El Santo Oficio

La ley muerta de Moisés

Por Emiliano Fernández

Como Arturo Ripstein se hizo muy conocido durante la década del 90 a nivel internacional, especialmente gracias a aquella excelente racha de La Mujer del Puerto (1991), Principio y Fin (1993), La Reina de la Noche (1994), Profundo Carmesí (1996), El Evangelio de las Maravillas (1998), El Coronel no Tiene Quien le Escriba (1999), Así es la Vida (2000) y La Perdición de los Hombres (2000), se suele pasar por alto la etapa inicial de su carrera y en ello también juega un papel central la poca o nula disponibilidad en video hogareño de las obras en cuestión, todas realizadas bajo el umbral ideológico de su principal influencia como artista, Luis Buñuel: durante los años de su formación como cineasta tenemos un primer grupo de opus maravillosos que contrasta con una serie de experimentos fallidos en el cine de género tradicional o en alguna vertiente discursiva de la retahíla de melodramas macabros por venir, así en el primer conjunto encontramos a Tiempo de Morir (1966), El Castillo de la Pureza (1973), El Santo Oficio (1974), La Viuda Negra (1977), El Lugar sin Límites (1978) y Cadena Perpetua (1979), y en la segunda colección de propuestas se ubican las problemáticas o ya directamente olvidadas/ desaparecidas Los Recuerdos del Porvenir (1969), La Hora de los Niños (1969), La Ilegal (1979), La Seducción (1981), Rastro de Muerte (1981) y El Otro (1984), amén de rarezas absolutas como Foxtrot (1976), su única y fallida incursión en el mercado anglosajón con un importante elenco que incluía a Peter O’Toole, Charlotte Rampling y Max von Sydow, y La Tía Alejandra (1979), insólita faena de horror protagonizada por Isabela Corona como una bruja de lo más maquiavélica y resentida. Toda esta seguidilla primigenia se corta con El Imperio de la Fortuna (1986) y Mentiras Piadosas (1989), aquellas dos primeras colaboraciones de Ripstein con Paz Alicia Garciadiego, su esposa y principal guionista de allí en más al extremo de que la sociedad profesional entre ambos terminaría de patentar a ojos del mundo cinéfilo el estilo del autor.

 

Así como la etapa de madurez de Ripstein, la de los 90 en adelante, está caracterizada por un ritmo narrativo cansino, un existencialismo bastante visceral, crímenes y perversiones de la más variada naturaleza, unos antihéroes de dejo contradictorio y suicida, una fotografía muy cuidada y llena de tomas secuencia, batallas familiares, barriales o románticas más grandes que la vida misma, un metraje a veces demasiado inflado, un constante retrato de la marginalidad metropolitana, diálogos solemnes que otorgan un manto de irrealidad grotesca a la narración, cierta idea de un costumbrismo de la locura y las muchas compulsiones, un claro estudio de la religiosidad popular que le escapa a las elites y una tendencia retórica a ensalzar la rebeldía anti mediocridad asociada al crimen, el sacrificio y esa desconfianza ampulosa que suele derivar en aislamiento y desolación, la primera fase de su trayectoria, en cambio, es quizás más errática o despareja pero asimismo más sorprendente y en cierto sentido más heterogénea, por cierto en todo momento anticipando rasgos, temas, pinceladas u obsesiones futuras mediante esas narraciones reposadas y meticulosas, el preciosismo a veces camuflado de las imágenes y unos protagonistas presos tanto de su fundamentalismo doctrinario como de la crueldad y el parasitismo social de siempre, pensemos además en la influencia perniciosa y corruptora del entorno de Tiempo de Morir y Cadena Perpetua, en el autoexilio de raigambre ascética, quimérica y paradójica de El Castillo de la Pureza y en el melodrama exacerbado que bordea el delirio de La Viuda Negra y El Lugar sin Límites, obras donde los impulsos sexuales y los caprichos del corazón pueden en general llevar al desastre. Dentro de este panorama la sublime El Santo Oficio constituye una rareza porque es una epopeya histórica muy ambiciosa y con un presupuesto enorme -detalles cruciales para que luego al director se le encargase Foxtrot– que sigue muy de cerca la denuncia en contra de la Iglesia Católica de Los Demonios (The Devils, 1971), la joya de Ken Russell.

 

Mientras que Los Demonios analizaba el caso específico de las Endemoniadas de Loudun de 1634 de la localidad francesa de turno, un episodio de histeria religiosa masiva que se vinculaba a la represión sexual cristiana, la necesidad femenina de llamar la atención, la avanzada en pos de la centralización del Estado, las luchas por la supremacía política, el interés del statu quo en la conversión paulatina de protestantes al catolicismo y la infaltable confiscación de bienes y tierras de todos los acusados de brujería o herejía, El Santo Oficio funciona más como un resumen que aglutina distintos sucesos históricos en el contexto del México colonial, ahora mediante una fábula de persecución religiosa en la Ciudad de México en 1593, que tiene que ver primero con la Reforma Protestante de Martín Lutero, quien en el Siglo XVI desde la austeridad piadosa puso en cuestión a la Iglesia Católica, y segundo con la Contrarreforma encarada por el establishment romano para recuperar fieles perdidos y demonizar a la competencia devota, estrategia que en el Virreinato de Nueva España (1535-1821) se tradujo en una política laxa con respecto a los indígenas, todos en lento proceso de evangelización, y de “mano dura” contra los pocos musulmanes de la zona y sobre todo los judíos, muchos de los cuales terminaron en América del Norte en calidad de refugiados. A contrapelo de lo que se suele creer por la larga tradición cinematográfica de retratar las salvajadas y juicios farsescos del Santo Oficio de la Inquisición, en realidad los procesados eran relativamente pocos, sólo se elegían los casos más extremos para dar un ejemplo en la hoguera -al resto de los acusados se les daba repetidas oportunidades de arrepentirse y abrazar a Jesús- y el asunto además estaba dividido entre jueces católicos, los inquisidores en sí, y autoridades civiles, esas que dictaban condena vía acuerdo previo con los popes eclesiásticos. Ripstein, responsable del guión junto a José Emilio Pacheco, sigue puntillosamente el proceso judicial y apela al castellano florido de la época en los diálogos.

 

El grueso del relato se centra en Luis de Carvajal (muy buen desempeño de Jorge Luke), un judío que como todos practica a escondidas su fe para no llamar a la Inquisición, cuya sede estaba en la Ciudad de México, joven que termina acusado por su hermano, Fray Gaspar de Carvajal (Peter Gonzales Falcon), religioso desde niño ya que la familia lo había entregado a la Iglesia Católica para protegerse y alejar sospechas, luego del reciente entierro del padre de los dos, ceremonia donde el fraile dominico ve cómo el clan lava el cadáver, lo envuelve en una mortaja, lo entierra sin ataúd y para colmo recita oraciones en hebreo dignas de la “ley muerta de Moisés”. El inquisidor máximo, Fray Alonso de Peralta (un genial Claudio Brook), y su segundo, Juan Lobo Guerrero (Carlos Nieto), toman por verdaderos los dichos de Gaspar y ordenan la detención para interrogatorio de Luis y de la madre y la hermana de ambos, Francisca (Ana Mérida) y Mariana (Diana Bracho), a las que doblegan con tortura en el potro y violaciones para que confiesen ser elementos judaizantes, siendo condenadas a reclusión y después a una vigilancia menos severa. Luis, por su parte, derrapa en desvaríos místicos cuando convierte a la religión de Israel a su compañero de mazmorra, un enfermo mental que responde al nombre de Fray Hernando Ruiz (Farnesio de Bernal), y por ello cree haber tenido una visión en la que el Rey David lo hizo invulnerable al dolor y lo instó a rebautizarse, de allí en más haciéndose llamar en la clandestinidad hebrea José Lumbroso. Considerándose una especie de profeta que debe recuperar la libertad para convertir a otros cristianos al judaísmo, Luis abjura de su credo frente a la Inquisición y es obligado a llevar un San Benito -casaca amarilla con una cruz roja- y es puesto a trabajar en un manicomio a cargo del Padre Oroz (Jorge Fegán), no obstante con el tiempo se descubrirán sus mentiras y será apresado de nuevo y sometido al potro hasta que denuncia a su familia, la comunidad hebrea toda y su maestro espiritual, el ermitaño Gregorio López (Mario Castillón Bracho).

 

Si la primera parte del metraje respeta mucho los parámetros de las odiseas de oscurantismo medieval, aquí más volcada a lo terrenal porque se repite una y otra vez que el verdadero interés del Santo Oficio se reduce a confiscar las propiedades y casas de unos sospechosos rápidamente considerados culpables, la segunda mitad de la trama complejiza el asunto precisamente por los delirios de Luis, quien se cree capaz de engendrar al mesías con una hermosa prostituta, Justa Méndez (Silvia Mariscal), mientras encuentra un reemplazo semi temporario del guía López, el Rabino Morales (Antonio Bravo), y Mariana cae en la locura paranoica por las violaciones en las lúgubres cárceles de la Inquisición, mejunje al que se suma una circuncisión casera con unas tijeras por parte del protagonista en plan de alejarse de la tentación de la carne, representada en esa meretriz a la que después rechaza a pura ciclotimia. Ripstein por un lado señala la complicidad práctica entre autoridades religiosas y seculares, Fray Alonso de Peralta y el Principal de la Real Audiencia (Rafael Banquells), respectivamente, y por el otro lado trata con la misma vara a las lacras cristiana y judía, apenas enfatizando que a los segundos les tocó ser víctimas por una coyuntura histórica de antisemitismo y vinculación en el imaginario popular con las plagas, la muerte de Jesucristo y la avaricia proto capitalista, todavía lejos de mutar en los nazis de Medio Oriente desde mediados del Siglo XX en adelante: la hipocresía es doble porque Peralta en un principio la va de benevolente y rechaza la opción de “limpieza étnica” del representante de la Real Audiencia aunque a posteriori termina mandando a la hoguera a todos los denunciados por Luis en el potro, al mismo tiempo este último, supuesto humanista e iluminado en el difícil arte de ganar adeptos para la causa hebrea, demuestra ser tan autoritario y demencial como sus verdugos, amén del hecho de que traiciona a sus pares y deja entrever su oportunismo eterno cuando en el final besa la cruz para morir por garrote antes que ser quemado vivo…

 

El Santo Oficio (México, 1974)

Dirección: Arturo Ripstein. Guión: Arturo Ripstein y José Emilio Pacheco. Elenco: Jorge Luke, Diana Bracho, Claudio Brook, Ana Mérida, Rafael Banquells, Mario Castillón Bracho, Jorge Fegán, Farnesio de Bernal, Antonio Bravo, Silvia Mariscal. Producción: Marco Silva y Leopoldo Silva. Duración: 127 minutos.

Puntaje: 10