sintonía con La Noche de las Narices Frías (One Hundred and One Dalmatians, 1961), de Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wolfgang Reitherman, Colmillo Blanco (Zanna Bianca, 1973), de Lucio Fulci, Rescate en la Antártida (Eight Below, 2006), de Frank Marshall, y Togo (2019), de Ericson Core, el esquema bastante lacrimógeno/ sentimentaloide a lo La Dama y el Vagabundo (Lady and the Tramp, 1955), de Geronimi, Luske y Wilfred Jackson, Su Más Fiel Amigo (Old Yeller, 1957), de Robert Stevenson, Todos los Perros van al Cielo (All Dogs Go to Heaven, 1989), de Don Bluth, Marley y yo (Marley & Me, 2008), de David Frankel, y Siempre a su Lado (Hachi: A Dog’s Tale, 2009) y La Razón de Estar Contigo (A Dog’s Purpose, 2017), ambas de Lasse Hallström, y el marco bizarro de El Gran Asalto de los Doberman (The Doberman Gang, 1972), de Byron Chudnow, Un Muchacho y su Perro (A Boy and His Dog, 1975), de L.Q. Jones, e Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), de Wes Anderson, entre muchas odiseas de las últimas décadas que han ofrecido alguna variación de los motivos por antonomasia de este formato, el compañerismo del animal y la locura caprichosa y atroz de los humanos.
Good Boy (2025), debut en el campo del largometraje del hasta ahora especialista en cortos Ben Leonberg, quien también escribió el guión junto al ignoto Alex Cannon, constituye el último agregado a la lista y como algunas de las mencionadas, en especial las sardónicas Baxter y Perro Salchicha, esta última un spin-off de Mi Vida es mi Vida (Welcome to the Dollhouse, 1995), también de Solondz, adopta el punto de vista del amigo de cuatro patas aunque en un entorno hoy novedoso, el del terror sobrenatural. Hasta las postrimerías del metraje no vemos cara alguna de ser humano y todo responde a Indy, mascota que fue criada desde cachorro por Todd (Shane Jensen), un joven que está en las etapas finales de un cáncer de pulmón y por ello decide mudarse desde Nueva York hacia una casa de campo que supo pertenecer a su abuelo (nada menos que Larry Fessenden, de extensa trayectoria como intérprete, director y guionista), morada en apariencia embrujada como le informa explícitamente al muchacho su hermana, Vera (Arielle Friedman), que no deja de llamarlo por teléfono en todo momento para chequear su salud y su estado mental. La anhelada paz nunca llega porque Todd suele entrar en trance, se autolesiona y para colmo comienza a toser sangre y a ventilar un comportamiento errático, todo cortesía de una figura fantasmal empapada de barro que adora las cadenas, vive en el sótano y desde el primer momento es identificada por Indy, el cual asimismo sueña con los habitantes previos del hogar que se aparecen como espectros, tanto el nono como el que fuera su perro, un golden retriever llamado Bandido, supuestamente desaparecido desde el óbito del dueño por otro cáncer de pulmón. Acompañados únicamente por un vecino entrado en años que se la pasa ataviado con camuflaje más arco y flecha y colocando unas trampas para zorros en el bosque de los alrededores, Richard (Stuart Rudin), Todd e Indy intentan escapar al patrón de muerte del lugar, ese que parece haberse llevado al abuelo y su can en idénticas circunstancias, y a la tendencia del espíritu a enemistarlos haciendo que el humano trate mal al animal, llegando a desdoblar la personalidad del bípedo porque en el último acto se ve a sí mismo sin vida.
La ópera prima indie de Leonberg forma parte de la subcategoría del horror contemporáneo vinculada a los experimentos con la perspectiva retórica, pensemos que aquí es un retriever de Nueva Escocia quien lidia con los espíritus así como Presencia (Presence, 2024), del estadounidense Steven Soderbergh, apostó por el punto de vista de un “fantasma bueno” que se enfrentaba a humanos algo insoportables y En una Naturaleza Violenta (In a Violent Nature, 2024), del canadiense Chris Nash, narró una carnicería símil slasher desde los ojos enmascarados de un asesino en serie que resucitaba de repente, aunque desde ya es el opus de Soderbergh el que más cerca está de las sutiles excentricidades de Good Boy debido al trasfondo espectral/ claustrofóbico compartido y unos planteos visuales muy elaborados para que la noción de base funcione en serio, en este sentido Presencia estaba más volcada a la sensibilidad y el misterio que a los intereses principales de la película que nos ocupa, el sustrato siempre curioso del testigo peludo de las apariciones y una arquitectura terrorífica minimalista que jamás se aparta del ABC de los fetiches posmodernos en cuanto al cine sobrenatural, léase el suspenso, los jump scares y un surrealismo light. Por suerte Indy es real -de hecho, fue filmado a lo largo de la friolera de 400 días y tres años- y no otra de esas construcciones patéticas en CGIs del Hollywood de hoy en día, más algunas tomas del animal basadas en títeres ochentosos muy baratos, planteo que trae a colación el hecho de que la idea es efectivamente original, esto de presentarnos un relato de casa embrujada desde el punto de vista de un perro, aunque el contexto en términos macros no lo es tanto, basta con recordar que todos los ingredientes de Good Boy han sido harto utilizados en el pasado como una narración por momentos en tiempo real, un protagonista humano a punto de morir, una parentela de pasado trágico, una mascota con la capacidad para conectar con lo taumatúrgico y finalmente una serie de rostros humanos tapados/ ocultos/ disimulados como en cualquier epopeya infantil o familiar de las décadas previas centrada en animales antropomorfizados y encarada mayormente desde tomas bajas o la visión del cuadrúpedo.
Honestamente resulta extraordinario el desempeño del can, cuya actuación se sostiene más en reacciones naturales que en un adiestramiento clásico o formal como aquellos del cine de otras épocas, así las cosas el director, Leonberg, hace gala de un muy buen instinto para captar las reacciones de Indy, su mascota en la existencia real, y sabe combinarlas con su merodeo/ deambular, los sueños y visiones que experimenta en la trama y por supuesto los encontronazos con los espíritus y el amo agonizante cual cadáver que se rehúsa a partir del todo. La más que interesante brevedad de la propuesta -apenas 73 minutos- trae aparejada, en el otro extremo de la balanza cualitativa, un nulo desarrollo de personajes más allá de los rasgos estereotipados en el campo de los humanos y la previsibilidad en lo que respecta al simpático animal, de igual modo el estupendo trabajo en fotografía y edición, dos rubros a cargo del realizador, acompaña al cuadrúpedo con solvencia y compensa todos los lugares comunes del guión y de las secuencias de miedo, aquí -como decíamos con anterioridad- paradójicamente aprovechando la naturalización de parte del animal de la muerte o quizás su propensión a no asustarse frente a estos cuasi demonios, siempre observándolos con más atención que pánico como si buscase desentrañar la razón del acecho. Entre la hermana cargosa y condescendiente, el vecino avejentado que caza zorros con trampas crueles, el abuelo finado y trastornado que aparece vía VHS y ese muchacho en sus últimos estertores adepto a la ciclotimia, no es de extrañar que el único personaje querible del lote sea Indy, diminutivo histórico de Indiana Jones. Desde el vamos queda en evidencia que todo se trata de un caso de posesión o tal vez asimilación a instancias del habitante tenebroso original de la casa bucólica en relación al personaje humano con un pie en la tumba, Todd, de allí que la visceralidad natural del can resulte bastante anómala en un contexto como el del terror caracterizado por poses, exageraciones y clichés de toda índole, en pantalla hilarantemente anulados por la cara de desconcierto del animal y su humildad/ tranquilidad todo terreno, a sabiendas de que el asunto es una farsa y nada de esto representa un verdadero peligro. El género, la idea de fondo y el micro presupuesto obligaron a Leonberg a planificar al dedillo un entramado discursivo con toques de relato detectivesco animal, no tanto englobado en la acumulación de pistas o información sino enmarcado en una larga espera en pos del ataque final del fantasma, donde revelaría sus intensiones, por ello mismo la convivencia entre los tres, joven, mascota y espíritu, a veces puede resultar un tanto mucho cansadora pero rinde sus frutos gracias al carisma del perrito, la lealtad que brinda al amigo humano y desde ya la inocencia inconmensurable de una naturaleza en general que no destruye el planeta, a diferencia de nosotros a nivel cotidiano. Aquí la entidad muta en sinónimo de una parca que no sólo pretende llevarse al ser humano sino también a su compañero, como hiciese con el abuelo y su can, por ello el desenlace es en cierta medida feliz porque el perro escapa a su muerte y el amo acepta su funesto destino con una sabiduría hasta ese momento inexistente. Toda la película juega con el duelo y la posibilidad de que el perro haga algo significativo para salvar al bípedo, alguna movida “iluminada” del emporio hollywoodense, sin embargo el film prefiere la prudencia del verosímil y emparda al animal con los espectadores, con nosotros, porque desde nuestra pasividad aportamos testimonio de los avatares diabólicos…
Good Boy (Estados Unidos, 2025)
Dirección: Ben Leonberg. Guión: Ben Leonberg y Alex Cannon. Elenco: Indy, Shane Jensen, Larry Fessenden, Arielle Friedman, Stuart Rudin, Hunter Goetz, Anya Krawcheck. Producción: Ben Leonberg, Kari Fischer y Brian Goodheart. Duración: 73 minutos.